viernes, 30 de abril de 2021

LA CARIDAD ES RENTABLE


 La Iglesia Católica ha predicado siempre la caridad, excelsa virtud teologal (las otras son la fe y la esperanza), que encuentra su fundamento y justificación en el amor fraterno predicado por Jesús. Siguiendo criterios teológicos, la caridad abarca territorios muy amplios. Por caridad, por ejemplo, para salvar su alma, se enviaba al hereje a la hoguera. Pero en el ámbito de lo cotidiano y próximo, la caridad consiste principalmente en socorrer al menesteroso en sus necesidades materiales. Como puede deducirse fácilmente, en este ámbito, la caridad exige necesariamente la existencia de pobres. O, dicho de otro modo, sin la existencia de pobres no sería posible ni necesaria la caridad.
No obstante, a pesar de que se dirige a los pobres, es decir, a aquellos que no tienen nada o prácticamente nada, la caridad resulta rentable. Y no nos referimos a los réditos espirituales que el fiel católico, va atesorando para asegurarse un lugar en el paraíso, sino a una rentabilidad terrena, es decir, a la obtención de beneficios materiales, concretados en rica y sabrosa pasta, auténtico vocato di cardinali. Veamos un ejemplo:
En el siglo XV, la gente del común se moría literalmente de hambre en Europa. Los prestamistas, cabe mejor decir los usureros, cobraban por sus préstamos intereses que iban del 20% al 200% y en alguno casos, como en la fabricación de cerveza en Inglaterra, al 500%, de modo que ante, pongamos por caso, una mala cosecha o una enfermedad de mediana duración, quién era el guapo que se atrevía a solicitar un préstamo, pero además, con garantía de qué, si la inmensa mayoría de la gente apenas disponía de escasísimas pertenencias personales. 
En este marco en el que vivir resultaba harto complicado, a los franciscanos de Italia y, en concreto, a fray Bernabé de Terni, en Perusa, inflamado de santa caridad, se le ocurrió acudir en socorro de tanta pobre gente. Para ello no se echó a la calle junto con sus compañeros de cenobio para pedir ayuda a los poderosos. Eso ya lo hacían para su convento, con no escaso fruto, por cierto, no solamente en Perusa, sino en todos los conventos de Italia y de Europa. En unión de sus compañeros, fray Bernabé ideó y logró poner en marcha el primer Monte de Piedad, institución a modo de rudimentario banco que tenía por objeto facilitar préstamos a estos necesitados con la garantía exclusiva de bienes personales. La caridad se concretaba en las condiciones con que los franciscanos otorgaban estos préstamos, en un principio sin interés, pero muy pronto como un interés del 3% o el 4%, interés bajísimo frente al que cobraban los usureros. El préstamo, naturalmente, se concedía por una cantidad inferior al valor estimado por el prestamista para la prenda entregada como garantía y por un plazo que solía ser de un año, al cabo del cual el prestatario recuperaba la prenda mediante el pago del principal más los intereses, o el prestamista ponía en venta la prenda en pública subasta.
Choca que una actividad tan puramente mercantil fuese inaugurada precisamente por los franciscanos, tan espirituales siempre. Choca más aún el interés que cobraban, siendo así que la Iglesia tenía prohibido todo tipo de intereses, por reducidos que fueran, al considerarlos usura. Y choca, sobre todo, el negocio en sí, pues qué podía empeñar (este es el término comúnmente empleado, aunque en la jerga técnica se denomina pignorar, término infinitamente más fino y aséptico, ¿no es cierto?), qué podía empeñar aquella pobre gente, aparte de una capa heredada del abuelo, un apero de labranza o el anillo de oro que a la tatarabuela violada por su señor le había regalado el violador y había ido pasando de madres a hijas.
Pues, a pesar de todo, el negocio prosperó. ¡Jo, que si prosperó! Entre 1462 y 1490 se crearon montes de piedad, además de en Perusa, en Savona, en Mantua y en Florencia. Ante la boyantía del negocio, la Iglesia no tardó mucho en aceptar el cobro de intereses, lo hizo, concretamente en 1515, en el V Concilio de Letrán. No mucho tiempo después, en 1563, el Concilio de Trento que, pretendía poner a la Iglesia al día, declaró a los Montes de Piedad, que para entonces se habían extendido ya por casi toda Europa, entidades de carácter benéfico. El éxito fue de tal calibre, las ganancias tan superlativas, no sólo para la orden franciscana, que en el siglo XVIII a los montes de piedad se le añadieron, como parte del negocio, las cajas de ahorro, dedicadas a la captación del ahorro que pudieran realizar las capas más humildes de la sociedad, estableciéndose enseguida en casi todas las ciudades de importancia de Europa.
En España el primer Monte de Piedad se fundó en 1550 en la localidad de Dueñas (Palencia). En Madrid, cuya fachada barroca aparece en la fotografía adjunta, lo fundó en 1702 el capellán de las Descalzas Reales Francisco de Piquer y Rodilla. De hasta que punto fue rentable esta institución, basta saber que andando el tiempo se convertiría en Caja Madrid, cuarta entidad financiera de España, a la que destrozaron una caterva de políticos y remató Rodrigo Rato, originando una de las mayores estafas de este país, realizada sobre los pequeños accionistas. La Caja se convirtió en un banco, Bankia, con un rescate por parte de todos los españoles de 23.000 millones de euros, de los que los accionistas no vieron ni un euro y el Estado no volvió ni volverá a saber de ellos, que así de generosos somos los españoles y así de chulas nuestras sociedades bancarias. Este nuevo banco acaba de ser absorbido por Caixabank, entidad catalana que pretende despedir mediante un ERE, para que le salga baratito, a más de siete mil empleados.
En Córdoba lo creó el cabildo catedralicio en 1864 con la herencia de 300.000 reales que para tal fin había dejado en su testamento el canónigo José de Ayuda Medina y Corella. Como Córdoba es más pequeña que Madrid, el Monte de Piedad del Señor Medina, como fue conocido en sus orígenes, sólo terminaría dando lugar con el paso del tiempo a Cajasur, entidad crediticia que, tras absorber a la Caja de Ahorros de Córdoba, controlaba los ahorros de la inmensa mayoría de los cordobeses y a la que esquilmó hasta lograr su quiebra el canónigo y presidente de la entidad Miguel Castillejo Gorraitz (1930-2016), auténtico sátrapa, que consiguió ser nombrado Prelado de Honor de Su Santidad gracias a la pasta que transfería sin control alguno de Cajasur a la Iglesia. Tanto él como el resto del consejo de administración salieron de rositas del descalabro de la entidad cordobesa, que fue absorbida por Kutxabank, firma bancaria vasca, y sin que tocaran ni un euro de la extraordinaria pensión de 200.000 euros al año, esquilmados igualmente de la entidad, que disfrutó hasta su muerte y que hoy siguen disfrutando sus hermanas hasta el día en que mueran.

miércoles, 28 de abril de 2021

DE LA PAZ A LA GUERRA

 

        LA PAZ

Aunque hay algunas discrepancias entre ellos, los cuatro evangelistas cuentan cómo Jesús detiene las belicosidad de los que le acompañaban cuando echaron mano de la espada e incluso hirieron a uno de los que iban a detener al Maestro.
Fundamentados en esta narración, durante los tres primeros siglos de nuestra Era, teólogos y padres de la recién nacida Iglesia proclamaron repetidamente la condena de la guerra junto a la alabanza de la paz. Así, Orígenes, seguramente el teólogo más importante del periodo, después de afirmar que el Antiguo Testamento, con su desmesuradas atrocidades guerreras, debía tener una interpretación espiritual, afirma textualmente: "Nosotros, obedientes a las enseñanzas de Jesús, preferimos romper las espadas y convertir la lanzas en rejas de arado... ni queremos esgrimir la espada contra otras naciones ni deseamos la guerra."
Pero, además de la historia de su prendimiento. Jesús muestra su oposición a la pena de muerte cuando salva de la lapidación a la mujer adúltera; renuncia a la defensa propia cuando señala que si nos dan una bofetada en una mejilla, respondamos poniendo la otra; manifiesta que nuestra reacción ante las ofensas que puedan hacernos no debe ser la acometividad, sino la paciencia; para colmo, exige el amor a lo enemigos y la devolución siempre de bien por mal.
Con estas enseñanzas como estandarte, claramente expuestas en los evangelios, teólogos y padres de la Iglesia del calibre de Justino, Atenágoras, Cipriano, Hipólito, Tatiano, Tertuliano, Arnobio, Lactancio y el propio Orígenes repiten con insistencia y al margen de sus diferencias ideológicas que el cristianismo "no odia al enemigo, sino que lo ama e incluso lo bendice", del mismo modo que ningún cristiano devolvía golpe por golpe ni acudía al juez, aunque le robaran.
Tertuliano rechaza el servicio de las armas para los cristianos, contraponiendo la fidelidad a Dios frente a las banderas mundanas. "Cómo podríamos hacer la guerra sin la espada que el Señor quitó de nuestras manos." Clemente de Alejandría abomina incluso de la música militar. Hipólito, tras afirmar que la prohibición de matar es absoluta, señala que los cazadores deben elegir entre abandonar la caza o abandonar la nueva fe. Lactancio, en su Divinae Instituciones, muestra su firme defensa de la tolerancia y del amor fraterno, recalcando que la religión se defiende "muriendo, no matando". Rechaza la guerra y el homicidio, aun en el caso de que el derecho civil lo considere legítimo. Llega incluso a condenar a los denunciantes cuando la denuncia acaba llevando a la pena capital.
           
                                   LA GUERRA
Pero, en una muestra, la primera, de la táctica de la Iglesia Católica que se repetiría una y otra vez a lo largo de los siglos, consistente en reclamar hipócritamente la paz y la libertad de cultos cuando se encuentra en minoría y apostar por la guerra y el aplastamiento de los que no aceptan entrar en su redil, cuando el viento sopla a su favor, todo cambió cuando en 313 Constantino emite el edicto de Milán, que consagraba la preeminencia del cristianismo sobre las religiones denominadas paganas. Entonces, el mismo Lactancio da un portentoso golpe de timón y cambia el rumbo de su pensamiento exactamente ciento ochenta grados. Nombrado preceptor de Crispo, hijo de Constantino, después de una vida de penuria, destierro incluido, despojado hasta del último vestigio de vergüenza, reescribe su libro, publicado sólo seis u ocho años antes, eliminando tanto las condenas de la guerra como las loas de la paz. Y no sólo eso, sino que con repugnante entusiasmo alaba la triunfante actividad bélica de Constantino. Teodoreto, obispo de Ciro (Siria) no se corta un pelo para afirmar que "los hechos históricos nos enseñan que la guerra  tiene mayor provecho que la paz." Ambrosio (Obispo de Milán) asegura que "con la cruz de Cristo y con su nombre en los labios van al combate, confortados y llenos de valor.", refiriéndose, claro está, a los soldados del ejército romano, ya casi enteramente cristiano. Y Agustín de Hipona, por su parte, dice: "no creáis que no puede agradar a Dios quien se consagra al servicio de las armas." No mucho después, Teodosio II ordenará que el ejército acepte en sus filas sólo a cristianos. Las exhortaciones de Cristo definitivamente pasadas por el arco del triunfo y arrojadas la basura. 
Con el cristianismo aparecen por primera vez en la historia del mundo las guerras con un sustrato religioso, cuando no directamente por causa de la religión. La Iglesia de la paz pasó a denominarse Iglesia militante e Iglesia triunfante. "La gran victoria del cristianismo" titulan todavía hacia la mitad del siglo XX Llorca y Villoslada uno de los epígrafes de su monumental Historia de la Iglesia Católica. Porque, a diferencia del resto de las religiones existentes en su momento, el cristianismo no admitía, ni admite, la coexistencia, ni siquiera la supremacía sobre ellas, sino que su propósito ha sido siempre eliminar a los competidores y quedar como religión única y absoluta. Así, surgirá la guerra santa, un concepto inventado igualmente por los cristianos, y la religión de la paz se convertirá desde entonces en la religión que no deja a nadie en paz.

Fuentes:
Historia de los monjes de Siria.- Teodoreto de Ciro
Escritos espirituales.- Orígenes
El fin del mundo antiguo.- Ferdinand de Lot
Historia de la Iglesia Católica.- Tomo I. Llorca y Villoslada.
Historia criminal del cristianismo.- Deschner 

domingo, 25 de abril de 2021

EL PRIMER BORBÓN

 

El testamento del último de los Austria, Carlos II, muerto el 1 de noviembre de 1700, nombraba como su heredero a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia. Esta elección, en detrimento del archiduque Carlos de Austria, dio lugar a la guerra de Sucesión, que se prolongó de 1700 a 1713 y concluyó con el triunfo de Felipe y su consolidación definitiva en el trono español. Eso sí, a cambio de perder las posesiones españolas en Europa, principalmente las de Italia,  además de Menorca y de Gibraltar
Felipe, con el que se inicia en España la dinastía de los Borbones (algunos la llaman la peste borbónica) había nacido en el palacio de Versalles el 19 de diciembre de 1683, de modo que cuando en 1701 hizo su entrada en Madrid aún no había cumplido los dieciocho años. Era hijo del Delfín de Francia, Luis de Borbón, un tipo cochambroso, hipocondríaco, obeso, sin más ideología que la comida y la caza e incapaz de ligar con sentido media docena de palabras. Su madre fue Ana de Baviera, una mujer torpe y fea, características que la empujaban al alejamiento de la gente y a la soledad.
Con tales progenitores, que además se despreocuparon por completo de él, Felipe tuvo una infancia triste y carente de afecto. En su formación intervinieron principalmente tres personas: su tía abuela, la duquesa de Orleans, una señora fofa y sin gracia que, no obstante llenaba al niño de mimos; Helvetius, médico de familia, quien le inoculó una preocupación más que excesiva por la salud y François de Salignac de la Mothe, más conocido como Fenelón, teólogo y obispo católico, cercano al fervor quietista, que le contagió una obsesiva preocupación religiosa, un enorme sentimiento de culpa, especialmente en relación con el sexo, al que, como buen Borbón, era muy inclinado, y la necesidad de penitencia y expiación.
 De este modo, cuando llegó a España, Felipe era un muchacho tímido, escaso de voluntad, carente de confianza en sí mismo y de capacidad de decisión. Dependía casi por completo de su abuelo, Luis XIV, quien le impuso al cardenal Portocarrero como hombre de confianza y quien le buscó esposa:María Luisa Gabriela de Saboya, una niña de trece años, junto a la que colocó como camarera mayor a Marie Anne de la Tremoille, princesa de los Ursinos. Se casaron por poderes y cuando se encontraron tardaron tres noches en consumar el matrimonio. Mas, a partir de aquel momento no había modo de sacar al rey de su alcoba: había encontrado la fórmula legalizada y bendecida de dar salida a su desmesurado afán erótico y con ella la única causa por la que merecía la pena vivir. 
Mucho tuvo que ver María Luisa Gabriela en el arrobamiento del rey. A pesar de su corta edad y muy bien aconsejada por la princesa de los Ursinos, que andaba ya por los sesenta años y había corrido lo suyo, la muchachita supo colmar en la cama todas las desmesuradas lascivias que se le ocurrían al casi imberbe monarca. Fiel a su estirpe, el libidinoso Borbón se estuvo metiendo en la cama de su esposa inclusive cuando esta enfermó, aquejada de fiebres y de fuertes dolores de cabeza, y lo hizo hasta unos días antes de su fallecimiento, en febrero de 1714, con sólo veinticuatro años. El monarca, movido por un pudor pecaminoso, se negaba a tomar una amante, como le aconsejaban la princesa de los Ursinos y sus ministros,  y a dejar en paz a su esposa. 
La muerte de la reina sumió en la desesperación al caballerito. Se pasaba el día llorando, sin querer ver a nadie, cayó en la depresión y en la esquizofrenia, de las que ya había apuntado alguna muestra con anterioridad. Pero su apetito sexual sólo era comparable a su sentimiento de culpa, por ello, tras la muerte de la reina hubo que buscarle urgentemente una nueva esposa, porque seguía negándose a tener una amante. La elegida fue Isabel de Farnesio, hija de los duques de Parma, una potente y aguerrida mujer que enseguida se apoderó por completo de la voluntad de Felipe con el arma del sexo. Se casaron por poderes también, pero cuando Isabel llegó a palacio, el monarca la cogió de la mano y se la llevó a su alcoba. Eran las seis de la tarde y no salieron de la cama hasta bien pasada la media noche. 
En lugar de aplacarse con los años y el abuso, el apetito sexual del rey no hacía más que crecer y crecer. Nada quería saber de los asuntos del Estado ni del país, sólo de los diversos orificios y recovecos de la reina, pues todos los rellenaba consecutivamente en la misma sesión. La reina jugaba con él como quería. A veces cedía fácilmente a sus requerimientos, pero en otras ocasiones se negaba, lo que provocaba en el caballero verdaderos ataques de impotencia, corría de un lado a otro gritando desesperado, lloraba, rogaba, amenazaba, pero la reina se mantenía en sus trece y no cedía. En este tira y afloja las dolencias psíquicas de don Felipe no hicieron más que consolidarse y aumentar. Y así, cuando la reina cedía, el rey se entregaba al sexo con el ímpetu y la fogosidad de un adolescente, no cediendo en la faena hasta que caía rendido, hecho un guiñapo al lado de su esposa. Entonces empezaban sus cuitas por efecto de la culpabilidad. Estaba seguro de que tanto sexo era terriblemente pecaminoso, el temor a las penas del infierno se posesionaba de él y su mente se despeñaba por un barranco cada día más profundo y oscuro. Hizo construir un palacio versallesco en la Granja de San Ildefonso y allí se retiraba cada vez con más frecuencia y en estancias más largas, oyendo al castrado Farinelli, que su esposa había hecho traer de Italia, cuya mágica voz calmaba por un rato su angustia y sus desquiciados temores.
Pero la depresión avanzaba inexorable. Un día el rey empezó a ponerse una camisa usada de la reina, porque temía que lo envenenaran, precisamente con su camisa. Poco después empezó a exhibirse desnudo delante de la gente. Luego dejó de asearse, pasando la mayor parte del tiempo en su cama en medio de una suciedad nauseabunda y exhalando los repugnantes olores que se pueden imaginar. En este estado mental de verdadero orate siguió siendo rey y, en consecuencia, jefe del Estado, hasta el mismo día de su muerte ocurrida el nueve de julio de mil setecientos cuarenta y seis, de un derrame cerebral. De esta triste prenda descienden todos los borbones que han reinado en España con posterioridad, aunque también es verdad que en esta sucesión han entrado en más de una ocasión sangres ajenas y más de uno de estos borbones ha sido en realidad un bastardo.


jueves, 22 de abril de 2021

LUCERO

Cuando un estado totalitario, llámese España franquista o Vaticano, crean una institución policíaca cuyas actuaciones son secretas y cuentan además con autorización incluso para torturar, como la policía político social del franquismo o la Inquisición del Vaticano, a tales instituciones acaba accediendo lo más canalla, sádico y criminal de la sociedad, tipos que encuentran en ellas la oportunidad de dar rienda suelta a sus miserables instintos, a sabiendas de contar con absoluta impunidad. El repugnantemente famoso Billy el Niño, que, para escarnio de sus numerosas víctimas, mantuvo su impunidad hasta su muerte, a pesar del fin de la dictadura, es un ejemplo de lo que ocurría en la policía política de Franco, como Diego Rodríguez Lucero lo es de la Inquisición española.
El tal Rodríguez Lucero fue nombrado inquisidor en Córdoba el 7 de septiembre de 1499. La antigua capital del califato andalusí había tenido una importante judería que fue destruida y muchos de sus residentes asesinados durante los motines provocados por los sermones del sacerdote y arcediano de Écija Ferrán Martínez. Parte de los judíos sobrevivientes huyeron de la ciudad, pero otros muchos accedieron al bautizo, pensando escapar así a nuevas y más que posibles persecuciones. Sin duda, nunca pudieron imaginar lo que les esperaba: todavía hoy no son pocos los jerarcas católicos que siguen creyendo que ni cien mil bautizos convierten verdaderamente a un judío, así, un siglo después de la conversión, sus descendientes seguían siendo cristianos nuevos, clasificación establecida por los cristianos viejos, cuya
pertenencia a la Iglesia se perdía en el curso de las generaciones, les decían marranos y los acusaban de judaizantes, esto es, de seguir practicando en secreto la religión de sus antepasados. Por la ciudad volvían a correr peligrosamente historias de hostias profanadas, crucifijos ultrajados, niños asesinados en horrendos rituales y, en fin, todos los bulos que de tanto en tanto y en función muchas veces de la marcha de la economía reciben los grupos sociales minoritarios o considerados como tales.
Lucero, que era un fanático criminal, de carácter bilioso, no pudo encontrar mejor caldo de cultivo para ganar méritos y proseguir su ascendente carrera religiosa. Para empezar, detuvo a  Martín Fernández Membreque, descendiente de aquellos judíos conversos, y a su esposa Juana Fernández. Membreque era sobrino del jurado Juan de Córdoba, del que, sin duda por envidia de su cargo, se decía que había montado una sinagoga en su casa, situada en el entorno de la calle Cabezas.
Pero este no fue más que el aperitivo, enseguida fue deteniendo a una serie de personas, muchas de ellas principales, sobre las que recaían sospechas de judaizar, la mayoría infundadas practicando con ellas seguidamente toda clase de vejaciones y de torturas, con los instrumentos que pueden verse hoy en el Museo de la Inquisición de la ciudad, hasta arrancarles la confesión de su culpabilidad y una relación de sus cómplices, ambas cosas declaradas por el detenido para escapar de  suplicio. Ninguno de ellos imaginaba que su calvario no había hecho más que empezar y que el Tenebroso, como se le conoció muy pronto en la ciudad, no estaba dispuesto a dejar escapar a sus presas. Al final, 107 personas fueron enviadas a la hoguera, en el auto más cruento de la Inquisición en Córdoba, celebrado el 22 de diciembre de 1504. Como establecía la norma, a los 107 condenados les expropió Lucero la totalidad de sus bienes, dejando a las familias en la más infamante ruina.
Y el caso es que, como Billy el Niño, el infamante inquisidor acabó saliendo de rositas. La ciudad acabó rebelándose contra él. Se presentó una queja formal al inquisidor general Diego de Deza, quien, amigo de Lucero, no hizo el menor caso. Se apeló entonces al rey Felipe el Hermoso. Su inoportuna muerte impidió que cesara a Deza. Pero al contrario de lo que ocurre hoy, que el obispado puede apoderarse de la Mezquita sin que, prácticamente, se levante una voz de protesta, viendo que Lucero proseguía con su feroz actuación, un grupo de nobles asaltó la cárcel de la Inquisición, situada en el Alcázar de los Reyes Cristianos, y pusieron en libertad a los nuevos presos que había en ese momento . Todos estos canallas son en el fondo unos cobardes y Lucero, que no lo era menos, se apresuró a huir de la ciudad, refugiándose en Granada.
El asunto no terminó aquí. Una delegación cordobesa presentó una queja formal a Fernando el Católico, que tras la muerte de su yerno y aduciendo la locura de su hija, había vuelto a ocupar el trono. Se cambió al inquisidor general, un tribunal especial comprobó la culpabilidad de Lucero. Ahora bien, para llevar a cabo sus fechorías el Tenebroso había contado con el apoyo de no pocos personajes influyentes, con los que al rey no le convenía ponerse a mal, de modo que el inquisidor se libró de la condena que ya pendía sobre él.




 

miércoles, 14 de abril de 2021

LA CARTITA DE CLEMENTE

 

Frente a lo que los historiadores eclesiásticos se empeñan en sostener, el cristianismo paulino, católico, que a la postre terminaría triunfando, no se impuso a los otros cristianismos con los que coexistió  -marcionitas, gnósticos, maniqueos, etc.- mediante la dialéctica o el ejemplo, sino mediante la fuerza. Pero es que incluso en el seno del propio catolicismo se produjeron cruentas batallas para, por ejemplo, lograr la hegemonía de Roma sobre el resto de las comunidades, para conseguir la tiara papal y hasta para definir dogmas, como si el Hijo de Dios, Cristo, era o no de la misma substancia que el Padre.
Aunque los mencionados historiadores se empeñan en presentar una lista continua de los papas desde San Pedro, hasta el actual, Francisco, lo cierto es que en el siglo IV todavía no se había logrado ni la primacía de Roma ni la jefatura de la Iglesia por parte de su obispo, quien para la Iglesia oriental, con centro en Constantinopla, no era más que el obispo de la ciudad eterna.
El evangelio de Mateo (16, 18-19) cuenta cómo Jesús le dice a Pedro: "Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia." Sin entrar a valorar la certidumbre o la falsedad de estos versículos (no pocos eruditos sostienen que se trata de una interpolación), lo cierto es que en ellos no se indica en modo alguno que Pedro hubiera de tener un sucesor absoluto y, tampoco, en consecuencia, cuándo y cómo se haría la transmisión de tal poder y quién podría ser elegido. ¿Por qué tenía que ser un sólo individuo el que ostentara la primacía de Pedro? ¿Y por qué, de ser una sola persona, el principal dirigente tenía que ser el obispo de Roma? Al parecer, Pedro había sufrido martirio y muerto en Roma, circunstancia que el obispo romano esgrimía para probar su superioridad sobre los obispos del resto de la sedes eclesiásticas. ¿Pero era suficiente este hecho para que Roma ostentase la hegemenía económica, política y dogmática?
En el siglo IV tal pretensión romana continuaba en discusión, sin que se hubiera alcanzado, ni mucho menos, consenso alguno. Entonces, ¡oh providencial milagro!, a las manos de Rufino de Aquilea, traductor al latín de la famosa Historia eclesiástica, de Eusebio de Cesarea, un documento escrito originalmente en griego. Tal documento, que Rufino se apresuró a traducir,  era una carta que el obispo de Roma Clemente I, al que historiadores como Juan Decio sitúan como cuarto papa, había dirigido a Jaime, hermano de Cristo, en Jerusalén. En ella Clemente afirmaba que Pedro, cuyo martirio había presenciado, le había transmitido el poder recibido de Cristo y lo había hecho ante la comunidad romana, cuyos miembros figuraban como testigos.
El documento era falso, pero eso qué importaba: falsas eran también varias de las epístolas de San Pablo y falsos, más que posiblemente, al menos en parte, eran también los evangelios, cuyos originales se habían perdido y a aquellas alturas sólo quedaban copias de copias. Tampoco es el único documento falso que ha esgrimido la Iglesia para afirmar y reafirmar la superioridad y el poder de Roma tanto sobre el resto de las sedes episcopales como sobre la sociedad en general. Así es que, a pesar de su falsedad, la cartita clementina hizo su efecto, de tal manera que, con posterioridad, sería esgrimida en numerosas ocasiones a lo largo de la primera Edad Media, cada vez que alguien -rey, emperador, obispo o patriarca- manifestaba alguna duda acerca de la primacía romana.

Fuentes:
Diccionario de los papa.- Juan Decio
Historia de la Iglesia Católica, Tomo I.- B. Llorca y García Villoslada.
Historia de los papas.- Juan Laboa
Los círculos del poder.- Juan Castro Zafra.
Historia del pensamiento político en la Edad Media.- Walter Ullman.

Imágenes: Internet.


domingo, 11 de abril de 2021

¡QUE SE CALLE EL CHUETA!

 

¡Qué se calle el Chueta!, le gritaron en cierta ocasión a Antonio Maura en pleno debate parlamentario. ¿Pero a qué vino este grito y qué significaba?
Los chuetas eran descendientes de judíos conversos que vivían en Palma de Mallorca y con aquel grito le estaban llamando judío a Maura, por el simple hecho de ser mallorquín. Y es que la historia de los chuetas es triste y amarga. La comunidad judía de Palma de Mallorca era muy numerosa y una de las más antiguas de la Península Ibérica. Como consecuencia de las persecuciones y matanzas ocurridas en toda España a lo largo del año 1391, provocadas por los incendiarios sermones del arcediano de Écija Ferrán Martínez en Sevilla, muchos de aquellos judíos se convirtieron al cristianismo. El resto lo hicieron en 1435, tras las predicaciones de Vicente Ferrer, un santo que, de existir, estaría sin duda en el infierno, y con ocasión del escándalo producido por la difusión de un falso crimen ritual, uno de los que, de tanto en tanto, se acusaba a los judíos, como el del Niño de la Guardia o el de Zaragoza, al que la iglesia no tuvo reparos en subirlo a los altares, a pesar de la falsedad de su asesinato.
Ahora bien, la religión judía permite a sus seguidores , en caso de extrema necesidad, adjurar externamente de su fe, mientras la conservan intacta en su interior. Y esto es, justamente, lo que hicieron los judíos mallorquines: de puertas afuera eran cristianos, de puertas adentro, judíos, practicando aquí todas las ceremonias y siguiendo puntualmente las normas alimenticias señaladas por su religión. Tal comportamiento era el que en términos inquisitoriales se denominaba judaizar, delito por el que buena parte de los acusados eran condenados a entregar su vida en la hoguera.
En Mallorca todo el mundo conocía esta situación. Pero, cosmopolita como siempre fue la isla y más especialmente la capital, a nadie le preocupaba, de manera que seguían conviviendo en paz y armonía, como, por otra parte, habían vivido siempre. Sin embargo, en 1672, casi doscientos años después de la creación de la Inquisición y cuando en la Península ya no quedaba un criptojudío, el Consejo Inquisitorial, extrañado de que en la isla no se hubiera presentado caso alguno de criptojudaísmo, ordenó la puesta en marcha inmediata de una investigación exhaustiva.
Naturalmente, no fue necesario un gran esfuerzo por parte de los inquisidores para conseguir la detención de más de un centenar de personas, descendientes de los primeros conversos, a los que se les acusó de judaizar exactamente igual que lo habían hecho sus antepasados. Los detenidos no negaron la acusación, sólo pretextaron ignorancia, prometiendo enseguida enmendarse y no recaer en tal delito. Las penas impuestas entonces fueron sumamente suaves para lo que se estilaba: ninguno de los detenidos fue a la hoguera, sólo, un sólo ciertamente escandaloso, sufrieron la confiscación de sus bienes y condenas de encarcelamiento más bien breves. Ahora bien, no se libraron de quedar marcados, de modo que de ser descubiertos de judaizar de nuevo no habría quien los librara del fuego.
Ante esta amenaza, muchos de los chuetas escaparon de la isla, marchando, sobre todo, a Holanda, Suiza, Livorno o Alejandría. Pero otros fueron detenidos en el momento de embarcar, considerándose la intención de huir prueba irrefutable de que continuaban judaizando. Con tal botín, en 1691 los inquisidores organizaron tres autos de fe, en los que se condenaron a ochenta y seis reos, de los cuales treinta y siete perecieron en la hoguera. 
Desde entonces, el término chueta constituyó un insulto en la isla, y hasta el primer tercio del siglo XIX los sambenitos de aquellos sentenciados permanecieron expuestos en el claustro de la iglesia de Santo Domingo con el fin de perpetuar la infamia, que siguió recayendo en las aproximadamente quince familias descendientes de chuetas que permanecían en la isla, formalmente libres de toda acusación e incluso sospecha.
Sin embargo, durante la llamada década ominosa (1823-1833) (¡cuántas de estas décadas no ha habido en España!) volvió la represión sobre los chuetas, acusándolos ¡todavía! de judaizar. Y el 6 de noviembre de 1823 volvió a producirse en Palma de Mallorca una matanza semejante a las que se habían extendido por toda la Península en el siglo XIV, ¡cinco siglos antes!, sin que se produjera detención alguna y mucho menos condena entre los asesinos.
La discriminación se mantuvo hasta bien avanzado el siglo XX, aún siendo los chuetas desde hacía siglos tan católicos como el más católico de los mallorquines.

sábado, 3 de abril de 2021

IDOLATRÍA

 

Si visitando un museo arqueológico ustedes ven una escultura de algún dios o diosa mitológicos con la nariz rota, no les quepa duda, esa fractura no es por causa de un accidente o del mal trato que haya podido recibir a lo largo del tiempo, sino que fue hecha deliberadamente por los cristianos de los primeros tiempos, quienes, azuzados por los padres y escritores de la todavía incipiente Iglesia, consideraban que tales imágenes era ídolos poseídos por los demonios, los cuales penetraban en ellos precisamente por las fosas nasales. No pocas de estás esculturas, además de la nariz rota, presentan una cruz grabada en la frente. Se trata de la firma que le dejaba el autor del daño para constancia de su actuación.
Con la excepción del breve conflicto creado en Egipto por Akenaton, con su pretensión de sustituir a los distintos dioses por el dios solar Ra, hasta la aparición del cristianismo las sociedades de la antigüedad desconocían las disputas por motivos religiosos. Los romanos, que dominaban la práctica totalidad del mundo conocido cuando el cristianismo hizo su aparición, aceptaban sin problema la religión que practicaba cada uno de los pueblos que conquistaban, de tal modo que en el seno del imperio convivían pacíficamente y sin competencia entre ellas numerosas y muy variadas religiones.
Pero el cristianismo no se conformaba ni con ser meramente aceptado ni con la coexistencia pacífica con las demás religiones. El cristianismo era, y es, una religión exclusivista, absolutista, totalitaria y casi ferozmente proselitista y exigía no sólo su preeminencia sobre las demás religiones, sino la desaparición de todas ellas.
Desde muy pronto, los dirigentes eclesiales adoptaron una táctica que a lo largo de la historia no les ha dado malos resultados: cuando están en minoría frente a otras creencias reclaman libertad de pensamiento y, por tanto, de religión, pero tan pronto como, sea cual sea el método, consiguen imponerse lo que llevan a cabo sin contemplaciones es el aplastamiento del más mínimo atisbo de disidencia. Así, durante los primeros tres siglos, mientras se infiltraban en todos los estratos sociales del imperio, apenas alzaron la voz más que contra los judíos, de los que veían imprescindible alejarse para no ser considerados una secta más de las que por aquel entonces surgían en la sociedad judía, reservando para el paganismo únicamente críticas suaves.
Las tornas cambiaron tras el edicto de Milán del 313, con el que Constantino daba carta de libertad a la nueva religión. Entonces la contención y el disimulo dieron paso a la condena furibunda y a escritores como Arnobio de Sica, Arístides, Clemente de Alejandría, Hermiades, Atanasio de Alejandría o Teófilo de Antioquía, sucedieron otros como Julio Firmino Materno, Tertuliano, Agustín de Hipona o Lactancio.
Firmino no se corta un pelo para dirigirse al emperador Constante en los siguientes términos: "Vos también, emperador santísimo, tenéis el deber de sujetar y el de castigar y es vuestra obligación en virtud del primero de los mandamientos del Altísimo el perseguir con vuestra severidad y por todas las maneras posibles la abominación de la idolatría."
San Agustín reclama la intervención del Estado para defender con las armas el cristianismo frente a los ataques de sus enemigos.
Lactancio, por su parte, en su conocida obra Sobre la muerte de los perseguidores procede a la furibunda condena de los dioses paganos, entre otras cosas porque tienen sexo "como los perros y los cerdos", así como a la inclusión de toda una sarta de exageraciones y de falsedades acerca de los emperadores anteriores a Constantino.
En general, los padres e intelectuales cristianos critican duramente que los artistas tomen como modelos a hombres y mujeres, como, por ejemplo, hizo Praxiteles con Cortina, su amante,  para su Afrodita de Cnido; que los paganos se arrodillaran ante una obra hecha con sus manos; también que la besaran; condenaban las procesiones que realizaban los romanos con sus dioses; afirmaban que las apariciones de los dioses no constituían prueba alguna de su existencia. Tertuliano llegó a afirmar incluso que si horrendo era adorarlos, más horrendo aún era fabricarlos, un pecado equiparable al adulterio y a la prostitución.
Cada vez más agresivamente, los padres de la Iglesia no dudaron en inventar bulos como que los paganos comían carne de cristianos para que estos no pudieran resucitar el día del juicio, bulos inverosímiles, pero que los fieles creían sin una duda. Tan ciegamente lo creían que, fanatizados con tales arengas, no tardaron en aparecer bandos de fanáticos que procedían a la destrucción sistemática de los templos y al asesinato de sus sacerdotes. 
A lo largo de los siglos IV y V, además, las críticas y condenas ya no se limitaron a los ídolos, sino que se extendieron a toda la cultura pagana, con especial hincapié en las obras griegas, con lo que la destrucción acabó extendiéndose a la totalidad del complejo mundo pagano, de modo que junto con los templos y los ídolos desapareció por completo la cultura clásica, destrucción de la que constituye un ejemplo el incendio de la biblioteca de Alejandría y el asesinato de Hipatia y que culminó con el cierre de la prestigiosa Academia de Atenas, fundada por Platón mil años antes.
Lo más pavoroso de toda la historia consiste en que, muy poco después, los cristianos estaban haciendo exactamente lo mismo que durante más de un milenio habían hecho los paganos: tallaron imágenes, tomando como modelos a hombres y mujeres de carne y hueso, las adoraron, se arrodillaron ante ellas, las besaron, las sacaron en procesión y, en fin, hasta el día de hoy no han cesado de pedirles favores. La Iglesia afirma que no se trata de ídolos, porque tales imágenes no encarnan a Cristo, a la Virgen María o a los distintos santos, sino que meramente los representan, y como a tal representación se les ofrece culto. Precisamente, referidas al culto, la Iglesia inventó tres palabrejas preciosas: el que se le da a Dios y, por tanto, a Cristo es el de latría, el que se le da a los santos es el de dulía y el que se le da a la Virgen es el de hiperdulía. Pero por más precisiones que realice la Iglesia, ¿qué diferencia a tales imágenes de los más que condenados ídolos paganos? ¿Acaso no es de ellas, y no los seres que la Iglesia dice que representan, de quienes los fieles esperan obtener el favor que les piden? ¿Y acaso para los fieles no son ellas las milagrosas?


Fuentes: 
Historia de la Iglesia, tomo II.- Llorca y García Villoslada
La edad de la penumbra.- Catherine Nixey
Sobre la muerte de los perseguidores.- Lactancio
Historia criminal del cristianismo, Tomo I, Karlheinz Deschner

Fotografías: internet