Esta frase, ciertamente tremenda y arriesgada, se le viene adjudicando a Unamuno desde hace mucho tiempo. Pero la cosa no fue exactamente así, no existió una frase de tamaña contundencia, aunque sí un pequeño discurso realmente valiente en el momento en que se produjo.
De don Miguel no llega uno a saber con claridad si fue verdaderamente un intelectual o no pasó de idiota, atendiéndonos a las dos primeras definiciones que de este adjetivo ofrece la Real Academia de la Lengua Española, aunque en su defensa cabe decir que no son pocos los llamados intelectuales que han existido y existen que son más que nada idiotas.
Nacido en Bilbao en 1864, Unamuno se formó en el racionalismo y el positivismo y, durante su juventud mostró su simpatía por el socialismo. De hecho, en 1894 ingresa en la Agrupación Socialista de Bilbao, pero, como un augurio de lo que va a ser una constante en su vida, la abandona tres años más tarde. Poco después, abandona el racionalismo, para apuntarse a algo así como un existencialismo de corte cristiano, bañado de pesimismo. En 1901, empieza a leer a Kierkegaard (1813-1855), cuya filosofía le interesa de tal modo que aprende danés para leerlo en su idioma original. Kierkegaard, más teólogo que filósofo, era un profundo pesimista. Creía que la melancolía que padecía su padre se debía a una lacra moral, como consecuencia de la cual la Providencia había maldecido a su familia, creencia que se acentuó con el fallecimiento de todos los miembros, a excepción del padre, del propio filósofo y del hermano mayor. Este pesimismo angustioso del danés influyó poderosamente en Unamuno, acentuando su pesimismo innato.
Dos cambios de orientación no son muchos y hasta pueden resultar explicables. En 1900, con sólo 36 años, fue nombrado rector de la Universidad de Salamanca, donde era catedrático de griego. No mucho tiempo después comienza a mostrar su hartazgo de la monarquía, criticando duramente a Alfonso XIII en sucesivos artículos periodísticos. A causa de tales críticas fue condenado a dieciséis años de prisión por injurias al rey (las cosas no han cambiado mucho, que se lo pregunten a un par de raperos, cuyos nombres no recuerdo en este momento, uno en la cárcel y el otro huido para no acabar en ella por idéntica causa y frente a un rey tan indecente como aquél) No obstante, no llegó a entrar en prisión, aunque sí fue desposeído de su cargo de Rector. A pesar del correctivo, Unamuno no cesó en sus críticas, que se extendieron, después, al dictador Miguel Primo de Rivera, de manera que en 1924 fue desterrado a Fuerteventura, aunque poco después recibió el indulto y pudo volver a Salamanca. Pero no volvió, prefirió exiliarse a Francia, de donde no regresaría hasta la caída del Dictador.
Poco después, en las elecciones municipales de abril 1931 fue elegido concejal del Ayuntamiento de Salamanca. Precisamente, fue Unamuno el que, el 14 de abril de aquel año, enarbolando la bandera, proclamó la República desde el balcón del Ayuntamiento. Para entonces, era un firme defensor de la República, cuyo gobierno lo repuso en el cargo de Rector de la Universidad. Tan firme que no dudó en presentarse a las elecciones constituyentes del 14 de julio de ese mismo año, siendo elegido diputado por la Conjunción Republicano-Socialista. Como diputado se mantuvo hasta 1933. A partir de este momento da un nuevo giro a su singladura y de defensor a ultranza pasa a atacante cada vez más fiero.
De este modo, no dudó en aplaudir el golpe de Estado del 18 de Julio de 1936 y en ponerse de parte de los generales golpistas. El buen intelectual no advirtió las similitudes y concomitancias de los sublevados con los regímenes totalitarios de Italia y de Alemania. Por el contrario, el muy iluso llegó a creer de buena fe que Franco iba ser realmente el salvador de la Patria. El golpe triunfa fácilmente en Salamanca y la rendición a él de Unamuno es de tal calibre que el 26 de julio acepta sin titubeos su nombramiento a dedo como concejal del nuevo Ayuntamiento fascista. Incluso realiza declaraciones como esta: "Hay que salvar a la civilización occidental, la civilización cristiana, tan amenazada." Y también, entre otras: "Insisto sobre el hecho de que el movimiento a cuya cabeza se encuentra el general Franco tiende a salvar la civilización occidental cristiana y la independencia nacional; pues España no sabría ser sojuzgada ni por Rusia ni por ninguna otra nación, cualquiera que ella fuese." (La mención a Rusia es falaz, porque hasta el comienzo de la guerra España no mantenía relaciones diplomáticas con este país.) Pero, además, hace un llamamiento a los intelectuales europeos para que apoyen a los sublevados, e incluso dona 5.000 pesetas de las de entonces para la causa golpista.
Como consecuencia de su viraje, el 22 de agosto de 1936, la república lo desposeyó del cargo de Rector, pero fue repuesto en él por las nuevas autoridades fascista el 1 de septiembre de 1936, según decreto del general Cabanellas, en ese momento Presidente de la Junta de Defensa Nacional. Unamuno era ya, de una parte, una consumada veleta y, de otra, una pelota de tenis con la que unos y otros jugaban como querían. Hasta qué extremo llega su adhesión al nuevo Régimen se pone de manifiesto en el hecho de que cuando Franco instala su cuartel general en Salamanca, el señor filósofo acude presuroso a hacerle una visita. No ha quedado constancia de la conversación que mantendría ambos individuos, pero, conociendo al general, no sería muy descabellado pensar que si aceptó recibir al Rector fue por la única razón de que éste iba a rendirle pleitesía.
Pero hete aquí que muy poquito después, la veleta vuelve a girar y don Miguel siente que ahora debe revolverse contra el Régimen que había aplaudido hacía dos días. Sucede cuando empieza la persecución y eliminación de los republicanos, en la mayoría de los casos sin juicio previo, represión que se instala también en Salamanca y que, de entrada, produce por parte de los golpistas, el asesinato de Casto Prieto Carrasco y de José Andrés y Manso, alcalde de la ciudad y diputado, respectivamente, ambos socialistas y amigos del señor Rector.
Este nuevo viraje eclosiona el 12 de octubre de 1936. Ese día tiene lugar en la Universidad el acto de celebración y exaltación del Día de la Raza. El acto, al que acuden los profesores de la Universidad, las autoridades provinciales y locales y, no se sabe a cuento de qué, el general Millán Astray, es presidido por don Miguel, que ocupa el lugar central del estrado; a su derecha se sentará Carmen Polo de Franco, que llegó escoltada por miembros de Renovación Española, todos armados; a la izquierda, el obispo de la ciudad Enrique Pla y Daniel.
Seguida y sucesivamente lanzan sus discursos José María Ramón, el dominico Vicente Beltrán Heredia, Francisco Maldonado y José María Pemán. Todos cantan los loores de la raza hispana, así como del "glorioso" alzamiento, como sus partidarios llaman al golpe de Estado, que a estas alturas y debido a su fracaso ha degenerado en guerra abierta; igualmente se hace repetida y despectiva mención de la "antiEspaña", que según los oradores son todos los que están de parte de la República, en mayor o menor grado. Cuando los cuatro han terminado, Unamuno, que ha estado tomando notas, se levanta y dice textualmente: "La nuestra es una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil, y sé lo que digo. Vencer no es convencer; y hay que convencer sobre todo y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia que es crítica diferenciadora, inquisitiva; mas no de inquisición... Se ha hablado también de los catalanes y de los vascos, llamándoles la antipatria de España; con la misma razón pueden ellos decir otro tanto. Yo, que soy vasco, llevo toda mi vida española enseñando lengua española, que no sabéis. Ese sí es imperio de la lengua española."
Nada más terminar don Miguel su discurso, se levantó Millán Astray, "como un resorte", escribiría bastantes años después Pemán en un artículo publicado en el ABC, y gritó: "¡Mueran los intelectuales" Y al ver que bastantes profesores hacían gestos de disconformidad, añadió: "Falsos intelectuales traidores, traidores.", siguió mascullando de modo que nadie entendía lo que decía, hasta que concluyó gritando claramente: "¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!" Todo ello rodeado de su escolta de legionarios que disponen sus pistolas y ametralladoras para disparar. En ese momento, Carmen Polo de Franco, muy serena, coge del brazo a Unamuno y casi a rastras lo saca del salón, ambos protegidos por la escolta de la mujer de Franco.
Aquella misma tarde, cuando, como de costumbre, acude al casino, Unamuno es expulsado con gritos de rojo y de traidor. Y por decreto del 22 de octubre de 1936, firmado por Franco, vuelve a ser despojado de su cargo de Rector. A partir de entonces, vive confinado en su casa, con vigilancia permanente de la policía en la puerta. No obstante, puede recibir visitas, aunque son contadísimas las que recibe. Dos de ellas, en principio, sorprendentes: la de Diego Martín Vélez, viejo cacique salmantino, otrora adversario político de don Miguel. La otra la del falangista Bartolomé Aragón Gómez, explicable, sin duda, por el hecho de que, certificando su alejamiento de la República y, aunque no participara directamente con ellos, su acercamiento a los entonces sólo conspiradores, en 1935 Unamuno había recibido en su casa a José Antonio Primo de Rivera y, poco después, había asistido a la presentación de la Falange en Salamanca. El eminente intelectual tampoco había advertido el alcance de aquella consigna de la dialéctica de los puños y las pistolas, enunciada por José Antonio. Luego, justo en la visita que Aragón Gómez realiza el 31 de diciembre de 1936, el falangista, joven, aunque camisa vieja, le dice a Unamuno:
"La verdad es que, a veces, pienso si no habrá vuelto Dios la espalda a España, disponiendo de sus mejores hijos."
A lo que el antiguo Rector responde:
"¡No, eso no puede ser! ¡Dios no puede volver la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse!"
Sigue un breve silencio, durante el cual Miguel de Unamuno inclina la cabeza y cuando la barbilla toca su pecho está muerto. A partir de aquel momento, los falangistas se hacen cargo de sus restos. Cuatro de ellos, Víctor de la Serna, Máximo Rodríguez Ríos, Antonio Obregón y el célebre tenor Miguel Fleta, llevan sobre sus hombros el ataúd hasta el cementerio salmantino, donde es enterrado siguiendo el ritual de la Falange en estos casos, con el grito de: ¡Miguel de Unamuno! y la respuesta de: ¡Presente!, coreada por todos los asistentes. Miguel de Unamuno tenía 72 años.
En el descargo de sus veleidades quizás cabría argüir que su padre, Félix María de Unamuno Larraza y su madre, María Salomé Jugo Unamuno, eran tío y sobrina carnal y que en 1897 el filósofo sufrió una muy grave depresión, seguida de una neurosis de angustia, como consecuencia de la muerte de su tercer hijo (tuvo nueve), motivada por una meningitis que degeneró en hidrocefalia.
Fuentes:
Emilio Salcedo.- Vida de don Miguel
Guillermo Cabanellas.- La guerra de los mil días
José Luis Abellán.- Historia crítica del pensamiento español. Tomo 6
José Ferrater Mora.- Diccionario de Filosofía
Aurelio Núñez.- Los sucesos de España vistos por un diplomático
Imágenes.- Internet