Desde que, allá por el año sesenta y cinco de nuestra Era (algunos retrasan la fecha hasta el año noventa y cinco) un anciano llamado Juan, desterrado en la isla griega de Patmos por predicar el evangelio, según su propio testimonio, escribiera el terrible Apocalipsis, buena parte de la humanidad no ha dejado de temer el día del fin del mundo.
Este Juan no era el discípulo amado de Jesús del mismo nombre, por más que lo sostenga la Iglesia católica al menos desde el IV concilio de Toledo, celebrado en el año 633. El libro, además, con ínfulas de profético pretendía anunciar exclusivamente la caída del imperio romano, señalando su final con imágenes ciertamente espeluznantes. Pero como quiera que el imperio romano no sólo no caía, sino que antes de caer terminó haciéndose cristiano, los fieles de la nueva religión, con sus dirigentes a la cabeza, empezaron a creer que lo que realmente anunciaban las bestiales profecías era el fin de la humanidad. Nadie por aquel entonces quiso reconocer que el futuro y mucho más el futuro lejano es imprevisible, de tal modo que hasta el propio Jesús se había equivocado cuando anunció que no pasaría su generación antes de la llegada del reino de Dios, a pesar de que nadie duda de que Jesús era la segunda persona de la Trinidad y, por tanto, él mismo Dios también.
El calendario que actualmente seguimos es absolutamente arbitrario, responde a una mera convención para contar el tiempo. No obstante, después de la aparición de aquel libro, todas las fechas, digamos, redondas, como el final de un siglo y no digamos ya el final de un milenio, son legión los que esperan con gran temor que tras ellas no habrá nuevas fechas para la humanidad.
Sin embargo, acuciado, quizás, por el conocimiento y la certeza de nuestra muerte, aunque una y otra vez pasen las fatídicas fechas y no ocurra la catástrofe que se creía inexorable, el ser humano no deja nunca de intentar conocer lo que puede depararle el futuro y son muchos los profetas que a lo largo de la historia se han empeñado en predecir cuál, exactamente, sería el día del fin del mundo. Por cierto y entre paréntesis, ¿se ha fijado usted, posible y amable lector o lectora, en que los profetas sólo predicen catástrofes y calamidades? Pero, además, lo hacen en un lenguaje tan oscuro, tan críptico, que luego siempre es posible encontrar una interpretación que le cuadre a la profecía, incluidas las referentes al día del fin del mundo, cuando pasa la fecha anunciada y el mundo sigue andando, como decía el tango famoso.
Una de estas fechas anunciadas para la gran catástrofe mundial fue el año 800 de nuestra Era. Y uno de los que con más energía la pronosticaron fue un insignificante frailuco de nombre Beato (730-798), profeso en el monasterio de San Martín de Turieno, sito en el valle cántabro de Liébana, actualmente Santo Toribio de Liébana. Precisamente, el nombre del monasterio acabaría añadiéndose como apellido al nombre de Beato.
Los tiempos, desde luego, no habían dejado de oscurecerse desde la caída del imperio romano y, a los ojos de muchos, a medida que se acercaba el final del siglo VIII más y más se aproximaban al negro. Es cierto que en Francia había surgido una dinastía poderosa que controlaba ya buena parte de Europa, pero los musulmanes se habían adueñado de Hispania, a excepción de las montañas asturianas, y, aunque en el territorio islámico la religión cristiana no estaba prohibida, no eran pocos los cristianos que se convertían al islamismo. El Islam dominaba igualmente el Mediterráneo, constituyendo una amenaza para la propia Roma. Por otra parte, nuevos pueblos bárbaros hacían su aparición desde las estepas asiáticas, magiares, eslavos, búlgaros; desde sus frías tierras del norte, los vikingos se hacían a la mar y asolaban las costas de Europa, llegando incluso a Hispania, donde acabarían penetrando por el Guadalquivir y alcanzando Sevilla.
Se daba, además, la circunstancia de que, de acuerdo con los cálculos de "sesudos y muy fieles varones", la creación del mundo se había producido 5.200 años antes de Cristo (esto lo sigue creyendo hoy mucha gente, sobre todo en Estados Unidos, en muchas de cuyas escuelas y en más de una universidad se sigue enseñando el creacionismo, que da lugar a una derivada, el terraplanismo.) y, como mucho, debía durar exactamente seis milenios, ni medio minuto más, por tanto, la llegada del año 800 sería para echarse a temblar. Especialmente temible era la noche del Domingo de Pascua, pues la gente estaba convencida de que la anunciada resurrección de los muertos con su juicio universal posterior se produciría precisamente en aquella noche. Y todas las señales, desde la apostasía de los cristianos, anunciada por San Pablo, hasta el clima adverso para el cristianismo, según nuestro monje, constituían el anuncio de la segunda venida de Cristo, en esta ocasión en toda su gloria, para poner fin a la vida humana con el juicio a los vivos y a los muertos. El "iluminado" Beato llegó a encontrar pruebas de que el Anticristo ya había nacido, nada menos que del ayuntamiento de un judío, ¿cómo no?, de la tribu de Dan exactamente y de una prostituta.
El tal Beato había empezado a adquirir cierto renombre en virtud de su enfrentamiento por cuestiones teológicas con Elipando, arzobispo de Toledo, a quien el insignificante monje no tenía empacho en tachar de hereje. Pero la fama le llegaría a Beato gracias a su Comentario al Apocalipsis de San Juan, texto del que realizaría varias versiones, la primera de las cuales la tenía concluida en el 776. En ella vierte su premonición, así como los temores que lo acuciaban junto a todas sus filias y todas sus fobias.
Tales comentarios se alejan enormemente de la intención y del escenario propuesto por el autor del Apocalipsis. Para sus comentarios, nuestro monje traslada el Apocalipsis a la época que le tocó vivir y empieza abonándose nada menos que a una leyenda falsa que recién empezaba a circular, la de que el evangelizador de España fue el apóstol Santiago.
Seguidamente, si aquel Juan de Patmos escribió el Apocalipsis contra Roma y, en cierto modo, para ofrecer una esperanza de dulce y gloriosa vida a los cristianos por entonces mal vistos, no tolerados y, en ocasiones, perseguidos, el monje Beato sitúa ahora la Babilonia del Apocalipsis en la Córdoba musulmana, ofreciendo el panorama, tan falso como la leyenda de Santiago, de que los cristianos recibían por parte del poder musulmán el mismo trato que en la vieja Roma, incluida su persecución y martirio.
Escrito en un estilo atropellado y redundante, el libro no tiene apenas una idea original, sino que es más bien lo que hoy llamaríamos, un panfleto, en el que, para apoyar sus tesis, el monje Beato incluyó párrafos enteros de Padres de la Iglesia, especialmente de San Isidoro, San Jerónimo, San Ambrosio, San Ireneo y San Agustín. A pesar de ello, el libro tuvo una importante difusión, gozando de gran influencia entre los cristianos durante más de cuatro siglos. No importó que, por supuesto, el día del fin del mundo no se produjera en el año 800, como anunciaba Beato, ni se cumplieran ninguna de sus notas negativas; mucho menos importó el enorme chorro de invenciones, exageraciones y falsedades.
La mayor parte de los eruditos creen que parte de su éxito se debió a que incluye una traducción latina del Apocalipsis original. Sin embargo, la verdadera causa de, si no la influencia, si la admiración que sigue despertando incluso al día de hoy no está realmente en el texto, sino en sus maravillosas ilustraciones. Se trata de dibujos coloreados, miniados, en el argot técnico, sumamente impactantes, tanto por el contenido como por la ejecución, que reciben el nombre de iluminaciones, con colores primarios y aun chillones y figuras perfectamente delineadas, en una técnica denominada glacis, que mucho tiempo después utilizarían, entre otros, pintores como Gauguin, Matisse e incluso el propio Picasso.
Este libro, que muy pronto sería conocido no por su título, sino por el nombre de su autor, es decir, Beato, sería el primero de toda una serie de libros litúrgicos en los que se utilizarían el mismo tipo de ilustraciones y que, igualmente, serían y son llamados Beatos. De él no queda el original de ninguna de sus "ediciones", 776, 784 y 786, sino una treintena de copias, de las cuales sólo doce son consideradas antiguas por los especialistas, es decir, de una época ligeramente posterior a la que los originales.
Fuentes.-
El prerrománico en España.- Jacques Fontaine
La España de los herejes, fanáticos y exaltados.- Juan Fernández-Mayoralas.