domingo, 3 de octubre de 2021

EL PROCESO INQUISITORIAL

                                                                                        

Todavía, a estas alturas del siglo XXI hay historiadores que, con toda clase de argucias y malabarismos, niegan la sevicia de la Inquisición o la suavizan hasta dejarla en algo así como una institución de caridad. Y hay historiadores, desde luego de muy baja estofa, que siguen invocando la célebre Leyenda Negra, como un bálsamo o, mejor, como una manta de Grazalema bajo la que ocultar tanta perversión e inmundicia.
Para silenciar a tanto embaucador que pasa por entendido en historia basta comprobar cómo se desarrollaba el proceso inquisitorial. Veámoslo: Una vez detenido y puesto a buen recaudo en la cárcel por la guardia del Santo Oficio, el acusado quedaba a disposición del tribunal hasta que los inquisidores encontraran a bien interrogarlo, una situación que podía durar semanas e incluso meses. 
En ningún momento se le comunicaba al preso quién lo acusaba ni de qué. Las normas inquisitoriales determinaban que los denunciantes y/o testigos deponían en secreto, "con el fin de que puedan deponer con entera libertad.", afirmaban dichas normas, en lo que no puede considerarse más que como un puro sarcasmo. Por supuesto, quedaba absolutamente descartado un posible careo entre el reo y los que contra él declaraban. 
En las INSTRUCCIONES DE 1561, elaboradas por el Inquisidor General Fernando Valdés y Llano, cuya imagen aparece arriba, se afirma textualmente que: "aunque en los otros juicios (se refiere a los juicios laicos) suelen los jueces para verificación de los delitos carear los testigos con los delicuentes (nada de presuntos, condenados de antemano), en el juicio de la Inquisición no se debe ni acostumbra a hacer, porque allende de quebrantarse en esto el secreto que se manda tener acerca de los testigos, por experiencia se halla que si alguna vez se ha hecho no ha resultado buen efecto, antes se ha conseguido dello inconvenientes." No hace falta ser un lince, ¿verdad?, para apreciar la absoluta indefensión de quien caía en manos de la Inquisición. Y no ya no pueden ignorarlo los historiadores actuales, sino que tampoco podían ignorarlo los inquisidores, empezando por el general.
Sin embargo, esto no era todo. Las Instrucciones de Valdés insisten en que cuando se informe al preso de los testimonios recogidos contra él se tuviera buen cuidado para que de ningún modo pudiera identificar a sus acusadores. "Sáquese a la publicación, dicen las Instrucciones, a la letra todo lo que tocare al delito como los testigos lo deponen, quitando dello solamente lo que podría traer en conocimiento de los testigos."
Estaban prohibidas también las visitas de amigos, deudos u otras personas, aunque pretendiesen verlo con el propósito de hacerle confesar su delito. Las únicas visitas permitidas y siempre con este fin era la de alguna persona religiosa y docta, pero siempre en presencia del inquisidor y del notario. Ni siquiera a los inquisidores les estaba permitido hablar solas con el reo. Se llegó a prohibir incluso cualquier información que sirviese para probar que una persona no había sido condenada o reconciliada o penitenciada o simplemente arrestada por el Santo Oficio, aberración que significaba que muchas personas no podían demostrar que sus padres, abuelos, etc., no habían sido detenidos ni procesados por la infame institución. Téngase en cuenta el problema de la limpieza de sangre y la necesidad que tenían muchísimas personas de probar que sus antepasados ya eran cristianos viejos.
Los interrogatorios se iniciaban con la biografía del preso, debiendo declarar éste su genealogía hasta lo más lejos que pudiera, incluyendo en ella ascendentes directos y colaterales. A continuación preguntaban si sabía el reo por qué estaba en prisión, pregunta ciertamente sádica pues ellos conocían que la totalidad de los detenidos ignoraban el motivo concreto de su detención.
Tras esta especie de prólogo empezaba el verdadero interrogatorio. En un proceso secular todo individuo era inocente hasta que se demostraba su culpabilidad. Para la Inquisición era justo al contrario: todo acusado era culpable hasta que pudiera probar su inocencia, cosa casi imposible, dado todo lo anteriormente expuesto. Pero a los inquisidores no les bastaba con que la culpabilidad quedara suficientemente probada, necesitaban, exigían, que el reo confesase explícitamente sus errores, es decir, que se confesase hereje o bruja, lo manifestara públicamente y mostrara su arrepentimiento.
Tras la acusación del fiscal, al reo se le concedían abogados defensores, que eran, ¡pasmémonos una vez más! también inquisidores, que, para más recochineo, no encuentro un término más ajustado, tenían que hablar con el preso delante del tribunal que lo juzgaba. 
Si, tras el interrogatorio, el reo negaba su condición de hereje o de brujo y se negaba, por tanto, a confesar o cambiaba su declaración, se iniciaba lo que, eufemística e hipócritamente, denominaban cuestión, que consistía en someter al preso a tortura. Muchos historiadores tratan de suavizar la responsabilidad de la Inquisición en este infame método alegando que la tortura era práctica habitual en los tribunales laicos no sólo de España, sino de toda Europa, pero pasan por alto que en el caso de la Inquisición los torturadores eran sacerdotes de una religión que tenía como fundamento el amor ("amaos los unos a los otros como yo os he amado") y el perdón ("el que esté libre de pecado que tire la primera piedra", "No siete, setenta veces siete habrás de perdonar"), con lo que no ya la tortura, sino el propio juicio en sí por un crimen que consistía en tener ideas distintas a las oficiales o en practicar una religión que no era el catolicismo, constituía una traición en toda regla a los principios más arriba señalados.
Para la tortura, se desnudaba al reo y a continuación se le aplicaban distintos tormentos. Entre los más usuales figuraba, en primer lugar, el del agua: colocado el reo en una escalera inclinada se le obligaba a tragar uno tras otro ocho litros de agua por sesión. Otro tormento era la garrucha: se colgaba al reo por las muñecas con pesos en los pies, se izaba lentamente y se soltaba de golpe. Otro, igual de corriente, era el potro: un bastidor al que se ataba al reo por muñecas y tobillos con unas cuerdas que se retorcían con una palanca tirando de sus miembros. Con su habitual hipocresía, los que aplicaban tales tormentos no eran los religiosos, sino verdugos laicos.
Naturalmente, pocos eran los reos que en el curso de la tortura no cantaban de plano admitiendo todas las acusaciones que se le hacían. Ahora bien, tras el tormento, debían ratificar lo confesado, por sí, decían las normas, con mayor hipocresía, había confesado por debilidad. Pero si el preso no ratificaba su confesión, la tortura comenzaba de nuevo. 

Fuentes:
Historia de la Iglesia Tomo II. Llorca, García Villoslada, Montalbán
La Inquisición española.- Henry Kamen
Los secretos de la Inquisición.- Edward Burman
El arzobispo Carranza y su tiempo.- Tellechea Idígoras
El proceso de Macanaz.- Carmen Martín Gaite
El proceso de Fray Luis de León.- Ángel Alcalá
Proceso inquisitorial contra el escultor Esteban Jamete.- Domínguez Bordón

1 comentario:

  1. Tremendo! la degradación del ser humano con estos seres es algo terrorífico y difícil de describir porque te quedarías corto en apelativos de referentes a la escoria que fueron.

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