Los salesianos, en cuyo colegio gratuito cursé mi enseñanza primaria, daban mucha importancia al fútbol. Como es un juego colectivo debían pensar que con su práctica se reforzaba la competencia sana junto con la colaboración y aun la solidaridad.
En aquellos años en los que faltaba de todo, el colegio tenía unos campos formidables, en los que jugaban equipos de Córdoba. De allí salieron muy buenos jugadores. Un jugador para mí inolvidable era Ramón Tejada, que jugaba en el Santiago, si la memoria no me falla, y que acabó en el Real Madrid.
Con mis ojos de niño, a mí me parecía un jugador extraordinario. Era elegante, fino, pausado y enormemente efectivo. Otro jugador importante fue Crispi, que era alumno del colegio y luego jugó en el Córdoba y creo que en el Español o en el Oviedo.
En aquellos campos jugué yo muchas veces con los compañeros de mi clase. Yo era un jugador malísimo, canijo, pataleto, torpe hasta el cansancio, una nulidad con el balón en los pies. Jugaba de defensa derecho. Me asignaron aquel puesto los que sabían del juego, pero se equivocaban. El puesto que a mí me habría correspondido era el de medio estorbo. O, mejor todavía, el de estorbo entero. Pero creo que esos puestos no existen.
Seguí viendo partidos después, en la Universidad Laboral, donde le daban una importancia enorme a los deportes y también a la gimnasia. ¡Ay, la gimnasia! Teníamos nada menos que tres horas a la semana, tres horas que para mí eran un tormento. Mientras practicábamos gimnasia sueca, muy de moda por aquel entonces, o nos pasábamos la hora de clase corriendo en la pista de atletismo, porque nos sometían a pruebas de esfuerzo, el tormento no era tan grave.
Después de la universidad laboral el fútbol perdió todo interés para mí, tanto el aficionado como el profesional. Ahora bien, ¿os acordáis del Chindo? Nunca supe como se llamaba, sólo conocía su mote. Era un buscavida, de los que hubo muchos en aquella época. Junto con el Guerra, del que tampoco supe nunca su nombre, tenía una ruletilla que montaba ante la puerta de la ermita del Socorro, al lado del arco bajo de la Corredera; revendía entradas de distintos espectáculos, entre ellos de fútbol y, en fin, practicaba variados negocios de este tipo. La reventa de entradas es un negocio arriesgado. Calculas que un espectáculo va a atraer a una multitud y a la hora de la verdad resulta que no va nadie. Y te tienes que comer las entradas con patatas, o con tomate.
El caso es que, aunque el fútbol hubiera perdido interés para mí, de niño había tenido un equipo favorito, como todos. Era el Athletic de Bilbao. Todavía recuerdo la alineación habitual de los años cincuenta: Carmelo, Orúe, Garay, Canito, Mauri, Maguregui, Marcaida, Artetxe, Arieta, Uribe y Gaínza. Me atraía que todos sus jugadores fueran vascos y que aún así fueran capaces de ganar la liga y la copa al resto de los equipos de España que fichaban jugadores de todas partes, tanto españoles como extranjeros. Hoy, donde el fútbol se ha convertido en un negocio en el que se manejan cifras de verdadero escándalo, que el Athletic, que sigue con su política de fichajes, gane la liga o la copa es casi imposible.
El caso es que, para volver por donde iba, estando el Córdoba en primera, el Athletic de Bilbao jugaba en el Arcángel y que, a última hora, a mí se me ocurrió ir a ver a mi viejo equipo favorito. Y el caso es que, no sé cómo, tenía diez duros en el bolsillo, así es que, sin pensarlo dos veces, salí disparado a ver si llegaba a tiempo de hacerme con una entrada de las más baratas.
Qué iba a llegar. Cuando alcancé el estadio, el partido había empezado y las taquillas estaban cerradas. Pero allí estaba el Chindo con un buen fajo de entradas en la mano, treinta o cuarenta lo menos, que se le habían quedado colgadas.
Me acerqué a él y le pregunté qué precio tenían. Debió verme cara de tieso, lo que yo era entonces, y me ofreció la más barata, cuyo precio oficial creo recordar que era de cuarenta pesetas. "Su presio ej la voluntá", me dijo o eso fue lo que yo entendí. No me pareció ilógico, sino todo lo contrario: si iba a quedarse con tantas entradas, sacar algo por ellas era mejor que nada. Fuera como fuese, no estaba yo para una voluntad muy generosa, así es que le di cinco duros, que me parecieron más que suficientes, teniendo en cuenta además que el partido llevaba ya unos minutos jugándose.
El Chindo miró los cinco duros en la palma de su mano, me miró a mí, volvió a mirar los cinco duros y exclamó: "¿Ejto quees?" "¿No ha dicho usted que su precio es la voluntad?", le respondí. "Su precio ¡y la voluntad!", estalló el Chindo pronunciando ahora clarísimamente.
¡Madre mía, qué corte! Recuperé los cinco duros y salí como alma que lleva el diablo. Y nunca más se me ha vuelto a ocurrir ir a ver un partido, ni del Athletic de Bilbao ni de ningún otro equipo.