domingo, 24 de abril de 2022

LAS DOS VENTANAS

En el año 2010 el científico madrileño Francisco José Ayala Pereda recibió el premio Templeton, dotado con un millón de libras esterlinas. Ya sabemos, porque la tratamos en la entrada de este mismo blog El valor de la oración que la Fundación Templeton, fundada por el multimillonario archiliberal del mismo nombre, tiene como una de sus dedicaciones principales la puesta en valor de la religión, por tanto, el premio, entregado nada menos que en el palacio de Buckingham por el duque de Edimburgo, prueba de su importancia, más allá de la enorme dotación económica, se concede a la persona que desde el campo de las ciencias realiza una aportación sobresaliente al reconocimiento de la dimensión espiritual de la vida.
Nacido en Madrid en 1934 y nacionalizado norteamericano, aunque sin dejar de ser español, el señor Ayala, exdominico, es una eminencia mundial en el campo de las ciencias biológicas, ostentando la consideración de pionero en las investigaciones de organismos unicelulares causantes de numerosas enfermedades, estudios que se realizan con la idea de remediar la malaria y otras dolencias de semejante o de mayor gravedad. Es también un especialista en evolución, territorio en el que se le considera neodarwinista.
Pues bien, con motivo de la consecución de este premio, cuyo importe donó íntegro a la Universidad de California en la que impartía clase por aquel entonces, el diario el País le hizo una entrevista en la que a la pregunta: ¿Cómo casa la ciencia con la religión?, Ayala respondió textualmente: "La ciencia y la religión son dos ventanas para mirar al mundo. El mundo al que miran es el mismo. Pero lo que se ve desde las ventanas es completamente diferente. La religión trata del significado de la vida y de los valores morales y la ciencia trata de explicar la composición de la materia y el origen de los organismos. Son áreas distintas, pero no reñidas. Es posible mantener una posición científica y ser religioso."
En su conjunto, la entrevista era breve pero enjundiosa, al menos esa parecía ser la intención del periodista. No obstante, ya se sabe lo que es una entrevista de este tipo, tanto periodística como radiofónica o televisiva, y se sabe que en ellas el entrevistado de turno, generalmente consciente de lo reducido del espacio o del tiempo, trata de resumir al máximo su pensamiento, ofreciendo respuestas extremadamente sintéticas. Aún así, causa verdadero asombro el aplomo y la seguridad con los que el señor Ayala respondía al preguntador. Una respuesta que coincide puntualmente con la que desde hace ya tiempo ofrecen también las autoridades religiosas, especialmente las católicas, cuya religión es la predominante en nuestro país. Y causa asombro porque, de ser cierta, la afirmación de don Francisco Ayala habría resuelto un problema de conciencia que, aunque no deja de venir a menos, sigue teniendo su importancia para un número pequeño, pero no insignificante de científicos y, en general, de creyentes de buena fe. Sin embargo, o el señor Ayala resume demasiado su pensamiento, o el periodista cortó la respuesta por donde le pareció, hechos ambos perfectamente posibles y a menudo incluso unidos, o el científico madrileño no digo yo que mintiera, pero, desde luego, no decía la verdad.
A mí, al menos, los curas que me enseñaron lo que era la religión, entre los que hubo sacerdotes seculares, jesuitas y dominicos, no me mostraron jamás ventana alguna a través de la cual descubrir el significado de la vida, sino algo mucho más seco, cortante, prosaico y, hasta en muchos aspectos, angustioso. El término religión procede del verbo latino religo, religas, religare, que viene a significar unir, atar y expresa la hipotética o la pretendida unión del ser humano con Dios. En nuestro caso, es decir, en el de un español de la España de entonces, franquista, católica, apostólica y romana, la unión era con el Dios de la Iglesia católica, el único verdadero, como bien se sabe. Y esta unión sólo podía alcanzarse, en primer lugar, mediante la aceptación de un conjunto de dogmas de fe; en segundo lugar, a través de la oración, del arrepentimiento de nuestros pecados y de su correspondiente expiación y, en tercer lugar, con el reconocimiento de nuestra insignificancia y vulnerabilidad.
Pero el asunto no se quedaba en estos puntos, que podían cumplirse de una manera exclusivamente individual, sino que la religión exigía el culto colectivo a Dios, actividad que se realizaba a través de una serie de ritos que, en el caso de la Iglesia católica se encontraban, y se encuentran, perfectamente sistematizados, y con los cuales los participantes mostraban su veneración a Dios, así como el temor que les producía. El cuadro de la unión se completaba con una serie de normas morales establecidas de una vez y para siempre y de obligadísimo cumplimiento.
O sea, que no sólo no había ventana alguna, sino que, aunque las formas externas no hayan tenido más remedio que suavizarse, de lo que se trataba es de una cárcel, de una cárcel hermética y asfixiante, en la que lo que se encontraba y se encuentra, es un desprecio absoluto a la razón, por más que pseudosesudas mentes, como por ejemplo, las de Agustín de Hipona o Tomás de Aquino echen mano de la filosofía con la pretensión de demostrar lo indemostrable, olvidando, además que el término filosofía significa amor a la sabiduría, nada que ver, por tanto, con la fe, que es creer sin comprobación de los hechos o los seres en los que se cree.
Pero, además, cuando detrás de uno, que para colmo es sacerdote (el sacerdote no deja de serlo nunca, aunque cuelgue la sotana o el hábito o sea suspendido por parte de sus superiores), cuando detrás hay una historia de más de dos mil años en la que se han practicado toda clase de tropelías en nombre, en defensa o con el apoyo de la religión y en tantas ocasiones encabezadas y dirigidas por las propias autoridades religiosas, todo el mundo, pero mucho más una persona docta como don Francisco Ayala debería tentarse la ropa antes de hablar y tener un enorme cuidado con lo que se dice. Porque cómo se puede afirmar que ciencia y religión no están enfrentadas, sino que son dos maneras de mirar el mundo cuando se sabe, porque se sabe y, por supuesto, don Francisco Ayala lo sabía, que la ciencia no se ha inmiscuido jamás directamente en el terreno de la religión, en tanto, a lo largo de la Historia la religión y, en concreto, la religión cristiana, que es la que pesa sobre nosotros, y de manera especial el catolicismo, siempre, pero siempre, siempre, ha estado en contra de la ciencia y lo sigue estando hoy, en pleno siglo XXI, aunque lo disimule y haga como que acepta lo que no ha tenido más remedio que aceptar. No es necesario mencionar el archiconocido caso de Galileo, la Iglesia se oponía en su momento a la construcción de canales de riego o de navegación, con el argumento de que los ríos eran obra de Dios, tal cuales eran, y que de haber creído necesarios los canales Dios los habría creado. Y estuvo en contra de la vacuna de la viruela, la primera que se consiguió de una serie que, además de la viruela, erradicaron enfermedades tan dañinas como el sarampión, la varicela, la tosferina, las paperas, el tétanos, etc. algunas de ellas mortales. Esto por poner sólo un par de ejemplos históricos, porque al día de hoy la Iglesia sigue oponiéndose a la utilización a los anticonceptivos, conseguidos mediante la ciencia y que ha propiciado la libertad sexual, muy especialmente de la mujer; se opone a la investigación mediante células madre; a la investigación mediante el uso de embriones fallidos; a la fecundación humana controlada para conseguir un bebé con capacidad para superar la enfermedad incurable y mortal de un hermano anterior. Por oponerse se han opuesto hasta al parto sin dolor, porque, según la Biblia, Dios condenó a la mujer a parir a sus hijos con dolor.
Siempre, siempre, siempre, la religión ha intentado y sigue intentando estar por encima de la ciencia, acallar a la ciencia, aplastarla. O qué hacía Juan Pablo II condenando el preservativo en África en los momentos de mayor virulencia del Sida. Y lo ha hecho y lo hace con conocimiento de causa, sabiendo que muchos, por no decir la mayoría de los avances científicos, desmontan una nueva pieza del irracional entramado que la sostiene y, por tanto, pone el destino del ser humano en sus manos y en su conciencia. Es decir, no ha habido ni hay inocencia alguna por parte de la religión, de la jerarquía religiosa, para ser más exactos, que es, en definitiva, la que marca la pauta y controla al rebaño.
En este sentido, bien podría el periodista haberle preguntado al señor Ayala por qué abandonó el convento y acabó incluso casándose en 1986, si no fue porque la religión es un auténtico dogal que acaba asfixiando a todo científico que pretende seguir adherido a ella. Quizás hubiera puesto en un aprieto al entonces flamante premio Templeton. Y es que las dos ventanas mencionadas no han existido jamás, porque descubrir el origen de los organismos, como don Francisco sostenía y, sin duda, sostiene, descubrir el origen de los fenómenos, de la tierra, del universo, es también, inexorablemente, descubrir "el significado y el propósito de la vida", que el científico madrileño adjudicaba a la religión. Pero, con serlo, lo importante no es realmente eso; lo importante es que el instrumento del que la ciencia se vale en su camino es la razón y, si me apuran, también la imaginación, pero siempre pasada por el tamiz de la razón, en tanto la religión... ¿alguien ignora a estas alturas de lo que se vale la religión?

viernes, 15 de abril de 2022

VIENES SANTO

Viernes Santo. A mi madre no le gustaban las procesiones de Semana Santa, decía que eran un teatro siniestro y hasta infame. 
El catolicismo, que es la religión dominante en nuestro país, tiene tres características que lo diferencian profundamente del resto de las religiones: es absolutista, es decir, afirma poseer la Verdad absoluta, la única verdad real que existe en este mundo; es exclusivista, o lo que es lo mismo, rechaza como falsas a las demás religiones; y es universalista, tiene la pretensión de abarcar la totalidad del mundo y, por tanto, de imponer sus dogmas a todos sus habitantes. Estas características, especialmente la última, supone que los católicos se sientan superiores a los no creyentes o a los creyentes de otras religiones y, por tanto, con derechos de los que los demás carecen.
Para empezar, el derecho a diferenciar sus imágenes de las de los griegos y romanos, a las que ellos llamaron despectivamente ídolos y que tan fieramente procedieron a erradicar, cuando entre aquéllas y éstos no hay más diferencia que la cara dura de los que sostienen que sí la hay.
Mi madre era analfabeta, pero no tonta. A la edad en que los niños empezaban a ir a la escuela, ella tuvo un destino de lo más cruel. Había nacido en Úbeda en 1911 y en Úbeda vivió su infancia y su adolescencia. Su padre, mi abuelo Felipe, era un pequeño agricultor, dueño de unas fanegas de tierra no lejos de la ciudad dedicadas al olivo, pero en la que cultivaba también algo de trigo y de maíz para las gallinas y pavos que criaba y en la que disponía de un pequeño huerto, cuyos excendentes, después del suministro familiar, vendía a fruterías de la localidad. Con tan parco patrimonio lograba el hombre ir criando mal que bien a los seis hijos, cuatro varones y dos hembras, fruto de su matrimonio. Dos o tres años de sequía con sus correspondientes nulas cosechas pusieron a mi abuelo en manos de prestamistas y, al final, no tuvo otra salida que malvender la finca y cambiar de actividad.
A mí madre le parecía casi monstruoso que se pudieran pasear por las calles las imágenes de un hombre zaherido por sus verdugos y agonizante y muerto en una cruz, y de una mujer, su madre, traspasada de angustia. Y le producía un enorme escándalo que se montaran sillas y más todavía palcos en los que el señorío de la ciudad pudiera disfrutar del espectáculo con toda comodidad, como si de una función teatral se tratara.
No sé de dónde la venían aquellas ideas a mi madre, que ni mucho menos existían por entonces, en pleno franquismo. ¿Quizás de que había pasado parte de su infancia y su adolescencia en la casa de un seminarista? Yo nunca me atreví a preguntárselo, porque sabía que iba salir por lo cerros de Úbeda, nunca mejor dicho.
¿A qué podía dedicarse un hombre que, sobrepasados los cuarenta años, no sabía hacer nada más que trabajar el campo? Los tiemps eran duros, hablo de la segunda década del siglo pasado, aunque cuándo no han sido duros los tiempos para los pobres. El único camino que encontró mi abuelo fue el de las minas de la Carolina, en explotación entonces. Un campesino en una mina viene a ser algo así como un rosal plantado en un desierto y el hombre no tardó en contraer una enfermedad pulmonar que acabaría con él después de un prolongado sufrimiento.
Mi abuela se quedó sola con sus seis hijos, sin otros ingresos que los muy exiguos de los dos hijos mayores que habían empezado a trabajar como peones de albañil. En estas circunstancias y con el propósito confeso de echarle una mano, su hermana se ofreció a hacerse cargo de una de las niñas por el tiempo que fuese necesario. Mi abuela aceptó y la elegida fue mi madre, la penúltima de sus hermanos, que en aquel momento tenía sólo siete años.
¡Qué mala fue aquella decisión! La señora hermana, tenía una buena casa, grande y amplia, pero la habitación que dispuso para su sobrina fue el hueco de una escalera, donde no había más que un camastro y una silla de anea. Desde el día siguiente a su llegada, mi madre comenzó a sufrir la explotación más miserable que puede hacerse de una criatura. Bajo la férrea vigilancia de su tía, ella tuvo que encargarse de todas las faenas de la casa, excepto cocinar. A diario tenía que fregar los suelos, que eran de ladrillo, como se hacía entonces, de rodillas y rascando con un trapo. Tenía que fregar los platos y mantener en orden la cocina, lavar la ropa, a mano, claro, y planchar; en fin, todo.
La señora no tenía más que un hijo, unos años mayor que mi madre, que por aquel entonces estudiaba para sacerdote en el seminario de Jaén. El marido era tratante de ganado y, como iba de feria en feria, únicamente de cuando en cuando aparecía por la casa. Así es que en ella sólo estaban la señora y su sobrina. Aún así, la señora comía sola, servida por mi madre, que tenía que comer después en la cocina, casi siempre las sobras de su tía. 
¿Por qué no salió corriendo mi madre de aquella casa en cuanto que vio el percal? Porque la tía la fue introduciendo en las tareas poco a poco y, sobre todo, porque tuvo la hábil maldad de inocularle el miedo desde el primer momento, hasta el punto de que cuando su tía y ella iban a ver a mi abuela y ésta le preguntaba a su hija cómo estaba, mi madre siempre respondía que muy bien. Y mi abuela no fue capaz de advertir la seriedad de la niña, la palidez que cubría su cara, su delgadez, por no advetir, no advirtió ni los sabañones que torturaban sus manos tan pronto como llegaba el invierno.
El que sí lo advertía fue el futuro curita, don Cristóbal Herrador Molina, que este era el nombre del que años más tarde sería el medio amo de Linares. El sí que veía perfectamente la explotación y el trato vejatorio a los que estaba sometida su prima, el sí que veía su delgadez y, cuando llegaba en las vacaciones de Navidad, sí que veía los sabañones, ya agrietados, en las manos de mi madre. Lo veía, porque, además de a su madre, también tenía que servirlo a él en la mesa y tenía que lavar y planchar su ropa. Y jamás, jamás, salió de su boca una palabra en favor de su prima. Únicamente mejoraba la situación de la muchachita cuando aparecía su tío político. Entonces, la señora participaba en las tareas de la casa y, entre otras cosas, la muchachita comía con ellos en la misma mesa. Pero mi madre casi temía aquellas apariciones, porque, cuando el tratante de ganado se iba, las vejaciones de la señora se acentuaban, se sucedían las broncas por cualquier minucia y hasta llovía alguna que otra bofetada.
Aquel calvario concluyó cuando mi madre cumplió diecisiete años. Sólo entonces encontró el valor necesario para escapar de casa de su tía y regresar con su madre, que para colmo no vivía nada lejos. Poco después la famllia se trasladó a Córdoba, donde los dos hijos mayores podían encontrar mayor estabilidad en su trabajo. Pero, al vivir tanto tiempo apartada de ellos, mi madre fue ya siempre el patito feo entre sus hermanos. 
Semana Santa. Viernes Santo. Pensar no sólo cuesta, sino que también duele. Al pensar caemos en la cuenta de cosas que nos conmueven, que nos inquietan e incluso que nos dejan sin el basamento que hasta entonces sustentaba nuestra vida. Pensar duele y los seres humanos tendemos a huir del dolor. Mi madre era analfabeta, pero pensaba. A leer y a escribir la enseñé yo allá por mis trece años. No era muy religiosa, pero sí creyente. No obstante cuando aprendió y consiguió leer con soltura, siguieron sin gustarle las procesiones de Semana Santa. No entendía que las autoridades eclesiásticas permitieran aquel derroche de platas y de oros y aquel exhibicionismo de pìedad y de penitencia, que siempre le parecieron falsas. ¿No había pedido Jesús a sus seguidores que no hicieran como los fariseos, que se ponían en el centro del templo a darse golpes de pecho y pedir a gritos piedad?, le oí comentar más de una vez a una vecina que pensaba más o menos lo mismo que ella.
No, a mi madre no le gustaba la Semana Santa. Y eso que la pobre mía no llegó a ver la parafernalia de verdaderos lujos que ofrecen hoy pasos e imágenes, la parafernalia de los costaleros, de las estrambóticas carreras oficiales o de cómo el acontecimiento se ha convertido exclusivamente en un espectáculo turístico, en el que cuentan, sobre todo, el número de pernoctaciones en los hoteles y los salmorejos y flamenquines que se sirven en los restaurantes.

Imágenes: Pinturas de Pablo Picasso.

miércoles, 6 de abril de 2022

EGOTISMO

El egotimos es la caracteristica o propiedad que tiene una persona, hombre o mujer, que en el noventa y cinco o más por ciento de las ocasiones sólo habla de sí mismo y/o de sus cosas.
El egotismo está cerca del egoísmo, aunque, dado que al egotista no le interesan los bienes ajenos, ni tangibles ni intangibles, puede en muchas ocasiones mostrarse o aparecer como generoso. Lo que sí es cierto es que el egotismo es bastante más sutil que el egoísmo y, aunque parezca contradictorio, también más ostensible. El egoísta puede serlo perfectamente en la sombra, calladamente y, por tanto, pasar desapercibido, al menos por un tiempo; al egotista, en cambio, se le descubre enseguida, por lo que no pasa desapercibido jamás.
Salvo los niños, que son inocentemente egoístas, el egoísmo se practica siempre con plena consciencia de lo que se hace. El egotista, por el contrario se despreocupa de los demás generalmente de forma inconsciente. Esta circunstancia, que puede advertir fácilmente todo el que tenga contacto con un egotista, dificulta, cuando no impide por completo, el reconocimiento por parte del egotista de lo que no deja de ser un defecto. Y bastante grave.
Usted, señora, pongamos por caso, va a la peluquería y, siguiendo la recomendación de su peluquera, cambia su corte de pelo, su color y su peinado, de modo que transforma radicalmente su aspecto. Ahora está usted más guapa, qué duda cabe, pero, sobre todo, mucho más llamativa. De hecho, en el camino de la peluquería a su casa se ha cruzado con varios vecinos y conocidos y todos, tanto hombres como mujeres, la han felicitado, y todos  parecían sinceros.

Sin embargo, cuando llega usted a su casa, su marido no sólo no le hace ni un comentario, sino que, aficionado como es al aeromodelismo, se pone a enseñarle el último modelo de avión que está construyendo, explicándole uno a uno todos los pasos de la construcción y cómo espera que vuele.Y, todavía, en el colmo de los colmos, si usted muestra algún síntoma de hastío, cansada como está de tantas peroratas más o menos como aquella, el elemento va y dice: "Te aburres, ¿verdad? Es que nunca me prestas atención porque no te interesa lo que yo hago, si me la prestaras seguro que no te aburrirías."
O, al revés: usted, caballero acude al psiquiatra porque hace tiempo que padece insomnio y no duerme más allá de dos o tres horas diarias y cuando vuelve, su señora aficionada a los gatos, de los que tiene dos en la casa, no le pregunta absolutamente nada acerca de cómo le ha ido, porque fue usted sólo, sino que le cuenta con todo lujo de detalles que uno de los gatos, el negro con una mancha blanca en la frente, al que llama con el originalísimo nombre de Miau, le cuenta que lo ve triste desde aquella mañana y que tendrá que llevarlo al veterinario, no fuera a ser que el animalito estuviera entrando en una depresión y bla, bla, bla... Imparable. Y pasa un día y pasan dos y usted empieza el tratamiento que le recetó el psiquiatra y aquello parece que funciona y ya, de repente, en lugar de estar despierto y deambulando por la casa dos o tres o cuatro horas antes que ella, duerme usted como un tronco cuando su señora se despierta y ella ni se extraña ni nada, ni siquiera se para a pensar que a lo mejor está usted muerto y se ha librado de su verborrea, sino que se pone a juguetear con Miau, que se ha pasado la noche en la cama. Y cuando al fin usted se despierta, lo que te dice es: "Mira, dormilón, lo contento que está ahora Miau, se ve que lo que le mandó el veterinario le está haciendo efecto. ¡Qué alegría!, ¿no?" Y bla, bla, bla de nuevo, hasta que te sales de la cama con la cabeza como un bombo y acordándote ligeramente de más de uno de sus antepasados.
¡Egotismo! El egotista es aquel individuo que te encuentras por la calle después de un buen puñado de años y nada más verte, te coge del brazo y se lanza: "Hombre, Blas, a ti tenía yo ganas de verte. ¿Sabes?, el día tal y tal, a tal hora y en tal sitio inauguro una exposición de mis pinturas de los últimos cinco años (hace más de diez que no lo ves) Son cuadros completamente nuevos y con un estilo nuevo también, porque ya estaba cansado de pintar siempre... y bla, bla, bla, bla, bla, bla... Como si hubieras tomado café con él cualquier día de la última semana. Y tú tratando de meter baza para interrumpirlo y salir pitando. Inútil empeño, porque el fulano ni te mira, habla y habla de sí mismo y de lo que hace como un robot al que hubieran programado para no parar hasta que se le agotara la bateria. Y cuando tú, mandando la educación al carajo, estás a punto de estallar, va el nota, que ni siquiera se da cuenta de tu estado, y remata: "Bueno, que te espero en la sala , ya sabes, el próximo viernes a las 8,30 de la tarde, de la tarde, no se te vaya a ocurrir presentarte por la mañana, que ya sabemos que tú con tu insomnio duermes menos de lo que para el tren en Villarrubia, el viernes, que no se te olvide." Y el tipo sale pitando sin decirte ni adiós, mientras a ti se te queda una cara de imbécil que ni a pasar delante de un escaparate te atreves, no vaya a ser que se te ocurra mirarte en la luna.
De corazón te lo digo, si eres uno de los amables lectores que se acercan a este blog y lees esta entrada: que el destino te libre de un o una egotista, porque como lo o la tengas cerca, no digamos ya en la misma casa, terminarán agriándosete hasta los isquiotibiales.