miércoles, 22 de noviembre de 2023

AGUA AMARGA

En mi niñez y mi adolescencia se estudiaban en los colegios las historietas de Adán, Eva y el paraíso, de Abraham, Noé y su maravillosa arca, de Moisés, de David y Goliat, de Josué y la milagrosísima caída de Jericó, etc. Todo aquel conglomerado recibía el nombre de Historia Sagrada, que era una asignatura más en el curriculum. 
Desconozco si en los colegios se siguen estudiando estas maravillas. Sin embargo, se estudien o no, creo que la lectura cotidiana de la Biblia debería ser obligatoria no sólo en las escuelas, sino también en los institutos, en los centros de formación profesional, en la universidad y, por supuesto, en las iglesias y aun en los centros de trabajo. Pero no sólo aquellas historietas que obligaban a estudiar a los colegiales de mi generación, sino toda la Biblia, libro a libro y capítulo a capítulo. Es este, sin duda, el mejor camino para conocer de verdad la raíz, el sustrato y el basamento que sostiene a la religión cristiana. No otro es el motivo por el que la Iglesia mantuvo prohibida dicha lectura hasta la aparición de Lutero y, al día de hoy no se puede decir que sea un plato de su gusto.
Un buen comienzo de esa lectura podría ser Números, cuarto libro del Pentateuco, porque, en general, es un libro poco conocido, incluido el título. Y de este libro los versículos once a treinta y uno del capítulo cinco, versículos, junto con otros muchos, que jamás tuvimos que leer o nos leyeron en los diversos centros educativos por los que pasé. Resumiendo en parte con el fin de no alargar demasiado la entrada, en tales versículos se dice lo que sigue: Cualquier hombre cuya mujer se haya desviado y le haya engañado: ha dormido un hombre con ella con relación carnal a ocultas del marido; ella se ha manchado en secreto, no hay ningún testigo, no ha sido sorprendida, si el marido es atacado de celos y recela de su mujer que, efectivamente, se ha manchado; o bien le atacan los celos y se siente celoso de su mujer, aunque ella no se haya manchado, ese hombre llevará a su mujer ante el sacerdote y presentará por ella la ofrenda correspondiente... El sacerdote presentará a la mujer y la pondrá delante de Yahvé... tendrá en sus manos las aguas amargas y funestas... conjurará a la mujer y le dirá: "si no ha dormido un hombre contigo, si no te has desviado ni manchado... se inmune a estas aguas amargas y funestas. Pero... si te has desviado y te has manchado, durmiendo con un hombre distinto de tu marido... que Yahvé te ponga como maldición y execración en medio de tu pueblo... Que entren estas aguas amargas en tus entrañas, para que inflen tu vientre y hagan languidecer tus caderas" Cuando le haga beber las aguas, si la mujer... ha engañado a su marido... se inflará su vientre, languidecerán sus caderas y será mujer maldita en medio de su pueblo. Pero si la mujer no se ha manchado... estará exenta de toda culpa y tendrá hijos."
La prueba a la que era sometida la mujer recibe el nombre de ordalía y se trata de lo que se conoce como juicio de Dios, ritual verdaderamente salvaje que aparece por primera vez en el código de Hamurabi, del que, en síntesis, lo tomaron los hebreos a través de los babilonios y de los hititas y que, más tarde, reaparecería con fuerza en la Europa cristiana de la Edad Media. 
Como se sabe y esto es lo que sostiene la Iglesia, la Biblia, al menos en los textos por ella aceptados, está inspirada, cuando no dictada directamente por Dios. Si esto es así, el rito es suficientemente duro e inhumano como para poner fin de una vez al mito del Dios bondadoso, sostenido reiterativamente por la teología cristiana.
No obstante y, a pesar de su dureza, el texto bíblico no describe más que someramente el rito. La práctica real era mucho más dura. Para empezar, si la mujer se declaraba culpable se la obligaba a firmar su renuncia a la dote que aportó al matrimonio, materializándose seguidamente el divorcio. Tal circunstancia obligaba a la mujer al abandono del hogar conyugal y de sus hijos, si los tenía; se encontraba además con el rechazo de su familia paterna y materna, así como la del lugar del que procediese. Su destino era entonces la miseria más absoluta, peor aún que la de los leprosos, a los que, aunque tenían que vivir apartados, se les llevaba el sustento diario.
Ahora bien, si la mujer se declaraba inocente, las consecuencias eran aún peores. En efecto, el sacerdote, ayudado por un par de esbirros (no he encontrado un término más exacto), la obligaba a beber las citadas aguas amargas, un brebaje compuesto de azulete, que le daba color; bicarbonato potásico, que produce un fuerte calor y, dependiendo de la cantidad, se utiliza en cocina y en repostería, pero también en la fabricación de jabón; cal y, lo más dañino, anhidrido arsenioso, un compuesto altamente tóxico y cancerígeno.
La ingestión de este brebaje producía indefectiblemente una muerte horrenda, con desgarradura de las mucosas del aparato digestivo, violentos calambres, vómitos y deposiciones, terminando todo el proceso con la asfixia de la víctima. El anhidrido arsenioso podía ser sustituido por el veneno de la víbora Gariba, muy abundante en el desierto del Sinaí, cuyos efectos eran semejantes.
En realidad,  el rito religioso no era más que una excusa, todo el asunto tenía una raíz y hasta una razón económica. En el mundo bíblico, el mundo hebreo, judío, la mujer, la esposa,  es propiedad del esposo, forma parte de sus bienes, como muy bien detalla el último de los mandamientos escritos por el mismo Dios en las célebres tablas de piedra, incluidos en el Levítico, y que dice así: "No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo"
A la hora de contraer matrimonio, las mujeres judías aportaban una dote que podía ser importante. Igualmente, en el judaísmo bíblico existía el repudio de la mujer por parte del marido. En la Ketubach o contrato matrimonial quedaba especificado que en caso de repudio el marido se obligaba a devolverle a la mujer su dote más una cantidad que, en ocasiones, alcanzaba hasta el cien por cien de dicha dote. Se daba también la circunstancia de que muchos judíos buscaban casarse con mujeres importantes, cuya dote era cuantiosa, con el único propósito de quedarse con ésta. Tanto para evitar devolver la dote, como para apoderarse de ésta, pasado un tiempo prudencial, acusaban a su esposa de adulterio, con el resultado infalible de bien la muerte de la mujer, si se declaraba inocente, o su ostracismo, que venía a ser una muerte en vida, si se declaraba culpable, con lo que el esposo siempre conseguía su objetivo.
Claro es que para que la ordalía mantuviera su prestigio como juicio de Dios resultaba necesario que de tanto en tanto la mujer condenada a beber el agua amarga no sólo no muriera, sino que no sufriera daño alguno. Tal condición la conseguían los sacerdotes sustituyendo el anhidrido arsenioso o el veneno de la víbora por una sustancia inocua, cambio que pasaba desapercibido para la multitud que solía asistir a este rito, ya que el brebaje seguía manteniendo el habitual color azul que le daba el añil.
Ni que decir tiene que el derecho del hombre a repudiar a su mujer no era simétrico: la mujer carecía de este derecho. Del mismo modo, los hombres podían ponerles a sus mujeres tantos cuernos como les pareciera, en la seguridad de que no serían sometidos a esta ordalía, porque únicamente se aplicaba a las mujeres. A diferencia, además, de sus pueblos vecinos, que la aplicaban en distintas circunstancias, los judíos sólo la aplicaban en caso de adulterio de la mujer, real o supuesto.
Un ejemplo, sin duda, de crueldad y de hipocresía y también del descarnado machismo que a cada paso aparece en los distintos libros de la Biblia con sorprendente naturalidad.
Por otra parte, Números, que junto con el Génesis, Éxodo, Levítico y Deuteronomio, forma parte del Pentateuco, es para la Iglesia Católica un libro canónico, aceptado, por tanto, en su totalidad todavía hoy, en el pontificado de Francisco I.

Fuentes: Biblia de Jerusalén
Caballo de Troya 1.- J.J. Benítez
La Biblia y el legado del antiguo Oriente.- García Cordero.

Las negritas son de un servidor

Imágenes: La primera de Natalia Eveling, el resto de Pinterest




domingo, 5 de noviembre de 2023

EL NOMBRE DE LOS PAPAS

Cuando yo era un adolescente y buena parte de mi vida se desarrollaba aún en el seno de la Iglesia, una de las cosas que más despertaba mi curiosidad era el nombre de los papas, por qué los papas cambiaban de nombre cuando ascendían al pontificado. Ninguno de los sacerdotes a los que les hice la pregunta me dio la misma respuesta. 
Para unos, se trataba de un acto de humildad, el hombre elegido cambiaba de nombre para mostrar a la totalidad del género humano que su nombramiento no se debía propiamente a sus cualidades, sino a la libre designación del Espíritu Santo. Según otros, con aquel cambio se ponía de manifiesto que, a partir del momento de ser nombrado, el papa dejaba de ser una persona normal para convertirse en Vicario de Cristo. Otros, en fin, aseguraban que de aquel modo la Iglesia ponía de relieve que la autoridad del papa, jefe supremo y omnímodo de todos los católicos, no sólo no podía equipararse a la de los reyes y altos mandatarios de las distintas naciones, sino que era muy superior, por ser de orden espiritual.
Ninguna de estas respuestas respondía a la verdad. O se trataba de desconocimiento de la historia, cosa en apariencia rara, pero no tanto cuando se conocen las Historias de la Iglesia con las que estos santos varones se formaban, o, más probablemente, se trataba de una más de las mentiras más o menos piadosas con las que pretendían endulzarme la realidad, al tiempo que, en este caso, conferían al papa un carisma aún mayor del que ya poseía.
La verdad es mucho más prosaica. También más terrenal y, desde luego, más grosera. Hasta la mitad del siglo X los papas y antipapas  que se sucedieron en Roma conservaban su nombre de pila cuando accedían al pontificado, desde el mismo San Pedro, dando por buena la relación que contiene el Liber Pontificalis, hasta Agapito II (946-955)
El X es un siglo sobre el que la Iglesia prefiere pasar de puntillas. Nada menos que nueve papas murieron asesinados, de los veintisiete que se sucedieron a lo largo de la centuria. Por entonces, la elección de un papa era un galimatías. Como obispo de Roma que era, teóricamente lo elegía el clero romano, pero en realidad la elección quedaba en manos de las grandes familias y en ella intervenía hasta el emperador germano. 
Una de aquellas familias, la de los Túsculos, patronímico  que tiene su origen en la ciudad etrusca de Tusculum, situada a unos veinticinco kilómetros de Roma y cuyas ruinas pueden visitarse en la actualidad, controlaban el poder político y espiritual de la Ciudad Eterna. Tres mujeres de esta familia eran las verdaderas detentadoras del poder, Teodora, esposa de Teofilato, el primero de los Túsculos, senador romano, y sus dos hijas: Teodora (mismo nombre que la madre) y, especialmente Marozia. Liutprando de Cremona, cronista de la época, trata a estas tres mujeres de prostitutas. Es posible, y así lo sostienen algunos eruditos, que Liutprando exagerara, pero lo que nadie discute es que estas tres damas hicieron un uso amplio de su cuerpo para alcanzar el poder y para mantenerlo.
Centrándonos en Marozia, que fue la más avispada de las tres, siendo todavía una adolescente, de excepcional belleza, por cierto, fue amante del papa Sergio III (904-911), con el que llegó a tener un hijo al que puso por nombre Juan, el cual, andando el tiempo, alcanzaría el solio pontificio con el nombre de Juan XI (931-935). Tras la muerte de Sergio III, Marozia contrajo matrimonio con Guido de Toscana, con el que tuvo otro hijo, Alberico. Siendo ya papa su hijo Juan, Marozia enviudó. Entonces ofreció su mano a Hugo de Provenza, rey de este territorio, con la idea de que el papa lo coronara como emperador, así ella se convertiría en emperatriz. Contra esta trama se alzó Alberico, el hijo de Marozia y, por tanto, hermanastro de Juan XI. Al frente de la nobleza y del pueblo romanos alejo a Hugo y encarceló a su madre y a su hermanastro (932). Marozia y Juan no salieron de la prisión. En ella fueron asesinados por orden de Alberico en 935.
Alberico logró hacerse con todo el poder y entre el 932 y el 946 reinó como príncipe y senador de los romanos. En su lecho de muerte logró arrancar de los nobles y del clero de Roma la promesa de que tras la desaparición del papa Agapito II, a la sazón reinante, sería designado papa su hijo Ottaviano, conde de Tusculum. 
Así sucedió: en 955, tras la muerte de Agapito II, Ottaviano accedió al trono papal. Sólo tenía dieciocho años, pero ya era también, por herencia paterna, Prefecto de Roma, reuniéndose así en su persona el poder temporal y el espiritual. Ottaviano era también un buen elemento. Más que el ejercicio de sus cargos, a él lo que le interesaba era la caza, la buena comida y, sobre todo, las mujeres, de las que gozó en abundancia y variedad. Memorables fueron sus relaciones con el emperador Germano Otón I, llenas de zalamerías, súplicas y traiciones por parte del pontífice. Pero lo que en este momento más interesa de esta historia es que para diferenciar sus cargos de Prefecto y de papa, cuando firmaba documentos civiles lo hacía como Ottaviano, su nombre de pila, mientras que para los documentos eclesiásticos adoptó el nombre de Juan. Con este nombre, Juan, el duodécimo de la sucesión, Juan XII, pasó a la historia. Y así, de un modo nada trascendente o espiritual, se inició la costumbre del  cambio de nombre por parte del elegido como papa.

Fuentes:
Los círculos del poder.- Antonio Castro Zafra
Historia de los papas.- Juan María Laboa
Diccionario de los papas.- Juan Dacio
Historia política de los papas.- Pierre Lanfrey
Historia de la Iglesia II.- Llorca, Villoslada y Montalbán.