Hace no demasiado tiempo, en una de las entradas que escribí en el desaparecido Cuaderno Escarlata, confesaba que empezaba a sentirme viejo. Bien, hoy no es que me sienta o deje de sentirme viejo, es que lo soy. Y aprovecho la ocasión para decir que todas esas bondades de que hablan acerca de la vejez, la experiencia, la serenidad, la templanza, etc., todas, no son más que un mito con el que tratamos de conformarnos. ¡La vejez es una puta mierda! Es el tramo más turbio de la vida. Ahora bien, hay que vivir, no podemos tirar la toalla, de modo que, aunque la salud no sea tan boyante, no hay que dejar de soñar, de proyectar y de ejecutar.
A los viejos se nos acusa de ser propensos a contar batallitas, porque, cosa por demás curiosa, se nos deteriora la memoria próxima, de modo que, por ejemplo, al caer la tarde no recordamos lo que hemos comido al mediodía, en cambio se nos aviva la memoria lejana y recordamos a la perfección hechos ocurridos hace años y años y años. Sin embargo, lo que yo voy contando de mi familia, y ya he contado algo por aquí, pueden ser batallitas, pero mi intención es que ante todo sean fotografías de una época negra que muchos, sobre todo jóvenes, e incluyo entre los jóvenes hasta a los cincuentones, desconocen, y que parece que muchos también tratan de hacerla revivir (véase lo que el domingo 25-9-2022, fecha infausta, ha ocurrido en Italia)
En 1943, cuando mi padre y mi madre llevaban sólo unos meses de noviazgo, mi padre sufrió un ataque de ciática de tal calibre que lo llevó al entonces llamado Hospital de Agudos, hoy Facultad de filosofía. Allí estuvo ingresado nada menos que ocho meses, si bien los últimos tres, ya bastante mejorado, entraba y salía del hospital cuando le parecía y hasta hizo para la institución algunos trabajos de poco esfuerzo, como restaurar algún cuadro y cosas por el estilo.
Mi padre era el mayor de seis hermanos, cuatro varones y dos hembras, y era el responsable de la familia o, para decirlo más crudamente, el que ingresaba el grueso del poco dinero que entraba en la casa, porque mi abuelo padecía una artrosis generalizada y llevaba años y años atado a un sillón. Sólo se despegaba de él hacia el medio día para, pasito a pasito, ir a arrearse dos o tres medios de los de entonces a una taberna cercana a su casa. Naturalmente, durante aquellos ocho meses apenas entraron en la casa dos reales, porque, aparte de mi padre, sólo trabajaba, y a salto de mata, uno de los varones; de los otros dos, uno estaba en la división azul y el otro era un chavalín de once años y ni pensar que las dos mujeres, unas adolescentes todavía, trabajaran. De manera que a la situación catastrófica que vivía el país, con el hambre instalada crónicamente en la mayoría de los hogares, en la de mi abuelo se añadía que no había dinero para comprar casi nada.
¿Os acordáis de Tony Arjona? Sí, la pionera del deporte femenino en Córdoba y, más específicamente, la introductora del voleibol. Alguna de las que puedan leer esta entrada la sufriría en su momento como profesora; yo la sufrí como tía. ¡Qué elemento! Fue profesora de gimnasia en el Instituto Góngora y también en el colegio de las Esclavas. Por si alguien no lo sabe o no lo recuerda, durante la Dictadura, para ser profesor de gimnasia o de política, de Formación del Espíritu Nacional, la llamaban, era imprescindible ser miembro de Falange. Pero además de profesora, doña Tony ejercía también de entrenadora personal de varias damas encopetadas, con alguna de las cuales alcanzó tal familiaridad que, junto con el falangismo, llegó a creer firmemente dos cosas: que realmente formaba parte de aquel grupo de élite y que descendía por línea directa de la bragueta de Pelayo.
Pero esto vendría bastante tiempo después. En 1943, mientras mi padre permanecía ingresado en el Hospital de Agudos, la señorita Tony era una jovencita de dieciséis años que empezaba a dar sus primeros pasos en el deporte como jugadora de balonmano. A mi madre no la tragaba ni ella ni nadie de su familia, aparte de mi padre, claro, más que nada por que iba a arrebatarles la fuente principal de ingresos con la que contaban. No obstante, mi madre iba todos los días a ver a su novio, aunque a veces se encontraba con alguno de sus futuros cuñados y la visita no resultaba demasiado agradable. En cierta y rarísima ocasión, mi madre, que era más callada que una tumba, se soltó un tanto la lengua y me contó que ante el rechazo que veía por parte de la familia de mi padre y viendo que pasaban las semanas y los meses y su novio no se recuperaba llegó a pensar incluso en cancelar su noviazgo. Sin embargo, y esta es ya una conclusión mía, con treinta y dos años, lo que la empujó a seguir adelante debió ser el miedo a la soltería, entonces fatalmente vista. Siempre estuve convencido de que mi madre no sabía lo que le esperaba.
El caso es que, cierto día, mi padre compró un boleto de una rifa en la que se sorteaba un jamón y se lo regaló a su novia cuando fue a verlo. Y, mire usted por donde, tocó. Tocó y, aunque el jamón era suyo, puesto que el boleto se lo había regalado su novio, mi madre lo recogió y lo guardó con el propósito de que fuera para su novio cuando saliera del hospital (la situación en la casa de mi madre no era tan mala como la de mi padre).
¿Para cuándo saliera del hospital? ¡Qué risa! El tontorrón de mi futuro padre, por no aplicarle otro adjetivo algo más contundente, le contó a la señorita Tony, su hermana, que le había tocado un jamón y que estaba en casa de su novia. ¡Qué le había tocado a él, cuando le había regalado el boleto a su novia! Pero fue oír a su hermano y la señorita Tony pegó un respingo y, sin despedirse siquiera, se largó a la carrera. Media hora más tarde ella, su hermana y el hermano que seguía a mi padre, un tiarrón, así como mi abuela, se presentaron en casa de mi madre reclamando el jamón y mi madre, que era extraordinariamente pacífica, ni dudó en entregárselo.
¡Menudo regalo para aquellos energúmenos! De estampida salieron con el jamón al hombro del hombrón. Y qué hambre atrasada no tendrían que, una vez en su casa, se lo liquidaron en menos que cada un gallo. Todo. De una sentada. Completo. Todo, es decir, incluido el hueso, que lo machacaron, lo pulverizaron y también se lo "jamaron"
Muchos años después, la señorita Tony, entonces en la cumbre de su fama, fue a visitar a mis padres, ya mayores, una visita que realizaba de tarde en tarde y, desde luego, de no demasiada buena gana. En el curso de una charla más bien insustancial, mi padre exclamó de repente. "¡Y el hambre que pasábamos! ¿Te acuerdas?" "¡Hambre!", bramó la señorita Tony descompuesta. "¿Hambre? Nosotros no hemos pasado hambre nunca, nunca!" Se levantó y salió como un rayo. Y nunca más volvió a ver a su hermano, al que, sin embargo, le debía todo lo que era. Pero esta es otra historia que contaré otro día.
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