viernes, 23 de diciembre de 2022

LO DE UNAMUNO

"Venceréis, pero no convenceréis!"
Esta frase, ciertamente tremenda y arriesgada, se le viene adjudicando a Unamuno desde hace mucho tiempo. Pero la cosa no fue exactamente así, no existió una frase de tamaña contundencia, aunque sí un pequeño discurso realmente valiente en el momento en que se produjo.
De don Miguel no llega uno a saber con claridad si fue verdaderamente un intelectual o no pasó de idiota, atendiéndonos a las dos primeras definiciones que de este adjetivo ofrece la Real Academia de la Lengua Española, aunque en su defensa cabe decir que no son pocos los llamados intelectuales que han existido y existen que son más que nada idiotas.
Nacido en Bilbao en 1864, Unamuno se formó en el racionalismo y el positivismo y, durante su juventud mostró su simpatía por el socialismo. De hecho, en 1894 ingresa en la Agrupación Socialista de Bilbao, pero, como un augurio de lo que va a ser una constante en su vida, la abandona tres años más tarde. Poco después, abandona el racionalismo, para apuntarse a algo así como un existencialismo de corte cristiano, bañado de pesimismo. En 1901, empieza a leer a Kierkegaard (1813-1855), cuya filosofía le interesa de tal modo que aprende danés para leerlo en su idioma original. Kierkegaard, más teólogo que filósofo, era un profundo pesimista. Creía que la melancolía que padecía su padre se debía a una lacra moral, como consecuencia de la cual la Providencia había maldecido a su familia, creencia que se acentuó con el fallecimiento de todos los miembros, a excepción del padre, del propio filósofo y del hermano mayor. Este pesimismo angustioso del danés influyó poderosamente en Unamuno, acentuando su pesimismo innato. 
Dos cambios de orientación no son muchos y hasta pueden resultar explicables. En 1900, con sólo 36 años, fue nombrado rector de la Universidad de Salamanca, donde era catedrático de griego. No mucho tiempo después comienza a mostrar su hartazgo de la monarquía, criticando duramente a Alfonso XIII en sucesivos artículos periodísticos. A causa de tales críticas fue condenado a dieciséis años de prisión por injurias al rey (las cosas no han cambiado mucho, que se lo pregunten a un par de raperos, cuyos nombres no recuerdo en este momento, uno en la cárcel y el otro huido para no acabar en ella por idéntica causa y frente a un rey tan indecente como aquél) No obstante, no llegó a entrar en prisión, aunque sí fue desposeído de su cargo de Rector. A pesar del correctivo, Unamuno no cesó en sus críticas, que se extendieron, después, al dictador Miguel Primo de Rivera, de manera que en 1924 fue desterrado a Fuerteventura, aunque poco después recibió el indulto y pudo volver a Salamanca. Pero no volvió, prefirió exiliarse a Francia, de donde no regresaría hasta la caída del Dictador.
Poco después, en las elecciones municipales de abril 1931 fue elegido concejal del Ayuntamiento de Salamanca. Precisamente, fue Unamuno el que, el 14 de abril de aquel año, enarbolando la bandera, proclamó la República desde el balcón del Ayuntamiento. Para entonces, era un firme defensor de la República, cuyo gobierno lo repuso en el cargo de Rector de la Universidad. Tan firme que no dudó en presentarse a las elecciones constituyentes del 14 de julio de ese mismo año, siendo elegido diputado por la Conjunción Republicano-Socialista. Como diputado se mantuvo hasta 1933. A partir de este momento da un nuevo giro a su singladura y de defensor a ultranza pasa a atacante cada vez más fiero. 
De este modo, no dudó en aplaudir el golpe de Estado del 18 de Julio de 1936 y  en ponerse de parte de los generales golpistas. El buen intelectual no advirtió las similitudes y concomitancias de los sublevados con los regímenes totalitarios de Italia y de Alemania. Por el contrario, el muy iluso llegó a creer de buena fe que Franco iba  ser realmente el salvador de la Patria. El golpe triunfa fácilmente en Salamanca y la rendición a él de Unamuno es de tal calibre que el 26 de julio acepta sin titubeos su nombramiento a dedo como concejal del nuevo Ayuntamiento fascista. Incluso realiza declaraciones como esta: "Hay que salvar a la civilización occidental, la civilización cristiana, tan amenazada." Y también, entre otras: "Insisto sobre el hecho de que el movimiento a cuya cabeza se encuentra el general Franco tiende a salvar la civilización occidental cristiana y la independencia nacional; pues España no sabría ser sojuzgada ni por Rusia ni por ninguna otra nación, cualquiera que ella fuese." (La mención a Rusia es falaz, porque hasta el comienzo de la guerra España no mantenía relaciones diplomáticas con este país.) Pero, además, hace un llamamiento a los intelectuales europeos para que apoyen a los sublevados, e incluso dona 5.000 pesetas de las de entonces para la causa golpista.
Como consecuencia de su viraje, el 22 de agosto de 1936, la república lo desposeyó del cargo de Rector, pero fue repuesto en él por las nuevas autoridades fascista el 1 de septiembre de 1936, según decreto del general Cabanellas, en ese momento Presidente de la Junta de Defensa Nacional. Unamuno era ya, de una parte, una consumada veleta y, de otra, una pelota de tenis con la que unos y otros jugaban como querían. Hasta qué extremo llega su adhesión al nuevo Régimen se pone de manifiesto en el hecho de que cuando Franco instala su cuartel general en Salamanca, el señor filósofo acude presuroso a hacerle una visita. No ha quedado constancia de la conversación que mantendría ambos individuos, pero, conociendo al general, no sería muy descabellado pensar que si aceptó recibir al Rector fue por la única razón de que éste iba a rendirle pleitesía.
Pero hete aquí que muy poquito después, la veleta vuelve a girar y don Miguel siente que ahora debe revolverse contra el Régimen que había aplaudido hacía dos días. Sucede cuando empieza la persecución y eliminación de los republicanos, en la mayoría de los casos sin juicio previo, represión que se instala también en Salamanca y que, de entrada,  produce por parte de los golpistas, el asesinato de Casto Prieto Carrasco y de José Andrés y Manso, alcalde de la ciudad y diputado, respectivamente, ambos socialistas y amigos del señor Rector.
Este nuevo viraje eclosiona el 12 de octubre de 1936. Ese día tiene lugar en la Universidad el acto de celebración y exaltación del Día de la Raza. El acto, al que acuden los profesores de la Universidad, las autoridades provinciales y locales y, no se sabe a cuento de qué, el general Millán Astray, es presidido por don Miguel, que ocupa el lugar central del estrado; a su derecha se sentará Carmen Polo de Franco, que llegó escoltada por miembros de Renovación Española, todos armados; a la izquierda, el obispo de la ciudad Enrique Pla y Daniel.
Seguida y sucesivamente lanzan sus discursos José María Ramón, el dominico Vicente Beltrán Heredia, Francisco Maldonado y José María Pemán. Todos cantan los loores de la raza hispana, así como del "glorioso" alzamiento, como sus partidarios llaman al golpe de Estado, que a estas alturas y debido a su fracaso ha degenerado en guerra abierta; igualmente se hace repetida y despectiva mención de la "antiEspaña", que según los oradores son todos los que están de parte de la República, en mayor o menor grado. Cuando los cuatro han terminado, Unamuno, que ha estado tomando notas, se levanta y dice textualmente: "La nuestra es una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil, y sé lo que digo. Vencer no es convencer; y hay que convencer sobre todo y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia que es crítica diferenciadora, inquisitiva; mas no de inquisición... Se ha hablado también de los catalanes y de los vascos, llamándoles la antipatria de España; con la misma razón pueden ellos decir otro tanto. Yo, que soy vasco, llevo toda mi vida española enseñando lengua española, que no sabéis. Ese sí es imperio de la lengua española."
Nada más terminar don Miguel su discurso, se levantó Millán Astray, "como un resorte", escribiría bastantes años después Pemán en un artículo publicado en el ABC, y gritó: "¡Mueran los intelectuales" Y al ver que bastantes profesores hacían gestos de disconformidad, añadió: "Falsos intelectuales traidores, traidores.", siguió mascullando de modo que nadie entendía lo que decía, hasta que concluyó gritando claramente: "¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!" Todo ello rodeado de su escolta de legionarios que disponen sus pistolas y ametralladoras para disparar. En ese momento, Carmen Polo de Franco, muy serena, coge del brazo a Unamuno y casi a rastras lo saca del salón, ambos protegidos por la escolta de la mujer de Franco.
Aquella misma tarde, cuando, como de costumbre, acude al casino, Unamuno es expulsado con gritos de rojo y de traidor. Y por decreto del 22 de octubre de 1936, firmado por Franco, vuelve a ser despojado de su cargo de Rector. A partir de entonces, vive confinado en su casa, con vigilancia permanente de la policía en la puerta. No obstante, puede recibir visitas, aunque son contadísimas las que recibe. Dos de ellas, en principio, sorprendentes: la de Diego Martín Vélez, viejo cacique salmantino, otrora adversario político de don Miguel. La otra la del falangista Bartolomé Aragón Gómez, explicable, sin duda, por el hecho de que, certificando su alejamiento de la República y, aunque no participara directamente con ellos, su acercamiento a los entonces sólo conspiradores, en 1935 Unamuno había recibido en su casa a José Antonio Primo de Rivera y, poco después, había asistido a la presentación de la Falange en Salamanca. El eminente intelectual tampoco había advertido el alcance de aquella consigna de la dialéctica de los puños y las pistolas, enunciada por José Antonio. Luego, justo en la visita que Aragón Gómez realiza el 31 de diciembre de 1936, el falangista, joven, aunque camisa vieja, le dice a Unamuno: 
"La verdad es que, a veces, pienso si no habrá vuelto Dios la espalda a España, disponiendo de sus mejores hijos."
A lo que el antiguo Rector responde:
"¡No, eso no puede ser! ¡Dios no puede volver la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse!"
Sigue un breve silencio, durante el cual Miguel de Unamuno inclina la cabeza y cuando la barbilla toca su pecho está muerto. A partir de aquel momento, los falangistas se hacen cargo de sus restos. Cuatro de ellos, Víctor de la Serna, Máximo Rodríguez Ríos, Antonio Obregón y el célebre tenor Miguel Fleta, llevan sobre sus hombros el ataúd hasta el cementerio salmantino, donde es enterrado siguiendo el ritual de la Falange en estos casos, con el grito de: ¡Miguel de Unamuno! y la respuesta de: ¡Presente!, coreada por todos los asistentes. Miguel de Unamuno tenía 72 años. 
En el descargo de sus veleidades quizás cabría argüir que su padre, Félix María de Unamuno Larraza y su madre, María Salomé Jugo Unamuno, eran tío y sobrina carnal y que en 1897 el filósofo sufrió una muy grave depresión, seguida de una neurosis de angustia, como consecuencia de la muerte de su tercer hijo (tuvo nueve), motivada por una meningitis que degeneró en hidrocefalia.

Fuentes: 
Emilio Salcedo.- Vida de don Miguel
Guillermo Cabanellas.- La guerra de los mil días
José Luis Abellán.- Historia crítica del pensamiento español. Tomo 6
José Ferrater Mora.- Diccionario de Filosofía
Aurelio Núñez.- Los sucesos de España vistos por un diplomático

Imágenes.- Internet

martes, 20 de diciembre de 2022

HISTORIADORES VENALES


Partamos de la base de que la objetividad absoluta no existe y de que hasta el historiador más honrado cuenta con una rama de subjetividad que, inevitablemente, no dejará de aparecer en todos sus estudios. Pero una cosa son estos historiadores y otra muy distinta aquellos que no se proponen estudiar un periodo o un proceso histórico con el ánimo de darlo a conocer, sino únicamente, con el propósito de defender una ideología, una causa, una institución. Estos historiadores no pueden recibir otra apelativo que el de venales. En la mayoría de las ocasiones, por no decir en la totalidad, tales estudiosos se encuentran pagados directa o indirectamente por los amos de la institución, los dirigentes de la causa o las organizaciones que sostienen la ideología. El método de estos, en muchas ocasiones, eruditos magníficos, consiste, unas veces, en acopiar datos y más datos, resaltando hábilmente los que interesan a sus fines y, en otras, desparramándose en elaboradas explicaciones a lo largo de las cuales, a la par que exponen los méritos propios, se resaltan los errores ajenos, siempre con exquisita corrección, de modo que el resultado ofrezca la apariencia de la más absoluta neutralidad.
Uno de los ejemplos más obscenos, referido exclusivamente a este asunto, con el que me he topado nunca se encuentra en el libro Historia de la Iglesia, tomazo de más de 1.500 páginas, para cuya elaboración y redacción se han agrupado tres grandes talentos, sin duda: el español Juan María Laboa y los italianos Franco Pierini y Guido Zaghemi, el primero sacerdote, doctor en Historia de la Iglesia por la Pontificia Universidad de Roma y profesor de esta materia en la Universidad de Comillas y de Derecho Político Español en la Complutense de Madrid. De ninguno de los tres aparece dato alguno en el libro, motivo por el que de los dos italianos ni me he preocupado en buscarlos, aunque lo más probable es que sean también eminentes profesores de universidad.
Como vale más un ejemplo que cien explicaciones, he aquí algunas muestras de venalidad, no precisamente de las más zafias:
1.- Acerca de la posición del historiador de la Iglesia: "...no se puede comprender la naturaleza de la institución eclesial si no se comparte la fe de la Iglesia, es decir, si no se es creyente. Uno que no sea creyente puede llegar a ser un gran erudito en historia de la Iglesia, pero nunca un verdadero historiador de la Iglesia, porque se le escapa el misterio de la Iglesia" (Pág. 775)
Aparte la pésima redacción del parrafito, ¿alguien conoce una ejemplo más claro y contundente de venalidad? O sea, sólo quien pertenezca a la institución eclesial puede ser su historiador, con lo que, adiós capacidad crítica y adiós, seguro, capacidad de análisis. Esto no será en modo alguno una historia, sino pura y simple catequesis disfrazada de intelectualismo, porque no existe hecho ni personaje históricos que no tengan sus luces y sus sombras y, naturalmente, un miembro de una organización, sea cual sea, callará sus sombras y resaltará sus luces, que es lo que, en realidad, viene a hacer este trío.
2.- Acerca del Islam: "Las cruzadas fueron la respuesta de los cristianos a la guerra santa musulmana. Pero en el Nuevo Testamento no se habla de guerra santa y en el Corán sí... Las afirmaciones del Coram sobre este tema se van haciendo cada vez más claras y tajantes a lo largo de los 114 capítulos... Cuando Mahoma proclamó este mensaje se encuentra en Medina, y ya no es el profeta indefenso de los años de la Meca; el islam no es sólo una propuesta religiosa, sino una verdadera imposición teocrática" (Pag. 233)
O sea, a ver si nos aclaramos, para estudiar la historia de la Iglesia hay que ser creyente, es decir, católico, para comentar la del Islam y para criticarlo no es necesario creer en el Coram. Aparte, la gravísima tergiversación acerca del origen de las Cruzadas que, al día de hoy, ningún historiador mínimamente serio acepta. El Islam, según estos caballeros es una "imposición teocrática"; en cambio, el catolicismo, con su preciosa historia de persecución y destrucción de lo que llamaron "ídolos paganos", incluidos templos y sacerdotes, y la posterior de todo el que se apartaba de los dogmas católicos, aunque no fuese más que un milímetro no constituye una "imposición teocrática", sino una muestra de la caridad cristiana, que eliminaba el cuerpo para "salvar el alma".
3.- Acerca de Lutero, los judíos y el nazismo: "...Muy pronto, sin embargo, Lutero cambia de rumbo, llegando a la convicción de que la justificación por medio de la fe y el judaísmo son irreconciliables por naturaleza. Así, en 1543, publica un libro de unas doscientas páginas titulado Contra los judíos y sus mentiras, al que sigue muy pronto otro todavía más violento, Shem Hamephoras. Shem Hamephoras es el nombre "a lo claro" de Dios... que a los fieles judíos le está prohibido pronunciar. Hitler puso en circulación cien millones de copias del Shem Hamephoras, sirviéndose de él para el antisemitismo de su sistema política." (Pag. 528)
Y otra intromisión en una religión distinta al catolicismo, aunque sean parientes no muy lejanos. Pero, sobre todo, del riquísimo, irracional, tenebroso e infame antisemitismo del catolicismo desde sus orígenes ni una sola palabra, ¿para qué, si los tres autores son fieles creyentes de la Iglesia y esto lo justifica todo?
4.- Acerca de la comunión pascual: "El control de la práctica de la comunión pascual fue un rasgo característico de todo el ancien regime. Se puede considerar significativa una práctica que se seguía un poco por todas partes, pero de una manera especial en Roma, donde se mantuvo y fue habitual hasta 1870. En el periodo cuaresmal se distribuían... las tarjetas pascuales, generalmente impresas, con el nombre y apellidos del interesado (del interesado dicen los elementos, cuando, en realidad, era el convocado)... Más tarde, el cabeza de familia devolvía la tarjeta, o bien era retirada por el párroco en el momento de la bendición de la casa, efectuando de este modo el control de los que cumplían el precepto pascual. Tras la verificación se hacían repetidas advertencias a los inobservantes... con el fin de urgir a que se cumpliera el precepto. Los que seguían sin cumplir el precepto, convictos de pecado mortal, caían en entredicho. Antes del pontificado de Benedicto XV (1914-1922), se exponían en la puerta de la parroquia los nombres de los que no habían comulgado. En caso de contumacia, eran denunciados a la vicaría, y el que no se presentara en el plazo de doce días era declarado públicamente en entredicho. Los reincidentes incurrían en excomunión y, hasta 1829, los excomulgados eran detenidos y enviados a la cárcel. Se puede decir que hasta la Revolución francesa, el sistema fue aceptado pacíficamente y tuvo cierta eficacia. Sin embargo, se cometió el error de mantenerlo vigente cuando los tiempos habían cambiado." (Pág. 688)
Hay que tener la cara muy dura para afirmar que el Islam es una "imposición teocrática" y, después de un parrafito como éste, negar implícitamente, que el catolicismo lo es en la misma manera y desde mucho antes. O, dicho de otro modo: ¿se puede explicar el asunto de una forma más cínica? Ni la más mínima censura al brutal control de la Iglesia sobre sus siempre obligados fieles; por el contrario, lo que se dice es que el sistema tuvo cierta eficacia y que el error no fue que llegara a existir, sino que se mantuviera cuando los tiempos habían cambiado.
A la vista de hechos como este, que no es más que un sencillo y mínimo ejemplo, el milagro no es que la Iglesia se mantenga viva después de más de dos mil años, el milagro es que hayamos podido sacudirnos el yugo al que hemos estado sometidos la mayor parte de ese tiempo.
¿Para qué más? Leed el libro. Se encuentra en las bibliotecas públicas. A ratos cabrea, pero, a ratos también, resulta desternillante. Hay centenares de perlas como esta, una, al menos, casi en cada página.

Las negritas son de un servidor, las imágenes, de Internet.

domingo, 4 de diciembre de 2022

ESA COSA DE LO QUEER

Desde que en el capítulo dos del Génesis, primer libro de la Biblia, se cuenta que fue creada por Dios de una costilla del hombre, la mujer no ha dejado de ser considerada inferior a éste y, como consecuencia, de estar sometida a él, en el marco de las tres religiones llamadas del Libro: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo. No obstante, más allá de ese sometimiento, la mujer no dejaba de ser mujer.
Por si no había quedado claro con la narración del Génesis, el octavo mandamiento de la ley de Dios, contenido en las tablas que el propio Creador le entregó a Moisés en el monte Sinaí, según se cuenta en el Éxodo, segundo libro de la Biblia, dice textualmente: No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo", un mandamiento en el que se ve claramente como el propio Dios, puesto que a Él se debe su redacción, equipara a la mujer a la casa o a un animal como el asno o el buey, es decir, no la considera como persona, sino como un simple elemento al servicio del hombre. Sin embargo y aun cargando con ese desprecio, la mujer no deja de ser mujer.
Pero no son sólo estas tres religiones las que menosprecian a la mujer, sino que ese menosprecio se remonta al momento en que el hombre advirtió que en el nacimiento de un nuevo ser su concurso era tan necesario como el de la mujer. Andando el tiempo, el hombre llegó incluso a la conclusión de que dicho concurso no era igual de necesario, sino superior al de la mujer.
Este concepto de la paternidad se mantuvo invariable a lo largo de los siglos, pasando de la prehistoria a la historia y llegando al mundo siempre tan admirado de los griegos. Es verdad que desde Homero los griegos son admirables por muchos motivos, como la creación de la democracia, de la filosofía, del teatro; por sus aportaciones científicas; por sus prodigiosas arquitectura y escultura, etc. Pero en lo relativo a la consideración de la mujer, Grecia naufraga y no se aparta un ápice de la línea histórica que venían manteniendo todas las culturas. Así, por ejemplo, Esquilo, uno de los tres grandes dramaturgos de la época, junto con Sófocles y Eurípides, en su tragedia las Euménides hace decir a Apolo: "La madre no da la vida al hijo, como dicen. Ella nutre al embrión, la vida la da el padre." En general, en toda la época de la Grecia clásica los hombres desprecian a la mujer, la cual sólo tienen la oportunidad de ser madre. No obstante, no deja de ser mujer.
Pero entonces aparece Aristóteles, ese filósofo tan admirado y elogiado posteriormente, y da un paso más allá, cuando afirma que "la mujer es un hombre imperfecto", un paso realmente grave, en el que, por primera vez, la mujer deja de serlo y, por arte de la mera opinión de un hombre, pasa a ser también un hombre, aunque, eso sí, incompleto. Sin duda, para sostener su despreciable aserto, el señor Aristóteles se basaba en el hecho fácilmente visible de que las mujeres carecen del pene que tienen los hombres. No obstante, tan buen observador de la naturaleza como era, no se fijó en que las mujeres poseen un par de pechos, de los que los hombres sólo tienen un triste remedo; pero, sobre todo, olvidó el milagro natural en que consiste la formación de un nuevo ser humano en el vientre de la mujer, milagro que le está completamente vedado al hombre. Ante la solemne tontería que se le ocurrió soltar no es descabellado sostener que, quizás, lo que Aristóteles sentía realmente era envidia de aquel milagro. Sea como sea, ya se sabe que, como tantas cosas en el mundo patriarcal en el que vivimos desde hace milenios, la filosofía ha estado hecha exclusivamente por hombres y en ella la mujer no suele salir bien parada.
Mucho tiempo después, en los evangelios puede vislumbrarse que el judío Jesús (a muchos se les olvida que Jesús era judío) fue más bien proclive a tratar a la mujer en pie de igualdad, aunque no es posible negar que los evangelios son también un cajón de sastre en el que tienen cabida determinadas ideas y sus contrarias. De todas maneras y, por si había alguna duda del puesto que habría de tener la mujer en el cristianismo, ahí está su verdadero fundador, San Pablo, situando a la mujer en el mismo lugar en el que la situaba la sociedad desde hacía milenios. Así, dice en el capítulo once de la primera encíclica a los corintios: "La cabeza de la mujer es el hombre... Ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre... Porque la mujer procede del hombre." Aquí mismo ordena que la mujer entre en la iglesia cubierta ¡o rapada! (la exclamación es mía) y, textualmente: "Las mujeres cállense en las asambleas; que no les está permitido tomar la palabra, antes bien, estén sumisas, como también la Ley lo dice. Si quieren aprender algo pregúntenlo a sus propios maridos en casa."
En fin, ninguna novedad por parte de don Pablo y del cristianismo en general: la misoginia tradicional desde mucho antes del comienzo de la Historia. Pero, al menos, la burrada de Aristóteles parecía olvidada y la mujer seguía siendo mujer. No obstante, los Padres de la Iglesia, olvidándose de quién era su madre y quién la madre de Cristo, no paraban de echar pestes de ella, era la gran tentadora demoniaca, la puerta del infierno, el instrumento malévolo para la perdición del hombre (pobrecico mío). Todavía en el siglo XX, el papa Juan Pablo II, no se cortó ni un pelo para afirmar que el hombre que mira a su mujer con lascivia, peca y peca gravemente. Es decir, habían pasado casi dos mil años y el pensamiento real de la Santa Madre Iglesia seguía siendo tan misógino como entonces. 
La condición de la mujer estuvo a punto de extraviarse otra vez en la Edad Media, cuando sesudos teólogos, como Tomás de Aquino, estuvieron muy cerca de superar al propio Aristóteles, al que habían recuperado gracias al musulmán cordobés Averroes. Durante bastante tiempo discutieron y casi llegaron a aprobar que la mujer carecía de alma, lo que, al tratarse de un ser animado, la convertía no en un hombre imperfecto, sino directamente en un animal, pues sabido es que los animales carecen de esa cosa inmaterial y, por tanto, invisible, que hoy aún siguen llamando alma y es, según la sacrosanta doctrina cristiana, lo que convierte a un individuo en verdadero ser humano. El asunto no pasó de la discusión y, en consecuencia, la mujer no dejó de ser mujer.
Y así fue pasando el tiempo y, aunque constantemente ninguneada y aun silenciada en campos como los de la ciencia, la pintura, la literatura, etc. la mujer seguía siendo mujer. Y así llegó el siglo XX y luego el XXI y la mujer, no sin una fuerte lucha, logró ir dando pasos hacia la libertad, la autonomía y el reconocimiento de méritos que hasta entonces habían sido patrimonio exclusivo del hombre. Todo ello sin dejar de ser mujer. Hasta que hizo su aparición esa cosa de lo Queer, que intentan colar como filosofía y que no es más que un conjunto de absurdas, retrógradas y hasta miserables ocurrencias que no alcanzan siquiera la categoría de doctrina. 
Nacida en los años noventa del siglo pasado como una degeneración, más que como un desarrollo, del estructuralismo y de la deconstrucción, con un lenguaje técnico y aparentemente creativo, lejos del feminismo, al que, en el fondo, combate y mezclando maliciosamente sexo y género, los teóricos, defensores y propagadores de lo Queer no sufren el más mínimo rubor cuando, entre otras muchas cosas, sostienen que el sexo se nos asigna al nacer, es decir, que, al menos hasta el día de hoy, no es la naturaleza la que nos dota de los correspondientes atributos de macho y hembra, como al resto de los animales, que es lo que en primera instancia somos, sino que estamos ante una construcción cultural. Por esta senda, predican la flexibilidad sexual, no en el sentido de que cualquier persona pueda hacer con su sexo o en relación a su sexo, lo que le dé la gana, sino en el de que yo, o usted, o él o ella, puedan ser hoy hombre o mujer y mañana lo contrario, lo de en medio o lo de ambas cosas simultáneamente. Más aún, que, con sus santos cojones, un hombre, porque aquí está el problema fundamental, pueda en un momento dado afirmar que es mujer y exigir que la traten como tal desde absolutamente todos los puntos de vista, tanto sociales como legales y puede, como en aquel baile de la yenka, dar un paso atrás y volver a ser hombre cuando le parezca, para volver a ser mujer en el momento que quiera.
Más allá del lenguaje, casi siempre enrevesado y confuso, y bastante más allá de su pretensión de progresismo, con una actitud avasalladora y, en muchos casos, insultante, esta cosa de lo Queer constituye, sin ninguna duda, el mayor ataque que haya sufrido nunca la mujer. En efecto, a lo largo de la historia los hombres le hemos hecho de todo a las mujeres, pero hasta ahora jamás, jamás nos habíamos atrevido a apoderarnos de su identidad, de su condición femenina, de su esencia, en una palabra, a suplantarla, que es lo que hace un hombre cuando, con la pretensión que hemos visto, se declara mujer.
Aquí, por arte de la mera palabrería, pero con efectos prácticos, la mujer desaparece por completo, no ya para convertirse en un hombre imperfecto, como pretendía Aristóteles, sino porque ahora ni siquiera se la llama mujer, sino persona gestante y menstruante. De este modo queda libre el campo para que mujer sea sólo el hombre que afirma ser mujer, ya que él, en su estado de mujer, no puede ser definido como persona gestante y menstruante, sino únicamente como mujer.


Imágenes: Internet