sábado, 27 de noviembre de 2021

EN EL TIEMPO DE LOS SALONES

 

La Revolución Francesa, que acabó con el Antiguo Régimen y cambió radicalmente las sociedades de buena parte de Europa, no se produjo por un estallido espontáneo de las masas populares, aunque éstas terminaran estallando, sino que, con mayor o menor consciencia de lo que hacían, fue preparada y anticipada por las clases pudientes y por grupos nada insignificantes de aristócratas. Se fue fraguando en los salones más distinguidos y en los cafés, que hicieron su aparición en París hacia 1740, y en este movimiento, de carácter eminentemente intelectual, no fueron pocas las mujeres que tuvieron un importante protagonismo, aunque la historia se haya encargado de mantenerlas en un segundo plano.
Los salones, lugares particulares de reunión de artistas y de pensadores, existían ya desde comienzos del siglo XVII en distintas ciudades de Francia, pero fue en París, a lo largo del siglo XVIII donde se establecieron los más importantes y numerosos. Cabe decir, casi desde antes de nada que desde la invención de la imprenta se había generalizado la lectura y, desde luego en las capas superiores y medias, había desaparecido el analfabetismo en prácticamente toda Europa. La lectura se vio favorecida por la facilidad en la edición de libros y de textos en general, de modo que los que hasta hacía no tanto habían estado a disposición sólo de unos pocos privilegiados, ahora estaban fácilmente al alcance de casi cualquiera. La cultura dio así un enorme paso adelante. Muchos asuntos, cuyo trasfondo pocos conocían, siendo dados por buenos sistemáticamente, fueron puestos en cuestión y estamentos que hasta entonces se habían mantenido bien asentados en la sociedad comenzaron a tambalearse.
Por aquel tiempo, Descartes en Francia, Leibniz en Alemania y Newton en Inglaterra, principalmente, habían establecido principios y leyes nuevos en matemáticas, en física y en filosofía y un nuevo espíritu impregnado de materialismo, que exigía libertad de pensamiento, frente al rigorismo de las normas religiosas, fue progresando y extendiéndose por las capas ilustradas de la sociedad y de éstas hacia las menos dotadas económicamente y de conocimientos. 


La actividad de las mujeres se centró especialmente en la creación y organización de los salones. En este sentido, ellas fueron las principales animadoras de la vida cultural, toda vez que lograban atraer a su alrededor a los más destacados artistas, escritores e intelectuales, no por las posibles belleza o simpatía de la dama, sino por su habilidad para suscitar lecturas y discusiones. Entre los salones más destacados están el de la marquesa de Defflaud, situado en el antiguo convento de las Hijas de San José, en la rue Saint Dominique. En sus casas lo montaron, Julie de Sespinabbe, antigua dama de honor de la anterior; Marie Therese Geoffein y Jean-Françoise Quinault, gran actriz de la Comedia Francesa.
Estas damas solían recibir varios días a la semana, alguno de ellos con comida o cena incluidas, y a sus salones acudían intelectuales de la talla de Diderot, D'Alambert, Mamontes, Reaumur, D'Holbach y hasta el inefable Rousseau, el más conocido de todos, antes que por ser el más valioso, porque la historia y aun la filosofía no sólo ha estado escrita por hombres, sino también por hombres conservadores.


Una mujer destacó poderosamente en este universo, aunque son muy pocos los que la conocen, porque en aquel tiempo, pero también todavía hoy, la mujer sigue siendo considerada inferior al hombre. Se trata de ÉMILE DE CHÂTELET, cuya imagen aparece más arriba. Esta inteligente y brava mujer no formó salón alguno, pero asistía regularmente a ellos, participaba en las tertulias como uno más, tuvo correspondencia con media Europa, entre otros con el rey Federico II de Prusia, al que le escribía: "júzgueme por mis propios méritos o deméritos, o por la falta de ellos, pero no como mero apéndice de esa gran general (su marido) o de aquel reconocido erudito (Voltaire, que fue su amante)"
Gabrielle-Émile Le Tournelier de Bretuil, que este era su nombre de soltera, nació en París en 1706, quinta hija del barón de Bretuil, que fue jefe de protocolo en la Corte de Luis XIV. Como desde muy pequeña mostró una sorprendente inteligencia, recibió una educación nada habitual entre las mujeres de su tiempo y de su clase: Latín, griego, inglés, matemáticas y filosofía.
A los diecinueve años realizó un matrimonio de conveniencia con el marqués de Châtelet, que le doblada la edad, pero con el que llegó a un pacto por el que ella consiguió una muy amplia libertad de movimientos, facilitada por el hecho de que él era militar y pasaba largas temporadas lejos del domicilio familiar. Con él tuvo tres hijos de los que sobrevivieron dos, un niño y una niña. Pero, dada su clase, aquellos niños no coartaron apenas su libertad, porque estuvieron en manos, primero de matronas y, después, de institutrices.


Mujer de carácter fuerte y decidido, su pasión por el conocimiento científico era incontenible. Al respecto, escribía: "Estoy convencida de que muchas mujeres no son conscientes de sus talentos a causa de los prejuicios que les impiden tener carácter intelectual." Aunque algo más adelante, se queja, con un argumento irreprochable: "Siento todo el peso de los prejuicios que universalmente nos excluyen de las ciencias; es una de las contradicciones de este mundo que siempre me han sorprendido, viendo que la ley nos permite determinar el destino de grandes países; sin embargo no existe un lugar donde podamos pensar." Un ejemplo de su carácter lo ofrece el hecho de que como cuando  aparecieron en París los cafés no permitían entrar a mujeres, no dudó ni un instante en disfrazarse de hombre, con objeto de participar en las tertulias que en ellos empezaron a celebrar artistas e intelectuales, muchos de ellos amigos suyos.


Émile de Châtelet escribió mucho, variado y bien: obras de matemáticas, lengua, religión, física y filosofía, mostrando en muchas ocasiones un pensamiento original y creativo, como se pone de manifiesto de manera especial en su "Instituciones de Física", texto en el que se desvinculó de Leibniz y Descartes, pero también de Newton, al que había seguido con anterioridad. En esta obra sostiene que las leyes de la física no podían explicarse por sí mismas, sino que exigían una explicación de orden superior, metafísica. Junto a Voltaire escribió "Elementos de la filosofía de Newtón", algunos de cuyos capítulos son exclusivamente suyos. El propio Voltaire afirma: "Madame de Châtelet tiene su parte en la obra, ella dictaba y yo escribía."
Un ejemplo de lo que hemos hecho los hombres con las mujeres a lo largo de la historia se muestra en que, ante la audacia de terminadas ideas contenidas en "Instituciones de la Física", Émile no se atrevía a publicarla, temerosa de sufrir algún tipo de condena o de represalia, dada su condición femenina. Su amiga Madame de Chambonin, otra ilustrada, la convenció de que la publicara. No obstante, la autora se la dio a leer primero a su antiguo profesor Samuel Koening, el cual, con la mayor desvergüenza, una vez publicada la obra hizo correr el rumor de que era suya y que Émile se había limitado a copiar sus notas. Al final, después de no pocas peripecias, su autoría fue reconocida, siendo alabada por la Sorbona, en la que Émile no sería admitida, y por la Academia de Ciencias de Bolonia, en la que si lo fue.
Se separó de Voltaire cuando ambos decidieron participar en un concurso convocado por la Academia Francesa de Ciencias para estudiar las características del fuego, que por aquel entonces se desconocían. Acodaron hacer la investigación cada uno por su lado y resultó que cada uno obtuvo un resultado diferente. Ninguno de los dos ganó el concurso, pero sus trabajos, de indudable interés, fueron ambos publicados.
Mientras escribía su "Discurso sobre la felicidad", se enamoró del poeta Saint-Lambert, quedando embarazada. Fruto de este amor, en septiembre de 1749 dio a luz a una niña, pero ella falleció pocos días después de fiebres puerperales. Tenía sólo cuarenta y dos años. Aparte del "Discurso sobre la felicidad", había terminado también "Los principios matemáticos de la filosofía de Newton", que sería publicado en 1762.
No obstante, Madame de Châtelet y su obra fueron a parar enseguida al cajón del olvido, apareciendo, si acaso, como una mujer subordina a Voltaire, hasta que casi cien años más tarde la francesa Luise Colet denunció esta manipulación y ocultamiento. Pero la recuperación, no tanto de su obra como de su existencia y de su personalidad, no se produciría, aunque sólo en parte, hasta 1947, cuando la estadounidense Ira O. Wide publicó sus cartas personales.
Al final y refiriéndose a ella algún tiempo después de su muerte, el propio Voltaire cayó también en el estereotipo cuando, tratando de alabar y ensalzar su labor, escribió: "Ella fue un gran hombre cuya única falta fue ser mujer. Una mujer que tradujo y comentó a Newton es, en una palabra, un hombre excelente." Un pensamiento disparatado que, sin embargo, siguen teniendo hoy muchos hombres, más de dos siglos y medio después.

Fuentes:
Historia de la vida privada, tomo III
Historia de las mujeres, tomo III
La aventura de la Historia, número 20, junio 2000
El siglo de la Institución.- Carl Grimberg
Los enciclopedistas.- José A. Pérez, Alex Ord.

Imágenes: Internet.

lunes, 22 de noviembre de 2021

LA ÉTICA DEL ATEO



No acostumbro a leer los prólogos o introducciones de los libros. Sólo los leo si el libro me interesa, pero después de leerlo. Hace unos días, buscando unas citas en La República, de Platón, leí por primera vez la extensa introducción, que no había leído ni siquiera cuando hace ya tiempo terminé la lectura del libro. Yo tengo esta obra, una de las más importantes del filósofo griego, padre del idealismo, en una edición barata, la de la colección Austral, de la editorial Espasa-Calpe, edición de 1975, que es la duodécima de la serie que se inició el 6 de octubre de 1941, algo más de dos años después de terminada la guerra, cuando el régimen franquista estaba llevando a cabo la salvaje represión de los perdedores, por el simple hecho de haber sido fieles a la legalidad republicana.
Bien, el prólogo en cuestión es anónimo, ni lo firma nadie ni nadie aparece como su autor ni en la entrada del libro ni en el índice. Es indudable que está escrito por alguien que sabe de qué habla, pero también su contenido es abstruso a ratos, sumamente dogmático en muchas de sus expresiones, exagerado, ampuloso, ditirámbico y, en fin, propio de un hijo de su tiempo, fervoroso devoto del señor Platón.


Son muchas las perlas que el anónimo autor va repartiendo a lo largo del texto. En este momento, voy a destacar sólo una, no sólo por su falsedad, sino por la mala baba que destila: Comentando el diálogo de Sócrates con el anciano Céfalo y con Polemarco acerca de la justicia, el autor de la introducción dice textualmente: "¿Cómo no han de hacer un esfuerzo (los jóvenes) para sustraerse de la triste suerte del justo y para tomar de la justicia sólo las exterioridades, con el objeto de asegurar para sí impunemente la suerte brillante del hombre malo? ¿Qué pueden temer? ¿La cólera de los dioses? ¿Pero quién sabe si hay dioses? Y si existen, se puede comprar con sacrificios la felicidad de la vida futura, después de la de este mundo. La elección no es dudosa, pues es evidente que el mejor cálculo no consiste en ser justo a sus expensas, sino en ser injusto en su provecho. Este es el fruto de la educación en una sociedad egoísta, cuyo principio en el fondo, es el siguiente: la injusticia es un bien y la justicia un mal. ¿Qué medio hay de refutar este principio que resume secamente la moral materialista y atea?"


Con esta casi brutal facilidad, propia de quien se cree en posesión de la verdad absoluta y de la rectitud moral, adjudica el anónimo autor de la introducción a la moral materialista y atea toda la morralla intelectual de la que hace gala, una pura, simple y auténtica falacia. Porque, veamos: malas personas las hay tanto en el campo de los creyentes como en el de los ateos, pero es un hecho más que comprobado que para ser bueno y, por tanto, para ser justo,  no se necesita la religión ni la creencia en ningún Ser superior omnipotente y bondadoso. Diré más: a diferencia del ateo, que no aspira más que a ser justo y bueno sin segundas intenciones, el creyente no busca la justicia y la bondad por sí mismas, sino como medio para alcanzar lo que llama la salvación en la otra vida, esto es, el paraíso.
Pero hay más: en el caso concreto del cristianismo, mientras una de sus normas principales es el proselitismo, al que, directa o indirectamente, se dedica de manera especial una parte no insignificante de sus fieles, el ateo no forma congregación alguna y, por tanto, no intenta su divulgación ni pretende en ningún momento el crecimiento de adeptos.
Tomemos como ejemplo a los misioneros que trabajan en África y en otros lugares del llamado Tercer Mundo. ¡Cuánta es la admiración que despiertan! Y cómo las distintas iglesias y los medios de difusión más o menos afines resaltan la buenas obras que realizan en los territorios de misión: colegios, hospitales, etc. ¿Pero son realmente buenas estas obras? Lo son desde un punto de vista exclusivamente material: donde se monta una clínica o un hospital antes inexistente es indudable que la vida de la población mejora. Ahora bien, desde el punto de vista ético, tales obras están lejos de cumplir con las más elementales reglas éticas, porque la intención primera del misionero no es mejorar la vida material de los habitantes de un lugar, sino el convertirlos al cristianismo, de modo que el hospital, la clínica, la escuela y todas las acciones materiales no son más que señuelos con los que apoyar su acción, digamos, espiritual. Pero, además, todo lo hacen con la vista puesta en el objetivo último, que consiste en alcanzar el premio de la salvación.


En cambio, organizaciones no gubernamentales como Médicos sin Fronteras o Mediterránea, Open Arms, o Sea Watch, dedicadas al salvamento de inmigrantes en el Mediterráneo, llevan a cabo su labor humanitaria sin invocar a ningún Dios ni 
adoctrinar religiosa o políticamente a ninguna de las personas a las que atienden, en el caso de Médicos sin Fronteras, o recuperan del mar, en el caso de las otras tres. No buscan tampoco recompensa alguna, más que, si acaso, la satisfacción que produce echarle una mano a quien la necesita, además, de forma urgente. En este sentido, tales organizaciones no gubernamentales, traídas aquí a título exclusivamente de ejemplo, porque podrían citarse muchísimas más, puede decirse que son ateas; desde luego, la mayoría de sus miembros los son.
Para el que esto escribe, una ética que tiene el fin en sí misma, que no espera premio alguno es muy superior a la que se aplica con objetivos ajenos a la propia ética, objetivos que en las operaciones propagandísticas destinadas a conseguir fondos no se mencionan jamás. Pero si, además, hablamos de misioneros católicos, esta propaganda resulta hasta despreciable, habida cuenta de las inmensas riquezas que la Iglesia posee, parte de las cuales bien podría destinarlas a erradicar de este mundo la pobreza, algo que lograría con no demasiada dificultad. 
En relación con la Iglesia, además, cabe recordar que, aunque no específicamente ateo, Vicente Ferrer tuvo que abandonar la Compañía de Jesús y a la propia Iglesia para llevar a cabo una verdadera labor social en la India, sin pedir a cambio absolutamente nada a quienes se beneficiaban de ella.

Imágenes: Pinturas del cordobés Manuel Castillero.

lunes, 15 de noviembre de 2021

DE CÓMO APRENDÍ EL AMOR CRISTIANO


 Sí, yo también quise ser sacerdote. En aquel tiempo éramos legión los niños de once, doce o trece años que sentíamos en nuestros tiernos pechos la llamada de la vocación. No puedo precisar qué era exactamente lo que nos movía. Sólo puedo decir que cuando un niño manifestaba, aunque vagamente, aquel deseo, su madre, sobre todo, experimentaba lo que sólo puede denominarse un ataque de gozo. 
La mía no era nada religiosa, su misa de ocho de la mañana los domingos, porque había que guardar las apariencias y pare usted de contar. Pero conocía, lo que yo he sabido después: la autoridad, el carisma y la seguridad económica de la que gozaban en general los sacerdotes. 
El camino del sacerdocio no era gratis, costaba, mucho, y en mi casa no había dinero, lo que había era hambre. Pero mi madre movió cielo y tierra, hasta que consiguió que un preboste de la parroquia que se dedicaba al negocio del aceite estuviera dispuesto a soltar la pasta mes a mes nada menos que durante doce años, que era lo que entonces duraba la carrera. Y así, un día de finales de septiembre entré en el seminario. 

Tuve la suerte de inaugurar el de Santa María de los Ángeles, localizado en el impresionante y sobrecogedor paraje de la sierra de Hornachuelos en el que el Duque de Rivas sitúa la acción de su drama Don Álvaro o la fuerza del sino. Aquel fue uno de los años más felices de mi vida. Éramos 106 compañeros y estábamos al cuidado de tres sacerdotes seculares, don Salvador, don Antonio y don Juan. Los dos primeros colgaron la sotana; el tercero llegó a canónigo y formó parte del Consejo de Administración bajo cuyo mandato se produjo la quiebra de Cajasur, la caja del cabildo catedralicio cordobés, prefiriendo la Iglesia cordobesa su entrega a los vascos de Kutxabank, antes que a los andaluces de Unicaja. Don Antonio era cazador, además o a la vez que sacerdote, de modo que estábamos bien abastecidos de carne de venado, que por aquellas sierras son muy abundantes, y a mí, que nunca fui un gran comedor, me gustaba cada día más. 
Pero no era sólo la comida, abundante y bien elaborada, era el fastuoso paisaje que nos rodeaba, la lejanía del mundanal ruido con su extraordinaria miseria económica y moral, los baños en el Bembézar, que discurría en el fondo del barranco al que se asomaba el seminario, formando deliciosas piscinas naturales, porque aún no habían construido el pantano... Aunque sin puerta, sólo cerrado con una cortina, teníamos hasta nuestro dormitorio individual.


Al año siguiente nos pasaron a San Pelagio, en la capital, frente al Palacio del Obispo y de la Mezquita, pues en Santa María de los Ángeles sólo se hacía el primer curso de la carrera. Comparado con éste, San Pelagio era un sitio oscuro, lúgubre, tenebroso. Lo dirigían los jesuitas y estas eran entonces palabras mayores. Alguien recordará todavía a muchos de los padres de entonces. Yo, aunque conservo en la memoria la cara de algunos, sólo recuerdo con el nombre incluido al padre Vivas, tan grandón, tan derecho, tan encopetado y tan categórico.
En San Pelagio fue donde aprendí el amor cristiano. La comida era mala y escasa y además muy mal cocinada. Y a los señores jesuitas no se les ocurrió otra cosa que permitir que nos enviaran comida de nuestras casas. Permitieron más: que el que quisiera se llevara la comida al comedor.
Quiero recordar que estábamos preparándonos para ser sacerdotes y quiero recordar que en la mayoría de las casas había poco que mandar y, aparte de algún minúsculo tarrito de miel o algún tubito de sobrasada o de leche condensada, no teníamos nada con que alegrar lo que nos ponían en la mesa los señores jesuitas.
                          

Pero la interminable posguerra parecía no afectar a alguno y recibían de su casa olorosos y bien surtidos paquetones. Había uno, Gregorio se llamaba, de Pozoblanco, grande, rollizo, pelirrojo, que en la larga mesa de mármol en la que comíamos se sentaba enfrente de mí y que todas las noches, mientras tratábamos de engullir nuestra ración de lentejas viudísimas, él se ponía en el plato tremendas lonchas de jamón bien veteado de la brillante grasa del cerdo ibérico, o tronchos de un salchichón gordo como su brazo y de un maravilloso color nazareno salpicado de gotas de marfil. 
¡Y cómo comía el gachó, cómo comía! ¡Con qué fruición movía los carrillos, los dos a la vez! Algunas noches hasta gotitas de sudor brotaban de su frente, mientras la nuez, con precisa cadencia, no dejaba de subir y bajar por su hermoso gaznate.
Ni ¿queréis?, preguntaba el tío, como suele hacerse por educación. Qué iba a preguntar, si veía en los ojos y en toda la cara de carpantas de los que nos sentábamos enfrente cual habría sido la respuesta.

Imágenes: 
Fotografías de Cristina García Rodero
Internet.






martes, 9 de noviembre de 2021

OBISPOS EN LOURDES

 

No existe en el mundo una organización ni religiosa ni laica, ni pública ni privada, ni siquiera una compañía de teatro, con el sentido teatral de la Iglesia Católica. Es imposible negar la aparatosidad, el fasto y la perfecta y muchas veces complicadísima puesta en escena de sus ceremonias religiosas.
En estos días, en uno de los actos más teatrales de la jerarquía católica francesa, ciento veinte obispos de esta nacionalidad se han reunido en el "milagroso" santuario de Lourdes y todos ellos de rodillas han implorado perdón por la pederastia clerical que ha azotado al país sólo en los últimos cincuenta años, los que van de 1950 a 2020.
El evangelio de Mateo, en el capítulo 6, versículos 5 y 6, pone en boca de Jesús la siguiente recomendación: "Y cuando oréis no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres... Tú, en cambio,  cuando vayas a orar entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está ahí, en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará."
Aunque cada vez que ofician la misa leen un trozo del evangelio y es seguro que este lo han leído en un buen número de ocasiones, hace mucho tiempo que la Iglesia olvidó las claras y determinantes recomendaciones de Jesús, concretamente, desde finales del siglo II de nuestra Era. Es así que los obispos franceses organizan una auténtica y espectacular ópera, cuya representación ha recorrido el mundo entero, en lugar de limitarse a formular una declaración seria y definitiva y, a continuación, en sus respectivos aposentos, darse tantos golpes de pecho como les hubiera parecido.

En cualquier caso, ¿qué resorte ha movido a los señores obispos a realizar un acto tan poco común?: El informe sobre el abuso y violación de menores (decir pederastia a secas es casi un eufemismo y, desde luego, restarle fuerza a los hechos) practicados por miembros del clero francés desde 1950 a 2020, setenta años, un verdadero terrorismo sexual mantenido, esto sí, en secreto por la jerarquía católica francesa hasta fechas bien recientes.
El informe, realizado por la CISE, Comisión Independiente sobre los Abusos Sexuales, consta de 2.500 páginas y fue entregado hace una semanas por el presidente de la misma al arzobispo de Reims, presidente de la Conferencia Episcopal francesa, en un acto igualmente público. Dicho informe especifica que, aunque nunca se sabrá el número exacto de víctimas, durante este periodo ha habido al menos 330.000 abusos y violaciones de menores en instituciones religiosas francesas, 216.000 de las cuales habrían sido realizadas por entre 2.500 y 3.000 clérigos y el resto por laicos que trabajaban en dichas instituciones. "Estos números son abrumadores y no pueden producirse sin consecuencias, reclaman medidas muy fuertes por parte de la Iglesia", manifestó el presidente de la comisión en la entrega del informe. Éste no se limita a detallar el número y la historia de las víctimas, sino que añade cuarenta y cinco recomendaciones, entre las que destaca ampliamente la necesidad de limitar el secreto de confesión, afirmando que tal secreto "no puede olvidar la obligación prevista en el código penal de señalar a las autoridades judiciales y administrativas los casos de violencias sexuales infringidos a un menor o a una persona vulnerable."
Además de pedir perdón, los obispos franceses se han comprometido a indemnizar económicamente a las víctimas, incluso vendiendo propiedades de la Iglesia, si es necesario. Al mismo tiempo, han pedido ayuda al pontífice para poner término a esta lacra.
   

Mientras esto ocurría en Francia, la Conferencia Episcopal española no sólo se negaba una vez más a realizar en nuestro país una investigación semejante, sino que le echaba la culpa de su pederastia al "silencio cómplice de toda la sociedad. Conociendo que la formación del clero es más o menos la misma en todas las latitudes, no hay que ser un lince para dar por hecho que el número de abusos y violaciones de niños y niñas producidos en España durante el mismo intervalo de tiempo no debe andar muy lejos del francés, teniendo en cuenta el número de habitantes de cada país, sesenta millones Francia y cuarenta y siete millones España. 
La culpa de esta negativa de los obispos españoles la tienen, en primer lugar, los propios obispos, que, más allá de las últimas sentencias judiciales, siguen ocultando a pederastas (el obispo de Córdoba, por ejemplo, mantiene trabajando en el obispado a uno de ellos juzgado y condenado, sin tocarle ni uno sólo de sus derechos como sacerdote.) Pero esa culpa la tienen también los gobiernos de turno que bien que podrían crear una comisión igualmente independiente como la de Francia, porque la pederastia eclesiástica no es un problema solamente de la Iglesia, sino que es un problema y muy grave que afecta a toda la sociedad. Y, en tercer lugar, la culpa la tenemos también los españoles, que, por lo menos, podríamos exigirle al gobierno (es inútil tratar de exigírselo a los obispos) la creación de dicha comisión, que lleve a cabo una investigación a fondo del asunto.

Mientras tanto, en el Vaticano, el papa Francisco manifiesta su dolor por el sufrimiento de las víctimas, afirmando que su pensamiento está con ellas. Agradece además la voluntad y el coraje de la Iglesia francesa al propiciar y hacer público el citado informe y pedir perdón por el sufrimiento causado.
Pedir perdón cuando se ha cometido un error o, consciente o inconscientemente, se ha producido un daño, es una de las acciones más nobles que puede realizar el ser humano. Pero, además de pedir perdón y  de prometer indemnizar a las víctimas, los obispos franceses deberían enunciar públicamente el compromiso firme de entregar a la Justicia a todo pederasta que aparezca en el seno de su Iglesia.
Por su parte, para no pasar por un mero hipócrita que todo lo deja en el sufrimiento personal, el papa Francisco debería exigirle a todas las Conferencias Episcopales y especialmente a la española, que realicen una investigación como la que ha realizado la Iglesia francesa. En segundo lugar, él y todos los obispos del mundo saben que la raíz del problema se encuentra en el celibato obligatorio y saben que mientras no se corte esa raíz el abuso y la violación de niños y niñas va a seguir produciéndose más o menos con la misma intensidad que hasta aquí. Por tanto, es necesario que el papa se deje de más rodeos y ponga fin de una vez a la aberración del celibato, impuesto por la Iglesia no para conseguir un clero puro, con  aromas de santidad, sino para contar con un ejército de hombres (que son lo que violan) sin atadura familiar alguna y, por tanto, si herencias que dejar fuera de la Iglesia y disponibles las veinticuatro horas del día.

sábado, 6 de noviembre de 2021

MENOS QUE HORMIGAS

 ¡Qué fatuos somos los seres humanos! En el capítulo uno, versículo veintiocho, afirma el Génesis que, al expulsarlos del jardín del edén, dijo Dios a Adán y a Eva: "Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra y sometedla; dominad en los peces del mar, en las aves del cielo y en todo animal que serpea sobre la tierra." Esta es una de las frases más brutales y siniestras de un libro de libros en el que no son este tipo de expresiones las que escasean. Y es brutal y es siniestra porque desde la antigüedad más remota hasta el día de hoy en ella se han amparado y se amparan todos los que, de un modo u otro, se afanan en exprimir la tierra, sacando de ella el máximo de jugo posible únicamente para colmar su ambición y su avaricia, sin advertir o importándole muy poco, porque Dios proveerá, que tal forma de proceder lleva exclusivamente a un callejón sin salida.

En la actualidad somos ya más de siete mil millones los seres humanos que habitamos el pequeño planeta al que denominamos Tierra; para final de siglo, si nada lo impide, serán más de nueve mil millones, y no sólo no lo dominamos, como ponen de manifiesto el reciente terremoto de Haití y el actual volcán de la isla canaria de la Palma, sino que lo estamos arrasando hasta el punto de, si no ponemos freno a nuestra ambición, y no parece que vayamos a ponerlo, nuestra desaparición como especie está servida.


Nos convendría ser bastante más humildes, no ante ningún dios, que aquí no cuenta absolutamente nada, sino ante las ciegas fuerzas que se encuentran en nuestro origen, para las cuales apenas alcanzamos el estatuto de hormigas. Recuerdo cuando, de niño, en aquella España negra, analfabeta y más bien asalvajada, junto con otros amiguetes, orinábamos en los hormigueros o cómo de un pisotón, que se llevaba por delante a unas cuantas, creamos el desconcierto en alguna de sus perfectas hileras. 
Pues para las fuerzas de la naturaleza, propias, por así decir, e inducidas por nosotros mismos, como el calentamiento global producido principalmente por las emisiones de anhídrido carbónico y de metano, no somos más que simples e insignificantes hormigas y ni siquiera eso, porque las hormigas tienen al menos la inteligencia suficiente para desarrollar su vida sin destruir el medio natural en el que habitan. Quizás hemos alcanzado el punto de no retorno en el que ya no importe nada que logremos comprenderlo y admitirlo para actual en consecuencia.