Y vamos a hablar claro.
Treinta pares de orejas enhiestas, como las de las liebres. Universidad Laboral de Córdoba. Colegio Gran Capitán. Último curso. Dieciocho años más o menos y calientes a todas horas más que la chimenea de un alto horno. Primavera. A través de los amplios ventanales, el cielo azul y la espesa arboleda del parque que se extendía a lo largo de los colegios. Bandada de escandalosos gorriones persiguiéndose entre las ramas de los árboles, machos detrás de hembras, seguro, que ya estarían hechos los nidos para la nueva descendencia. El biscuter de Pérez Lubián, el profesor de matemáticas aparcado en el borde de la acera. Un espectáculo verlo subir y, mucho mejor, bajar del vehículo, con su esplendorosa humanidad de unos ciento cuarenta kilos, por lo menos. Hasta apuestas hacíamos para ver cuándo se quedaba atascado y tenía que entrar a clase con el cochecito de juguete a modo de salvavidas. ¡Qué grande era! ¡Y qué gordo! El profesor. Se ponía a explicar de cara a la pizarra tapando lo que escribía con su formidable orondez. Cuando terminaba volvía la cabeza, sólo la cabeza, y preguntaba: ¿Os habéis enterado? Y nosotros. ¡Sííííííí! Y el muy... borraba toda la explicación sin darnos tiempo no ya a copiarlo, sino ni siquiera a verlo.
Pero a lo que íbamos, que se nos va el santo al cielo.
Pronto saldréis a la vida, empezaréis a trabajar os echaréis novia, formaréis una familia.
Clase de religión. Profesor, el padre Zabalza, un dominico no muy alto, pero bien conformado, apuesto, guapetón, buen pelotero y con fama de ligón entre la legión de limpiadoras y cocineras que atendían al servicio, gran parte de ellas lindas muchachas en flor. Aunque el verdadero ligón era el hermano... ¡Vaya! ¡Olvidé su nombre! Un tipo verriondo, al que llamábamos El Bombilla, porque la tonsura natural le abarcaba toda la cabeza, a excepción de una tirilla de pelo que le recorría la nuca de oreja a oreja, y que iba detrás de las muchachas mayorcitas, veinticinco, treinta años como mucho, como los becerros detrás de la teta de su madre.
¿Pero vamos o no vamos?
Trabajar ya éramos bastantes los que lo hacíamos, en verano, en las más diversas ocupaciones. Novia no eran pocos los que la tenían. Más de uno y más de dos había ido de putas, ellos mismos lo contaban. A ver por donde nos salía el buen dominico.
Aquella novia con la que terminaríamos casándonos iba a ser la mujer más importante de nuestra vida. Tan importante como nuestra madre, circunloquiaba el fraile. Por ello teníamos que poner el mayor cuidado en elegirla. La belleza, la simpatía, constituían aspectos positivos, pero ni mucho menos los más relevantes. La importancia de aquélla se encontraba en que sería la madre de nuestros hijos, sublime motivo por el que deberíamos valorar ante todo sus cualidades morales. Debería ser noble, recta, con una gran capacidad de sacrificio y de amor. Una mujer, en resumen, como nuestra madre, ya lo había dicho. O, mejor aún, como la Virgen María, capaz de renunciar a los atractivos mundanos para entregarse por entero a la tarea de alumbrar y cuidar al Salvador del mundo.
Vale, bien, muy bien, ¿pero y el sexo?. ¿no era de eso de lo que íbamos a hablar?
Tranquilos, muchachos, la impaciencia es la madre de la mayoría de los errores humanos.
A través de las ventanas, las hojas de las catalpas, de un verde más bien fofo, la agujas de los abetos, los ramos preciosos de las adelfas, blancos, amarillos, fucsia. Por el centro de la calzada, meditabundo, el profesor de Formación del Espíritu Nacional, un imbécil absoluto, pelo blanco, camisa azul, al que se le saltaban las lágrimas cada vez que nombraba a José Antonio, y lo nombraba algo así como doce o catorce veces por clase de cincuenta minutos.
Nada, que se nos va el santo al cielo y no estamos en lo que estamos. El dominico perorando a sus anchas desde la cumbre de la tarima. Las mujeres son flores delicadas, decía en aquel momento, todos ya cansados de escuchar perogrulladas y deseando que la clase terminara. A una mujer, continuaba con su sermón el pelotero, no había que preguntarle por el seso, por la inteligencia, sino por su decoro, su modestia, su honestidad, por sus dotes para dirigir y administrar un hogar. Lo que las mujeres buscaban en los hombres no era tanto amor como seguridad, fortaleza, una sombra bajo la que cobijarse. Esto era, en primer lugar, lo que las diferenciaba de nosotros. Ahora bien, el amor era necesario, constituía la argamasa primera que sellaba la unión perpetua de una pareja.
Pero bueno, vamos a ver, ¿hay sexo o no hay sexo?
Ahora va, ahora va.
Los hombres éramos rudos, las mujeres delicadas. Esto era necesario que lo comprendiéramos para saber cómo teníamos que tratarlas. Nosotros éramos el ímpetu, el dinamismo, ellas, por el contrario, la pasividad, la calma. La tensión se apoderaba de nosotros con harta frecuencia. Las mujeres en cambio, eran como el mar, tenían sus mareas al ritmo que les marcaba una naturaleza mucho más tranquila. En una palabra, éramos más ardientes que ellas, motivo por el que corríamos el riesgo de importunarlas con nuestras exigencias, hasta el punto de poner en riesgo no la unión de la pareja, porque el matrimonio era para toda la vida, pero sí la paz y la armonía del hogar. Debéis saber, la voz ahora claramente aflautada del fraile, debéis saber y tenerlo muy presente en el futuro que, después de la unión conyugal, una mujer tarda dos meses e incluso más en tener deseo de nuevo.
¿Qué, cómo, cuándo, dónde? Un coro de voces repentinamente excitadas. ¿Dos meses? ¿Qué decía el padre cura?
Dos meses. He dicho dos meses, sí. O más. Y durante ese tiempo el hombre debe respetarla y mantenerse casto hasta que ella esté propicia otra vez.
¡Pero bueno! ¿Quién? ¿Por qué? ¿De qué manera? Un revuelo de preguntas, de opiniones, de quejas, alguna maldición por lo bajo. Y, por encima: una voz, la de un asturiano recio, un hombre ya, con cara y voz y modales de hombre, pero, quizás, con la inocencia de un adolescente: ¿Dos meses acostado junto a una mujer y sin poder tocarla? ¡No es justo! Usted lo tiene más fácil, a fin de cuentas, usted duerme solo.
El fraile sonrió, alzó la mano como para pedir silencio y responder al asturiano. Pero en aquel momento sonó el timbre que indicaba el final de la clase y lo que hizo fue despedirse y abandonar el aula hasta el próximo día. Las clases prosiguieron hasta el final del curso, pero, aunque se lo insinuamos en más de una ocasión, nunca más se volvió a hablar del tema.
Así estaban las cosas entonces. No sé, pero creo que, a pesar de las apariencias, en el fondo, el asunto ha variado poco.
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