viernes, 22 de septiembre de 2023

EL ASUNTO DEL MAL

Fue el filósofo David Hume (1711-1776) el primero que situó el problema del mal en el lugar en el que debía situarse: Si todo lo existente es obra de Dios, vino a decir, y teniendo en cuenta que el mal existe, tiene una textura tan real y tan amplia como el bien, o Dios no es bueno o no es todopoderoso.
Parece mentira que hasta entonces a nadie se le hubiese ocurrido una formulación tan simple y tan exacta. En tiempos antiguos, Epicuro, o al menos a él se le atribuye, planteó su famosa paradoja o trilema, pero la fórmula de Hume es mucho más simple.
Aparte de Epicuro, hasta Hume, la filosofía y, por supuesto, la teología y, en general, la religión, habían seguido como burros de noria a San Agustín (354-430), que, siguiendo a su vez a filósofos orientales, como el confuciano chino Mencio (372-289 a.C.), negaba la existencia del mal.
Para el obispo de Hipona, todo era bueno y el mal era sólo carencia de bien. Con una poca de observación, a este argumento se le podía haber dado la vuelta fácilmente, diciendo que todo es malo y que el bien es sólo ausencia de mal. No sería ni más obtuso ni más inexacto que el del señor obispo. Pero nadie tuvo agallas para plantearlo, porque, para el creacionista, situar al mal por encima del bien sería convertir el mundo en un infierno y a Dios en un monstruoso tirano que nos priva de la más mínima esperanza de una vida si no feliz, al menos exenta de sufrimiento.
Sin embargo, lo de Hume, tan sencillo y tan veraz, es igualmente rechazado por los filósofos teístas o creacionistas, porque quieras que no también se lleva una buena tajada de la esperanza que mueve a estos filósofos. Así es que se dieron a elucubrar y a elucubrar hasta que encontraron una salida: Dios es omnipotente e infinitamente bueno, sostenían y siguen sosteniendo al día de hoy, todo lo hizo bien, tan bien que en tanto creó a los animales sujetos a su instinto, al hombre, su mejor obra, lo dotó de libertad, de modo que está en su mano hacer el bien o hacer el mal, escoger el bien o escoger el mal.
¿Son graciosos estos filósofos? Lo son, en primer lugar porque ya no rechazan el mal, sino que lo dejan al libre albedrío del ser humano. Pero son graciosos, sobre todo, porque su argumento no puede ser ni más soberbio ni, al mismo tiempo, más cutre. Son lo que se llama homocentristas, para ellos la creación que defienden está hecha por y a la medida del hombre, situando al hombre (estos filósofos nunca hablan de la mujer) en el centro de la creación.
Pero qué ocurre si hacemos abstracción del ser humano, si imaginamos el mundo sin ese hombre y también sin la mujer, ¿desaparece el mal? ¿Ya no hay mal alguno en el mundo? Pregúntele, amable lector o lectora a la gacela a cuyo cuello acaba de saltar el leopardo, o pregúntele a los millones de bacterias que tiene usted en su cuerpo tratando de devorarse unas a otras para sobrevivir.
El hecho de que para vivir sea imprescindible matar, el hecho de que la vida de unos se sostenga sobre la muerte de otros, es, se pongan como se pongan los filósofos teístas, un mal absoluto del que, de ser el creador, Dios es el único responsable o por impotencia o por maldad.

domingo, 17 de septiembre de 2023

ONCE Y TRECE

Con un robusto fraile carmelita
se confesaba un día una mocita
diciendo: -Yo me acuso, padre mío
de que con lujurioso desvarío
he profanado el sexto mandamiento
estando con un fraile amancebada,
pero yo de mi culpa me arrepiento
y espero por ello verme perdonada.
-¡Vágame Dios!, el confesor responde,
encendido de cólera. ¿Hasta dónde
ha de llegar el vicio en las mujeres
pues sacrílegos son ya son placeres?
Si con algún seglar trato tuviera,
no tanta culpa fuera,
mas, con un religioso... Diga, hermana:
¿qué encuentra en él su condición liviana?
La moza respondióle compungida:
-Padre, hombre alguno no hallaré en la vida
que tenga tal potencia:
sepa Su Reverencia
que mi fraile, después que me ha montado
trece veces al día, aún queda armado.
-¡Sopla! -dijo admirado el carmelita.
¡Buen provecho, hermanita!
De tal poder es propio tal desorden;
de once...sí... ya los tiene nuestra orden
cuando alguno se esfuerza,
¡pero de trece!... Jerónimo es por fuerza.

Este rijoso y desternillante poema no se debe a ningún erotómano o pornógrafo de nuestro tiempo, sino nada menos que a don Félix María Samaniego (1745-1801), sí, Samaniego, el escritor que ha pasado a la historia de la literatura como autor exclusivo de fábulas morales. 
La sociedad española del siglo XVIII, el de la instauración de los Borbones, era una sociedad de doble moral y Samaniego uno de su personajes más significativos. La Inquisición campaba aún por sus respetos, pero la vida estaba cambiando a toda prisa, una vida que en buena parte debía correr subterránea y clandestina, al alcance sólo, de momento, de algunos elegidos que no se curaban en saborear los buenos placeres.
No es el único poema de este tipo que escribió Samaniego. Tiene un libro precioso, El jardín de Venus, auténtica joya de la literatura erótico-jocosa. Son muy numerosos los poemas dedicados que tienen como protagonistas a frailes y a monjas. Yo traigo aquí este hoy principalmente por tal motivo, porque, entre otras cosas, pone de relieve, aun de un modo esperpéntico y exagerado, las costumbres y los vicios de los clérigos de la época, principalmente carmelitas, franciscanos y jerónimos. Estos últimos, sobre todo, y es cosa sabida, eran los grandes folgadores de la época, siempre con el hisopo dispuesto para echar las bendiciones que fuera menester. 
Con la que está cayendo actualmente no sobra, sino que viene bien aquello que nos pueda provocar una sonrisa.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

LA SALETTE

Con esto de las apariciones marianas, uno se pregunta, creo que con razón, por qué la Virgen María, tan pródiga en dejarse caer por el mundo, no se aparece nunca a un musulmán; a un hindú seguidor de Brahma o de Krisna; a un japonés entregado al tao o a un tibetano budista, incluso a un budista sin más, de los distintos grupos que, por ejemplo, existen en España. Uno se pregunta también por qué, puesta a aparecerse, lo hace siempre a niños de no mucha edad, medio analfabetos y en lugares alejados de las poblaciones. Por supuesto, la Virgen es muy dueña de hacer lo que le parezca, pero resulta raro, ¿no? A mí, por lo menos, me resulta tan raro como que los mensajes en sus apariciones sean siempre tan amenazadores. Es un poco como las sicofonías: usted, amable lector o lectora, ¿ha oído alguna vez una sicofonía en la que la supuesta voz grabada cuente un chascarrillo? Son todas terriblemente angustiosas.
Ahora bien, puesta la Virgen a amenazar, no nos ha regalado hasta la fecha con amenazas más duras ni más precisas que las de La Salette, aparición mariana no demasiado conocida, favorita de ese enorme pobretón católico que fue León Bloy (1846-1917), el hombre que mejor escribía de Francia, el más radical y el más panfletario. Escribía unos panfletos magníficos.
La Salette-Fallavoux es una pequeña población situada en los Alpes franceses, en el distrito de Grenoble. En 1946, apartada del caserío, se le apareció la Virgen a dos niños: Maximino y Melanie. Les entregó sendos mensajes, de palabra, por supuesto. El de Melanie contiene nada menos que treinta y tres profecías amenazadoras a cual más truculenta. Van dirigidas en buena parte contra los sacerdotes de la época que, al parecer, eran unos golfos y unos desalmados, pero van dirigidas también a la población en general, no sólo a los católicos. 
A título meramente de ejemplo, la tercera profecía dice textualmente: "Dios va a golpear de una manera sin ejemplo." y la cuarta: "Desdichados los habitantes de la tierra! Dios va a agotar su cólera y nadie podrá sustraerse a tantos males reunidos". Nadie, ni siquiera los masai o los pigmeos africanos, pobrecitos míos, que eran y son más buenos que el pan, a lo mejor porque nunca han oído hablar de la Virgen, ni de su Hijo ni del Padre de su Hijo. Las treinta y tres profecías, la mayoría bien largas, las memorizó Melanie palabra por palabra y, tal y como le había exigido la Virgen, no las hizo públicas hasta 1858.
Y la cosa es que, a pesar de la terribilidad y las evidentes exageraciones del mensaje, mucha gente la creyó; la prueba es que poco tiempo después se construyó un imponente santuario en el lugar de la aparición y se inició el fenómeno de las peregrinaciones, tan necesitados de consuelo andamos, un fenómeno que aunque no tan importante como los posteriores de Lourdes o Fátima, supone para la Iglesia un lucrativo negocio, tanto espiritual como económico.

Imágenes: internet


domingo, 10 de septiembre de 2023

NATURAL

La muerte es más natural y lógica que el nacimiento. Digan lo que digan los señores obispos y, en general, los catequistas, que siguen existiendo, nacer es totalmente azaroso. Imaginémoslo: millones de espermatozoides pugnando en una feroz carrera por alcanzar y fecundar un óvulo. Luego, después de nueve meses de incertidumbre en el vientre materno, el individuo que se formó de ese óvulo fecundado debe atravesar un lóbrego túnel al final del cual aparece una luz cegadora. Cómo será de difícil este paso y de qué modo nos deslumbrará esa luz que, aunque inconscientemente, lo conservamos en nuestra memoria, de modo que reaparece en el último momento de nuestra vida, cuando ya estamos prácticamente muertos. Hay muchas personas que no admiten la existencia de un final, con la desaparición completa del individuo; les repugna de tal modo este hecho que llegan a creer firmemente que ese final no es más que un paso hacia otra vida inextinguible. Les ocurre eso porque nunca se han parado a pensar lo que sería una vida sin muerte, una vida que no concluyera nunca, pero nunca, nunca. Detengámonos un momento y pensémoslo, veremos cómo esta idea es mucho más terrible y agotadora que la anterior.
Estas reflexiones se me ocurrieron hace unos días visitando el cementerio de la Salud, donde están enterrados los restos de mi hermana. Soy quince años mayor que mi mujer, de manera que, por ley de vida, lo más probable es que yo muera antes que ella. Se lo dije al salir del cementerio: "no me llores  cuando muera, que no hay nada más natural que la muerte. Llórame en vida. O, mejor, ríe y hazme reír ahora que me tienes a tu lado, carcajéate conmigo o carcajéate de mí, que ya voy estando hecho un carcamal, pero hazlo ahora, cuando yo todavía puedo verte y oírte.
"Cuando yo muera", añadí, no se te ocurra enterrarme aquí ni en ningún cementerio, rodeado de muertos. Manda que me incineren, esparce mis cenizas bien lejos y entierra con ellas la urna, donde ni tú puedas encontrarla después. Luego, sigue viviendo, llévame en la memoria, si lo deseas, pero en un rinconcito tan lejano que no te impida volver a vivir."


Imágenes: Internet

viernes, 8 de septiembre de 2023

LA INFALIBILIDAD PAPAL

El 29 de junio de 1868, mediante la bula Aeterni Patris, el papa Pío IX (1846-1878) convocaba un concilio cuyo comienzo se fijaba para el 8 de diciembre de 1869 en el Vaticano. La bula declaraba que el concilio se ocuparía de "examinar diligentemente todo lo que en estos difíciles tiempos sea mejor para la gloria de Dios, integridad de la fe, honor del culto divino y salud de las almas." Pero, en realidad, la convocatoria del concilio, conocido como Vaticano I, respondía exclusivamente al deseo del papa de conseguir la infalibilidad, para él y, por ende y al tratarse de un dogma, para todos sus antecesores y sucesores.
Cercado por las tropas que peleaban para conseguir la unidad de Italia y a punto de perder los llamados Estados Pontificios, Pío IX consideraba que tal declaración fortificaría el carisma y el poder que creía estar perdiendo sobre la grey católica, y de este modo se fortificaría también la Iglesia, amenazada, según el pontífice y no pocos intelectuales católicos, por el liberalismo y el socialismo, principalmente. 
El desarrollo del concilio no fue fácil para el pontífice. A la magna asamblea habían sido invitados los distintos cristianismos denominados protestantes y los ortodoxos orientales, pero todos se negaron a asistir. Entre los padres asistentes, la mitad, más o menos, estaba en contra de la infalibilidad, unos por parecerle ridícula la pretensión de Pío IX, otros por considerarla inoportuna, pero la insistencia papal, incluidas amenazas de excomuniones y anatemas, acabó dando el resultado apetecido, aunque no en el grado de asentimiento esperado y deseado por el pontífice. Así, de los 747 padres conciliares, 157 se fueron ausentando del concilio en medio de las discusiones teológicas. Posteriormente, el 18 de julio de 1870, día de la votación final, 55 no acudieron a la misma y se marcharon de Roma, de modo que el resultado definitivo fue el de 535 votos a favor y 2 en contra, resultado que 1870 años después de la aparición del cristianismo otorgaba a un hombre la imposibilidad de equivocarse, aunque, eso sí, sólo en determinadas materias y situaciones. 
Pero cómo había empezado todo. Del Jesús histórico no sabemos directamente nada, pues nada dejó él escrito. La mayoría de los historiadores y eruditos admiten su existencia real, aunque, ciertamente, una minoría la niega. Todo lo que sabemos de él es lo que nos cuentan los evangelios. Por tanto, a quien se cree en cuanto a sus dichos y a sus hechos no es a Jesús, sino a los evangelistas y uno se pregunta cómo pudieron éstos conocer, por ejemplo, lo que le ocurrió a Jesús en el desierto, si el Maestro se retiró solo y solo permaneció en él durante cuarenta días. O cómo pudieron conocer el padecimiento de Jesús en el huerto de Getsemaní, si, del mismo modo, el Maestro se alejó de los discípulos que lo acompañaban y, para colmo, éstos se quedaron durmiendo. 
Bien, pues no importa, el camino hacia la infalibilidad parte de citas evangélicas, la principal de las cuales es aquella en la que Jesús le dice a Pedro que es piedra y que sobre ella edificaría su Iglesia. Ya desde su aparición, el cristianismo católico, que fue el que se impondría a los diversos cristianismos surgidos tras la muerte de Jesús, tuvo vocación de institucionalización y de autocracia. Para ello necesitaban presentar una Iglesia intachable en todos los sentidos de la palabra. Y así, en una fecha tan temprana como el siglo II, Ireneo y Tertuliano, dos de los llamados Padres de la Iglesia, afirmaban sin cortarse un pelo que la Iglesia no podía equivocarse, porque estaba asistida por el Espíritu Santo.
El vacío de poder que se produjo tras la caída del imperio romano fue ocupado inmediatamente por la Iglesia, con su obispo romano al frente, quien aprovechó la situación para conseguir la supremacía sobre las sedes patriarcales de Alejandría y de Antioquía, que se oponían enérgicamente al dominio romano. En este momento, el título de papa lo tenían todos los obispos de Occidente y el patriarca de Alejandría en Oriente. Tal categorización finalizó poco después de la caída de Roma, quedándose con el título sólo el obispo romano, pero no sería hasta 1073 cuando, de forma oficial, el papa Gregorio VII reservaría dicho título para uso exclusivo del obispo de Roma, prohibiéndolo para todos los demás.
Para esta fecha, doblegada la Iglesia a la autoridad suprema de un solo hombre, la autocracia está plenamente conseguida. Doscientos años más tarde, poco más o menos, se habla ya descarada e interesadamente de infalibilidad papal. Lo hace el franciscano Pedro Olivi bajo el papado de Nicolás III (1277-1280). Este papa aprobó la regla de la Orden, en la que los franciscanos renunciaban a toda posesión material, aduciendo que Cristo no había tenido bien alguno, y, a cambio y para que ningún papa futuro pudiera derogar estas aprobación, Olivi escribió un tratado teológico en el que afirmaba categóricamente la infalibilidad del pontífice. Algo así lo había declarado el IV Concilio de Constantinopla (siglo IX) al afirmar en el canon 2º que el papa era un instrumento del Espíritu Santo, tesis que sería reafirmada en el primer Concilio de Lyon (siglo XIII). Posteriormente, el Concilio de Florencia, bajo el mandato del papa Martín V (1431-1445), aunque no de forma directa, insistió en la tesis, declarando la plena potestad del pontífice para regir, esto es, para establecer normas, y para gobernar a la Iglesia Universal.
La infalibilidad se materializa únicamente cuando el papa habla ex cátedra, o, lo que es lo mismo, formal y oficialmente, en su calidad de pontífice y se refiere a materias de fe, como la proclamación de un dogma, el de la Asunción de la Virgen María a los cielos, por ejemplo, proclamado por Pío XII el 1 de noviembre de 1950. Pero se refiere también a asuntos de moral y, por tanto, de costumbres, lo cual afecta incluso a la vida íntima de los católicos.
Con la proclamación del Concilio Vaticano I se llega a la culminación de una carrera en la que un hombre, como usted o como yo, porque siempre es un hombre, con la excepción de la papisa Juana, se convierte realmente en un semidios. Desde luego, no se puede llegar más lejos ni más alto.

Fuentes:
Historia concertada de los concilios ecuménicos.- José Delgado Sánchez
Historia secreta de la Iglesia española.- César Vidal
Historia de los papas.- Juan María Laboa
Los papas y el sexo.- Eric Frattini
Historia de Italia.- Christopher Duggan

Imágenes.- Internet