domingo, 29 de septiembre de 2024

Y AHORA VAMOS A HABLAR DE SEXO

Y vamos a hablar claro.
Treinta pares de orejas enhiestas, como las de las liebres. Universidad Laboral de Córdoba. Colegio Gran Capitán. Último curso. Dieciocho años más o menos y calientes a todas horas más que la chimenea de un alto horno. Primavera. A través de los amplios ventanales, el cielo azul y la espesa arboleda del parque que se extendía a lo largo de los colegios. Bandada de escandalosos gorriones persiguiéndose entre las ramas de los árboles, machos detrás de hembras, seguro, que ya estarían hechos los nidos para la nueva descendencia. El biscuter de Pérez Lubián, el profesor de matemáticas aparcado en el borde de la acera. Un espectáculo verlo subir y, mucho mejor, bajar del vehículo, con su esplendorosa humanidad de unos ciento cuarenta kilos, por lo menos. Hasta apuestas hacíamos para ver cuándo se quedaba atascado y tenía que entrar a clase con el cochecito de juguete a modo de salvavidas. ¡Qué grande era! ¡Y qué gordo! El profesor. Se ponía a explicar de cara a la pizarra tapando lo que escribía con su formidable orondez. Cuando terminaba volvía la cabeza, sólo la cabeza, y preguntaba: ¿Os habéis enterado? Y nosotros. ¡Sííííííí! Y el muy... borraba toda la explicación sin darnos tiempo no ya a copiarlo, sino ni siquiera a verlo.
El biscuter
Pero a lo que íbamos, que se nos va el santo al cielo. 
Pronto saldréis a la vida, empezaréis a trabajar os echaréis novia, formaréis una familia.
Clase de religión. Profesor, el padre Zabalza, un dominico no muy alto, pero bien conformado, apuesto, guapetón, buen pelotero y con fama de ligón entre la legión de limpiadoras y cocineras que atendían al servicio, gran parte de ellas lindas muchachas en flor. Aunque el verdadero ligón era el hermano... ¡Vaya! ¡Olvidé su nombre! Un tipo verriondo, al que llamábamos El Bombilla, porque la tonsura natural le abarcaba toda la cabeza, a excepción de una tirilla de pelo que le recorría la nuca de oreja a oreja, y que iba detrás de las muchachas mayorcitas, veinticinco, treinta años como mucho, como los becerros detrás de la teta de su madre.
¿Futura novia?
¿Pero vamos o no vamos?
Trabajar ya éramos bastantes los que lo hacíamos, en verano, en las más diversas ocupaciones. Novia no eran pocos los que la tenían. Más de uno y más de dos había ido de putas, ellos mismos lo contaban. A ver por donde nos salía el buen dominico.
Aquella novia con la que terminaríamos casándonos iba a ser la mujer más importante de nuestra vida. Tan importante como nuestra madre, circunloquiaba el fraile. Por ello teníamos que poner el mayor cuidado en elegirla. La belleza, la simpatía, constituían aspectos positivos, pero ni mucho menos los más relevantes. La importancia de aquélla se encontraba en que sería la madre de nuestros hijos, sublime motivo por el que deberíamos valorar ante todo sus cualidades morales. Debería ser noble, recta, con una gran capacidad de sacrificio y de amor. Una mujer, en resumen, como nuestra madre, ya lo había dicho. O, mejor aún, como la Virgen María, capaz de renunciar a los atractivos mundanos para entregarse por entero a la tarea de alumbrar y cuidar al Salvador del mundo.
Capacidad de sacrificio
Vale, bien, muy bien, ¿pero y el sexo?. ¿no era de eso de lo que íbamos a hablar?
Tranquilos, muchachos, la impaciencia es la madre de la mayoría de los errores humanos.
A través de las ventanas, las hojas de las catalpas, de un verde más bien fofo, la agujas de los abetos, los ramos preciosos de las adelfas, blancos, amarillos, fucsia. Por el centro de la calzada, meditabundo, el profesor de Formación del Espíritu Nacional, un imbécil absoluto, pelo blanco, camisa azul, al que se le saltaban las lágrimas cada vez que nombraba a José Antonio, y lo nombraba algo así como doce o catorce veces por clase de cincuenta minutos.
Nada, que se nos va el santo al cielo y no estamos en lo que estamos. El dominico perorando a sus anchas desde la cumbre de la tarima. Las mujeres son flores delicadas, decía en aquel momento, todos ya cansados de escuchar perogrulladas y deseando que la clase terminara. A una mujer, continuaba con su sermón el pelotero, no había que preguntarle por el seso, por la inteligencia, sino por su decoro, su modestia, su honestidad, por sus dotes para dirigir y administrar un hogar. Lo que las mujeres buscaban en los hombres no era tanto amor como seguridad, fortaleza, una sombra bajo la que cobijarse. Esto era, en primer lugar, lo que las diferenciaba de nosotros. Ahora bien, el amor era necesario, constituía la argamasa primera que sellaba la unión perpetua de una pareja.
Modelo de modestia
Pero bueno, vamos a ver, ¿hay sexo o no hay sexo?
Ahora va, ahora va.
Los hombres éramos rudos, las mujeres delicadas. Esto era necesario que lo comprendiéramos para saber cómo teníamos que tratarlas. Nosotros éramos el ímpetu, el dinamismo, ellas, por el contrario, la pasividad, la calma. La tensión se apoderaba de nosotros con harta frecuencia. Las mujeres en cambio, eran como el mar, tenían sus mareas al ritmo que les marcaba una naturaleza mucho más tranquila. En una palabra, éramos más ardientes que ellas, motivo por el que corríamos el riesgo de importunarlas con nuestras exigencias, hasta el punto de poner en riesgo no la unión de la pareja, porque el matrimonio era para toda la vida, pero sí la paz y la armonía del hogar. Debéis saber, la voz ahora claramente aflautada del fraile, debéis saber y tenerlo muy presente en el futuro que, después de la unión conyugal, una mujer tarda dos meses e incluso más en tener deseo de nuevo.
¿Qué, cómo, cuándo, dónde? Un coro de voces repentinamente excitadas. ¿Dos meses? ¿Qué decía el padre cura?
Dos meses. He dicho dos meses, sí. O más. Y durante ese tiempo el hombre debe respetarla y mantenerse casto hasta que ella esté propicia otra vez.
¡Pero bueno! ¿Quién? ¿Por qué? ¿De qué manera? Un revuelo de preguntas, de opiniones, de quejas, alguna maldición por lo bajo. Y, por encima: una voz, la de un asturiano recio, un hombre ya, con cara y voz y modales de hombre, pero, quizás, con la inocencia de un adolescente: ¿Dos meses acostado junto a una mujer y sin poder tocarla? ¡No es justo! Usted lo tiene más fácil, a fin de cuentas, usted duerme solo.
¿Se reirían del dominico?
El fraile sonrió, alzó la mano como para pedir silencio y responder al asturiano. Pero en aquel momento sonó el timbre que indicaba el final de la clase y lo que hizo fue despedirse y abandonar el aula hasta el próximo día. Las clases prosiguieron hasta el final del curso, pero, aunque se lo insinuamos en más de una ocasión, nunca más se volvió a hablar del tema.
Así estaban las cosas entonces. No sé, pero creo que, a pesar de las apariencias, en el fondo, el asunto ha variado poco.

Imágenes: Internet

martes, 24 de septiembre de 2024

EL CRISTO DE CABRA

Don Jerónimo Sanvitores de la Bastilla (1596-1677), segundo marqués de la Rambla, fue un caballero burgalés, que, entre otras cosas, ejerció de alcalde de su ciudad natal. En 1645, como procurador en Cortes, fue testigo del juramento del Príncipe Baltasar Carlos, heredero de los reinos de España, que fallecería un año más tarde. Don Jerónimo fue también caballero de Santiago y familiar de la Inquisición. En 1636, Felipe IV lo nombró Corregidor de Guadix, entonces una ciudad de gran importancia, sede episcopal, que sigue conservando hoy.
Cristo de Burgos
Don Jerónimo era muy devoto de un crucificado que por aquel entonces se veneraba en el convento de San Agustín de su ciudad natal, al que se conocía y se conoce como Cristo de Burgos. Se trata de un crucificado de autor anónimo, tallado en el siglo XIV, en Flandes o en Alemania, con la cabeza caída sobre el hombro derecho, larga melena y brazos articulados. Aunque lo que lo distingue claramente de los demás es que en lugar de perizoma o paño de pureza lleva una falda que le cubre hasta las pantorrillas. 
Tan devoto era el caballero, que guardaba en su casa un cuadro pintado reproduciendo la figura del Cristo. Una vez instalado en Guadix, ordenó que, junto con sus pertenencias, le enviaran también el cuadro. Este tipo de transporte se hacía entonces en carretas tiradas por bueyes o por mulos y solían organizarse en caravanas controladas por carreteros. Los caminos no eran fáciles y, además, solían estar infestados de bandoleros. Todavía no estaba abierto el paso de Despeñaperros, por lo que de Burgos a Guadix había que dar un rodeo por la Vía de la Plata hasta alcanzar la ciudad de Úbeda y desde aquí, bajar bordeando Sierra Mágina, más o menos por lo que hoy es la carretera A-401, para entrar en el reino de Granada, un recorrido de cerca de mil kilómetros.
El cuadro
Para más contrariedad, el viaje se realizaba en invierno y en varios tramos los carreteros se habían topado con nieve, aparte del barro y de las lagunas que, en ocasiones, inundaban las sendas. Un viaje largo y penoso, interminable, que había que realizar en etapas más bien cortas, más que nada, para darles descanso a las bestias. Aún así, tanto las bestias como los hombres no estaban exentos de percances. 
Pasada ya Úbeda y bordeando Sierra Mágina, el 20 de enero de 1637, en un lugar conocido como Nicho de la Legua reventó uno de los mulos, por lo que los carreteros decidieron hacer noche en Cabrilla, una pequeña población enclavada en la falda del cerro de San Juan a escasa distancia del lugar Pernoctaron en el mesón que regían un tal Juan Salas y su mujer, María Rienda. Esta mujer tenía la mano izquierda paralizada y, al ver el cuadro del Cristo, se encomendó a él, recuperando inmediatamente la movilidad de la mano.
Cabra del Santo Cristo
El milagro se propagó como el fuego en un pajar y tal fervor acometió a los vecinos del pueblo, que el cuadro ya no salió de él. Más aún, don Jerónimo terminó viviendo en el pueblo, que, a partir de entonces, pasó a llamarse Cabra del Santo Cristo, allí levantó casa y participó activamente en la construcción de la Iglesia de Nuestra Señora de la Expectación, donde se encuentra el cuadro actualmente. La población se convirtió en uno de los lugares de peregrinación más importantes de Andalucía, pues, según se cuenta, la imagen no cesó de hacer milagros, hasta que un buen día, mucho tiempo después, se secó el manantial.
Esta, naturalmente, en lo que a los milagros se refiere, no es más una leyenda, pero ante leyendas como esta, que se repiten numerosamente en España, ¿se puede seguir afirmando, como hacen tantos, que, a diferencia de griegos y romanos, las imágenes constituyen para los cristianos una mera representación?

Imágenes: Primera y tercera del blog: Jaén desde mi atalaya.
La cuarta, de la Web del Ayuntamiento de Cabra del Santo Cristo
La del Cristo, de Internet.

miércoles, 18 de septiembre de 2024

LA NECESIDAD DE LA FE

Bertrand Russell (1872-1970), filósofo, matemático, escritor y premio nobel de literatura, era un reconocido ateo. En cierta ocasión le preguntaron qué le diría a Dios si, tras su muerte, comprobaba que, efectivamente, existía. La respuesta de Russell fue tan sencilla como clara: "Le diría que no era evidente."
Digámoslo tan claramente como Russell: no hay una sola prueba de la existencia de Dios. Por no haber, no hay ni siquiera una mínima evidencia. Puede que la existencia del mundo, del universo, sea inexplicable o muy difícil de entender y, por tanto, de aceptar por la vía de la evolución. Pero trasladar su existencia a la creación por parte de Dios no lo hace más inteligible, lo que se consigue con ello es trasladar el problema, porque la pregunta que surge de forma inmediata es: ¿Y a Dios quién lo creo? Las religiones responden que Dios existe desde siempre. Bien, puede ser, ¿pero qué impedimento hay para que, en lugar de Dios, al que hay que recurrir, sea el universo, incluida la Tierra, el que exista desde siempre en sus diferentes y sucesivos estados?
Poner la existencia del mundo en manos de Dios, cuando no tenemos de Él la menor prueba, conduce, inexorablemente, a la necesidad de creer. La práctica de la religión exige la fe por parte del fiel. Sin fe, en realidad, no hay religión, una fe que, para colmo, en el cristianismo, al menos, es gracia que Dios, de cuya existencia no tenemos pruebas, repitámoslo, concede al creyente potencial.
El cristianismo, para centrarnos en la religión dominante en nuestro país, nace a partir de la figura de Jesús de Nazaret, del que los evangelios cuentan que murió y resucitó, y al que la Iglesia denomina Cristo, una palabra de origen griego que viene a significar El Ungido. Los evangelios cuentan mucho más, aunque, para empezar no puede decirse que haya unanimidad entre los distintos textos ni contradicciones y relatos increíbles en el interior de cada uno de ellos. Pero hay algo más importante aún: A pesar de los evangelios, los cuatro autorizados por la Iglesia y otro buen número considerados apócrifos, esto es, falsos o de muy dudosa veracidad para la Iglesia, no hay pruebas fehacientes de la existencia real de Jesús. 
Yo sé que más del noventa y nueve por ciento de los historiadores y eruditos que han estudiado el asunto dan por cierta su existencia, con distintas justificaciones. Antonio Piñero, por ejemplo, sin duda, el historiador que en España mejor conoce la época y los textos y uno de los más prestigiosos del panorama internacional, afirma que, históricamente y grosso modo, los evangelios responden a la verdad, porque cuentan cosas que van contra el propio cristianismo, es decir, hablando llanamente, que los evangelistas tiran piedras contra su propio tejado. Ahora bien, Antonio Piñero no es novelista y no conoce las dosis de imaginación y hasta de mala leche que puede derrochar un novelista para embrollar una historia, con objeto de darle verosimilitud.
Pero más allá de la creencia tanto de Antonio Piñero como del resto de los eruditos, hay en los evangelios ciertos pasajes que, en relación con la existencia real de Jesús, a mí me llenan de perplejidad. Uno de ellos es el de la entrada triunfal en Jerusalén, hecho que la Iglesia conmemora en el Domingo de Ramos. Lo cuenta Mateo (21, 8-10): Jesús montaba un borriquillo, que nadie había montado antes y "la gente, muy numerosa, extendió sus mantos por el camino; otros cortaban ramas de los árboles y las tendían por el camino. Y la gente que iba delante y detrás de él gritaba: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas! Y al entrar él en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. ¿Quién es este?, decían. Y la gente respondía: Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea." Y, poco después, se produce la expulsión de los mercaderes del templo.
Es decir, estamos ante un suceso público de gran magnitud para la época, que conmueve no a cualquier ciudad, sino a Jerusalén, el centro histórico del judaísmo y más especialmente en aquellos momentos, ¡y nadie, absolutamente nadie, salvo los evangelistas, cuentan nada al respecto!, ni siquiera Josefo, el gran historiador judío, tan minucioso.
A partir de aquí y hasta la muerte y la pretendida resurrección es ya imprescindible la fe, pero fe no en Jesús, que no dejó nada escrito, sino en los evangelistas, hombres como tú y como yo, con unos intereses específicos que los empujan a escribir, cada uno por su cuenta, una historia que sólo ellos pueden saber cuánto de verdad y cuanto de invención o de exageración hay en ella, hombres que, además, ni siquiera fueron discípulos de Jesús.
Y toda la historia coronada por la inverosímil resurrección, tan difícil, si no imposible, de creer para cualquier persona que se detenga un momento a pensarlo, sobre todo, si se añade que la resurrección propiamente dicha no se relata, lo que se relata es que cuando unas mujeres llegaron para ungir el cadáver encontraron la tumba vacía. Es decir, hay que creer, una vez más, y para creer es necesario renunciar a la razón, como sostienen, entre muchísimos otros, personajes tan dispares como San Agustín y Lutero. 
Ya mucho tiempo antes de estos dos, sobre todo del segundo, Tertuliano (160-220) había soltado una primera frase realmente explosiva: "Creo porque es absurdo." Y, absurdo sí que es, más si se añade que, tras la resurrección, Jesús no se muestra públicamente, como sería lo lógico, que menos que presentarse ante pilatos y decirle: Me habéis matado, pero, como puedes ver, aquí estoy, he vencido a la muerte, he resucitado. No se muestra a las multitudes que, según los evangelistas, lo seguían y para las que, sin duda, habría supuesto una enorme alegría encontrárselo de nuevo. Sólo se aparece a unas pocas y desperdigadas personas y no como un hombre, sino más bien como un ectoplasma. Si la secuencia es real, si sucedió como lo cuenta el evangelista, entonces, ¿qué quieren que les diga?, a mí tal inhibición, que obliga necesariamente a creer, me parece ya hasta mala leche, porque, según la propia enseñanza cristiana, no estamos aquí por capricho, sino porque hemos sido creados por Dios, es decir, por el propio Jesús en su faceta divina.
Todo esto lo que prueba realmente, al menos para mí, es que de la existencia histórica de Jesús no hay más pruebas que las contenidas en los evangelios y cabe recordar que, aparte de estar escritos por sus seguidores, los ejemplares más antiguos que existen datan del siglo IV y son todos copias de copias.

Imágenes.- Internet.
 

martes, 10 de septiembre de 2024

EL FRUTO DEL DESEO

Allá vamos
Siempre que filósofos, escritores, pensadores e intelectuales en general tratan el problema del mal se centran exclusivamente en el ser humano, bien como individuo particular, bien como miembro más o menos insignificante de la humanidad.
Leyéndolos, da la impresión de que concibieran al ser humano como un espécimen corpóreo y, al mismo tiempo, etéreo, fuera o muy por encima del mundo que se ve obligado a habitar. Ninguno, en general, parece advertir que en este mundo existen otros habitantes además de los seres humanos, otras vidas además de la de éstos. Del mismo modo, tampoco parecen advertir que tanto el Bien como el Mal constituyen el sustrato, la raíz y la base de este mundo, situados ambos a la misma altura y dotados de idéntico dinamismo. Así, la vida, considerada como un bien, necesita inevitablemente de la muerte para mantenerse, que no hay vida sin muerte y que todo lo sintiente está sometido a este hecho brutal, que se produce bien lejos de la voluntad de los individuos.
¿Puede escapar el ser humano de este marco que, de haber sido creado por un dios, es imposible que se trate de un dios bueno? Evidentemente, no puede. En los últimos tiempos vivimos tan alejados de la Naturaleza que la mayoría ha llegado a creer que estamos fuera de ella. Sin embargo, por más que la idea repudie a muchos y se nieguen a aceptarla, el ser humano es también un animal, forma parte del reino animal y como cualquiera de ellos, se ve obligado a matar para vivir. Sí, también los vegetarianos, pues, aunque no animales, ellos no comen piedras, sino que se alimentan de vida vegetal.
Aquí, llenando el buche
Todos los afanes y todas las desdichas del ser humano nacen aquí, aquí tienen su raíz y su fundamento, de aquí parten como flechas envenenadas que resulta imposible evitar. El empeño de la filosofía y, por extensión de la cultura, consiste no tanto en la misión imposible de superar este hecho, sino de disfrazarlo, de envolverlo en velos más o menos sutiles, de manera que nos pase lo más desapercibido posible. Y esto es lo que se consigue centrando el problema del mal exclusivamente en el ser humano, de tal modo que sólo se contempla desde el punto de vista moral, es decir, de las relaciones de los seres humanos entre sí y, sobre todo, para la mayoría de los filósofos, que no dudan de su existencia, de la relación de los seres humanos con Dios.
Uno de esos velos, utilizado por buena parte de los filósofos, es el que sitúa el origen del mal en el deseo. Si nos detenemos un momento, veremos que este es un velo, como mínimo, sorprendente, pues la vida humana es inimaginable sin la existencia del deseo, casi todo en nuestra vida es fruto de él, un deseo que no tiene por que ser, y casi nunca lo es, consciente. Había por ahí un cuento, cuyos título y autor he olvidado, en el que a un caballero se le aparece un genio y le dice que está enteramente a su servicio para concederle absolutamente todos sus deseos. Como no podía ser de otro modo, el caballero se ilusiona y pide tres cosas que de lo más previsibles: un palacio para vivir, dinero en abundancia y una mujer bonita y amorosa. ¡Zas!, dicho y hecho, en una fracción de segundo el caballero recibe los tres deseos. 
Cumpliendo deseos
El problema, sin embargo, no ha hecho más que empezar, porque a partir de ese momento, lo mismo que en un bombardeo, el caballero va recibiendo casi todo lo que va pasando por su mente. Piensa en comer, porque tiene hambre, y, ¡zas!, una mesa llena de viandas; piensa que debería cambiar de caballo y, ¡toma ya!, una cuadra llena; piensa en pasar un rato leyendo y, ¡allá va!, una librería entera para él. Al final, el caballero se vuelve medio loco porque pretende algo, si no imposible, sumamente difícil: dejar de pensar. Y es que la mayor parte de nuestros pensamientos, conscientes o inconscientes, conllevan en realidad un deseo.
"La conciencia de sí mismo es el estado de deseo en general", afirma Hegel. Y añade más contundente aún: "la conciencia de sí mismo es Deseo." Es imposible, pues, dejar de desear. Eso es lo que pretende el budismo: dejar la mente en blanco mediante la meditación, entrar en un estado semi cataléptico al que llaman nirvana y que, sin duda, solamente algún privilegiado logrará alcanzar.
Estas no comen
Pero no, a despecho de Buda en Oriente y de la concepción filosófica occidental, no es el deseo el que general el mal y, por tanto, la ruina de ser humano, ni siquiera el deseo erótico, que es cierto que produce no pocas calamidades. El mal se encuentra en la conformación de un mundo en el que los seres animados, y en concreto los seres humanos, tienen la necesidad de comer para mantenerse con vida, una pulsión bastante más fuerte que la del deseo sexual. De manera que, si este mundo lo ha hecho Dios, no ha podido hacerlo peor.