jueves, 13 de enero de 2022

AGAPETISMO


 Esta rara palabreja, que no figura en el diccionario de la Academia Española de la Lengua, procede del término griego ágape. Para los griegos, ágape era un término que hacía referencia al amor, en concreto, venía a significar el amor sin exigencias, el amor en el que el amante no aspira a conseguir la correspondiente contrapartida por parte de la amada o el amado, sino únicamente a buscar su bien por todos los medios posibles. En tiempos de Platón, siglo V antes de nuestra Era, algunos filósofos se referían a él como amor a la verdad y también, indistintamente, como amor a la humanidad, diferenciándolo del amor personal.
En cualquier caso el término se distinguía de philos, que hacía referencia a la amistad o al aprecio de algo, como en la palabra filosofía, cuyo significado es amor al conocimiento, y se distinguía igualmente de eros, que significaba el amor en el que estaba presente la sexualidad.
El término ágape, siguió teniendo el mismo significado en latín. Sin embargo, los primeros cristianos lo transformaron en el amor a Dios y en el amor que Dios sentía por la humanidad, aunque la acepción más interesante que le dieron, de cara a la palabreja que da título a esta entrada, fue la de el sacrificio por amor que todo cristiano debía experimentar por los demás. Esta acepción derivaba del capítulo 3, versículo 16 del evangelio de Juan, que dice textualmente: "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su hijo primogénito para que todo aquel que cree no se pierda, sin que tenga vida eterna."

Los cristianos llamaron ágape también a una comida de carácter religioso, que iba precedida y seguida de preces y que servía, de algún modo, para mostrar el amor de los reunidos a Dios, así como para estrechar sus relaciones. Hoy el término, prácticamente en desuso ha quedado reducido a una comida colectiva, sin carácter religioso, aunque sí con cierto sentido de ritualidad, pues se le suele dar este nombre a las que se realizan para celebrar algún acontecimiento.
Es indudable que todo el mundo tenemos una idea más o menos común del significado de la palabra amor. Sin embargo, se trata de un término borrascoso por la cantidad de significados que en realidad tiene, especialmente desde el punto de vista filosófico. Así, Platón, por ejemplo, entre las varias acepciones que establece, distingue entre el amor terrenal y el amor celeste; el primero es el que aparece entre las personas; el segundo, mucho más excelso, lleva al conocimiento, a la Verdad, tal y como la entendía el filósofo. Pero el amor es también para él una enfermedad, pues se trataría de una especie de locura que distorsionaría por completo la vida de los amantes.
San Pablo identifica el amor principalmente con la caridad, que en su ideario, es algo así como la entrega desinteresada a Dios y a los demás. A lo largo de la historia no son pocos los filósofos e intelectuales que han aportado sus respectivas versiones, pero, modernamente, una de las más aceptadas es la del escritor y ensayista irlandés Clive Stapies Lewis, conocido principalmente por ser el autor de Las crónicas de Narmia. Autor cristiano, Lewis encuentra cuatro y sólo cuatro tipos de amor: el afecto, la amistad, el eros y la caridad.
Sin embargo, más allá de todas las clasificaciones y acepciones, el amor por antonomasia es el erótico, aquel que busca una relación sexual. Esta prevalencia encuentra su fundamento en el hecho de que la misión principal que tienen todos los seres animados de este mundo no es otra que la transmisión de sus genes. En la mayoría de las especies esta transmisión se realiza a través de un contacto sexual, contacto que tiene especial relevancia entre los mamíferos, a los que pertenece el ser humano. Cierto es que para la realización de este contacto no se necesita que haya amor, pero entre los seres humanos la relación sexual resulta mucho más gratificante si va unida al amor.
Gracias a estar dotados de razón y a la cultura que hemos ido desarrollando a lo largo del tiempo, los seres humanos tenemos la capacidad de abstenernos en la transmisión de nuestros genes, pero la fuerza de este instinto es de tal calibre que resulta francamente difícil abstenerse del contacto sexual.
La religión cristiana, en la que la culpa y la expiación correspondiente ocupan un lugar preponderante, principalmente en su versión católica, le da a la castidad, es decir, a la abstención del sexo en todas sus variantes, incluido el pensamiento, un valor sacrificial de primer orden, incluso la exige como obligación entre los clérigos y personas consagradas, como las monjas. 
Desde los primeros tiempos del cristianismo, mucho antes de la existencia de monjas, hubo bastantes mujeres que, siguiendo la idea del sacrificio, decidían mantener su virginidad para ofrecérsela a Dios. Muchas de estas mujeres, además, por piedad y por caridad y con intención de acentuar el sacrificio, se iban a vivir como hermanas con diáconos y presbíteros que vivían solos. Tales vírgenes fueron llamadas agapetas, cuyo significado venía a ser el de muy amadas, en tanto el movimiento recibía el nombre de agapetismo. La experiencia resultó como no podía dejar de resultar: la práctica totalidad de tales caritativas vírgenes, acabaron preñadas y no una sola vez, sino sucesivas. 
Aunque en aquel tiempo, tanto diáconos como presbíteros podían estar casados, al tratarse en este caso de clérigos solteros, se producían continuos escándalos, por lo que en el año 314 el concilio de Ancira prohibió terminantemente la convivencia de tales vírgenes con hombres, ya fuesen clérigos o no. Tal prohibición tuvo escaso eco, tan escaso que tuvieron que sucederse las prohibiciones, encontrándose aún en los cánones de los concilios I y II de Letrán, en los siglos X y XI.

Un caso particular de agapetismo se produjo en Irlanda. Aquí, Santa Brígida, en el año 470, creó en Kildare el primer monasterio mixto de hombres y de mujeres que se conoce. A partir de éste, ya en el siglo VI se crearon otros igualmente mixtos. En todos ellos, incluido el de Kildare, los monjes se acostaban con las monjas con el propósito de demostrar su autodominio. El resultado fue el mismo: monjas y más monjas embarazadas y no, precisamente, por obra del Espíritu Santo.
Y es que la carne aprieta y es extraordinariamente difícil dominar su empuje. Sólo contados místicos lo consiguen y aun estos con trucos que resultan de lo más dudoso y hasta, en más de un caso, cómicos. Pero de los místicos hablaremos otro día.

Fuentes:
El sexo de los clérigos.- Pepe Rodríguez
Diccionario de Filosofía.- Ferrater Mora
El banquete.- Platón



  


miércoles, 5 de enero de 2022

EL TRIBUNAL DE LA SANGRE


 Felipe II, al que la Historia apoda el Rey Prudente, yo creo que con su poquito de ironía, era en realidad un individuo siniestro, egocéntrico, intransigente, incapaz de delegar en sus subordinados porque no se fiaba ni de su sombra. Gran aficionado a las reliquias, que por aquel entonces seguían estando de moda, llegó a reunir una importante colección en El Escorial, monumental edificio para conmemorar la victoria de San Quintín (1557) contra los franceses, que habían invadido el reino de Nápoles.
Entre las numerosas gracias que este caballero proporcionó a los españoles durante su largo reinado, una de las más significativas fue la de prohibir la importación y la publicación de libros sin licencia del Consejo de Estado, es decir, sin censura previa, bajo pena de muerte. Esta misma prohibición ya la habían decretado los Reyes Católicos, pero entonces la pena se quedaba en una simple multa. Una segunda gracia de don Felipe, no menos graciosa que la anterior, fue la prohibición a los españoles de salir del país para estudiar en el extranjero, salvo a Roma, Nápoles, Coimbra o el Colegio Español de Bolonia.
En Europa, el Rey Prudente, siguió la política guerrera de su padre contra los protestantes. ¿En defensa de los intereses del pueblo español? ¿Pero qué dice usted, caballero?: ¡En defensa de la religión católica! Eso sí, con la idea tan española de equiparar unidad política con unidad de pensamiento y de fe. Y ahí precisamente estaba el problema, porque, en primer lugar, los habitantes de los Países Bajos, entonces bajo dominio de la Corona española, eran en su mayoría protestantes y, en segundo lugar, como tales, exigían libertad para ejercer su fe. ¿Protestantes pretendiendo ejercer libremente su fe? Una barbaridad que el celo católico de don Felipe no podía soportar, de modo que se dispuso a ordenar al poderoso ejército español acantonado en el territorio que pusiese fin al problema, ejerciendo la represión que fuese necesaria. No obstante, movido por la piedad, de la que también poseía un buen cargamento, antes de emitir la orden, el Rey Prudente consultó el caso con distintos teólogos, quienes, sorprendentemente, le aconsejaron que, si el riesgo de la operación era la guerra, el rey podía permitir la libertad de culto en el territorio sin cargo alguno para su conciencia. Pero el monarca hizo caso omiso del consejo y emitió su orden, una decisión que permite pensar que Felipe II lo que buscaba con la consulta era únicamente la conformidad de los teólogos.
En el capítulo 20, versículos 1 a 17 del Éxodo, segundo libro de la Biblia, se detallan los mandamientos del Decálogo que Dios entregó a Moisés en el monte Sinaí. El segundo de estos mandamientos dice textualmente: "No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay debajo de la tierra."


Más tarde, tras la célebre rotura de las Tablas en las que Dios había escrito dichos mandamientos, en el capítulo 5, versículos 6 a 21 del Deuteronomio, aparecen de nuevo, tras habérselos comunicado otra vez Dios a Moisés. El segundo de estos mandamientos dice lo siguiente: "No te harás escultura ni imagen alguna, ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto"
La Iglesia Católica, que tan denodadamente luchó contra las imágenes religiosas de los romanos y de los griegos, a las que llamaba despectivamente ídolos, y cuya destrucción física de muchas de ellas llevaron a cabo grupos de monjes fanáticos, como los tristemente célebres parabolani, quienes, entre otras muchas barbaridades procedieron a la destrucción de la biblioteca de Alejandría y al asesinato de Hipatia, bajo el mandato del patriarca de la ciudad, Cirilo, la Iglesia Católica falsificó estos mandamientos, que asumió como suyos, eliminando para empezar este segundo, abriendo de este modo la puerta a la talla de las más variadas imágenes de Cristo, de la Virgen, de los Ángeles y de los santos, a las que los católicos rinde  exactamente el mismo culto que aquellos griegos y romanos rendían a las suyas.

Por el contrario, los protestantes, que siguen fielmente la Biblia y los mandamientos en ella incluidos, son contrarios a las imágenes. En los Países Bajos, exasperados por el asfixiante dominio que ejercían los tercios españoles, dirigidos por el tremendo duque de Alba, los protestantes acabaron rebelándose y, entre sus acciones, una de las más importantes, consistió en destruir las imágenes de los templos católicos.
Estos hechos dieron paso a la más brutal represión que hasta la fecha se había llevado a cabo en el territorio. Fueron detenidas miles de personas, sin pararse a comprobar si habían participado o no en los tumultos. Para su enjuiciamiento se creó el que pasaría a la Historia con el triste, pero elocuente nombre, de Tribunal de la Sangre, al que no pocos historiadores denominan Tribunal de los Tumultos, nombre con el que cargan sobre los rebeldes el peso entero de la culpa y ocultando lo que fue realmente este tribunal.


En él se juzgaron 8.957 personas entre los años 1566 y 1567. De ellas fueron condenadas a muerte nada menos que 1083 y 20 desterradas. No se detuvieron y condenaron a más porque el terror provocado por la actuación indiscriminada de los tercios españoles había puesto en fuga a buena parte de la población. La mayoría de los condenados fueron ahorcados, pero para algunos la muerte fue por decapitación, entre otros, los condes Egmon y Hom, dos de los nobles más importantes de los Países Bajos.
Incluso fue condenado Floris de Montmorecy, barón de Montiny y hermano del conde de Hom. Este caballero, católico, se encontraba en España, concretamente en Madrid, desde 1562, adonde había acudido en nombre de los protestantes para negociar un acuerdo con el monarca español. Aquí lo estuvieron mareando durante cuatro años a lo largo los cuales le fue imposible entrevistarse no ya con el Rey Prudente, sino ni siquiera con alguno de sus consejeros. No sólo eso, sino que, al final, en 1566, fue detenido y trasladado a Simancas, donde, cuatro años más tarde, el 16 de octubre de 1570, fue ejecutado a la española, esto es, estrangulado secretamente por orden del muy católico y muy piadoso Felipe II.
Tan brutal represión no llevó la paz, sino un enorme resentimiento contra el duque de Alba, al que llamaban Duque de Hierro, y contra la monarquía española, resentimiento que conduciría a una nueva rebelión y a la pérdida del territorio por parte de la Corona española.
Ahora hay bastantes historiadores que niegan la célebre Leyenda Negra, pero ninguno de ellos dice que todavía hoy a los niños belgas y holandeses no se les asusta con el coco, sino con la expresión "que viene el duque de Alba." 

Fuentes:
Historia de la locura en España. Tomo I.- Enrique González Duro
El gran duque de Alba.- William Maltby
Felipe II.- Geoffrey Pruker
Yo, la muerte.- Herman Kesten.


Imágenes: Internet.