sábado, 27 de enero de 2024

EL EXTRANJERO

"Qué es la felicidad, salvo la simple armonía entre una persona y la vida que lleva."
De tanto en tanto vuelvo a Camus. Debería no de volver a él, sino tenerlo presente de continuo, más aún en una época en que hasta el más insignificante de los valores se relativiza; todas las opiniones tienen la misma cabida en nuestra sociedad y son valoradas y aceptadas con idéntico patrón, equiparándose, por ejemplo, la necesidad de implantar una justicia verdadera con el más puro y nefasto neofascismo; o la consecución de la igualdad entre el hombre y la mujer con la justificación del abuso sexual, "porque es que ellas van provocando con esos vestiditos y esas actitudes que mantienen al día de hoy." Una situación esta que hace de la vida el gran teatro del cambalache, la mentira y la falsedad intelectual.
Desde mi modesta atalaya de lector, veo en la historia de la humanidad cuatro faros que, aún con importantes defectos, pero con indiscutible honradez, marcan para mí el camino de la ética: Sócrates, Jesús (no Cristo), Gandhi y Camus. Mi preferido, desde luego, es Camus. 
Extranjero, como lo somos todos, en un mundo en el que cualquier explicación que no sea estrictamente científica deviene en el absurdo y con su eterno cigarrillo en los labios, Camus se empeñó en vivir más allá de esa irracionalidad y, desde luego, lejos de arrastrarse ante un supuesto Dios cuyos representantes se abonan siempre al palco de los poderosos; se empeñó en vivir como un acto de rebeldía ante la trágica inexorabilidad de nuestro destino, idéntico al de todos los seres sintientes, con la única y descomunal diferencia de que los seres humanos lo conocemos en tanto ellos no. Novelas, teatro, ensayos y artículos periodísticos rezuman el valor de una ética que persigue la justicia como requisito indispensable para la libertad y que no se inclina ni claudica ante ningún poder.
De tan abundante obra, a la que yo más vuelvo es a Cartas a un amigo alemán. Escritas en Francia durante la segunda guerra mundial, cuando el país se encontraba bajo la brutal invasión nazi y él formaba parte de la resistencia francesa. Escritas, por tanto, en la clandestinidad, yo encuentro en ellas lo más representativo del autor. Bastan dos o tres frases de estas cartas para obtener una idea clara de lo que Camus entiende por ética: "Amo demasiado a mi país como para ser nacionalista." Preciosa paradoja que pone de manifiesto la falacia del nacionalismo, que, en realidad, no es otra cosa que supremacismo. "Hay medios que no se excusan y yo quiero amar a mi país y seguir amando la justicia." Ahora que para conseguir un fin vuelve a importar poco o nada los medios para conseguirlo, la aspiración de Camus, en plena guerra, no puede ser más contundente ni más necesaria. "Sigo creyendo que este mundo no tiene sentido superior. Pero sé que algo en él tiene sentido, y ese algo es el hombre." Frase en cierto modo hasta ingenua, si tenemos en cuenta cómo el hombre trata a menudo al hombre, como por ejemplo, en este momento, el sionismo israelí está llevando a cabo un feroz genocidio del pueblo palestino, pero frase que sigue sosteniendo la esperanza de lograr un mundo en el que el hombre, hoy decimos mucho mejor el ser humano, viva en paz y armonía consigo mismo y con los demás.
Cuatro faros y los cuatro murieron violentamente: Sócrates, suicidado; Jesús, ajusticiado; Gandhi, asesinado y Camus en un accidente de automóvil.
"¡Vaya! Por la forma de morir, no parece que el de la ética sea un camino demasiado apetecible", exclamó con su sorna habitual mi amigo Ernesto Caraba cuando le leí estas breves reflexiones.


miércoles, 17 de enero de 2024

LA BIBLIA EN VERSO

En 1954 el cineasta José Luis Sáenz de Heredia rodó la  película Todo es posible en Granada, con Merle Oberon y Francisco Rabal como protagonistas. Basada libremente en uno de los Cuentos de la Alhambra, de Washington Irvin, el film cuenta las peripecias de una norteamericana que conoce el lugar en el que, en Granada, se encuentra un tesoro escondido por los musulmanes; intenta comprar el terreno, pero el propietario se niega a vender; entonces ella consigue convencerlo para buscar el tesoro juntos y, como no podía ser de otra manera, ambos dos acaban enamorándose el uno del otro.
Aunque se trata de una comedia romántica, en la que cabe casi todo, el título de la película responde punto por punto a la realidad, pues bien cierto es que en Granada es posible cualquier cosa, desde tener un tío, que ni se tiene tío ni se tiene na, hasta que en ella se celebre nada menos que un congreso de verdugos de España, hecho que tuvo lugar en 1974, cuando aún estaba en vigor la pena de muerte. 
Son incalculables las anécdotas que pueden contarse de una ciudad tan bella como romántica. No serán pocos los andaluces que recuerden la Nochevieja de 1995. Aquel año se iban a retransmitir las campanadas que despedían al año viejo y recibían al nuevo desde el reloj del Ayuntamiento, sito en la plaza del Carmen. Desde bastante antes de las doce, la plaza ya estaba de bote en bote y toda Andalucía preparándose para el acontecimiento. Sin embargo, llegada la hora, todo el mundo pudo ver cómo las agujas del reloj pasaban de las doce de la noche y las campanadas no sonaban. Un fallo como este puede ocurrir hasta en las mejores familias, otra cosa es la causa del fallo. ¿Y cuál fue esa causa? El relojero, que había estado quince minutos antes revisando concienzudamente el reloj, tenía la respuesta: el reloj funcionaba perfectamente, sólo que él lo había dejado sin sonido a partir de las doce de la noche, como se hacía durante todo el año ¡para que las campanadas no molestaran a los vecinos!
Tres años antes, la cabalgata de los Reyes Magos pasaría a los anales de la ciudad como, sin duda, la  más estrambótica de su historia. Aquel año el rey Melchor fue el pintor granadino Enrique Padial (1938-2014), artista expresionista, cuya pintura entronca principalmente con la de Valdés Leal, Goya y Gutiérrez Solana. Afincado buena parte de su vida en Madrid, el artista granadino tenía fuertes inquietudes culturales, además de la pintura, prueba de las cuales fue la creación en la capital de España del Aula Cultural de Andalucía, por la que, entre otros, pasaron escritores y poetas de la talla de Buero Vallejo, Cela, José Hierro, Rafael Alberti o Luis Rosales.
Granadino hasta la médula, desde el mismo momento en que el Ayuntamiento le propuso su designación como Rey Melchor, el pintor no cabía en si de gozo. Decidió que su reinado no tendría nada de efímero, sino que sería recordado por mucho, mucho, mucho tiempo. Desde luego, aceptó lo caramelos que el Ayuntamiento tenía dispuestos para cada uno de los Reyes, pero, además y de su pecunio privado, se aprovisionó de todo aquello que le pareció importante para el cumplimiento de su misión. Y así, el día de la cabalgata, desde la altura de su trono, el Rey Melchor, Enrique Padial, tiró, junto a los caramelos multitud de juguetes para los niños y tiró, sobre todo,  jamones, paletillas y pollos, más de cien de los primeros y hasta mil quinientos de los segundos. "¡¡Tomad, tomad, pollicas para Sevilla!", gritaba al tiempo de lanzar los pollos, como una crítica al centralismo sevillano de la Junta de Andalucía de entonces.
Pero si hay algo que seguramente no pudo hacerse más que en Granada fue la escritura en verso de la Biblia Católica. Tan magna como innecesaria obra fue llevada a cabo por el catalán José María Carulla (1839-1919). Nacido en Igualada (Lérida), a los 21 años era ya licenciado en Derecho Civil y Filosofía. Católico radical, pretendió ser zuavo pontificio, antecedente de la actual guardia suiza del papa. Publicó alrededor de 250 libros, aunque la mayor parte de su vida transcurrió en la indigencia, viéndose obligado en más de una ocasión no a vender sus versos, sino a ofrecerlos a cambio de comida. Entre otras, realizó la primera traducción al castellano de La divina comedia. En Granada vivió en una ermita de la Abadía del Sacromonte, cedida por los canónigos que ocupaban el edificio religioso.
Carulla escribió su Biblia en liras, una estrofa castellana compuesta por cinco versos de, respectivamente, cinco, siete, cinco, cinco y siete sílabas, y rimados en rima consonante el primero con el tercero y el segundo con el cuarto y el quinto. Como ejemplo, he aquí una de las estrofas del evangelio de Lucas:
        Los príncipes injustos
        de dichos sacerdotes detestables
        cual también los adustos
        escribas reprobables
        andaban en conjuros formidables
Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, son setenta y tres libros, que el insigne autor transcribió en nada menos que seis mil (6.000) cuartillas, con una copia de las cuales, bien empaquetadas, se trasladó a Roma con el propósito de entregárselas personalmente al papa, León XIII en aquel momento; aunque, en realidad, pretendía obtener una ayuda económica, pues estaba convencido de que con su obra le hacía un magnífico servicio a la Iglesia Católica. Pero todo lo que consiguió Carulla fue ser recibido sólo por el cardenal camarlengo, quien le hizo entrega de la Cruz Pro Ecclesia et Pontífice que le había concedido el papa. Y nada más.
Naturalmente, una obra de semejante extensión, escrita en el mismo tipo de verso, resulta de una extraordinaria pesadez; si, además, se le añade que, dada la dificultad de la estrofa utilizada y la poca habilidad de Carulla, está llena de ripios, la pesadez alcanza cotas realmente delirantes. Quizás por esta razón, el poeta, si así puede llamarse, sólo consiguió publicar cinco de los libros transcritos: el Génisis, el Éxodo, el Levítico, el Libro de Tobías y el Libro de Judith, despertando el cachondeo de la mayor parte de la crítica del país, que llegó a dar como de Carulla versos que el autor jamás había escrito, pero que cuadraban perfectamente con su obra, como aquel terceto que dice:
                   Cristo nació en un pesebre,
                   donde menos se espera
                   salta la liebre.
Precisamente, de la enormidad y la futilidad de la obra del autor catalán, quedó la expresión La Biblia en verso, que se utiliza cuando nos encontramos ante un asunto o tarea farragosos y/o de extensión incalculable.
El manuscrito de toda la obra, así como una copia, lo adquirió el cabildo catedralicio granadino en 1917, por 400 pesetas. Dicho manuscrito se encuentra ahora en la Abadía del Sacromonte y la copia en el seminario de la ciudad.

Fuentes:
Curiosidades Granadinas.- César Girón
La Biblia en verso. Tras los pasos de José María Carulla.- José Antonio Mesa y José Luis Garzón.
Guía de Granada: Rafael Arjona y Lola Wals

Imágenes: El cartel de la película, de Filmaffity
La última, una pintura de Carulla realizada por José Miguel Morcillo, ubicada en el Museo de Bellas Artes de Granada.
El resto de internet.

domingo, 7 de enero de 2024

LA CASA DE LOS CATECÚMENOS

El Papa Pío IV (1559-1565), cuyo nombre real era Juan Ángel Medici, ha pasado a la Historia, principalmente, por reabrir y clausurar definitivamente el célebre Concilio de Trento, del que salió una Iglesia conservadora y opuesta al más mínimo tipo de reforma.
La Historia, sin embargo, suele omitir que una de sus primeras medidas tras su acceso al trono papal fue crear los ghetos en los que debían vivir los judíos que habitaban el Estado pontificio. Decretó, igualmente, que los judíos debían distinguirse de los cristianos mediante una señal amarilla, que los hombres llevarían en el sombrero y las mujeres en el pecho. (Como se ve, Hitler no inventó nada, ya lo había inventado la Iglesia Católica)
En Roma, el gheto se encontraba a orillas del Tiber, en una zona insalubre y propensa a las inundaciones. No lejos de este sitio, en las cercanías del Coliseo, se levantaba la Casa de los Catecúmenos, lugar tenebroso fundado por Pablo III en 1543, destinado exclusivamente a impartir la doctrina cristiana a los judíos que lo desearan. Ahora bien, una norma establecía que cuando un varón judío manifestaba su deseo de convertirse al cristianismo debía llevar consigo a su mujer, si estaba casado, y a sus hijos, si los tenía, y hasta, en su caso, a los nietos. 
Como bien se sabe por la historia de España, una vez bautizados el judío y toda su familia ya no tenían posibilidad de vuelta atrás; sólo tenían ante sí dos caminos: cumplir a rajatabla los preceptos de la Iglesia o la hoguera, en la que acabaron pereciendo muchos de ellos acusados de judaizar, es decir, de seguir practicando su religión, si bien entonces en secreto. 
La Casa de los Catecúmenos aterrorizaba a los judíos romanos, pues no eran pocos, especialmente niños, los que, por una u otra razón, eran llevados allí por la policía papal y nunca más regresaban al gheto ni sus familiares volvían a saber de ellos.
En 1815, doscientos setenta años después de su fundación, siendo papa Pío VII, regía esta Casa el sacerdote Filippo Colonna. Una tarde del mes de octubre, el padre Colonna recibió aviso de que en la portería se encontraba Jeremíah Anticoli, un joven judío que deseaba hacerse cristiano. El procedimiento usual en estos casos consistía en un breve interrogatorio, tras el cual el solicitante era admitido en la Casa. Ahora bien, Jeremiah estaba casado y, además, tenía un hijo de siete meses; su mujer se llamaba Pazienza y su hijo Lázaro; de manera que, si él pretendía hacerse cristiano, su mujer y su hijo debían acompañarlo, le recordó el padre Colonna. Jeremiah firmó el documento que el sacerdote le presentaba y, aquella misma noche, la policía papal entró en el gheto y, tras apoderarse de Pazienza y de Lázaro, los trasladaron a la Casa de los Catecúmenos, no sin vencer el tumulto que organizaron los judíos, despertados bruscamente de su sueño.
Nada más entrar en la Casa, a Pazienza le arrebataron al niño y la encerraron en una habitación. Allí y durante treinta y tres días recibió continuas visitas de catequistas -curas, monjas y hasta el propio padre Colonna-, quienes, tras el correspondiente sermón, le exigían, unas veces con súplicas y otras con amenazas, que abrazara la verdadera fe. Una y otra vez Pazienza se negaba a renegar del judaísmo, la joven madre sólo pedía una cosa: que le permitieran recuperar a su bebé y regresar al gheto.
Comprobando que la obstinación de Pazienza era irreductible, la muchacha fue devuelta a su casa. Unos días más tarde, el 11 de enero de 1816, Jeremiah, su esposo, abandonaba también la casa, arrepentido de su decisión al comprobar que su mujer se había negado a convertirse. El que no volvió con sus padres fue el hijo de ambos. El pequeño Lázaro había sido bautizado un par de días después de su llegada, sin consentimiento paterno ni materno, y, una vez recibidas las aguas sagradas, el nuevo cristiano pasaba a depender exclusivamente de la Iglesia.
De esta lúgubre historia cabe sacar dos conclusiones:
1) Que desde la irrupción del cristianismo, la Iglesia Católica ha sido la primera organización perseguidora de los judíos.
2) Que con lo que éstos han sufrido a lo largo de la historia, cómo es posible que al día de hoy se hayan convertido de víctimas en verdugos y estén masacrando sin compasión a la población de Gaza, incluidos niños de todas las edades.

Imágenes : Internet.