viernes, 27 de enero de 2023

EL MÉRITO DE MATAR

 

"Quien dice: 'si no piensas como yo te excomulgaré', acabará diciendo: 'piensa como yo o te mataré.'
                                              Voltaire

El quinto mandamiento de la ley de Dios, que la Iglesia Católica hizo suyos, dice: No matarás. Son únicamente dos palabras, que encierran una prohibición taxativa, sin distingos ni excepciones más o menos justificadas: No matarás. Punto. Ni siquiera señala a los seres humanos como únicas víctimas del posible incumplimiento de la prohibición, sino que, ateniéndonos a esas dos escuetas palabras, la prohibición de matar se extendería a todo ser viviente. No obstante, como quiera que en el mundo natural, al que el ser humano no deja de pertenecer, hay animales que imperiosamente necesitan matar para vivir y tales animales, según la creencia religiosa, han sido creados por el mismo Dios que instituyó los mandamientos y no es lógico ni esperable que Dios se contradiga, se entiende que la prohibición se refiere a matar unos seres humanos a otros seres también humanos. 
En cumplimiento de este mandamiento, al que el Jesús evangélico añadió aquello de poner la otra mejilla, los primeros cristianos fueron esencialmente pacifistas, de tal modo que tenían prohibido hasta formar parte del ejército, incluso en servicios auxiliares. Pero de qué valen prohibiciones y pacifismos cuando pasa el tiempo y lo que empezó casi miserablemente enarbolando una cruz con un hombre clavado en ella, crece, se desarrolla y decide emprender la subida hacia la cumbre del poder. Aquel primer pacifismo fue virando y virando hacia posiciones cada vez más alejadas de él, hasta terminar en el más puro belicismo. Tal viraje se inició aceptando el ingreso de los cristianos en el ejército, aunque sólo en servicios auxiliares, elección que era posible entonces; avanza cuando Constantino se hace con el poder imperial y no sólo legaliza, sino que apoya con fervor la religión cristiana y concluye cuando Teodosio prohíbe las diversas creencias paganas e instituye como única la religión de los seguidores de Cristo y de Pablo de Tarso, es decir, la religión católica, que es la que supo imponerse sobre el resto de los variados cristianismo que por entonces coexistían.
Ya a partir de Constantino no sólo se admitió la posibilidad de la guerra, o lo que es lo mismo, la posibilidad de matar organizadamente unos seres humanos a otros, con la participación de cristianos en dicha matanza, sino que incluso se llegó a exigirla, siendo Agustín de Hipona, el célebre San Agustín, su principal valedor. Este gran filósofo, teólogo y místico, según la ortodoxia católica, conocedor como nadie de los designios divinos, llega a decir textualmente que "hay guerras que se hacen por mandato divino, como las dirigidas contra herejes." El mismo Agustín pedía al emperador la intervención militar para poner fin al donatismo, herejía que afectaba, especialmente, al norte de África, donde el santo filósofo tenía su sede episcopal.
Naturalmente, el camino no fue en ningún momento recto, ¿qué camino lo es? Sin alejarse de la ortodoxia se siguieron sosteniendo posiciones pacifistas, de manera especial entre los cristianos orientales. Así, por ejemplo, San Basilio (329-379), denominado el Grande, doctor de la Iglesia, sostenía que "todo el que sea culpable de matar en guerra debe abstenerse de recibir la comunión durante tres años como prueba de arrepentimiento." No obstante, el belicismo entre los cristianos no dejó de acentuarse, de modo que tras la caída del Imperio romano y a medida que avanzaba la Edad Media el mundo cristiano se convirtió en un gran campo de batalla en el que señores feudales, reyes y hasta papas dirimían sus discrepancias casi exclusivamente con las armas. El pacifismo siguió existiendo, pero era cada vez más débil y minoritario. En el año mil, por ejemplo, un sínodo celebrado en Poitiers proclamaba la Paz Pública por Amor a Dios, estableciendo que en adelante las disputas se dirimirían por la justicia y no por la fuerza de las armas. Pero el cristianismo tenía ya la guerra tan introyectada que un acuerdo tan ambicioso como aquel ni siquiera se intentó cumplir en ningún sitio. Alguna mejor suerte tuvo la llamada Tregua de Dios acordada en el sínodo celebrado en Toulouse en 1041, que establecía la prohibición del uso de las armas de jueves a domingo y en determinadas épocas del año. Pero el belicismo siguió su marcha triunfal, hasta culminar poco después del sínodo de Toulouse citado en las Cruzadas, declaradas guerra santa por los papas, con tan importantes indulgencias otorgadas a los guerreros que quienes morían en el combate contra los musulmanes iban derechamente al cielo, así hubieran sido con anterioridad los golfos más golfos de su tiempo.
Para entonces, no sólo se había olvidado el quinto mandamiento, sino que, como se ve, matar se había convertido en un mérito, eso sí, siempre que se matara en defensa del catolicismo y de la Iglesia. Y ya no sólo en la guerra, sino también en la paz. Así, cualquiera que mostrara sus discrepancias con la Iglesia, es decir, porque esta es la realidad, contra la política y las directrices pontificias, era calificado rápidamente de hereje y, como tal, excomulgado. Y matar a un excomulgado, antes que pecado y antes de ir contra la ley civil, para la Iglesia era un acto de gran mérito ante los ojos de Dios. El papa Urbano II (1088-1099) pone de relieve el valor religioso y aun sacramental de quien mata a un hereje, "porque ese cristiano ejemplar", afirma, "le corta la cabeza a su hermano con las entrañas abrasadas de amor a la Santa Madre Iglesia"
Este ideario se extendió de tal modo que hasta en las universidades se enseñaba que "para los herejes obstinados es un beneficio que se les prive de la vida, porque cuanto más vivan más errores cometen y más se pervierten, con lo que su condena eterna es más grave todavía." Y no eran meras palabras. Cuando el obispo Godofredo Lucano le escribe al mismo Urbano II preguntándole qué penitencia debía imponer a quien mataba a un excomulgado, el papa le contesta: "no creo que eso sea homicidio", es decir, que según el papa, no es que no fuera pecado, es que tampoco era delito.
Nada menos que cinco siglos después, en el tiempo de la Contrarreforma, la doctrina católica sobre los herejes, antes de ablandarse, se había endurecido. Basta un solo ejemplo personal para comprobarlo, el del cardenal Roberto Belarmino (1542-1621) Nacido en la Toscana, Belarmino profesó como jesuita, fue catedrático en la entonces prestigiosa Universidad Católica de Lovaina, donde dio clases de filosofía, teología, matemáticas y astronomía. Fue inquisidor y, como tal, formó parte del tribunal que juzgó y condenó a la hoguera a Giordano Bruno. Escribió numerosos libros de apologética, un catecismo abreviado y otro explicado, así como diversos devocionarios.
Famoso fue su Controversias, en cuatro tomos, texto fundamentalmente teológico y jurídico. En el tomo tercero redacta una doctrina para laicos en la que el señor cardenal sostiene que las autoridades civiles no pueden permitir que cada uno piense y viva como quiera con tal de que se guarde el orden público. Eso es lo que sostenían los paganos, viene a decir. Por el contrario, según el cardenal Belarmino, y cito textualmente: "está fuera de discusión que el Estado no puede permitir jamás la libertad de creer", y más adelante: "los herejes, como reconocen todos, pueden ser excomulgados y, por tanto, también pueden ser matados. La experiencia nos enseña que no hay otra solución que la muerte del hereje. Porque la Iglesia ha ido avanzando paso a paso hasta llegar a esa conclusión inevitable... Y esto porque los herejes desafían la excomunión y dicen que es un rayo frío, cómo van a tener una multa cuando carecen del temor a Dios y del respeto a los hombres, y confían encontrar infieles que les crean para engañarlos: si los envían a la cárcel, o al destierro, contaminarán a cuantos tengan cerca con sus palabras y sus libros. Entonces sólo un remedio queda, enviarlos rápidamente al lugar adecuado. Esto es, la hoguera. Y don Belarmino concluye que la hoguera es un acto de caridad para el hereje, un alivio que se lo lleven de esta vida.
Qué lejos, pero qué lejos ha quedado por entonces aquel que murió crucificado, cuya cruz seguía el señor cardenal y sus colegas esgrimiendo como símbolo de amor. 
Pues a este caballero, que, en realidad, sostiene que el hereje no sólo es un disidente religioso, sino también un delincuente político, exactamente lo que fue el Jesús de los evangelios, fue canonizado por el papa Pío XI en 1930 y nombrado doctor de la Iglesia en 1931, fecha en la que la doctrina belicista y de exterminio del que no pensara lo que ordenaba la Iglesia seguía completamente en vigor. Y no es una elucubración: pudo verse cinco años después en España, con el apoyo de la jerarquía eclesiástica al golpe de Estado contra la República y a la guerra que se produjo como consecuencia del fracaso de éste. 
El milagro, como ya he dicho alguna vez en este blog, no es que la Iglesia perviva después de más de dos mil años, el milagro es que hayamos podido sacudirnos el firmísimo yugo al que ha tenido sometida a la humanidad occidental, aunque todavía tengamos que seguir soportando su inmenso poder económico y, como consecuencia del mismo, su influencia política.
Lo que me pregunto ahora es si se hablará de estas cosas, siquiera de pasada, en el ciclo de conferencias que el cabildo catedralicio de Córdoba ha organizado paralelamente a la exposición Cambio de Era. Córdoba en el Mediterráneo cristiano, que se está celebrando en la ciudad.

Fuentes:
El reino de Dios.- Manuel García Pelayo
Los círculos del poder.- Antonio Castro Zafra
Historia de las Cruzadas.- Stevens Runciman
La Iglesia y la cultura en Occidente.- Jacques Paul
Historia de los papas.- Juan María Laboa

Imágenes: Pinterest
Las negritas son de un servidor.

miércoles, 18 de enero de 2023

EL CASO PLATÓN

A la hora de establecer su pensamiento, los filósofos olvidan dos cuestiones previas que, quiéranlo o no, lo acepten o lo nieguen, condicionan toda su filosofía:
1.- Olvidan que un día fueron niños, incluso bebés, y que, por tanto, la base de todos sus conocimientos los fueron adquiriendo a través de los sentidos. De haber nacido sordos, ciegos, mudos y sin tacto no sólo no hubieran sido nunca filósofos, sino que hubieran vivido poco más que como vegetales.
2.- Olvidan el medio social en el que han crecido y se han desarrollado. Es muy difícil llegar a ser filósofo (me refiero a lo que se entiende convencionalmente por este término), habiendo nacido y crecido bajo el umbral de la pobreza.
Por el contrario, prácticamente la totalidad de los filósofos construyen sus sistemas o elaboran sus pensamientos como si siempre hubieran sido adultos y fuesen, además, observadores neutrales y, digamos, alejados o fuera y por encima del mundo del que tratan y de sus habitantes, seres etéreos y sin contaminar por el medio en el que crecieron.
La filosofía, que en los últimos tiempos viene sufriendo graves ataques por parte de las autoridades educativas, debería recuperar la importancia que indudablemente tiene, no sólo porque nos enseña a pensar, sino porque a través del pensamiento de los filósofos podemos conocer mejor y, en su caso, cuestionar el estado de nuestras sociedades. Pero debería enseñarse partiendo de la biografía de los distintos filósofos y destacando, porque es posible, la motivación real que tuvieron a la hora de desarrollar su pensamiento. Nadie, ni siquiera los eremitas, ni, por supuesto, yo, que estoy escribiendo esto, podemos vivir al margen de la influencia del mundo en el que nos ha tocado vivir, la familia, el grupo social, la ciudad, el clima, etc. 
Dicho esto que aunque suene a sermón, es esencial, al menos en mi opinión, vayamos con el caso Platón, cuya es la intención primera de esta entrada:
Fue Heráclito (544-484 a.C.) el primero en advertir y afirmar que todo cuanto existe vive en un perpetuo e irrefrenable movimiento, cambio o fluir. Tal descubrimiento, que, al menos desde entonces, cualquier observador medianamente atento puede corroborar, horrorizaba al propio Heráclito y ha venido horrorizando a un buen número de filósofos posteriores, pues según ellos, incluido Heráclito, si todo fluye, incluso nosotros mismos, es imposible obtener un conocimiento cierto de los objetos; todo lo más que logramos son vaguedades o meras opiniones que, necesariamente, serán distintas según cada observador.
Acuciado por este sentimiento de inestabilidad, Heráclito se esforzó en encontrar un sustrato, una base que sirviera de apoyo a ese cambio y le diera, por así decirlo, la estabilidad que le faltaba. En último término, creyó encontrarla en el logos, que para Heráclito no era otra cosa que Zeus, Dios, aunque su idea de Dios viene a ser la del todo en su continuo, eterno devenir.
Platón (404-347), considerado uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos, también tenía horror al cambio. Él sí da cuenta de su vida. Incluso explica cómo salió asqueado de la política, tras un corto periodo de dedicarse a ella, pero sin advertir de qué forma este hecho y no sólo él influyeron en la elaboración de lo más importante de su filosofía. Fue discípulo de Sócrates, el primero de los filósofos que sólo trató del hombre, porque, según dicen que decía, es el único de todos los seres con capacidad de ser sujetos de verdades y de valores. Sócrates fue un tipo raro, un parlanchín, dicho sin menosprecio alguno, porque no dejó nada escrito, sólo se dedicaba a hablar con otros hombres. En realidad, aparte de lo poco que contaron Aristóteles y Jenofonte, todo lo que sabemos de Sócrates es lo que de él escribió Platón, que, para colmo, pone en boca del maestro muchas de las ideas del discípulo. Es decir, que, como de Cristo, lo que es saber, saber, de Sócrates no sabemos nada, que es, según se cuenta, lo que él mismo decía que sabía: nada.
Platón tocó muchos palillos, desde los del amor a los de la política, pero en su búsqueda de un sustrato que diera unidad, sentido y base al fluir constante de las cosas fue mucho más allá que Heráclito, tanto que dejó bien asentado el edificio del idealismo. Resumiendo enormemente su pensamiento, podemos decir que Platón sostenía que todos los objetos que vemos en la realidad diaria no tienen existencia propia, o vida real, sino que son copias de modelos o Ideas, a las que también llamó Formas. Pero no las ideas que podemos tener en nuestra mente cuando se nos ocurre, por ejemplo, construir una mesa, volar en globo o escribir una novela, sino entidades, aunque invisibles, vivas, corpóreas y, al mismo tiempo, eternas e inmutables. En una palabra, que lo que nosotros vemos no son más que sombras proyectadas por la realidad verdadera, accesible no a través de los sentidos, sino del pensamiento. Esto suena descabellado, ¿verdad? Pero es así. Platón lo prueba con razones que han resultado y resultan convincentes para toda una legión de filósofos que han ido sucediéndose después de él.
Pero, y esto es lo importante: ¿De dónde viene ese horror al cambio? ¿Es cierto que ese fluir eterno impide el conocimiento de los objetos o existen otras razones para ese horror? Existen, ya lo creo que existen, aunque no suelen explicarse en las clases de filosofía ni siquiera en la Universidad. Heráclito nació y creció en el momento en que la organización tribal, comandada por poderosas aristocracias cuyo gobierno, aunque despótico, daba una gran estabilidad social, estaba siendo sustituida por la democracia que exigían los plebeyos, sobre todo, comerciantes enriquecidos. Heráclito era el heredero del rey que gobernaba Éfeso y, si bien renunció a su puesto en favor de su hermano, siempre defendió a la aristocracia. "El populacho", afirma, se llena el vientre como las bestias. Escogen por guías a los vates y las creencias populares, sin saber que los malos constituyen mayorías y sólo la minoría es buena."
¿Va quedando claro? Lo que Heráclito teme realmente no es que con el cambio constante, que es cierto, los objetos no puedan ser conocidos, sino perder su posición social y encontrarse de la noche a la mañana al mismo nivel que la plebe. Ni más ni menos. Y es ese temor, mamado desde su nacimiento, el que lo impulsa a buscar desesperadamente la fórmula para convencer a sus coetáneos de la bondad y la necesidad de la estabilidad. Aunque estuvo en el camino, la que encontró no fue tan potente como él mismo hubiera deseado.
Esta razón, este basamento, lo encontró, como se ha visto más arriba, Platón, o eso creyó él y, con él, todos los que con posterioridad han seguido sus pasos. La infancia de Platón transcurrió en un periodo aún más convulso que la de Heráclito. Cuando nació, en Atenas había caído el sistema tribal, se había instalado la democracia y la ciudad se encontraba en guerra contra Esparta, ciudad que seguía conservando prácticamente intacto el gobierno tribal. La guerra concluyó con la derrota de Atenas y el establecimiento del gobierno de las Treinta Tiranos. Para entonces, Platón tenía veinticuatro años. Era también de familia aristocrática. Su padre descendía de Cedrus, el último rey tribal de la ciudad, su madre estaba emparentada con el famoso legislador Solón y dos de sus tíos, Carmides y Critias, formaban parte de las Treinta Tiranos. El filósofo sufrió en carne propia todos aquellos cambios, que afectaron sus estatus de tal modo que tuvo que huir de Atenas. De ahí que no tardara en llegar a la conclusión de que todo cambio social significa decadencia, degeneración, corrupción, una conclusión a la que no había llegado Heráclito.
Toda la filosofía de Platón está encaminada a superar el cambio. Sin embargo, y esto es harto significativo, él, que lo ha perdido todo, no está completamente en contra de ese cambio, sino que, especialmente en el mundo de la política, está a su favor, siempre que dicho cambio sea para mejor. ¿Y qué cambio puede ser para mejor? Él que a él le viene bien, naturalmente, o, lo que es lo mismo, el que propugna, por ejemplo, en La República, cambio que una vez realizado se mantendrá estable por los siglos de los siglos. Su sistema de las Ideas o Formas invisibles, pero inmutables, tan profundamente conservadora, satisface plenamente esta exigencia de estabilidad y satisface, claro es, a todos aquellos que ocupan una posición social de privilegio, posición en la que se encuentran (véanse sus biografías) la mayoría de los filósofos que siguen al ateniense. Desde luego, satisfaría a todo el mundo si se pudiera probar de verdad la existencia de tales Ideas o Formas.
Platón, no hace falta decirlo, está con contra del materialismo, para él, como se ha visto, la materia carece de verdadera realidad. Pero está, sobre todo, en contra de la democracia, sistema político al que considera nefasto porque constituye la expresión más profunda del cambio en el mundo social y, además, continuo y, además, con participación activa de la plebe, pero, en realidad, porque ella fue la causante de la pérdida de su estatus, como puede leerse entre líneas en el texto en el que da cuenta de su vida.
De otro lado, en su sistema, sitúa al hombre aparte y en un escalón superior al resto de los seres vivientes. El modelo, la Idea o la Forma del que es copia el hombre (y cuando habla del hombre se refiere exclusivamente al hombre, al varón, los griegos, en general, despreciaban a las mujeres), está, por tanto, por encima del resto de las Ideas o Formas; es, digamos, la Idea de las Ideas; la Idea que engendra la totalidad de las Ideas que existen. Y ello por dos motivos, primero, porque el hombre es el único ser pensante de la creación y, segundo, porque tiene un alma inmortal, como explica con todo detalle en el FedónPrecisamente, es gracias al alma que, según Platón, tenemos ciertos conceptos espirituales o mentales que no preceden de la experiencia, sino que son innatos. Así, por ejemplo, el concepto de igualdad, al que dedica una buena parrafada en el mismo Fedón, o los de identidad, diferencia, oposición, unidad, número, par e impar, de los que da cuenta en el Teeteto, conceptos que para él constituyen la base a partir de la cual aprehendemos todos los demás conceptos que podemos desarrollar. 
¿Pura majadería? A ver, que levanten la mano aquellos o aquellas a los que desde su más tierna infancia su papá o su mamá no les haya enseñado cómo dos cosas son iguales o diferentes, cómo esto es una manzana y esto son dos peras, etc. etc. Pero los filósofos, empezando por Platón, le dan  a esto una prosopopeya que resulta difícilmente superable.
Aun así, el éxito de su filosofía es indudable, como prueba, no sólo la legión de seguidores, sino el hecho de que se conserven perfectamente sus textos, mientras se perdían los de la práctica totalidad de los filósofos griegos. A juicio del que esto escribe se debe fundamentalmente no a la potencia de su pensamiento, que de ella no cabe tener duda, sino a que le ofrece al poderoso una doble arma: la de la bondad de la estabilidad y, con ella, la defensa de su estatus, y, derivada de ésta, la de la resignación de los de abajo, quienes perderán todo anhelo de cambio confiando en que esta vida "irreal" dará paso a la vida verdadera, de paz, de estabilidad y de felicidad. No es extraño pues que para el cristianismo, especialmente el católico, sea el favorito de todos los filósofos paganos.
El que esto escribe es consciente de que del amplísimo campo y la variedad de temas que Platón abarcó el presente texto es sólo un resumen de lo principal de su filosofía, la teoría de las Ideas. Ahora bien, cuando  esta teoría se explica llanamente, haciendo aflorar su causas, sus contradicciones e insuficiencias, los seguidores del ateniense te dicen: No has entendido a Platón. El que esto escribe ni afirma ni niega, simplemente dice: Léanlo. Es fácil bajar de internet gratuitamente la totalidad de sus libros.

P.S.- Las negritas son de un servidor.
Las imágenes son de internet.


viernes, 6 de enero de 2023

EL EXPOLIO DE ÁFRICA

Víctor Hugo (1802-1885) dio la orden: "Id, pueblos! Dios ofrece África a Europa, tomadla." Sí, el gran escritor francés, que fue también político y, como se ve político depredador, más que conservador; el novelista, pero también poeta, autor de La contemplaciones, formidable poemario de más de diez mil versos, en el que, en la admiración de la naturaleza por parte del autor, no falta cierto tono místico; y de novelas tan excepcionales y llenas de compasión, como Nuestra Señora de París y Los Miserables, sobradamente conocidas.
¿Pero cómo había empezado todo? En 1482, navegando con su reluciente carabela, cuyo prototipo se había creado en Lisboa cuarenta años antes, el portugués Diogo Gáo observó que, tras cruzar la línea del ecuador, había desaparecido la estrella polar. Este hecho, que produjo una viva inquietud en la tripulación, hizo que, por un momento, Gáo estuviera a punto de dar la orden de virar en redondo y emprender el camino de regreso. Sin embargo, decidió seguir adelante y al poco alcanzó la formidable desembocadura del río Congo en el Atlántico. El mayor río de África tiene su nacimiento en el lago Bangweulo, en la actual Zambia y después de recorrer 4.700 Km., en su mayor parte por el antiguo Congo Belga, hoy República del Congo, rinde sus aguas en una amplia bahía, a la altura de la ciudad de Muanda, un poco más abajo del ecuador. Hasta 160 Km. aguas arriba el camino es espectacular, un profundo cañón que en algunos lugares llega a los 1.200 m. de profundidad.
Maravillado con la belleza del lugar y, valorando rápidamente las oportunidades que podía brindarle, Diogo desembarcó, ascendió a la cima del cañón y erigió una columna de piedra, coronada con una cruz de hierro y la siguiente leyenda: "En el año 6681 de la creación del mundo y 1452 del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, su majestad serenísima, excelentísima y poderosísima el rey Juan II de Portugal ordenó a Diogo Gáo, caballero de su casa real descubrir esta tierra y erigir esta columna de piedra."
Muy poco después daría comienzo el infame y sumamente lucrativo comercio de esclavos que, si en un principio, se dirigió a las plantaciones de café y a las minas de Brasil, territorio en poder de los portugueses, no tardaría en extenderse a Norteamérica y a América del Sur. El negocio, justificado miserablemente en la descabellada y, sobre todo, interesada idea de que al sur del desierto del Sahara, los africanos estaban más cerca de la animalidad que del ser humano, se prolongaría oficialmente hasta el primer tercio del siglo XIX en que fue siendo prohibido por los distintos países esclavistas, empezando por Inglaterra, que lo hizo en 1807.
Pero el expolio de África no terminó con la extracción y venta de sus hombres y mujeres. A Víctor Hugo se sumó casi a continuación el economista John Stuar Mill (1816-1873). Este caballero inglés, cuya imagen por si sóla causa espanto, afirmaba con rotundidad que "el despotismo es un modo legítimo para tratar con bárbaros, con tal de que el fin sea su mejora." Es decir, que aquello del fin y los medios no tenía sentido cuando se refería a personas que, según el civilizado y muy culto señor Stuar, se encontraban "atrasadas", viviendo medio desnudas y sin conocimiento alguno de la economía moderna, de modo que usted, europeo civilizador podía hartarlas literalmente de hostias y hasta de latigazos, porque su intención no era aprovecharse de ellas, sino educarlas.
Lo cierto, sin embargo, es que a finales del siglo XVIII se había iniciado la llamada revolución industrial y los países europeos, con Inglaterra a la cabeza, necesitaban materias primas y necesitaban ampliar los mercados, para que no se detuviera el proceso productivo. Fue de este modo que, obedeciendo al escritor francés y con la coartada que les proporcionaba el inglés, los países europeos sustituyeron el comercio de esclavos, que, en realidad, ya no era rentable, por la conquista, dominación y explotación del continente africano.
El proceso lo iniciaron los exploradores, seguidos muy de cerca por los misioneros católicos y cristianos de las distintas confesiones denominadas en general protestantes. El explorador abría camino; inmediatamente, el misionero, que a veces llegaba junto a aquél, trataba de convertir al jefe de la tribu o al rey del territorio, con la certeza, porque así se había hecho ya con los pueblos bárbaros en los primeros tiempos del cristianismo, de que a la conversión del jefe, sucedía de forma inmediata la de todos sus súbditos. Como en la antigüedad citada, no fueran pocas las ocasiones en que el jefe o el rey se convertían bajo la amenaza de los fusiles y las ametralladoras de los invasores, el rumor de cuyos pasos llegaba nítidamente a sus oídos. 
Hubo exploradores ingleses, franceses, italianos y hasta españoles, entre los que destaca Manuel Iradier (1854-1911), quién logró comprar para España la sumisión de los jefes de tribu de Rio Muni. Pero los más célebres de todo el gremio fueron, sin duda, el escocés Livingstone (1812-1873), quien fue al mismo tiempo explorador y misionero, aunque su primer propósito no fue otro que el de abrir rutas comerciales alternativas a las utilizadas por el comercio de esclavos, si bien no puede negarse su celo misionero. En estas estaba cuando, en 1886, tras haber sido el primer hombre blanco que cruzó el desierto del Kalahari, se perdió su rastro durante un viaje organizado para descubrir la posible relación entre el lago Tanganika, las cataratas Victoria y las fuentes del Nilo, de modo que el mundo lo dio por muerto.
A la misma altura de celebridad se encuentra el galés de nacimiento Henry Morton Stanley (1841-1904). Era hijo ilegítimo, motivo por el cual, tras una infancia difícil, con sólo 18 años logró cruzar el océano y llegar a Nueva Orleans, donde tuvo la suerte de ser apadrinado por Henry Hope Stanley, de quien tomó el apellido. Fue soldado y periodista. Viajó a África como reportero de la expedición inglesa contra el emperador de Abisinia. Era un tipo racista y violento. Con el entonces fabuloso presupuesto de mil dólares emprendió una expedición desde Zaldíbar con el propósito de conseguir alguna noticia del explorador perdido y tuvo el acierto o, más bien, la fortuna de encontrarlo en Ujiji, un antiguo poblado al oeste de Tasmania. "El doctor Livingstone, supongo", fue su saludo, frase que en muy poco tiempo se hizo famosa en todo el mundo.
Tras los exploradores llegó la apropiación del territorio. Portugal poseía de antiguo Angola y Mozambique, entre otros, pero en la invasión de entonces, Francia e Inglaterra se llevaron las mayores tajadas. Del Congo se apoderó a titulo personal el canalla Leopoldo II de Bélgica, aunque cuando le hubo sacado prácticamente todo el jugo que se le podía sacar por aquel entonces, produciendo más de diez millones de muertos, se lo transmitió al Estado belga. Italia se hizo con Libia. Alemania se apoderó de Camerún, Togo, Tanganica y África del Sudoeste. España consiguió los minúsculos territorios, comparativamente hablando de Río de Oro, Guinea, Ifni y el Sahara. El resto se lo repartieron Francia e Inglaterra.
Estas conquistas se fueron produciendo sin orden ni concierto, mediante el asentamiento de tropas en un lugar a partir del cual se iban adicionando territorios, rompiendo, más que fronteras, límites tradicionales, separando poblaciones que llevaban siglos conviviendo en el mismo espacio y aun enfrentando unas etnias con otras que hasta entonces habían convivido pacíficamente, como ocurrió en Ruanda con los Hutus y los Tutsi (véase la entrada La joya de África, publicada en este mismo blog.) Este sistema producía constantes roces entre las potencias europeas, por lo que, con el objetivo de ponerles fin, el canciller alemán Bismarck, que había conseguido recientemente la unificación de su  país, convocó en Berlín una conferencia internacional, que se prolongó del 15 de noviembre de 1884 al 26 de febrero de 1885. En ella se establecieron las fronteras definitivas entre unas conquistas y otras y se establecieron normas para solucionar pacíficamente los posibles conflictos.
Pero desde el momento mismo de la conquista ya se estaba llevando a cabo la expoliación de los distintos territorios, con el genocidio de poblaciones indígenas; con la semiesclavitud de otras, cuando no esclavitud completa; ante los ojos de los propios misioneros que jamás levantaron la voz en defensa de los africanos, más bien lo contrario, como ocurrió en Ruanda, porque se hacía para extender en un continente "salvaje" la maravillosa civilización cristiana y el progreso. 
Alemania perdió sus colonias tras su derrota en la Primera Guerra Mundial. Posteriormente, a partir de los años 60 del siglo pasado, los distintos territorios fueron consiguiendo la independencia, pero sólo nominal en la mayoría de ellos, porque las potencias salientes se encargaron de mantener la explotación mediante la instalación en el poder de gobiernos corruptos, enteramente vendidos a dichas potencias.

Fuentes: 
Martínez Cabrera.- África subsahariana
John Iliffe.- África. Historia de un continente
Emilio Galindo.- A la conquista de África con los padres blancos.
Adam Hoschschild.- El fantasma del rey Leopoldo

Imágenes: Internet