"Quien dice: 'si no piensas como yo te excomulgaré', acabará diciendo: 'piensa como yo o te mataré.'
Voltaire
El quinto mandamiento de la ley de Dios, que la Iglesia Católica hizo suyos, dice: No matarás. Son únicamente dos palabras, que encierran una prohibición taxativa, sin distingos ni excepciones más o menos justificadas: No matarás. Punto. Ni siquiera señala a los seres humanos como únicas víctimas del posible incumplimiento de la prohibición, sino que, ateniéndonos a esas dos escuetas palabras, la prohibición de matar se extendería a todo ser viviente. No obstante, como quiera que en el mundo natural, al que el ser humano no deja de pertenecer, hay animales que imperiosamente necesitan matar para vivir y tales animales, según la creencia religiosa, han sido creados por el mismo Dios que instituyó los mandamientos y no es lógico ni esperable que Dios se contradiga, se entiende que la prohibición se refiere a matar unos seres humanos a otros seres también humanos.
En cumplimiento de este mandamiento, al que el Jesús evangélico añadió aquello de poner la otra mejilla, los primeros cristianos fueron esencialmente pacifistas, de tal modo que tenían prohibido hasta formar parte del ejército, incluso en servicios auxiliares. Pero de qué valen prohibiciones y pacifismos cuando pasa el tiempo y lo que empezó casi miserablemente enarbolando una cruz con un hombre clavado en ella, crece, se desarrolla y decide emprender la subida hacia la cumbre del poder. Aquel primer pacifismo fue virando y virando hacia posiciones cada vez más alejadas de él, hasta terminar en el más puro belicismo. Tal viraje se inició aceptando el ingreso de los cristianos en el ejército, aunque sólo en servicios auxiliares, elección que era posible entonces; avanza cuando Constantino se hace con el poder imperial y no sólo legaliza, sino que apoya con fervor la religión cristiana y concluye cuando Teodosio prohíbe las diversas creencias paganas e instituye como única la religión de los seguidores de Cristo y de Pablo de Tarso, es decir, la religión católica, que es la que supo imponerse sobre el resto de los variados cristianismo que por entonces coexistían.
Ya a partir de Constantino no sólo se admitió la posibilidad de la guerra, o lo que es lo mismo, la posibilidad de matar organizadamente unos seres humanos a otros, con la participación de cristianos en dicha matanza, sino que incluso se llegó a exigirla, siendo Agustín de Hipona, el célebre San Agustín, su principal valedor. Este gran filósofo, teólogo y místico, según la ortodoxia católica, conocedor como nadie de los designios divinos, llega a decir textualmente que "hay guerras que se hacen por mandato divino, como las dirigidas contra herejes." El mismo Agustín pedía al emperador la intervención militar para poner fin al donatismo, herejía que afectaba, especialmente, al norte de África, donde el santo filósofo tenía su sede episcopal.
Naturalmente, el camino no fue en ningún momento recto, ¿qué camino lo es? Sin alejarse de la ortodoxia se siguieron sosteniendo posiciones pacifistas, de manera especial entre los cristianos orientales. Así, por ejemplo, San Basilio (329-379), denominado el Grande, doctor de la Iglesia, sostenía que "todo el que sea culpable de matar en guerra debe abstenerse de recibir la comunión durante tres años como prueba de arrepentimiento." No obstante, el belicismo entre los cristianos no dejó de acentuarse, de modo que tras la caída del Imperio romano y a medida que avanzaba la Edad Media el mundo cristiano se convirtió en un gran campo de batalla en el que señores feudales, reyes y hasta papas dirimían sus discrepancias casi exclusivamente con las armas. El pacifismo siguió existiendo, pero era cada vez más débil y minoritario. En el año mil, por ejemplo, un sínodo celebrado en Poitiers proclamaba la Paz Pública por Amor a Dios, estableciendo que en adelante las disputas se dirimirían por la justicia y no por la fuerza de las armas. Pero el cristianismo tenía ya la guerra tan introyectada que un acuerdo tan ambicioso como aquel ni siquiera se intentó cumplir en ningún sitio. Alguna mejor suerte tuvo la llamada Tregua de Dios acordada en el sínodo celebrado en Toulouse en 1041, que establecía la prohibición del uso de las armas de jueves a domingo y en determinadas épocas del año. Pero el belicismo siguió su marcha triunfal, hasta culminar poco después del sínodo de Toulouse citado en las Cruzadas, declaradas guerra santa por los papas, con tan importantes indulgencias otorgadas a los guerreros que quienes morían en el combate contra los musulmanes iban derechamente al cielo, así hubieran sido con anterioridad los golfos más golfos de su tiempo.
Para entonces, no sólo se había olvidado el quinto mandamiento, sino que, como se ve, matar se había convertido en un mérito, eso sí, siempre que se matara en defensa del catolicismo y de la Iglesia. Y ya no sólo en la guerra, sino también en la paz. Así, cualquiera que mostrara sus discrepancias con la Iglesia, es decir, porque esta es la realidad, contra la política y las directrices pontificias, era calificado rápidamente de hereje y, como tal, excomulgado. Y matar a un excomulgado, antes que pecado y antes de ir contra la ley civil, para la Iglesia era un acto de gran mérito ante los ojos de Dios. El papa Urbano II (1088-1099) pone de relieve el valor religioso y aun sacramental de quien mata a un hereje, "porque ese cristiano ejemplar", afirma, "le corta la cabeza a su hermano con las entrañas abrasadas de amor a la Santa Madre Iglesia"
Este ideario se extendió de tal modo que hasta en las universidades se enseñaba que "para los herejes obstinados es un beneficio que se les prive de la vida, porque cuanto más vivan más errores cometen y más se pervierten, con lo que su condena eterna es más grave todavía." Y no eran meras palabras. Cuando el obispo Godofredo Lucano le escribe al mismo Urbano II preguntándole qué penitencia debía imponer a quien mataba a un excomulgado, el papa le contesta: "no creo que eso sea homicidio", es decir, que según el papa, no es que no fuera pecado, es que tampoco era delito.
Nada menos que cinco siglos después, en el tiempo de la Contrarreforma, la doctrina católica sobre los herejes, antes de ablandarse, se había endurecido. Basta un solo ejemplo personal para comprobarlo, el del cardenal Roberto Belarmino (1542-1621) Nacido en la Toscana, Belarmino profesó como jesuita, fue catedrático en la entonces prestigiosa Universidad Católica de Lovaina, donde dio clases de filosofía, teología, matemáticas y astronomía. Fue inquisidor y, como tal, formó parte del tribunal que juzgó y condenó a la hoguera a Giordano Bruno. Escribió numerosos libros de apologética, un catecismo abreviado y otro explicado, así como diversos devocionarios.
Famoso fue su Controversias, en cuatro tomos, texto fundamentalmente teológico y jurídico. En el tomo tercero redacta una doctrina para laicos en la que el señor cardenal sostiene que las autoridades civiles no pueden permitir que cada uno piense y viva como quiera con tal de que se guarde el orden público. Eso es lo que sostenían los paganos, viene a decir. Por el contrario, según el cardenal Belarmino, y cito textualmente: "está fuera de discusión que el Estado no puede permitir jamás la libertad de creer", y más adelante: "los herejes, como reconocen todos, pueden ser excomulgados y, por tanto, también pueden ser matados. La experiencia nos enseña que no hay otra solución que la muerte del hereje. Porque la Iglesia ha ido avanzando paso a paso hasta llegar a esa conclusión inevitable... Y esto porque los herejes desafían la excomunión y dicen que es un rayo frío, cómo van a tener una multa cuando carecen del temor a Dios y del respeto a los hombres, y confían encontrar infieles que les crean para engañarlos: si los envían a la cárcel, o al destierro, contaminarán a cuantos tengan cerca con sus palabras y sus libros. Entonces sólo un remedio queda, enviarlos rápidamente al lugar adecuado. Esto es, la hoguera. Y don Belarmino concluye que la hoguera es un acto de caridad para el hereje, un alivio que se lo lleven de esta vida.
Qué lejos, pero qué lejos ha quedado por entonces aquel que murió crucificado, cuya cruz seguía el señor cardenal y sus colegas esgrimiendo como símbolo de amor.
Pues a este caballero, que, en realidad, sostiene que el hereje no sólo es un disidente religioso, sino también un delincuente político, exactamente lo que fue el Jesús de los evangelios, fue canonizado por el papa Pío XI en 1930 y nombrado doctor de la Iglesia en 1931, fecha en la que la doctrina belicista y de exterminio del que no pensara lo que ordenaba la Iglesia seguía completamente en vigor. Y no es una elucubración: pudo verse cinco años después en España, con el apoyo de la jerarquía eclesiástica al golpe de Estado contra la República y a la guerra que se produjo como consecuencia del fracaso de éste.
El milagro, como ya he dicho alguna vez en este blog, no es que la Iglesia perviva después de más de dos mil años, el milagro es que hayamos podido sacudirnos el firmísimo yugo al que ha tenido sometida a la humanidad occidental, aunque todavía tengamos que seguir soportando su inmenso poder económico y, como consecuencia del mismo, su influencia política.
Lo que me pregunto ahora es si se hablará de estas cosas, siquiera de pasada, en el ciclo de conferencias que el cabildo catedralicio de Córdoba ha organizado paralelamente a la exposición Cambio de Era. Córdoba en el Mediterráneo cristiano, que se está celebrando en la ciudad.
Fuentes:
El reino de Dios.- Manuel García Pelayo
Los círculos del poder.- Antonio Castro Zafra
Historia de las Cruzadas.- Stevens Runciman
La Iglesia y la cultura en Occidente.- Jacques Paul
Historia de los papas.- Juan María Laboa
Imágenes: Pinterest
Las negritas son de un servidor.