"Qué es la felicidad, salvo la simple armonía entre una persona y la vida que lleva."
De tanto en tanto vuelvo a Camus. Debería no de volver a él, sino tenerlo presente de continuo, más aún en una época en que hasta el más insignificante de los valores se relativiza; todas las opiniones tienen la misma cabida en nuestra sociedad y son valoradas y aceptadas con idéntico patrón, equiparándose, por ejemplo, la necesidad de implantar una justicia verdadera con el más puro y nefasto neofascismo; o la consecución de la igualdad entre el hombre y la mujer con la justificación del abuso sexual, "porque es que ellas van provocando con esos vestiditos y esas actitudes que mantienen al día de hoy." Una situación esta que hace de la vida el gran teatro del cambalache, la mentira y la falsedad intelectual.
Desde mi modesta atalaya de lector, veo en la historia de la humanidad cuatro faros que, aún con importantes defectos, pero con indiscutible honradez, marcan para mí el camino de la ética: Sócrates, Jesús (no Cristo), Gandhi y Camus. Mi preferido, desde luego, es Camus.
Extranjero, como lo somos todos, en un mundo en el que cualquier explicación que no sea estrictamente científica deviene en el absurdo y con su eterno cigarrillo en los labios, Camus se empeñó en vivir más allá de esa irracionalidad y, desde luego, lejos de arrastrarse ante un supuesto Dios cuyos representantes se abonan siempre al palco de los poderosos; se empeñó en vivir como un acto de rebeldía ante la trágica inexorabilidad de nuestro destino, idéntico al de todos los seres sintientes, con la única y descomunal diferencia de que los seres humanos lo conocemos en tanto ellos no. Novelas, teatro, ensayos y artículos periodísticos rezuman el valor de una ética que persigue la justicia como requisito indispensable para la libertad y que no se inclina ni claudica ante ningún poder.
De tan abundante obra, a la que yo más vuelvo es a Cartas a un amigo alemán. Escritas en Francia durante la segunda guerra mundial, cuando el país se encontraba bajo la brutal invasión nazi y él formaba parte de la resistencia francesa. Escritas, por tanto, en la clandestinidad, yo encuentro en ellas lo más representativo del autor. Bastan dos o tres frases de estas cartas para obtener una idea clara de lo que Camus entiende por ética: "Amo demasiado a mi país como para ser nacionalista." Preciosa paradoja que pone de manifiesto la falacia del nacionalismo, que, en realidad, no es otra cosa que supremacismo. "Hay medios que no se excusan y yo quiero amar a mi país y seguir amando la justicia." Ahora que para conseguir un fin vuelve a importar poco o nada los medios para conseguirlo, la aspiración de Camus, en plena guerra, no puede ser más contundente ni más necesaria. "Sigo creyendo que este mundo no tiene sentido superior. Pero sé que algo en él tiene sentido, y ese algo es el hombre." Frase en cierto modo hasta ingenua, si tenemos en cuenta cómo el hombre trata a menudo al hombre, como por ejemplo, en este momento, el sionismo israelí está llevando a cabo un feroz genocidio del pueblo palestino, pero frase que sigue sosteniendo la esperanza de lograr un mundo en el que el hombre, hoy decimos mucho mejor el ser humano, viva en paz y armonía consigo mismo y con los demás.
Cuatro faros y los cuatro murieron violentamente: Sócrates, suicidado; Jesús, ajusticiado; Gandhi, asesinado y Camus en un accidente de automóvil.
"¡Vaya! Por la forma de morir, no parece que el de la ética sea un camino demasiado apetecible", exclamó con su sorna habitual mi amigo Ernesto Caraba cuando le leí estas breves reflexiones.