lunes, 31 de mayo de 2021

MARCIA LA BELLA

 
No se conoce su fecha de nacimiento ni, con exactitud, la de su muerte. Tampoco se sabe quiénes fueron sus padres. No existe una imagen de ella y no se tienen más señas de identidad que su nombre de pila. Pero fue una de las personas más influyentes durante durante el reinado del emperador Cómodo y el pontificado del papa Víctor I, hacia finales del siglo II.
En la época del imperio romano, cuando una mujer daba a luz, la matrona o quien la estuviera atendiendo, depositaba al recién nacido en el suelo. Entonces entraba en el aposento el marido de la parturienta y si lo recogía del suelo significaba que reconocía al bebé como su hijo o hija; pero si no lo recogía, el hombre no lo reconocía y el nuevo ser quedaba condenado a lo que los romanos llamaban "exposición", esto es, su abandono en la calle, unos en la puerta misma de la casa y otros bajo la columna lactaria, frente al templo de Pietas. Tanto en un sitio como en otro, cualquiera que pasara podía cogerlo para sí y destinarlo a lo que le pareciera oportuno. Tiempos duros para estos recién nacidos: muchos acababa muriendo, de frío, de calor o de hambre. Los que sobrevivían no lo tenían mejor: serían esclavos en alguna casa más o menos importante y, por tanto, vivirían toda su vida privados de libertad. Se abandonaban más niñas que niños. La mujer siempre perdedora. Pero en este hecho no veamos sólo crueldad o maldad: hoy no resulta nada complicado prevenir un embarazo; en aquellos tiempos, sin embargo, la prevención era misión casi imposible. Así, muchas familias "exponían" al nuevo vástago no porque no lo quisieran, sino porque carecían de medios para criarlo. La prueba es que en tanto las familias pudientes se despreocupaban por completo y no querían saber nada del destino del "expuesto", las familias humildes, las de baja extracción económica, acechaban al abandonado y respiraban tranquilas cuando descubrían que alguien lo había recogido. Quizás fueran esclavos, pero, al menos, estaban vivos y, quién sabía, la vida daba muchas vueltas, muchas más que hoy, y acaso aquel niño o aquella niña tuvieran un destino glorioso.
Marcia fue una de estas niñas "expuestas". Se sabe que la recogió un cristiano de nombre Jacinto, quien la educó en el cristianismo. Ahora bien, cristiano y todo, el tal Jacinto era un elemento. Tenía montado un negocio de altura consistente en recoger niñas "expuestas", sólo niñas, criarlas y, a punto de entrar en la adolescencia, venderlas a los prostíbulos de la ciudad.
Entre las niñas que se criaron con ella en la casa de Jacinto, Marcia destacó enseguida por su enorme, abrumadora belleza. Como sus compañeras, estaba destinada a la prostitución, sin embargo, fue su belleza la que la salvó de este aciago destino. En efecto, a la edad de doce años la adquirió para sí el senador Marco Ummidio Cuadrato. Corría el año 182.
Desde nuestra concepción hasta nuestra muerte, viajamos a lomos del azar. Podemos hacer tantos proyectos como nos vengan en gana, podemos acopiar los medios para llevarlos a cabo, podemos conseguir las colaboraciones necesarias, podemos tenerlo todo. Pero basta la simple torcedura de un tobillo, o el tren que sufre una avería y se retrasa o la quiebra de un banco a miles de kilómetros o un bichito que invade las vías respiratorias de alguien más lejos todavía, para que no sólo el proyecto se venga abajo, sino para que nuestra vida de un cambio radical.
Cuando el senador compró a Marcia había en marcha una conspiración para matar a Cómodo, el emperador, encabezada por su hermana Galeria Lucila. Por lo que cuenta el historiador Dion Casio, parece que lo que empujaba a Lucila era la fatuidad que mostraba Brutia Crispina, esposa de Cómodo.
En aquella conspiración estaban implicados el senador que había adquirido a Marcia, Marco Ummidio, y Claudio Pompeyano, también senador. Ambos intentaron asesinar a Cómodo a la entrada al teatro, pero fueron descubiertos unos momentos antes de iniciar el ataque, apresados por los guardaespaldas del emperador y ejecutados de inmediato. 
En aquel mismo año, 182, Lucila había descubierto y puesto en conocimiento de su hermano que Brutia Cristina estaba embarazada. La boda con aquella mujer de la clase más elevada había sido concertada por los padres de ambos y Cómodo tampoco la tragaba, por lo que podía estar seguro de que aquel embarazo no era suyo. De manera que Brutia fue acusada de traición y exiliada en la isla de Capri. A esta isla fue enviada también Lucila tras descubrirse su juego. Y poco después ambas fueron decapitadas allí mismo.
El emperador ordenó la muerte de todos los miembros de las familias de los dos senadores, incluidos sus esclavos, pero cuando los ejecutores descubrieron a Marcia, asombrados por su belleza, decidieron enviarla a Cómodo para que formara parte de sus concubinas. Hábil, además de bella, y astuta, la muchachita no tardó en ascender entre sus compañeras de concubinato, convirtiéndose muy pronto en la amante de Cómodo y, con sus consejos, controlar en la práctica la política imperial.
Cuando Marcia contaba con dicienueve años alcanzó el trono papal Victor I (189-198). Este papa, el primero que adoptó el rol de monarca universal, que armó una muy hermosa tratando de imponer en toda la cristiandad la misma fecha para la celebración de la Pascua, fue también el primero que tuvo relación directa con la casa imperial. Y Marcia no tardó en hacerse su amante. Gracias a ella, el emperador ordenó la liberación de un número importante de cristianos condenados a trabajos forzados.
Pero el emperador, que había alcanzado su cargo a los diecinueve años, estaba sufriendo una paranoia que cada vez se acentuaba más y más y que lo empujaba a llevar a cabo toda clase de excentricidades, al tiempo que organizaba una fuerte represión de todos los que consideraba sus enemigos. Al principio, Marcia pudo conseguir cierta moderación en la conducta de su amante. Pero llegó el momento en que el amante se tornó incontrolable y ni Marcia ni nadie podía contener sus impulsos, cada día más aviesos y criminales.
Se organizó entonces una nueva conspiración y, formando parte de ella, Marcia envenenó la comida de Cómodo. Pero éste vomitó el veneno y sin sospechar de su amante, fue a darse un baño. Allí, siguiendo la indicaciones de Marcia, lo estranguló el liberto Narciso, que, al parecer, era también amante de la hermosísima muchacha. 
Algún tiempo después, Marcia fue igualmente asesinada por orden del emperador Didio Juliano, que ocupó el cargo desde el 28 de marzo del 193 a 1 de junio del mismo año.

Fuentes: 
Historia de la vida privada. Tomo I
Los papas y el sexo. Eric Frattini
Historia de los papas.- Laboa
Historia oculta de los papas. Javier García Blanco

jueves, 27 de mayo de 2021

LA JOYA DE ÁFRICA


Al día de hoy, mayo de 2021, África sigue siendo un continente mártir, en especial el inmenso territorio subsahariano. El martirio arrancó allá por el siglo XV cuando dio comienzo la esclavitud, siguió con la colonización europea y se mantiene actualmente con la explotación de sus tierras y de sus mares. Las víctimas son, en general, los hombres y mujeres negros, y los verdugos, el hombre blanco de Europa, el norteamericano y, desde no hace mucho, también el amarillo, procedente de China, cada vez más involucrada en la obtención de las llamadas tierras raras.
En Europa y en España en particular una masa importante de la población rechaza a los inmigrantes que llegan de este continente jugándose la vida, que muchos de ellos pierden, en el Mediterráneo, en barquichuelas poco más que de juguete. No son pocos aquí los que aúllan que vienen a quitarnos el trabajo y el pan. Un conocido fascista que vomita su bilis desde su emisora de radio particular, montada gracias a la colaboración del PP, grita: "que trabajen en sus países, como hemos trabajado nosotros para conseguir lo que tenemos." Él de entrada, aparte de estos vómitos y de algunos libros igual de vomitivos, trabajar, lo que se dice trabajar, no ha trabajado jamás. En cualquier caso y aparte fascistas, que vuelven a estar en auge, nadie o casi nadie está dispuesto a echar una mirada y comprobar con sus propios ojos lo que ha pasado y lo que está pasando ahora mismo en ese continente. Por ejemplo, cómo les enviamos sin ningún control toda nuestra basura electrónica.

O cómo nos apropiamos de su oro, utilizando para su extracción hasta a niños y adolescentes, por supuesto, sin las más mínimas medidas de seguridad.

Históricamente, España, junto con Portugal, que lo inició, fue uno de los grandes países en el comercio de esclavos. Sí, sí, la católica España, aunque la Iglesia no ha condenado jamás la esclavitud, todo lo contrario, véanse las epístolas de San Pablo. A ambos países se unió muy pronto Inglaterra. Este comercio se prolongó oficialmente desde finales del siglo XV hasta el primer tercio del XIX, en que al final fue prohibido, aunque el trasiego de barcos desde África a América se prolongó más allá de la mitad del siglo.
Pero a poco de finalizar la esclavitud, se inició la colonización. En 1885, en la conferencia de Berlín, los países europeos, principalmente Alemania, Francia e Inglaterra se repartieron el continente africano a su capricho, como si allí no habitara nadie y a nadie pertenecieran sus tierras.
Uno de los territorios que entró en el lote de Alemania fue Ruanda, país que puede servir de ejemplo de lo que, en punto a sufrimiento para el continente, supuso este reparto.
Ruanda se encuentra en la región de los grandes lagos. Cuando los alemanes llegaron el territorio estaba ocupado por los pigmeos, los tutsi y los hutus. Desde el siglo XI hasta el XIX los tres grupos habían convivido sin apenas conflictos entre ellos, bajo una monarquía de carácter feudal. A pesar de que los tutsis constituían aproximadamente el 15% de la población, ocupaban el trono y los puestos más elevados de la administración, aunque apenas había diferencias económicas entre unos y otros: los pigmeos vivían de la recolección y de la caza; los tutsis eran ganaderos y los hutus agricultores. Además del territorio, los tres grupos compartían las costumbres y la lengua.


Alemania perdió el dominio de sus colonias africanas tras la primera guerra mundial, pero ello no supuso la liberación de los territorios. En 1923, la Sociedad de Naciones, antecedente de la ONU, entregó la administración de Ruanda a Bélgica. No pudieron encontrar un verdugo mejor preparado. Los belgas, que habían heredado del genocida Leopoldo II el gran país del Congo, con sus inmensas riquezas, no tenían demasiado interés en un territorio más bien pobre, de manera que decidieron no tocar de momento la administración local. Lo que hicieron fue llamar a los Padres Blancos, misioneros católicos, para que evangelizaran el país, convencidos de que, si conseguían implantar el catolicismo, la administración colonial resultaría mucho más fácil.
(Desde hace bastante tiempo me he preguntado qué derecho le asiste a la Iglesia Católica para entrometerse en las creencias, costumbres y moral de un país, de un pueblo. Pero esta es otra historia que habrá que tratar con el cuidado que requiere)
El caso es que, para esas fechas y después de tantos siglos de convivencia, entre tutsis y hutus apenas existían diferencias morfológicas; el concepto de etnia como tal había desaparecido y socialmente los grupos se organizaban en clanes.
Desde los tiempos más antiguos, cuando han llegado a un país o a un nuevo territorio, los misioneros han tratado antes de nada de convertir al rey o al jefe del lugar, sabedores de que, convertido éste, el pueblo sobre el que ejercía su autoridad le seguiría como un solo hombre. Y eso mismo hicieron también en Ruanda los Padres Blancos. Pero pincharon en hueso, pues Musanga, el rey tutsi del momento, se negó a aceptar el catolicismo. 
Terrible decisión, porque para entonces los administradores belgas, basándose en la pseudociencia de la época, se empeñaron en resucitar las etnias y hasta se atrevieron a afirmar sin el menor fundamento que los tutsis eran camitas procedentes del Nilo, que habían llegado al país buscando pastos para sus ganados y que, tradicionalmente belicosos, habían conseguido imponerse a los pigmeos y a los hutus.
Enarbolando este argumento y ante el rechazo del rey, los Padres Blancos iniciaron una campaña de desprestigio de los tutsis que no tardó en despertar en los hutus apetencias de poder que hasta aquel momento no habían experimentado. El rey Musanga fue depuesto en 1931. En 1933 los belgas cometieron la barbaridad de crear un carnet de identidad en el que figura la etnia. Por entonces se estaban produciendo ya conversiones masivas, principalmente entre los hutus y en muy poco tiempo el catolicismo sustituyó al dios local Imana, que hasta entonces había sido un elemento de enorme importancia en la cohesión social. En 1950 Ruanda fue consagrada a Cristo Rey, recibiendo por parte de los Padres el apelativo de La joya de África. Se había convertido en el país más católico del continente.
Entonces empezaron los problemas. Sintiéndose cada día más incómodos con el dominio tutsi, los hutus iniciaron, tímidos al principio, movimientos de protesta. En 1957, el entonces nuncio apostólico André Perradín animó a su secretario, el hutu Gregoire Kayabinda a que publicara el Manifiesto Bahutu y a que creara el Movimiento Social Muhutu, de cáracter católico. Este Movimiento daría lugar a la creación del Partido del Movimiento de Emancipación de Hutus, que proclamó con éxito el enfrentamiento racial.
Kayabinda se convirtió en presidente del país, tras desalojar a los tutsis, decenas de miles de los cuales fueron obligados a huir, encontrando refugio en Uganda. Con ocasión de la Cuaresma, el señor nuncio Perradín publicó una carta pastoral en la que mostraba toda la hipocresía de que es capaz de desplegar la jerarquía católica. Tras extenderse ampliamente sobre la caridad, se refiere a las razas que existen en el país y a cómo existen entre ella diferencias políticas económicas y sociales que estaban produciendo enfrentamientos. Tras esta mención claramente racista, el buen señor tiene la desfachatez de pedir un esfuerzo para lograr la concordia entre todos, concordia que los belgas junto a los Padres Blancos se habían encargado de arruinar.
En 1962 el país consiguió la independencia. Un año más tarde se produjo una primera masacre de tutsis, dirigida por las muy católicas autoridades. En 1973, mediante un golpe de Estado, el general Juvenal Habyarimana, hutu, se hace con el poder. Entre esta año y 1986, los tutsis de Uganda crean el Frente Patriótico Ruandés (FPR), al mando de Paul Kagamé. Este frente inicia en 1993 una ofensiva sobre Ruanda que no pasa de la frontera. El clima es cada vez más peligroso para tutsis que siguen en el país.
En abril de 1994 estalla al fin la tragedia. Milicias hutus, con el apoyo de las fuerzas armadas, inician una matanza sistemática de tutsis que se prologa hasta julio, tres meses de horror durante los que son asesinados alrededor de 800.000 tutsis de las maneras más terribles y aberrantes que podamos imaginar. Aldeas enteras desaparecen del mapa con niños, mujeres, ancianos y hasta ganado. Todo ello en medio del silencio internacional, de Bélgica, de la ONU y, quizás, lo más sangrante: el silencio de todos y cada uno de los países africanos.
Hoy el país vive en paz. Un tutsi lo gobierna sin ánimo alguno de revancha: Paul Kagamé, dirigente del FPR. Pero todavía los Padres Blancos, que siguen en el territorio, tienen la cara dura de sostener que están trabajando por la reconciliación. Por supuesto, el Vaticano, bajo cuya aquiescencia se llevó a cabo todo el proceso y que, igualmente, se mantuvo también en silencio durante las matanzas, hace tiempo que se lavó las manos. 

Fuentes: 
El Genocidio de Ruanda.- Jesús Sordo Medina
Un pueblo traicionado.- Inda Malveru
Sobrevivir para contarlo.- Inmaculada Llibagiza
A la conquista de África con los Padres Blancos.- Emilio Galindo.
Le Monde Diplomatique.- Febrero 2016 y mayo 2021.
Fotografías: Internet

domingo, 16 de mayo de 2021

DE COMO CONOCI LA AUCTORITAS CRISTIANA

Durante algún tiempo fui monaguillo en la parroquia de san Pedro, tres o cuatro años. Por aquel entonces la parroquia estaba regida por don Julián Caballero Peñas, cuyo nombre figuró durante bastante tiempo en la relación de sacerdotes asesinados durante la guerra civil inscritos en unas lápidas colocadas en el trascoro de la catedral. Don Julián era un cura grandón. En su cara, de robustos mofletes encendidos y labios como la grana, destacaban sus gafas de miope, redondas, tipo culo de vaso, tras cuyas cristales brillaban sus ojillos siempre vigilantes. Lucía una hermosísima panza, cultivada, sin duda, a lo largo de muchos años de buena mesa, que le daba un aire bonachón, de no ser porque sus gestos eran siempre bruscos y hasta en muchas ocasiones desabridos. No obstante, su aspecto general era imponente en cualquier época del año, pero en invierno, cuando aparecía por las calles del barrio con su abrigo talar y su sombrero de teja, la cabeza siempre erguida y su mayestática zancada, parecía un señor feudal visitando a sus siervos. Los chiquillos corrían a besarle la mano y los adultos, mujeres y hombres, se apresuraban a cederle el paso, no fuera que se le ocurriese alzar la mano derecha, extender el dedo índice y enviarlos directamente al infierno.
Don Julián, no obstante, más que por su aspecto, fue famoso por las interminables pausas con que, durante la misa dominical, iniciaba sus homilías. "Queridos hermanos...", decía y guardaba casi un minuto de silencio, mirando fijamente a los concurrentes que, dicho sea de paso, abarrotaban el templo. "En el día...", y por los menos cuarenta y cinco segundos callado, "de hoy...", y otro pedazo de pausa. "El evangelio nos dice..." Y ya la pausa era más breve; hasta que se embalaba y continuaba quince o veinte minutos sin nuevas interrupciones y con una entonación y una cadencia, de ley es reconocerlo, mucho más que aceptable. Por supuesto, sin leer ni tener siquiera nota alguna delante.
En aquellos tiempos, sin duda con buen criterio, la gente acostumbraba a morir en su casa. Cuando la situación era ya irreversible y la agonía se aproximaba, algún familiar corría a la parroquia a avisar al párroco para que le llevara los últimos auxilios de la religión, el viático y también la extremaunción.
Al contrario que hoy que con las iglesias todo el día cerradas no se sabe dónde están los curas, entonces los templos estaban siempre abiertos y los párrocos no se alejaban de la parroquia, de mo que tan pronto como le llegaba el aviso se disponían de inmediato a atenderlo. Para los que lo hayan olvidado o por su juventud lo desconozcan, el viático era la comunión, y la extremaunción, la unción con óleos benditos en distintas partes del cuerpo del moribundo. Ambos se llevaban en procesión.
Yo no sé de dónde salían, pero cada vez que en la parroquia se recibía el aviso, en un momento había en la sacristía media docena de hombres dispuestos a cargar con grandes faroles para acompañar al sacerdote. Éste se revestía con los correspondientes ornamentos, cogía el copón con las hostias consagradas y la procesión se ponían en marcha. Yo, con mi sotana roja de monaguillo y mi roquete blanco, iba delante tocando la campanilla con aquel toque tan característico: tin/ tin-tin-lin-tin/tin/tin-tin-lin-tin.
Aquel día el aviso llegó poco antes de la misa de  ocho. Era invierno y había estado lloviendo durante toda la noche. Ya había amainado, pero había grandes charcos de agua en el pavimento. Teníamos que ir a la calle Carreteras, lo recuerdo muy bien. Aquella procesión era cosa seria y la gente que con ella se encontraba debía mostrar su respeto arrodillándose y los hombres, además, descubriéndose, si llevaban sombrero o boina. La suerte del que no lo hacía así dependía en muchos casos de dónde y cómo había vivido la guerra. Salimos de la iglesia por la puerta principal, entramos por la calle del Poyo y alcanzamos la plaza de la Almagra. Entonces se madrugaba y a aquella hora ya estaba funcionando el puesto de jeringos que se montaba frente a la farmacia de Villegas; el jeringuero, con su portentosa nariz de avaro y su abundante chepa empezaba a montarlo a las cinco de la mañana. Varios clientes formaban corro para aprovisionarse de las suculentas ruedas. Al lado del puesto había un charco enorme y ante él un hombre de unos sesenta y cinco años. En el puesto todos se arrodillaron al llegar la procesión, pero el hombre ante el charco se limitó a quitarse la boina y a inclinarse respetuosamente. Cuando don Julián llegó a su altura se detuvo, se giró y se quedó frente a él. "¡Arrodíllese!", gritó con su imponente vozarrón de tenor. "¡Arrodíllese ante el Hijo de Dios!" El hombre vaciló, retorció la boina entre las manos y, trabajosamente, pues no debía andar muy bien de las articulaciones, se dejó caer hasta que sus rodillas se sumergieron por completo en el agua. 


jueves, 13 de mayo de 2021

TABERNA SALINAS

 

               

          

                                       Taberna Salinas


    Recuerdo que tenía las sienes de caoba,

    recuerdo más: sus labios de ceniza, sus mejillas

    de cera y el brillo de los ojos

    como una flor de pétalos ardientes.

    Fueron sus manos grandes las que me conmovieron:

    eran manos de hombre convencido de serlo,

    manos para el consuelo y para la torpeza.

    La luz de una bombilla naufragaba en las sombras

    de la sala y el silencio –una aguja de vidrio–,

    penetraba impasible hasta el fondo del pecho.

    Luego, mientras cantaba,

    con el codo levemente apoyado

    en la vieja madera de la barra,

    mientras cantaba digo –sus voz de espinas rojas,

    el lamento desnudo que desgarraba el aire,

    el quejido inasible– mientras cantaba,

    yo descubrí que el tiempo no era el río que nos lleva

    ni el ácido implacable que abrasa nuestras células,

    sino una inmensa cúpula de mármol luminoso

    bajo la cual giraban perpetuas las estrellas.

    Hace ya… Yo era un muchacho entonces

    y el mundo siguió andando.

    El mundo, no hace falta decirlo,

    no se detiene nunca.

    El agua que ahora pasa sin fin bajo los puentes

    ya no es la misma agua.

    Todo se deshilacha, todo claudica y muere.

    Pero sé que en el valle adonde van

    las noches cuando las vence el día

    hay una que cruzó la línea de lo eterno,

    aquella que imborrable conservo en la memoria.


De: Mi patria 

Propiedad del autor.


lunes, 10 de mayo de 2021

ESCLARMONDE LA GRANDE

Desde el castillo de Montsegur (Francia), enclavado en la cumbre del monte Pog, la vista es sobrecogedora. Este es el país de la lengua de oc, el Languedoc, lengua en la que los trovadores ofrecían a su enamorada delicadas y aun sublimes endechas de un amor exquisitamente platónico, compuesto sobre todo de miradas, sonrisas, versos y canciones. Es también, junto con la Provenza, el país de los cátaros.
A los pies del castillo, que hoy conserva sólo los muros exteriores, abajo de un cortado de casi mil metros de altura, se contempla la pequeña población de Montsegur, de aspecto medieval y con no más de 120 habitantes. Más abajo aún, en medio de una espesura de un verde exuberante, se descubre el poderoso monasterio de Dame de Prouille, fundado por Domingo de Guzmán para acoger a mujeres cátaras que se habían convertido al catolicismo. Es también la cuna de la Orden Dominicana, fundada igualmente por el santo de Guzmán, los dominicos, nombre que no procede del de Domingo, sino que viene del latín domini canis, que significa perros de Dios, porque eso eran los dominicos, perros, pero perros de presa. Según cuenta su hagiografía, aquí también recibió Domingo la aparición de la Virgen María, quien le enseñó el rezo del rosario y le ordenó que lo difundiera entre la cristiandad. Y, por último, de aquí salió Domingo de Guzmán para encabezar junto a Arnoldo Amalrico, abad de Citeaux y al mercenario Simón de Monfort, la cruzada contra los cátaros y albigenses que en 1209 había decretado Inocencio III. Domingo de Guzmán fue el responsable de la muerte en la hoguera de centenares de herejes, así como de la quema de numerosos libros considerados heterodoxos.
El pintor Berruguete lo inmortalizó en dos célebres cuadros, en uno quemando los libros, en otro presidiendo un auto de fe. Sin duda fueron estos los méritos principales que inclinaron al papa Gregorio IX a canonizarlo en 1234.
Volviendo a Montsegur, al norte y nada menos que a 82 Km. se divisa en días claro Toulouse, al nordeste de la cual y a unos 40 Km. se sitúa Carcassonne, plaza fuerte y sede de la corte de los reyes visigodos, ciudad que sufrió duramente el ataque del ejército católico. Entre empinadas y escalofriantes cumbres se divisa Albi, población que dio a los cátaros el nombre de albigenses, porque en ella se congregaban numerosos de aquellos herejes
A unos 30 Km. de Montsegur, enclavada entre boscosos montes que la resguardan y protegen, se divisa perfectamente Foix, sede del condado del mismo nombre, en cuyo castillo nació en 1151 Esclarmonde de Foix, hija del cuarto de los condes y una de las mujeres más relevantes de la Edad Media, recordada en el país como Esclarmonde la Grande. El anatema que sufrió por parte del papa y el odio de Felipe IV, rey de Francia, así como la destrucción sistemática de los escritos cátaros, han hecho que al día de hoy no quede apenas noticia de ella.
Esclarmonde de Foix, cuyo nombre significa claridad del mundo, es conocida entre los historiadores que se han especializado en el tema cátaro (la mayoría de los demás no tiene ni idea de quien fue esta señora) como Esclaramonde la Mayor, para distinguirla de su biznieta, llamada también Esclarmonde de Foix, que fue reina de Mallorca por su matrimonio con Jaime II de Mallorca y, paradójicamente, si recordamos de quien descendía, acabaría subiendo a los altares como beata
En 1200, tras quedar viuda de Jourdan III, señor de L'Isle Jourdan, con quien tuvo 6 hijos, Esclaramonde se estableció en Pamiers, a unos 17 km. de Foix. Es esta una notable ciudad encajada en un cerro a orillas del río Ariège, que nace en las cumbres nevadas de Andorra, dotada incluso de catedral. En su castillo, residencia de Esclarmonde, se celebró la conocida como Conferencia de Pamiers, organizada por la castellana, en la que clérigos y teólogos católicos, encabezados por Domingo de Guzmán, debatieron con representantes del catarismo. Para entonces, el papa Alejandro III había desatado ya la primera persecución contra los herejes y el abad Henrich de Clairvaux, a quien encargó la dirección de la empresa, iba por el país ajusticiando cátaros en la hoguera. Esclaramonde preguntó a los católicos asistentes a la conferencia si creían que aquella persecución tenía algo de cristiano, a lo que Domingo de Guzmán muy enfadado y escandalizado de la presencia de la dama, replicó: "señora, usted debería de estar en su huso. En una reunión como esta nada tiene que hacer." Poco después terminó la conferencia sin ningún acuerdo, pues los católicos no habían acudido con el propósito de acordar otra cosa que no fuera la renuncia de los cátaros a sus creencias y su ingreso o reingreso en la Iglesia de Roma.
Mujer muy culta, Esclaramonde fundó escuelas y hogares para los necesitados y en 1204 recibió el "Consolamento", especie de ordenación sacerdotal mediante la cual entró a formar parte de los "puros" o "perfectos", esto es, los pastores encargados de la predicación y de la atención espiritual de los creyentes, ya que, a diferencia de los católicos, los cátaros aceptaban que la mujer pudiera recibir órdenes sagradas en pie de igualdad con el hombre. En el acto de su "ordenación", los nuevos perfectos formulaban el siguiente voto: "Prometo consagrarme A Dios y a su verdadero evangelio, no mentir nunca, no jurar nunca, nunca más tocar a una mujer (o a un hombre, según el sexo), no matar ningún animal, no comer carne y vivir solamente del fruto. Y prometo no traicionar nunca mi creencia." Se podrá estar o no de acuerdo con este voto, pero el caso es que lo cumplían. A rajatabla. No se puede decir lo mismo de los católicos con los suyos.
En 1207 accedió al papado el megalómeno y semidios Inocencio III. Como la persecución de Alejandro III no había dado todo el fruto que Roma esperaba, este papa, ambicioso y belicoso, proclamó una cruzada contra los cátaros. Inmediatamente tuvo el apoyo del rey de Francia Felipe IV, que ambicionada apoderarse del Languedoc y la Provenza, territorios entonces independientes del Estado francés. Se formó un enorme ejército y empezó la cacería. Sin Piedad. Como Cristo había ordenado a sus apóstoles. Ciudad tras ciudad fueron cayendo en poder de los católicos quienes pasaban a cuchillo o enviaban directamente a la hoguera a hombres, mujeres y niños considerados herejes. El rey francés había prometido a la hueste rico botín y el papa, la salvación eterna a todo el que se mantuviera en la lucha durante cuarenta días. Alrededor de quinientas mil personas, según los cálculos más restrictivos, perecieron en aquella verdadera tormenta del infierno que cruzó de punta a punta el país una y otra vez durante más de treinta años. Los católicos perseguían sobre todo a los puros, con objeto de descabezar la herejía, pero en su vesania no perdonaban a nadie. Incluso en más de una ocasión, Beziers, es el principal y más duro ejemplo, los cruzados mataron a la totalidad de los habitantes de una ciudad, sin comprobar si eran cátaros o católicos, con el argumento de que Dios reconocería a los suyos en la otra vida.
Al final sólo quedó Montsegur. Castillo inexpugnable, en él se refugiaron los puros, entre ellos Esclarmonde, dispuestos a resistir el tiempo que fuera necesario. Y resistieron todavía cinco años más, hasta que en la madrugada del Domingo de Ramos de 1244, unos pastores a los que habían sobornado les mostraron a los sitiadores una senda por la que era posible llegar casi hasta las almenas. Poco después cayó el castillo y aquel mismo día en el Campo de la Pira, nombre que recibió entonces el espacio y conserva hasta el día de hoy, transidos de pura caridad cristiana, los católicos quemaron a doscientas cinco personas. Otras cuatrocientas fueron trasladadas a Carcassonne, donde no tardarían en morir víctimas de los malos tratos y de la insalubridad de las mazmorras a las que fueron arrojadas. Qué mejor forma por parte de los católicos de iniciar la Semana Santa con el recuerdo de la muerte y resurrección de Cristo. Aquel día debió perecer también la hoguera Esclaramonde, aunque no quedó constancia del nombre de los condenados.
Los cátaros tenían muchas creencias singulares, pero hay una especialmente poética: creían que tras la muerte el alma viajaba de estrella en estrella hasta fundirse enteramente con la divinidad. 

Fuentes principales:
Cruzada contra el Grial.- Otto Rahn
La Corte de Lucifer.- Otto Rahn
Los Cátaros.- Paul Laval
Historia de los papas.- Juan María Laboa
Historia concordada de los Concilios ecuménicos.- José Delgado
Las grandes herejías de la Europa cristiana.- Emilio Mitre
 

 

jueves, 6 de mayo de 2021

EL EDICTO DE FE

 Siempre hubo historiadores, no sólo eclesiásticos, que han tratado de minimizar el peso y las actividades de la Santa Inquisición, pero desde hace algunas décadas tal forma de endulzar, cuando no de falsear la historia, se ha convertido en una verdadera plaga. En las facultades de historia de nuestras universidades la Santa Inquisición (no es broma, este es su nombre) ha perdido el más mínimo atisbo de virulencia que hubiera podido tener; con no sé qué miserable ánimo los profesores, salvo honrosas excepciones, inculcan en sus alumnos que si hubo víctimas éstas no fueron tantas, que la tortura no era tan corriente ni, mucho menos, tan exhaustiva y exagerada como algunos "hipercríticos" habían sostenido hasta ahora y que, en todo caso, se practicaba con mayor virulencia por parte del Estado. Incluso cuando Juan Pablo II pidió perdón por la existencia de esta institución, que sigue existiendo, invocó como excusa el espíritu de aquel tiempo.
Tal actitud tanto por parte de los historiadores como por parte del papa no deja de ser una falacia y una hipocresía, que si son entendibles en el papa, no hay manera de entenderlas en los historiadores. Y es que tanto éstos como el pontífice, como no pocos aficionados que salen hoy con sus burdas opiniones en las redes sociales olvida, en primer lugar, que el cristianismo, tal y como hoy mismo jerarquía y clero en general se encargan de pregonar, es, por encima de cualquier otra cosa, la religión del amor, que Cristo exigía amar incluso a los enemigos.
No obstante, obviando esta observación fundamental, no se trata sólo de discutir acerca del número más o menos exagerado de víctimas; incluso, en principio, tampoco de la tortura; de lo que se trata es de la organización completa y exacta de la institución, de sus procedimientos y de su penetración en la sociedad de su tiempo, un conjunto de hechos que convirtieron al país entero en una enorme cloaca en la que convivían el secretismo, las delaciones anónimas, la sospecha, el temor incluso del vecino, debido a que se había institucionalizado el espionaje entre unos y otros. Lo que propició este lamentable estado, cuyas secuelas llegan hasta la actualidad (¿ustedes han observado lo que nos cuesta a los españoles dar nuestro nombre y presentarnos ante los demás? Podemos vivir veinte o treinta años en un bloque de viviendas y no conocemos a nuestros vecinos, a veces, ni su nombre.)Lo que propició este lamentable estado no fue ni mucho menos la tortura, tampoco las hogueras, sino actividades como la del llamado EDICTO DE FE, un procedimiento que jamás practicó el Estado y que sólo podía ocurrírsele a una institución verdaderamente sádica y aún criminal, regida por verdaderos criminales.
¿Pero en qué consistía este Edicto de Fe? En una de las bellaquerías más ignominiosas de la Santa Inquisición, que la mayoría de los historiadores ignora: en la obsesiva persecución de herejes que la dominaba, delegados de la institución, generalmente dominicos, iban de pueblo en pueblo. Por delante, con tres o cuatro días de antelación, enviaban a un propio con el citado Edicto que, junto con el anuncio de la llegada de los inquisidores, hacía público en el pueblo; en él se exigía a los vecinos la obligación de denunciar a aquel o aquellos de sus paisanos de los que tuvieran aunque sólo fuese una mínima sospecha de que pudieran ser hereje. Como era práctica habitual en la Institución, el denunciante mantendría en todo caso el anonimato. El Edicto detallaba igualmente las consecuencias que recaerían para todo el que conociendo a un hereje reusara denunciarlo.
No es difícil imaginar el ambiente que se creaba en los pueblos, a veces simples aldeas con no más de una docena de casas, con la lectura pública del documento. El terror, más que el temor, se apoderaba del vecindario, de modo que cuando llegaban los inquisidores las denuncias llenaban su mesa de trabajo, muchas, si no la mayoría, falsas o atendiendo sólo a indicios carentes del más mínimo fundamento; otras por envidia o con el propósito de vengar una ofensa, real o imaginaria; otra para dejar fuera de combate a un competidor en alguna profesión o negocio; no pocas también con la intención de apoderarse de alguna propiedad del denunciado, ignorando el denunciante que los bienes de los condenados eran incautados en su totalidad por los Inquisidores.
Porque esta es otra por la que los historiadores pasan de puntillas: desde muy pronto la Inquisición no tuvo otros ingresos que los obtenidos con la incautación de los bienes de los condenados; sólo con ellos mantenía su maquinaria la cristiana organización, de manera que ya podemos imaginar la clase de causas que se montaban y comprender por qué eran tan pocos encausados los que quedaban libres y exonerados de toda culpa. Los presos, además, debían correr con los gastos de su manutención en las cárceles inquisitoriales, ¡hasta pagaban la leña de la hoguera en la que eran quemados! ¡Ahora que sigan los historiadores contando su milonga de que la existencia de la Inquisición no fue tan grave como se ha contado o que, en el colmo del cinismo, se trata de una exageración incluida en la "Leyenda negra" inventada contra España.
Bien, pronto hablaremos de esa "Leyenda negra", pero volviendo al Edicto de Fe, lo primero que hacían los inquisidores era analizar las denuncias, desechando las más groseras, las que clarísimamente se veía que carecían de fundamento. Inmediatamente, comenzaban los arrestos y los interrogatorios, con sus sesiones de tortura si el acusado no confesaba a la primera. De todos modos, los inquisidores no se conformaban con la mera confesión, sino que, una vez obtenida ésta, se le exigía al para entonces reo una relación de sus cómplices y, bajo tortura, el detenido acababa dando unos cuantos de nombres de sus paisanos, tuvieran o no que ver con su caso. De este modo, pocos eran los que en el pueblo se libraban de, como mínimo, pasar por el interrogatorio inquisitorial.
Pero esto forma parte ya del proceso, actividad que trataremos de forma expresa en una próxima entrada.

Fuentes principales:
Historia secreta de la Iglesia Católica en España.- César Vidal
Historia de la Iglesia, tomo II.- Llorca y Villoslada
La edad de la penumbra.- Nixley
La España de las herejes, fanáticos y exaltados.- Fernández-Mayoralas
La Inquisición española.- Kamen

domingo, 2 de mayo de 2021

INMACULATA

 Sostenía San Ambrosio (340-397), arzobispo de Milán y uno de los más fieros opositores del paganismo, que la Iglesia Católica es "ex inmaculatis inmaculata", esto es: una institución intrínsecamente santa, aunque esté constituida por hombres todos ellos pecadores.
Por su parte, Tomás de Aquino, doctor de la Iglesia y a juicio de muchos uno de los pensadores más brillantes de la historia, afirmaba sin troncharse de risa ni nada que "omne verum, a procumque dicatur, a Spiritu Sanctu est", o lo que es lo mismo, en sencillo castellano, que toda verdad, la diga quien la diga, procede del Espíritu Santo.
Ambas afirmaciones se refieren a la Iglesia y constituyen dos simples ejemplos del enorme complejo de superioridad que sufren en general los pensadores eclesiásticos, la poca, por no decir ninguna, humildad que muestran y el fenomenal conjunto de falacias que ofrece su pensamiento.
La afirmación del patrón de las universidades, más bien ocurrencia, ya que su demostración resulta imposible, encierra en el fondo la idea tan perversa como soberbia de que la verdad se encuentra sólo en la Iglesia, pues a quién sino a un católico se la va a comunicar el Espíritu Santo, y, por tanto, fuera de la Iglesia no hay salvación.
Ahora, la afirmación del arzobispo de Milán tiene bemoles. ¿Porque acaso una organización, sea del tipo que sea, tiene vida propia al margen de quienes la componen? ¿Es que las organizaciones, incluida la Iglesia Católica, no consisten precisamente en el conjunto de sus miembros? O dicho de otro modo: ¿es concebible la existencia de una organización sin miembro alguno adscrito a ella? Naturalmente que no. ¿Entonces, cómo puede una organización ser santa o pacifista, o revolucionaria o practicante de la pesca o del dominó sin miembros o socios que la compongan y sin tener en cuenta el carácter o las aficiones de éstos? La afirmación de San Ambrosio es, en primer lugar, absurda, pues el mero sentido común nos dice que no puede existir una organización sin socios y que tal organización será lo que sean estos en su conjunto.
Pero la afirmación del señor arzobispo va mucho más allá y en ese recorrido encierra un cinismo propio sólo de un obcecado, por no decir de un fanático, pues lo que en el fondo viene a sostener San Ambrosio es que una organización formada por criminales, por ejemplo, puede ser una organización pacífica y aún pacifista y hasta beatífica. De este modo, Ambrosio sostiene realmente que los papas, los cardenales, los obispos, los sacerdotes, por incluir sólo a los miembros principales y directores de la Iglesia, puede ser ladrones (los ha habido y los hay), puteros (los ha habido y los hay) asesinos (los ha habido y los hay), pederastas (los ha habido y los hay), etc. etc. que tales comportamientos no afectan lo mas mínimo a la organización.
Un papa, pongamos por caso, olvidando las enseñanzas del Maestro incluidas en los evangelios, puede instituir la Inquisición y que luego una legión de clérigos se dedique a torturar y a quemar a la gente por delitos de opinión, que en esto nada tiene que ver la institución en si. El conjunto del episcopado de un país puede pactar con el fascismo y apoyar un golpe de Estado que da lugar a una guerra en la que se produce un millón de muertos y, qué va, hombre, esto tampoco afecta en nada a la institución, que sigue siendo santa, santísima, inmaculada, vamos.
Cuando en España también los señores obispos se apoderan de miles de bienes inmuebles que jamás fueron suyos, sino públicos, es decir, del conjunto de los españoles, amparándose en una ley manifiestamente ilegítima, no podemos decir que la Iglesia se incauta de bienes ajenos, porque la Iglesia es santa, toda vez que no es ella la que se incauta, sino los señores obispos.
Cuando una ciudad como Córdoba la infestan de procesiones, con más de 250 al año, aparte las de Semana Santa (bendita pandemia, dirán algunos, que nos permite descansar de semejante avalancha) no es la Iglesia la que lleva a cabo esta proeza, claro que no, es el señor obispo y las distintas hermandades o cofradías.
La desvergüenza no sólo intelectual de los padres de la Iglesia, que pasan por auténticas eminencias teológicas y filosóficas, no puede ser mayor. Pero no debemos preocuparnos, porque tal desvergüenza no afecta para nada a la institución, sólo a sus miembros.