El 29 de junio de 1868, mediante la bula Aeterni Patris, el papa Pío IX (1846-1878) convocaba un concilio cuyo comienzo se fijaba para el 8 de diciembre de 1869 en el Vaticano. La bula declaraba que el concilio se ocuparía de "examinar diligentemente todo lo que en estos difíciles tiempos sea mejor para la gloria de Dios, integridad de la fe, honor del culto divino y salud de las almas." Pero, en realidad, la convocatoria del concilio, conocido como Vaticano I, respondía exclusivamente al deseo del papa de conseguir la infalibilidad, para él y, por ende y al tratarse de un dogma, para todos sus antecesores y sucesores.
Cercado por las tropas que peleaban para conseguir la unidad de Italia y a punto de perder los llamados Estados Pontificios, Pío IX consideraba que tal declaración fortificaría el carisma y el poder que creía estar perdiendo sobre la grey católica, y de este modo se fortificaría también la Iglesia, amenazada, según el pontífice y no pocos intelectuales católicos, por el liberalismo y el socialismo, principalmente.
El desarrollo del concilio no fue fácil para el pontífice. A la magna asamblea habían sido invitados los distintos cristianismos denominados protestantes y los ortodoxos orientales, pero todos se negaron a asistir. Entre los padres asistentes, la mitad, más o menos, estaba en contra de la infalibilidad, unos por parecerle ridícula la pretensión de Pío IX, otros por considerarla inoportuna, pero la insistencia papal, incluidas amenazas de excomuniones y anatemas, acabó dando el resultado apetecido, aunque no en el grado de asentimiento esperado y deseado por el pontífice. Así, de los 747 padres conciliares, 157 se fueron ausentando del concilio en medio de las discusiones teológicas. Posteriormente, el 18 de julio de 1870, día de la votación final, 55 no acudieron a la misma y se marcharon de Roma, de modo que el resultado definitivo fue el de 535 votos a favor y 2 en contra, resultado que 1870 años después de la aparición del cristianismo otorgaba a un hombre la imposibilidad de equivocarse, aunque, eso sí, sólo en determinadas materias y situaciones. Pero cómo había empezado todo. Del Jesús histórico no sabemos directamente nada, pues nada dejó él escrito. La mayoría de los historiadores y eruditos admiten su existencia real, aunque, ciertamente, una minoría la niega. Todo lo que sabemos de él es lo que nos cuentan los evangelios. Por tanto, a quien se cree en cuanto a sus dichos y a sus hechos no es a Jesús, sino a los evangelistas y uno se pregunta cómo pudieron éstos conocer, por ejemplo, lo que le ocurrió a Jesús en el desierto, si el Maestro se retiró solo y solo permaneció en él durante cuarenta días. O cómo pudieron conocer el padecimiento de Jesús en el huerto de Getsemaní, si, del mismo modo, el Maestro se alejó de los discípulos que lo acompañaban y, para colmo, éstos se quedaron durmiendo.
Bien, pues no importa, el camino hacia la infalibilidad parte de citas evangélicas, la principal de las cuales es aquella en la que Jesús le dice a Pedro que es piedra y que sobre ella edificaría su Iglesia. Ya desde su aparición, el cristianismo católico, que fue el que se impondría a los diversos cristianismos surgidos tras la muerte de Jesús, tuvo vocación de institucionalización y de autocracia. Para ello necesitaban presentar una Iglesia intachable en todos los sentidos de la palabra. Y así, en una fecha tan temprana como el siglo II, Ireneo y Tertuliano, dos de los llamados Padres de la Iglesia, afirmaban sin cortarse un pelo que la Iglesia no podía equivocarse, porque estaba asistida por el Espíritu Santo.
El vacío de poder que se produjo tras la caída del imperio romano fue ocupado inmediatamente por la Iglesia, con su obispo romano al frente, quien aprovechó la situación para conseguir la supremacía sobre las sedes patriarcales de Alejandría y de Antioquía, que se oponían enérgicamente al dominio romano. En este momento, el título de papa lo tenían todos los obispos de Occidente y el patriarca de Alejandría en Oriente. Tal categorización finalizó poco después de la caída de Roma, quedándose con el título sólo el obispo romano, pero no sería hasta 1073 cuando, de forma oficial, el papa Gregorio VII reservaría dicho título para uso exclusivo del obispo de Roma, prohibiéndolo para todos los demás.
Para esta fecha, doblegada la Iglesia a la autoridad suprema de un solo hombre, la autocracia está plenamente conseguida. Doscientos años más tarde, poco más o menos, se habla ya descarada e interesadamente de infalibilidad papal. Lo hace el franciscano Pedro Olivi bajo el papado de Nicolás III (1277-1280). Este papa aprobó la regla de la Orden, en la que los franciscanos renunciaban a toda posesión material, aduciendo que Cristo no había tenido bien alguno, y, a cambio y para que ningún papa futuro pudiera derogar estas aprobación, Olivi escribió un tratado teológico en el que afirmaba categóricamente la infalibilidad del pontífice. Algo así lo había declarado el IV Concilio de Constantinopla (siglo IX) al afirmar en el canon 2º que el papa era un instrumento del Espíritu Santo, tesis que sería reafirmada en el primer Concilio de Lyon (siglo XIII). Posteriormente, el Concilio de Florencia, bajo el mandato del papa Martín V (1431-1445), aunque no de forma directa, insistió en la tesis, declarando la plena potestad del pontífice para regir, esto es, para establecer normas, y para gobernar a la Iglesia Universal.
La infalibilidad se materializa únicamente cuando el papa habla ex cátedra, o, lo que es lo mismo, formal y oficialmente, en su calidad de pontífice y se refiere a materias de fe, como la proclamación de un dogma, el de la Asunción de la Virgen María a los cielos, por ejemplo, proclamado por Pío XII el 1 de noviembre de 1950. Pero se refiere también a asuntos de moral y, por tanto, de costumbres, lo cual afecta incluso a la vida íntima de los católicos.
Con la proclamación del Concilio Vaticano I se llega a la culminación de una carrera en la que un hombre, como usted o como yo, porque siempre es un hombre, con la excepción de la papisa Juana, se convierte realmente en un semidios. Desde luego, no se puede llegar más lejos ni más alto.
Fuentes:
Historia concertada de los concilios ecuménicos.- José Delgado Sánchez
Historia secreta de la Iglesia española.- César Vidal
Historia de los papas.- Juan María Laboa
Los papas y el sexo.- Eric Frattini
Historia de Italia.- Christopher Duggan
Imágenes.- Internet