domingo, 26 de septiembre de 2021

DE ANCA DE POTRO

Mi tío Rufino era un caso. Era también el marido de mi tía Sagrario, la hermana de mi madre. Estuvieron de novios doce años, doce, desde 1927 hasta 1939, ¡y sin comerse una rosca! 
Mi tía vivía en la planta baja de una casa, así es que, al principio y como era costumbre en la época, pelaban la pava los dos en la ventana de una habitación que daba a la calle, siempre con mi abuela sentada muy cerca de ambos, de modo que lo que podían hacer era hablar, más bien susurrar, y poco más, muy poco más, no sólo por la carabina, sino porque para más inri encima de la ventana y como a un metro a su derecha, conforme se miraba a la calle, había un farol que aunque su luz no era muy potente sí que era más que suficiente para impedir cualquier indiscreción por parte de la pareja.
Pero al cabo de los años, tres o cuatro, Rufino entraba ya en la casa de mi tía como si fuera la suya. En ella no vivían más que tres mujeres, su novia, mi abuela y mi madre, de modo que al poco de entrar actuaba como si fuese el jefe de la familia, pero, eso sí, siempre sin comerse una rosca.
Mi tío, además, no hizo la guerra. No sé como se libró, porque en relación con el pasado mi familia era más hermética que el Arca de la Alianza, especialmente sobre este asunto. Pero se libró. Vivía además unas calles más abajo de la de mi tía, de manera que allá que estaba el elemento en la casa todos los días, sin faltar uno. Salía del trabajo y corriendo para la casa de la novia, no se la fueran a robar. Y los domingos y días de fiesta, desde bien tempranito. Acompañaba a las tres mujeres a misa y luego el resto del día hasta la noche, en la casa, desayuno, almuerzo y cena incluidos. Y charlando sin parar todo el día, porque el silencio total que mantuvo en casa de sus padres hasta los nueve años, del que ya di cuenta en una entrada anterior, lo compensó, pero bien, hasta el último día de su vida. ¡Y vivió ochenta y ocho años!
Cierto día del mes de enero de 1934 se presentó en casa de la novia con unos llamativos botines de color castaño, muy de moda, al parecer, por aquellos días entre los petimetres y caballeritos de buen lucir.


"Ay, Rufi, qué botines más bonitos", le dijo mi tía, que era más bien dengosa. "De anca de potro", le replicó el Rufino. "Los mejores. Me los ha comprado mi padre." (Y aquí, para los más jóvenes de hoy que pueden desconocer los modos y costumbres de antaño, conviene hacer un pequeño paréntesis y aclarar que el muchacho andaba ya por los veinticuatro años, tenía su trabajo y ganaba lo suficiente para independizarse, pero seguía viviendo en casa de sus padres porque entonces los jóvenes y menos jóvenes sólo salían de ella para casarse y, por supuesto, el sueldo se le entregaba íntegro a la madre, que era la administradora del hogar.)
Al poco de llegar Rufino aquel día, llegó mi madre, que entonces estaba de aprendiza en un taller de costura y, sin darle tiempo casi ni a saludar, le dice su hermana: "Mira, Anita, que botines tan bonitos trae hoy Rufino." Y el Rufino, inmediatamente: "De anca de potro. Los mejores. Me los ha comprado mi padre."
Mi madre tenía cinco hermanos, cuatro hombres y una mujer; los cuatro hombres estaban ya casados, pero todos iban con mucha frecuencia a visitar a su madre y a sus hermanas, unas veces solos y otras en compañía de sus mujeres. Y allá que se encontraban al Rufino con sus botines nuevos. Y allá que el Rufino soltaba su explicación: "De anca de potro. Los mejores. Me los ha comprado mi padre." Y así una vez tras otra.
Uno de aquellos días llegó a casa de mi abuela mi tío Silvestre con su mujer, Dolores. En el curso de la visita, Dolores le explicaba a su suegra que a su marido le había hecho el sastre un traje de lana precioso. Y mi tío Silvestre, que era un cachondo de mucho cuidado, exclamó: "¡De anca de potro!" Y soltó una estruendosa carcajada.
A partir de aquel día, la expresión pasó a formar parte del patrimonio verbal de la familia. "Qué buenos tomates he comprado hoy", decía alguna de mis tías, y remataba: "De anca de potro."  "¿Sabéis dónde ponen el mejor vino de Córdoba?, en el bar tal, decía por ejemplo mi tío Bartolomé, que había coincidido en casa de mi abuela con sus otros hermanos. Y alguno de estos replicaba: "De anca de potro, seguro."
La expresión no sólo resistió el paso de los años, sino que se extendió su uso a absolutamente todo lo bueno de lo que hablara cualquier miembro de la familia. ¡Vaya novio que se ha echado fulanita!" "De anca de potro", replicaba alguno de los concurrentes. "Pues anda que el matrimonio que ha hecho fulano." "¡De anca de potro!"
Tenía yo ya más de veinte años y aún seguía vigente el "De anca de potro." Sólo que para entonces y supongo que desde mucho antes, si estaba presente mi tío Rufino, éste, sin ocultar su mosqueo, replicaba: "¡De anca de polla!"

 

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