miércoles, 28 de septiembre de 2022

DEL JAMÓN, HASTA EL HUESO

Hace no demasiado tiempo, en una de las entradas que escribí en el desaparecido Cuaderno Escarlata, confesaba que empezaba a sentirme viejo. Bien, hoy no es que me sienta o deje de sentirme viejo, es que lo soy. Y aprovecho la ocasión para decir que todas esas bondades de que hablan acerca de la vejez, la experiencia, la serenidad, la templanza, etc., todas, no son más que un mito con el que tratamos de conformarnos. ¡La vejez es una puta mierda! Es el tramo más turbio de la vida. Ahora bien, hay que vivir, no podemos tirar la toalla, de modo que, aunque la salud no sea tan boyante, no hay que dejar de soñar, de proyectar y de ejecutar.
A los viejos se nos acusa de ser propensos a contar batallitas, porque, cosa por demás curiosa, se nos deteriora la memoria próxima, de modo que, por ejemplo, al caer la tarde no recordamos lo que hemos comido al mediodía, en cambio se nos aviva la memoria lejana y recordamos a la perfección hechos ocurridos hace años y años y años. Sin embargo, lo que yo voy contando de mi familia, y ya he contado algo por aquí, pueden ser batallitas, pero mi intención es que ante todo sean fotografías de una época negra que muchos, sobre todo jóvenes, e incluyo entre los jóvenes hasta a los cincuentones, desconocen, y que parece que muchos también tratan de hacerla revivir (véase lo que el domingo 25-9-2022, fecha infausta, ha ocurrido en Italia)
En 1943, cuando mi padre y mi madre llevaban sólo unos meses de noviazgo, mi padre sufrió un ataque de ciática de tal calibre que lo llevó al entonces llamado Hospital de Agudos, hoy Facultad de filosofía. Allí estuvo ingresado nada menos que ocho meses, si bien los últimos tres, ya bastante mejorado, entraba y salía del hospital cuando le parecía y hasta hizo para la institución algunos trabajos de poco esfuerzo, como restaurar algún cuadro y cosas por el estilo.
Mi padre era el mayor de seis hermanos, cuatro varones y dos hembras, y era el responsable de la familia o, para decirlo más crudamente, el que ingresaba el grueso del poco dinero que entraba en la casa, porque mi abuelo padecía una artrosis generalizada y llevaba años y años atado a un sillón. Sólo se despegaba de él hacia el medio día para, pasito a pasito, ir a arrearse dos o tres medios de los de entonces a una taberna cercana a su casa. Naturalmente, durante aquellos ocho meses apenas entraron en la casa dos reales, porque, aparte de mi padre, sólo trabajaba, y a salto de mata, uno de los varones; de los otros dos, uno estaba en la división azul y el otro era un chavalín de once años y ni pensar que las dos mujeres, unas adolescentes todavía, trabajaran. De manera que a la situación catastrófica que vivía el país, con el hambre instalada crónicamente en la mayoría de los hogares, en la de mi abuelo se añadía que no había dinero para comprar casi nada.
¿Os acordáis de Tony Arjona? Sí, la pionera del deporte femenino en Córdoba y, más específicamente, la introductora del voleibol. Alguna de las que puedan leer esta entrada la sufriría en su momento como profesora; yo la sufrí como tía. ¡Qué elemento! Fue profesora de gimnasia en el Instituto Góngora y también en el colegio de las Esclavas. Por si alguien no lo sabe o no lo recuerda, durante la Dictadura, para ser profesor de gimnasia o de política, de Formación del Espíritu Nacional, la llamaban, era imprescindible ser miembro de Falange. Pero además de profesora, doña Tony ejercía también de entrenadora personal de varias damas encopetadas, con alguna de las cuales alcanzó tal familiaridad que, junto con el falangismo, llegó a creer firmemente dos cosas: que realmente formaba parte de aquel grupo de élite y que descendía por línea directa de la bragueta de Pelayo.
Pero esto vendría bastante tiempo después. En 1943, mientras mi padre permanecía ingresado en el Hospital de Agudos, la señorita Tony era una jovencita de dieciséis años que empezaba a dar sus primeros pasos en el deporte como jugadora de balonmano. A mi madre no la tragaba ni ella ni nadie de su familia, aparte de mi padre, claro, más que nada por que iba a arrebatarles la fuente principal de ingresos con la que contaban. No obstante, mi madre iba todos los días a ver a su novio, aunque a veces se encontraba con alguno de sus futuros cuñados y la visita no resultaba demasiado agradable. En cierta y rarísima ocasión, mi madre, que era más callada que una tumba, se soltó un tanto la lengua y me contó que ante el rechazo que veía por parte de la familia de mi padre y viendo que pasaban las semanas y los meses y su novio no se recuperaba llegó a pensar incluso en cancelar su noviazgo. Sin embargo, y esta es ya una conclusión mía, con treinta y dos años, lo que la empujó a seguir adelante debió ser el miedo a la soltería, entonces fatalmente vista. Siempre estuve convencido de que mi madre no sabía lo que le esperaba.
El caso es que, cierto día, mi padre compró un boleto de una rifa en la que se sorteaba un jamón y se lo regaló a su novia cuando fue a verlo. Y, mire usted por donde, tocó. Tocó y, aunque el jamón era suyo, puesto que el boleto se lo había regalado su novio, mi madre lo recogió y lo guardó con el propósito de que fuera para su novio cuando saliera del hospital (la situación en la casa de mi madre no era tan mala como la de mi padre).
¿Para cuándo saliera del hospital? ¡Qué risa! El tontorrón de mi futuro padre, por no aplicarle otro adjetivo algo más contundente, le contó a la señorita Tony, su hermana, que le había tocado un jamón y que estaba en casa de su novia. ¡Qué le había tocado a él, cuando le había regalado el boleto a su novia! Pero fue oír a su hermano y la señorita Tony pegó un respingo y, sin despedirse siquiera, se largó a la carrera. Media hora más tarde ella, su hermana y el hermano que seguía a mi padre, un tiarrón, así como mi abuela, se presentaron en casa de mi madre reclamando el jamón y mi madre, que era extraordinariamente pacífica, ni dudó en entregárselo. 
¡Menudo regalo para aquellos energúmenos! De estampida salieron con el jamón al hombro del hombrón. Y qué hambre atrasada no tendrían que, una vez en su casa, se lo liquidaron en menos que cada un gallo. Todo. De una sentada. Completo. Todo, es decir, incluido el hueso, que lo machacaron, lo pulverizaron y también se lo "jamaron"
Muchos años después, la señorita Tony, entonces en la cumbre de su fama, fue a visitar a mis padres, ya mayores, una visita que realizaba de tarde en tarde y, desde luego, de no demasiada buena gana. En el curso de una charla más bien insustancial, mi padre exclamó de repente. "¡Y el hambre que pasábamos! ¿Te acuerdas?" "¡Hambre!", bramó la señorita Tony descompuesta. "¿Hambre? Nosotros no hemos pasado hambre nunca, nunca!" Se levantó y salió como un rayo. Y nunca más volvió a ver a su hermano, al que, sin embargo, le debía todo lo que era. Pero esta es otra historia que contaré otro día.

Imágenes: Internet


sábado, 17 de septiembre de 2022

CAMPOS DE SANGRE

Es difícil encontrar a un historiador de la Iglesia Católica, creyente, o a un sociólogo de la religión, creyente también, que digan la verdad. No mienten por lo que dicen, sino por lo que callan o por lo que distorsionan para acercar el ascua a su sardina, como se dice coloquialmente. 
Uno de estos historiadores es Karen Armstrong, que es también socióloga. Nacida en Reino Unido en 1944, la señora Armstrong profesó muy joven como monja en la Sociedad del Santo Niño Jesús, institución que abandonó en 1969 para dedicarse a la enseñanza y a la investigación. Es historiadora de la religión y experta en religiones comparadas. Ha escrito libros como En defensa de Dios, Historia de la Biblia, Buda, Mahoma y Campos de Sangre, entre otros. Es miembro del grupo de alto nivel de la Alianza de Civilizaciones y entre sus variados premios cuenta con el Princesa de Asturias de Ciencias Sociales.
Bien, pues con toda está formación, publicaciones y premios, en su libro Campos de sangre, que tiene por subtítulo La religión y la historia de la violencia, doña Karen barre para su terreno, el de la defensa de la religión, al considerar como violencia exclusivamente al enfrentamiento físico, sin armas o con armas, entre dos personas o entre grupos de ellas. Ya en la contraportada se afirma textualmente que: "Desafiando la popular afirmación atea que sostiene que las religiones y sus seguidores son constitutivamente violentos... (la autora) demuestra que las verdaderas razones de la guerra y la violencia en nuestra historia, a menudo tienen muy poco que ver con la religión."
No se puede escribir nada más falso que lo que en esas frases se sostiene. Yo no conozco a ningún ateo que afirme que las religiones y sus creyentes sean constitutiva y absolutamente violentos ni, mucho menos, que todas las guerras se deban a motivaciones religiosas.
Pero dejando semejante distorsión de momento aparte, a la señora socióloga se le escapa, no creo que inconscientemente, que en nuestro mundo humano existe una violencia primaria, sumamente potente, que nada tiene que ver con el enfrentamiento físico, armado o no, y que, en todo caso, es anterior a éste. Se trata, como conocen muy bien los expertos, de una violencia de carácter fundamentalmente psicológico, que actúa de manera principal sobre la mente, aunque en determinadas ocasiones el cuerpo no escape de ella. Esta violencia, en apariencia, sutil, ejercida en la mayoría de las ocasiones sobre niños, a menudo muy pequeños, y siempre de un individuo superior sobre uno inferior, deja una huella tan profunda en la mente de quienes la sufren que suele ser la responsable más tarde de la violencia física de los adultos y/o, cuando menos, de sufrimientos sumamente difíciles de superar.
El autoritarismo, por ejemplo, ejercido por un adulto sobre un niño, o el maltrato verbal de un hombre sobre una mujer, ¿qué otra cosa son sino violencia? ¿Y no es violencia también, violencia elemental, primaria, meter miedo a un niño? ¿Acaso no es violencia de la peor especie y, desde luego, anterior a cualquier enfrentamiento físico, la pederastia? Últimamente vienen repitiéndose las noticias y denuncias sobre pederastas religiosos. Seguramente, no existe una violencia más repugnante. que la que valiéndose de la superioridad de la edad, pero, sobre todo, de la superioridad moral ejerce un sacerdote sobre un niño o una niña a los que somete a abusos sexuales. Una acción que deja a la víctima tocada para toda su vida y cuya criminalidad se multiplica cuando, además, es ocultada por los obispos y las autoridades religiosas. Ahora bien, no es posible negar que, mucho más que en instituciones religiosas, tanto la pederastia como el autoritarismo en general se produce en el seno de la familia, es decir, exclusivamente entre laicos.
Sin embargo, sí que existe una violencia inherente a la religión, a cualquier religión. Así, es violencia genuinamente religiosa inculcarle a un niño o a una niña que un ser invisible y todopoderoso los vigila constantemente, de día y de noche, controlando no sólo la totalidad de sus actos, sino también sus palabras y hasta sus pensamientos. Si, además, no se limitan a decírselo, sino que se lo graban en la mente con martillo y cincel, como sacerdotes católicos me hicieron a mí y a buena parte de mi generación, la violencia es de tal calibre que llega a ser casi tan criminal como la pederastia.
Y, no obstante, la violencia exclusivamente religiosa no termina aquí. En el ámbito del catolicismo, que es el que más nos afecta a los españoles, ¿no es acaso violencia el bautismo de un recién nacido, al que de esta forma se convierte en católico sin contar con su autorización? ¿Y qué es, aparte de violencia, la oposición continua a las innovaciones tecnológicas, como históricamente ha hecho la Iglesia Católica y como sigue haciendo en la actualidad cuando condena la investigación con células madre, el uso de embriones humanos fallidos, o la consecución de un bebé capaz de curar una enfermedad incurable de su hermano mayor, no limitando su negativa a sus fieles, sino con la pretensión de extenderla a todo el mundo?
La Iglesia Católica no sólo se negaba a reconocer que la tierra no es ni plana ni el centro del universo, sino redonda y en continuo giro alrededor del sol, también se oponía a la construcción de canales para el riego, aduciendo que los ríos eran intocables, porque así lo había dispuesto Dios, quien, de haberlo encontrado necesario, habría creado también dichos canales. Se opuso igualmente a la vacuna de la viruela, la primera que empezó a aplicarse, gracias a los experimentos del médico inglés Edward Jenner, etc. etc.

¿Y no es violencia esencialmente religiosa que un papa se declare infalible, es decir, que no puede equivocarse tanto cuando declara dogmas determinadas creencias, que eso allá los creyentes, sino también cuando establece normas morales con la pretensión de imponerlas a toda la sociedad mediante la presión a los Estados para que las transformen en leyes punitivas.? ¿Y qué otra cosa que pura violencia religiosa contenía la excomunión con la que en otro tiempo los papas lograron que reyes y emperadores se arrastraran sumisamente hasta ellos implorando su perdón? ¿Pero es que no es violencia puramente religiosa presentarse en África en plena oleada del sida y, al tiempo que se reafirma la prohibición del preservativo, decirle a niños con la enfermedad adquirida en el vientre de sus madres infestadas "bienvenidos al banquete de la vida", como hizo el deplorable Juan Pablo II, cuando él sabía de sobra que la vida no es ningún banquete y que, de serlo, jamás lo sería para aquellos niños?
Ejemplos como estos de una violencia específica e inherente a la religión podríamos seguir poniendo bastantes. Sin embargo, de esta violencia, anterior y distinta a cualquier enfrentamiento físico, nada quiere saber doña Karen. La señora socióloga prefiere centrarse exclusivamente en la violencia de los enfrentamientos físicos, en concreto, en la guerra, porque en este terreno siempre encuentra la excusa para que, aunque un enfrentamiento, una guerra, tenga en su origen una motivación religiosa, la violencia desatada acabe siendo laica.
Así, por ejemplo, las cruzadas, guerras montadas para liberar la llamada Tierra Santa, entonces en poder de los musulmanes. Se trató de una iniciativa del papa Gregorio VII (1073-1085) que llevó a cabo su sucesor, Urbano II (1088-1099) quien predicó la primera en Clermond (Francia) en 1095. Más religioso no podía ser el asunto, pero como quiera que lo que movió a un gran número de participantes fueron motivos económicos y políticos, la conquista de tierras, con las perspectivas de ganancias personales, pues nada, para la señora Karen, la violencia generada no fue propiamente religiosa, sino laica.

 
Más descarado aú: la cruzada contra los cátaros proclamada por Inocencio III (1198-1216). En la terminología católica, la de los cátaros era una herejía que la Iglesia no podía tolerar. Por tanto, su extirpación era un motivo exclusivamente religioso. Ahora bien, teniendo en cuenta la ambición del monarca francés Felipe Augusto, que pretendía aprovechar la ocasión para apoderarse de las tierras del Languedoc, entonces independientes de la corona francesa, pues nada otra vez, la violencia que se produjo no era exclusivamente religiosa, sino laica.
Como se ve, no sólo con el silencio de la violencia expuesta en la primera parte, sino también en el terreno de la guerra hace trampas doña Karen, pues lo cierto es que ninguna, absolutamente ninguna guerra se produce por una sola causa, sino que en todas ellas existen distintas motivaciones, que van desde la política, la economía, la religión y hasta mismamente el odio. Pero lo que hay que ver es cual es el motivo predominante y es indudable que a lo largo de la historia son numerosos los conflictos bélicos originados por y para la religión.

Imágenes.- Internet.

jueves, 1 de septiembre de 2022

LAS SECUELAS DE LA INQUISICIÓN

Su reino no es de este mundo, no paran de repetirlo, pero la voracidad y la codicia eclesiásticas no tienen límite. Con el cinismo y la habilidad que la caracterizan la Iglesia católica se ha apropiado a lo largo de los últimos años de más de treinta y cinco mil bienes inmobiliarios urbanos y rústicos que jamás fueron suyos, incluidos monumentos como la Mezquita de Córdoba, una apropiación legal, pero ellos saben que ilegítima.
Esta voracidad no es nueva, sino que se ha ido desarrollando a lo largo de la historia, y no se queda únicamente en España, sino que se extiende a todos los lugares del planeta a los que llegan sus tentáculos. Pero centrándonos en España y sin remontarnos demasiado, en 1701, tras la muerte de Carlos II y la llegada de Felipe V, el primer Borbón, el irlandés Tobías Boureck, representante del fugaz pretendiente al trono español Jacobo de Inglaterra, cuenta textualmente lo siguiente: "El clero constituye por lo menos un tercio de este reino, y el tercio más poderoso. Los religiosos tienen la mayor parte de la riqueza del país en sus manos y, si alguna vez llega a haber un levantamiento en España serán ellos quienes, por consideraciones puramente temporales les proporcionen los medio necesarios. El gobierno presente no tiene enemigos más peligrosos que ellos." (Tremenda premonición que, entre otras ocasiones, se cumpliría en el levantamiento de 1808 contra los franceses, o en el golpe militar de 1936 contra el gobierno de la República, contra la que el clero conspiró desde el minuto uno de su instauración.)
Pero la organización verdaderamente voraz dentro del clero fue la Inquisición, organismo represivo católico que estuvo funcionando en España desde 1478 a 1833, nada menos que 355 años y que, si en un principio se dedicó a perseguir herejes, pronto se enseñoreaba del país persiguiendo con cualquier excusa a todo el que se atrevía a alzar la voz por leve que fuera contra la organización, contra los privilegios de la Iglesia o a favor del más mínimo cambio en la organización política, social o económica del territorio.
De la Inquisición se han estudiado más o menos a fondo sus métodos, brutales; su organización; su modus operandi para apoderarse de los bienes de los condenados. Lo que no se ha estudiado aún y, a mi juicio es, quizás, lo más importante, es el sufrimiento no sólo de sus víctimas directas, sino de buena parte de los españoles, así como la huella que dejó en el país y en el modo de ser de sus habitantes. Una organización tan poderosa, presente en todos los estratos sociales, con el mismo afán insaciable de sangre que de bienes materiales, que además actúa durante tanto tiempo, no pasa por un territorio sin dejar en él una profunda huella.
La Inquisición implantó la fiscalización generalizada de los españoles entre sí, fiscalización que no se limitaba a la vida pública, sino que penetraba con el mismo rigor en la privada, introduciéndose hasta el último rincón de las casas. Ay, por ejemplo de los que nunca empleaban en sus cocinas los productos del cerdo, porque eso significaba que eran judaizantes, un delito feroz que la Inquisición perseguía con especial saña. Unos a otros se fiscalizaban los vestidos, los comportamientos y hasta el modo más o menos cordial de saludar. Los españoles dejaron de tener vida propiamente privada, porque hasta el pensamiento propio era peligroso y, desde luego, por diversas razones, había que tener infinito cuidado con las confidencias. 
Blanco White (1775-1841), uno de los españoles más honrados de su tiempo, contaba en sus memorias que cuando empezó a tener dudas acerca de los dogmas católicos, no podía hacer partícipe de ellas ni siquiera a su madre, porque, de hacerla, ésta estaba obligada a denunciarlo a la Inquisición, no sólo bajo pena de pecado, sino de complicidad con su hijo, si, por el camino que fuera, llegaba tal confidencia a oídos de la Inquisición.
Tal fiscalización a lo largo de tanto tiempo se tradujo en un celo desmesurado por preservar la vida íntima. Todavía hoy, a los españoles en general nos cuesta no poco presentarnos, dar nuestro nombre, como hacen, por ejemplo, los norteamericanos a las primeras de cambio, nos cuesta franquear la entrada de nuestra casa, incluso entrar en la ajena cuando nos invitan a hacerlo.
El temible organismo creó toda una espesa red de espionaje que se extendía por todo el país. Los espías recibían el curioso nombre de familiares, que denunciaban no sólo las sospechas de herejía, sino todo tipo de insignificancias y hasta de imbecilidades que, no obstante, en la mayoría de las ocasiones servían para armar un caso e iniciar un procedimiento. El cargo de familiar, que en un principio fue ocupado por personar de baja extracción, debido a que era despreciado, precisamente por su carácter de chivato, con el paso de no mucho tiempo y gracias a la importancia que los inquisidores daban a sus pesquisas, ganó tal relevancia, que no tardaron en ocuparlo personas incluso de la nobleza.
Pero la Inquisición hizo todavía algo peor: dividió a los españoles en dos categorías: cristianos viejos y cristianos nuevos, dando lugar a la aparición de la miserablemente célebre limpieza de sangre, de manera que por las venas del cristiano viejo corría sangre purísima, mientras el sistema circulatorio del cristiano nuevo era poco menos que un albañal. Influidos no poco por la Iglesia, los Reyes Católicos, tan unánimemente aplaudidos por los historiadores, le ofrecieron a los numerosos judíos que existían en el reino la alternativa de conversión o expulsión. La mayoría salieron de España entonces, pero no pocos optaron por la conversión. Casi un siglo antes y después de la encerrona de Tortosa (los historiadoras la llaman Disputa, cuando allí no hubo nada que disputar), Vicente Ferrer, el valenciano, no el de la India, había conseguido con todo tipo de triquiñuelas, artimañas y, sobre todo, amenazas, la conversión contaban que de numerosos judíos.
Bien, pues para la autoridades religiosas, para los católicos de toda la vida y para la Inquisición, con la conversión no bastaba: el judío era siempre judío y, aunque el cristianismo predicase el amor y el perdón, incluso de los enemigos, al judío converso, o cristiano nuevo, había que cortarle las alas y tenerlo bien controlado hasta la vigesimotercera generación, por lo menos. Una situación que, dado que el cristiano viejo no se distinguía en nada del cristiano nuevo, abocaba a los españoles de entonces a hacer malabarismos para demostrar que entre sus antepasados no había ningún judío.
Cuando en 1716 la Inquisición le imputa a Melchor Macanaz ascendencia judía, este se remontó nada menos que catorce generaciones para demostrar la pureza de su sangre, nombrando antepasados ilustres, como Damián Macanaz, que participó en la batalla de Lepanto y Ginés Macanaz, capitán del ejército, defensor de Tarragona en 1641. El abate Jean Vayrac (1664-1734), que viajó por España dejó el siguiente testimonio escrito: "No existe ni un triste aldeano que no traiga siempre su genealogía y que no se esfuerce por convencer a todo el mundo de que desciende en línea recta de los godos que ayudaron a Pelayo a echar a los moros de Castilla la Vieja."
La exigencia de la limpieza de sangre, produjo el afán por la nobleza de la estirpe, por la hidalguía, es decir, por la pertenencia a una clase que rehuía el trabajo, la dedicación al comercio o a la industria, consideradas profesiones viles que sólo podían ejercer las clases inferiores o, lo que era lo mismo, los cristianos nuevos, motivo por el que los que a ellas se dedicaban resultaban también para la Inquisición sospechosos de judaísmo. La de la hidalguía fue una auténtica plaga que cayó sobre nuestro país, por distintas razones, entre las que sobresale la existencia de la Inquisición, porque, aunque a la hora de acusar, esta no discriminaba a nadie, la hidalguía, en principio, constituía un buen salvoconducto ante posibles sospechas, más aún si iba acompañada de la ociosidad. Por toda España se multiplicaban los hidalgos que se morían de hambre antes que ejercer cualquiera de aquellos oficios. Cervantes hizo de ellos una síntesis magistral en la figura de su Don Quijote.


Imágenes de Internet. Para alegrar un poquito la vista, dada la poca gracia del tema.