miércoles, 27 de octubre de 2021

LA DONACIÓN DE CONSTANTINO


Ateniéndose a buena parte de los evangelios y, en concreto, a las afirmaciones de Jesús, la Iglesia Católica ensalza la pobreza al tiempo que predica el desprecio de los bienes terrenales como el mejor medio para alcanzar en la otra vida la salvación o el paraíso, según que el punto de vista del predicador de turno sea más o menos duro. Sin embargo, en la realidad de los hechos, que son, en definitiva los que cuentan, la capacidad predatoria de esta sacratísima institución no tiene parangón en la historia de la humanidad. Como ejemplo bien reciente véase cómo los obispos españoles se han apoderado de más de 35.000 bienes públicos, no sólo templos, entre los que destaca la Mezquita-Catedral de Córdoba, sino también ermitas, plazas, solares urbanos, terrenos rústicos y hasta viviendas que nada tienen que ver con el uso religioso y lo han hecho amparados en una ley manifiestamente ilegítima e inmoral y a sabiendas de que lo que han realizado es exactamente un robo.
Tal capacidad predatoria sólo podría compararse con la capacidad falsificatoria de la propia Iglesia, seguramente, la institución que, si no en cantidad, es la que ha llevado a cabo las falsificaciones más potentes y más significativas. No lo digo yo, basta echar una ojeada a la Historia apartando la paja del grano. Y eso sin necesidad de entrar en los Archivos Vaticanos, gran parte de los cuales continúan cerrados a cal y canto salvo para aquellos que la autoridad eclesiástica considera convenientes.
Una de las falsificaciones más clamorosas, que da testimonio de las afirmaciones más arriba adelantadas, es la conocida como Donación de Constantino, uno de los documentos más famosos de todos los tiempos y que más implicaciones ha tenido en el curso de la historia, no sólo eclesiástica. Aunque no se conoce su origen exacto, ni el lugar en el que se materializó, se sabe que Esteban II (752-757) lo esgrimió por primera vez ante Pipino el Breve, rey de los Francos, en el año 752 cuando viajó a Francia a solicitarle protección contra los longobardos, que, en su pretensión de unificar Italia, pretendían apoderarse de Roma y de las numerosas posesiones que poseía el papado. Como se sabe, Pipino venció a los longobardos en Pavía y el papa le otorgó el título de patricio romano, que hizo extensivo a sus hijos Carlos y Carlomagno.


Aunque el papa era ya dueño de un importante territorio repartido por distintos puntos de la península italiana y en Sicilia, no fue hasta la intervención de Pipino que surgieron los Estados Pontificios, localizados en el centro de Italia, desde el mar Egeo al Adriático. ¿Pero en qué consistía el documento que el papa le había mostrado al rey franco? Consistía en un pergamino que constaba de dos partes, la primera era una declaración del propio Constantino que contaba cómo el papa Silvestre lo había curado de la lepra y cómo gracias a este milagro se había convertido al catolicismo; la segunda parte daba cuenta de la donación, contaba que en agradecimiento el emperador cedía al papa y por extensión al papado la propiedad de la ciudad de Roma y todos los territorios del imperio occidental, incluidas las Islas Británicas y, por supuesto, Hispania (España). Le hizo entrega igualmente de la diadema imperial, la clámide de púrpura y todos los símbolos del poder imperial. En una palabra, Constantino convertía al obispo de Roma en emperador, con lo que el pontífice católico reunía en su persona todo el poder eclesiástico y la totalidad del poder temporal o, lo que es lo mismo, lo convertía en el campeón del poder absoluto, con capacidad no sólo para perdonar o no los pecados, sino para intervenir también y controlar hasta los asuntos más menudos de la vida material de los súbditos de su imperio. Y todo ello usque in finen mundi, es decir, hasta el final de los tiempos, o por los siglos de los siglos, amén, que es como la Iglesia prefiere.


Con este documento como enseña, los papas no sólo acapararon para sí Roma y un extenso territorio en Italia, sino que buscaron apoderarse también realmente de los reinos que habían surgido en el espacio del antiguo Imperio Romano Occidental, sosteniendo que todos ellos eran vasallos suyos. Se arrogaron y llevaron a la práctica en bastantes ocasiones lo que Otón de Frisinga (1114-1158) definía como la capacidad de los papas para remover a los reyes y cambiar las fronteras de los reinos. Un ejemplo de esta actitud lo ofrece Gregorio VII (1073-1085), quien, nada más ser elegido, instó a los príncipes europeos a guerrear en España contra los sarracenos con el fin de recuperar las tierras en su poder y devolverlas a su legítimo propietario, el papa de Roma. "No se nos oculta -dice Gregorio en la carta que dirige a los citados príncipes- que el Reino de España, desde antiguo, fue jurisdicción de San Pedro y aunque este territorio ha estado ocupado tanto tiempo por los paganos pertenece todavía por justicia a la Sede Apostólica solamente y no a otro mortal cualquier". Insatisfecho con esta carta, cuatro años más tarde escribe a los reyes, condes y príncipes de la propia España y, entre otras cosas, les dice: "Además queremos notificaros una cosa que a nosotros no nos es lícito callar, y a vosotros os es muy necesaria para la gloria venidera y para la presente, a saber, que el reino de España, por antiguas Constituciones, fue entregado en derecho y propiedad a San Pedro y la santa iglesia romana (regnum Hispaniae ex antiquis constitutionibus beato Petro et sancta Romanae Ecclesiae in ius et propietatem esse traditum). Lo cual hasta ahora ha sido ignorado a causa de las dificultades de los tiempos pretéritos y por cierta negligencia de nuestros predecesores. Pues luego que ese reino fue invadido por los sarracenos y paganos, y se interrrumpió - -por la infidelidad y la tiranía de éstos- el servicio que solía tributar a San Pedro, empezó juntamente a perderse la memoria de los hechos y de los derechos... Hemos cumplido, por la gracia de Dios, con lo que pertenece a nuestro oficio y la justicia reclama... Vosotros veréis qué es lo que corresponde hacer; deliberad prudentemente, disponed y determinad lo que debéis hacer, movidos por la fe y cristiana devoción de vuestra realeza y a imitación de los más piadosos reyes." 


Está claro, ¿a que sí? Bueno pues Llorca, Villoslada, Leturia y Montalbán, en el tomo II de la Historia de la Iglesia Católica, se mean (hay un término más duro y más exacto, pero me lo callo) en la verdad de la pretensión del papa Gregorio, afirmando que el pontífice "no mira a conquistar los reinos temporales, sino a buscar los medios de hacer más efectiva la misión apostólica de instruir a todas las gentes, corregir los abusos, amonestar paternalmente a los reyes y levantar el prestigio social de la Iglesia católica." Y se quedan tan frescos. No se puede tener menos vergüenza, de verdad.
Aunque a lo largo de la Edad Media hubo quien dudaba de la autenticidad del documento, los papas siguieron haciendo uso de él nada menos que hasta el siglo XV, momento en que el humanista Nicolás de Cusa (1401-1464) demostró con pruebas filológicas que el documento no era más que una invención para reafirmar la superioridad del papa sobre los príncipes y emperadores. No obstante, hasta el siglo XIX no se le dio carpetazo definitivo a esta falsificación.

Fuentes:
Historia secreta de la Iglesia Católica en España.- César Vidal
Historia política de los papas.- Pierre Lanfrey
Mentiras fundamentales de la Iglesia Católica.- Pepe Rodríguez
Historia de la Iglesia Católica. Tomo II.- Llorca, Villoslada, Letura y Montalbán.

Imágenes.- Pinturas del pintor almeriense Andrés García Ibáñez.

Las negritas son de un servidor.


domingo, 24 de octubre de 2021

MANCEBÍAS

"Apoyá en el quicio de la mancebía
miraba encenderse la noche de mayo...",

Cantaba Concha Piquer. Una canción escrita por un hombre, una de cuyas fantasías eróticas, si no la mayor, en la mayoría de ellos consiste en dar placer de verdad a una prostituta.
Con la descomunal hipocresía que derrochaba, el régimen franquista prohibió la prostitución, mientras el general se saltaba el quinto mandamiento y enviaba día tras día al paredón a cientos de hombres y mujeres por el simple hecho de haber perdido una guerra que el propio dictador había provocado. Al mismo tiempo, la Iglesia Católica que, con una hipocresía no menos brutal, condenaba igualmente la prostitución, como, en general, condena el sexo, salvo si va dirigido asépticamente a la procreación, paseaba al asesino bajo palio, como si se tratara del mismísimo Hijo de Dios.
Pero, aunque prohibida, la prostitución estaba tolerada. En un país destrozado por la guerra, cuya economía no recuperó el nivel que tenía en 1931, al instaurarse la República, hasta 1959, nada menos que veinte años después de concluida la contienda, la única salida que encontraron miles y miles de mujeres fue la prostitución. En todas las ciudades había calles enteras y aún barrios ocupados por casas de lenocinio en las que las mujeres estaban más o menos controladas. Pero también había multitud de ellas que alquilaban su cuerpo por libre, en zonas específicas, gran parte de ellas alejadas del tráfico ciudadano. En Córdoba, uno de estos lugares eran los soportales de la plaza de la Corredera, donde mujeres de bastante edad lidiaban con toda clase de transeúntes de la peor especie, charranes, granujas, bergantes, galopines, tagarotes y rajabroqueles, con los que, si el trato cuajaba, iban a una casa de la calle del Tornillo. Pero el sitio más famoso era El charco de la pava, al que acudían sobre todo soldados, y el sexo se practicaba medio de pie, recostados hombre y mujer en taludes y terraplenes.
Son poquísimas las mujeres que entran en la prostitución libre y voluntariamente, la práctica totalidad de ellas lo hace obligada por la necesidad o, lo que es aún peor, por las mafias que se dedican al tráfico y explotación de mujeres. Así, durante la dictadura hubo burdeles de postín, a los que acudían incluso altos dignatarios del Régimen y de la Iglesia, burdeles en los que las mujeres que en ellos "trabajaban" tenían libertad para entrar y salir. Pero fuera de aquellas casas, las mujeres procedían de las clases económicas más débiles, muchas de ellas viudas de hombres que había perdido la vida defendiendo a la República; que habían sido fusilados durante y después de la guerra, la mayoría sin juicio alguno; que cumplían largas condenas en prisión por la misma causa, o se encontraban realizando trabajos forzados para empresas que, como Canales y Távora, por ejemplo, se enriquecieron gracias a esta práctica.
Ha habido épocas en las que, en determinados lugares, las prostitutas han estado bien o incluso muy bien consideradas. En otros momentos la prostitución no sólo ha estado prohibida, sino también perseguida, cargando tanto la prohibición como la persecución sobre la víctima, es decir, sobre la prostituta. En algunos periodos, si no admitida plenamente, sí que ha sido tolerada, con el argumento, cuando menos sofista, de que servía para mantener el orden social, porque, además de evitar que las mujeres llamémosles normales, corrieran el riesgo de ser asaltadas y violadas, evitaba adulterios (como si el putero no cometiera tal pecado o delito o ambas cosas, dependiendo del momento, al irse de putas) y las rupturas matrimoniales, al poder el hombre casado realizar con la ramera las fantasías y/o perversiones que no podía practicar con su dignísima esposa.
En el tiempo de la Reforma protestante y de la Contrarreforma católica (la Iglesia siempre a la contra), las autoridades tanto políticas como religiosas pretendieron acabar con la prostitución rescatando a las prostitutas. Con esta intención oficial se crearon en toda Europa centros de Conversas o de Arrepentidas, como los llamaron, en los que se recluían a estas mujeres y se trataba de reformarlas, como si verdaderamente fueran ellas y no los hombres que reclamaban sus servicios los que necesitaban reformarse. Pero, la realidad, es que todo el tinglado respondía una vez más a la incuestionable hipocresía que acostumbran a derrochar las clases biempensantes, políticas y clericales, pues la meta real que perseguían no era la recuperación de las prostitutas, sino poner coto a la sífilis que, traída de América por sus descubridores, se extendía como una nueva peste por todos los países de Europa.


Ha habido también épocas en que, sin estar legalizada, sí que la prostitución ha estado perfectamente controlada. Por el tiempo en que se creaban las casas de recogidas, es decir, en el siglo XVI, se crearon las mancebías. Prácticamente todas las ciudades de importancia de España tuvieron la suya. Se trataba de zonas acotadas, especie de guetos en los que se reunían los burdeles. Todas fueron propiedad del rey, quien arrendaba la explotación al noble de turno. 
Una de las más boyantes del país fue la de Granada, que cita, entre otros, Cervantes. Ocupaba un amplio triángulo limitado por las calles actuales de San Matías, Escudo del Carmen y Ángel Ganivet y consistía en un laberinto de estrechas y retorcidas callejuelas, propias de la todavía reciente ocupación islámica, un espacio al que los granadinos llamaban la Manigua, situado en el corazón mismo de la ciudad y, no obstante, apartado de él. Aquí prosperaron burdeles de todas las categorías, desde los muy lujosos, frecuentados por la flor y nata de los caballeros de la ciudad, hasta el miserable tugurio con mujeres cargadas de años, a los que acudían vagabundos y rufianes de toda laya.

Como todas las del país, esta mancebía tuvo rígidas ordenanzas dictadas por el Corregidor y el Alcalde, autoridades que velaban por el orden en la práctica de la actividad. Existían dos jefes o encargados generales, los llamados padre y madre de la mancebía. El primero se encargaba del control laboral de las prostitutas, incluidos horarios de trabajo, cobro de servicios, salarios, pues las mujeres no actuaban por libre, sino que eran contratadas por cada casa. La madre tenía una función más tutelar y doméstica, controlaba la limpieza, las revisiones médicas y, en general el bienestar, si se puede decir así, de las mujeres. El padre era un funcionario que debía dar cuenta de todos los aspectos del negocio, pero principalmente de la parte económica, al arrendatario de la mancebía, que era el que se llevaba las principales ganancias, aunque las más seguras eran las del rey.

El negocio se mantuvo cada día más floreciente hasta entrado el siglo XX, cuatrocientos años, aproximadamente, en que empezó a decaer, no por falta de clientela, sino porque el desarrollo de la industria del azúcar creó una burguesía adinerada que se propuso la modernización urbanística de la ciudad. La parte baja de la Manigua fue derribada en 1940, siendo alcalde Gallego Burín, y en su espacio se creó la nueva calle de Ganivet, lujosa, con soportales y con abundantes comercios. La Manigua alta resistió más. De hecho, hasta hace muy poco todavía existía alguna casa por la callejuela del Jazmín y alrededores.
Actualmente, el presidente del gobierno Pedro Sánchez vuelve a hablar de prohibir la prostitución, incluso dentro de esta legislatura. Pero la prostitución existe, porque existen clientes, es decir, porque existen hombres que, a pesar de la libertad sexual con que se cuenta hoy día, siguen acudiendo a ella, por tanto prohibiéndola sin más no se consigue que desaparezca, sino que las prostitutas pasan inmediatamente a la clandestinidad. Si el presidente quiere actuar contra esta lacra, que lo es, debería, para empezar, tomar ejemplo de los países nórdicos, Suecia y Noruega, que no persiguen a la mujer, sino que multan al cliente. Al mismo tiempo, debería actuar y enérgicamente contra las mafias de trata de mujeres. A la par, debería, como mínimo ir creando la condiciones económicas y sociales para que ni una sola mujer se viera obligada a entregar su cuerpo a cambio de dinero.

Imágenes: Wikipedia, secretos de Granada y Granada digital.


sábado, 16 de octubre de 2021

PATRIA


 

¿Saben? Adoro la palabra patria.
Cada vez que la escucho por la radio
o a través de la pantalla mágica de la televisión
se me iluminan los ojos con esquirlas de tigre
y arde en mi corazón
una zarza que nunca se consume.

Sí, adoro la palabra patria,
es una de mis debilidades.
A veces me pongo delante de un espejo
o de una rosa de Jericó, delicada
como un botón de nieve,
y la pronuncio durante horas y horas
dejándome empapar por el eco insondable
de su purpúrea trascendencia.
¡Ah, qué flor de navíos, qué deleitoso estrépito
de espadas, que aroma de banderas, de jinetes de cruces!

Es la hora del café, lo reconozco,
y no es momento para ponernos serios.
Pero háganme el favor, repítanla conmigo
mientras dejamos que el humo de las tazas
oree los corazones.
¡Patria! ¡Patria!
¿No sienten el vagido de la tierra abriéndose en mil surcos trepidantes?
¿No sienten el calambre de la dicha
fertilizando lo mejor del huerto?

¡Patria! tanto vagar sin rumbo por caminos de niebla,
tanto indagar entre pedruscos fríos,
tanto buscar el qué, el cómo, el dónde,
tanto dolor y tanta lágrima,
y la respuesta estaba aquí,
en la cima sublime de esta pulcra cochambre.


Propiedad del autor.
Imagen de internet.

miércoles, 13 de octubre de 2021

PEDERASTIA Y VERGÜENZA

La prensa acaba de destapar en estos días que desde los años cincuenta del siglo pasado hasta ahora ha habido en Francia alrededor de 330.000 abusos sexuales y violaciones de niños y niñas realizados por unos 3.000 clérigos. 
En setenta y un años, que son los que van desde 1950 hasta hoy, el número de abusos y violaciones ha sido de 4.690 anuales, es decir, casi trece diarios. Y si dividimos el número de niños y niñas a los que han destrozado la vida por el del número de clérigos que llevaron a cabo su fechoría, resulta nada menos que cada sacerdote ha abusado y/o violado a la friolera de 110 niños y/o niñas. Una verdadera plaga más dañina que el terrorismo.
Ante estas aterradoras cifras, que durante años y años han sido silenciadas por la jerarquía católica francesa, siguiendo, por otra parte, las directrices del propio Vaticano, uno se pregunta, en primer lugar, cuántos niños y niñas habrán caído en manos de estos crápulas a lo largo de la historia, en épocas además en las que la Iglesia Católica detentaba un poder casi omnímodo y no existían los medios de comunicación que existen hoy. 
Como español, uno se pregunta también cómo es que en España apenas se conocen casos, convencido este español de que, formado en el marco de las normas católicas y sujeto al celibato, el clero católico tiene las mismas carencias, las mismas necesidades y es, en general, igual en todo el mundo.
Ante la tremenda noticia francesa, el papa Francisco ha reaccionado de inmediato, exclamando en italiano: "¡Vergogna! ¡Vergogna!" Una reacción, cómo diríamos: ¿magnífica, sublime, realmente dramática? Se decía que Juan Pablo II era más que nada un extraordinario actor; ciertamente había hecho teatro en su juventud y la técnica la conocía a la perfección. Pero para actor, actor, Bergoglio, que además es argentino y jesuita, miembro de una Orden que, apegada a la casuística, desde su fundador ha dado los mejores actores de la historia.
Porque en este terrible asunto de la pederastia clerical no basta con gritar ¡Vergogna!, ni con levantar el secreto que el Vaticano mantenía sobre estos hechos y, seguidamente, quedarse tan fresco. Y tan fresco se queda Francisco cuando apenas ha hecho nada ni hace para acabar de una vez con el problema. La Conferencia Episcopal Española, por ejemplo, se niega a patrocinar una investigación a fondo, "porque (el asunto) es muy pequeño", declaraba no hace mucho su portavoz, que no sé yo cómo, si no investigan, conocen las dimensiones de este crimen. Sin embargo, añadía que: "Estamos dispuestos al reconocimiento de las indemnizaciones que los jueces establezcan." Demostrando así su ínfima "vergogna", si es que les queda alguna a los miembros de la Conferencia Episcopal cuando, forrados de pasta como están, creen que una víctima puede recuperar su autoestima si se la recompensa con dinero. Pura miseria moral. Pero lo más grave es que el papa, porque no quiere o porque no tiene poder real para hacerlo, no hace nada para que la Conferencia Episcopal cambie de rumbo.
El obispo de Tenerife, Bernardo Álvarez Alfonso, cuya imagen aparece al lado,
 manifestaba no hace tanto: "Puede haber menores que lo consientan y, de hecho, los hay. Hay adolescentes de trece años que son menores y están perfectamente de acuerdo y, además, deseándolo." Es decir que, según el señor Álvarez, en el abuso de un niño la culpa muchas veces la tiene el niño, la víctima. Y el señor Álvarez sigue siendo obispo.
El cardenal Cañizares, arzobispo de Valencia, afirmaba que: "el aborto es mucho peor que la pederastia" Y sigue siendo cardenal y arzobispo. El obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, mantiene trabajando en el obispado a Domingo Rey Godoy, sacerdote condenado por abusos sexuales a varias niñas en Peñarroya, lo mantiene sin suspensión de sus derechos sacerdotales, ni nada por el estilo. Y lo mantiene después de afirmar, entre otras perlas, que: la UNESCO tiene un plan para hacer homosexual al cincuenta por ciento de la población mundial." Perla que suelta sin aportar la menor prueba. Y no sólo sigue siendo obispo, sino que el papa Francisco lo premia nombrándolo miembro de la Congregación para la Causa de los Santos. En la imagen de más abajo pueden ver al susodicho Demetrio en compañía de Francisco.

Casos y más casos en los que el papa no sólo no actúa, sino que ni siquiera le producen vergogna.
Pero, independientemente de todo esto, que es sólo el efecto, este papa, lo mismo que los anteriores desde el Concilio de Letrán de 1215, que lo impuso, sabe que la causa, la raíz del problema se encuentra en el celibato, que no es voluntario, como ocurre entre los ortodoxos orientales, sino obligatorio. El propio papa Francisco lo ha dicho: "El celibato clerical no es un dogma de fe, es una regla de vida que yo aprecio mucho y creo que es un don para la Iglesia. No siendo un dogma de fe siempre tenemos la puerta abierta para cambiarlo." Pero añadió: "en este momento, sin embargo, no lo tenemos pensado."
O sea, que, como se ve, todo queda en pura palabrería y el grito de ¡vergogna! no es más que el grito de un hipócrita. Porque el celibato no es un don para la Iglesia, como Bergoglio afirma, es un verdadero chollo, al contar con un ejército de individuos sin otra obligación económica y moral que la de estar al servicio de la empresa. Pero, en relación a la pederastia, y esto ya no lo ignora nadie, es también un grave problema que no sólo afecta a la Iglesia, sino a toda la sociedad, a la que pertenecen las víctimas. Por tanto, no darle solución, conociendo perfectamente la causa, es ser cómplice del pederasta, incluso su patrocinador. Por nuestra parte, podemos estar seguros de que, al no actuar y por más vergogna que le produzca al pontífice, la pederastia, aparte de algún fuego de artificio, va a seguir siendo encubierta.

Imágenes: La primera, del pintor Luis Vargas Santacruz.
El resto de Internet

miércoles, 6 de octubre de 2021

EL TERCER BORBÓN

 

A juicio del que esto escribe, de todos los reyes que ha tenido España, tanto Borbones como Austrias, al único que se le podía dar una puntuación medianamente positiva sería a Carlos III, el tercero de los Borbones que han reinado en el país.
Hijo de Felipe V y de su segunda mujer, Isabel de Farnesio, Carlos nació el 20 de enero de 1716. Hasta la edad de siete años su crianza y primeros cuidados estuvo en manos de mujeres. A partir de esta edad pasó a tener preceptores masculinos, un grupo de hasta catorce hombres al frente de los cuales se encontraba el duque de San Pedro. Recibió una formación amplia, que abarcaba materias humanísticas, militares, religiosas y de idiomas. Y en el espacio, digamos, más social aprendió baile, música y equitación. Desde muy pronto, además, y de forma autónoma, desarrolló una poderosa afición a la caza y a la pesca, pero sobre todo a la caza.
El 3 de Julio de 1735, con sólo diecinueve años, tomó posesión del trono de Nápoles y Sicilia, un reinado que se extendió a lo largo de veinticinco años. Allí se casó con María Amalia de Sajonia, mujer a la que amó intensamente y con la que tuvo trece hijos.
En 1759 muere su hermanastro Fernando IV y Carlos se vio obligado a hacerse cargo del trono de España, dejando el de Nápoles y Sicilia en manos de su hijo Fernando. Hizo su entrada en Madrid el 9 de diciembre de 1759, bajo un tremendo aguacero, que no parecía el mejor augurio para su reinado. Pero, aunque lo empezó con el problema de su hijo Carlos IV, del que se dudaba de su derecho al trono español por no haber nacido en España y, aunque su mujer murió a los pocos meses, lo que supuso para el monarca un golpe moral del que no se recuperaría nunca, su reinado se prolongaría a lo largo de veintinueve años, hasta 1788. Tan fuerte fue el golpe que le produjo la muerte de María Amalia, que no se volvió a casar, a pesar de la insistencia de sus cortesanos, aunque, como buen Borbón, el sexo ocupaba, si no el primero, uno de los primeros lugares entre sus preferencias, como lo prueban, a parte de el gran número de hijos que tuvo con su esposa, las dos poderosas amantes que se sucedieron en su cama: Francisca María Spínola y la duquesa de Salas.
Carlos III no era nada agraciado. En su aflautado rostro sobresalía la portentosa nariz, tal que le cuadraba a maravilla aquel soneto de Quevedo que empieza con: Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa..."; de estatura media, tirando a bajo antes que a alto, muy delgado, casi canijo. Pero era un tipo tranquilo, reflexivo, seguro de sí mismo y con sobrada energía para destituir a un ministro sin la menor vacilación, cuando las circunstancias políticas lo exigían, como hizo, por ejemplo, con Esquilache tras el famoso motín; o para expulsar de España y de las colonias a los Jesuitas, acusados de ser los instigadores de una revuelta que no se limitó a Madrid, sino que se extendió por diversos puntos del país. En general, supo elegir buenos ministros, pero, además, estaba permanentemente encima de ellos, controlando y fiscalizando sus trabajos. Carlos III era, como todos hasta entonces, un rey absoluto y como tal actuaba.
A decir de sus biógrafos y políticos de su tiempo que lo frecuentaron, era también el rey más aburrido de Europa. Metódico y morigerado, no le atraían lo más mínimo los grandes espectáculos, los grandes conciertos, la ópera o las recepciones palaciegas. Vestía de forma sencilla y siempre la misma ropa, porque estrenar un traje nuevo le resultaba de lo más desagradable. Muy creyente en la intervención directa de la Providencia, Carlos III se conformaba con seguir los asuntos políticos, de los que tenía puntual conocimiento, y con su caza, que practicaba todos los días del año, salvo el Viernes Santo.
Su vida era absolutamente rutinaria: se levantaba a las seis de la mañana y, tras asearse y vestirse, rezaba durante un cuarto de hora, ni medio minuto más ni menos. A las siete en punto tomaba su desayuno, consistente en una taza o jícara de chocolate, que su cocinero le rellenaba una sola vez, mientras departía con médicos y boticarios. A continuación, bebía un vaso de agua, pero sólo los días que no tenía que salir de palacio, para no verse obligado a buscar un sitio para exonerar la vejiga. Seguidamente, oía misa y, tras ésta, desde las ocho hasta las once, se encerraba en su despacho y trabajaba en los asuntos de Estado. A las once lo visitaban sus hijos y, tras éstos, su confesor y algún miembro de su gobierno. Almorzaba a la una, siempre públicamente, con su mujer y sus hijos, una costumbre importada por Felipe V de la corte francesa. Pero cuando María Amalia murió, siguió comienzo en público, pero solo, mientras sus hijos lo hacían en sus habitaciones privadas. Su comida era de lo más sencillo y frugal, durante ella bebía dos vasos de agua mezclados con vino de Borgoña y, según cuenta el duque de Fernán Núñez, que escribió una jugosa biografía del monarca, bebía cada vaso de sólo dos tragos.
Tras el almuerzo, en verano, dormía la siesta y, a continuación, salía de caza por los Sitios Reales: la Casa de Campo y El Pardo, cuando estaba en Madrid, o El Escorial, Aranjuez o La Granja de San Ildefonso, cuando se encontraba en estos lugares. No lo hacía por el ejercicio físico, puesto que practicaba la caza al aguardo, jabalíes y venados, principalmente; lo hacía porque de este modo creía prevenir las depresiones que habían amargado la vida de su padre y, por extensión, la de toda la familia.
Al regreso, visitaba a sus hijos, jugaba un rato a las cartas, al revesino, un juego muy de moda en aquella época, que se practicaba entre cuatro jugadores. A las nueve y treinta cenaba, siempre lo mismo: sopa, asado de ternera, ensalada con agua, azúcar y vinagre, y una copa de vino dulce de Canarias. Terminaba con rosquillas y carne frita después de guisada (fricasé), la mayor parte de la cual se la echaba a los perros que andaban a su alrededor.
Y así todos los días de su reinado. Campechano, como son la mayoría de los Borbones, en su lecho de muerte le dijo a uno de sus ministros: "Qué creías que iba yo a ser eterno? Es preciso que paguemos todos el debido tributo." Falleció tranquila y pacíficamente poco después. 


domingo, 3 de octubre de 2021

EL PROCESO INQUISITORIAL

                                                                                        

Todavía, a estas alturas del siglo XXI hay historiadores que, con toda clase de argucias y malabarismos, niegan la sevicia de la Inquisición o la suavizan hasta dejarla en algo así como una institución de caridad. Y hay historiadores, desde luego de muy baja estofa, que siguen invocando la célebre Leyenda Negra, como un bálsamo o, mejor, como una manta de Grazalema bajo la que ocultar tanta perversión e inmundicia.
Para silenciar a tanto embaucador que pasa por entendido en historia basta comprobar cómo se desarrollaba el proceso inquisitorial. Veámoslo: Una vez detenido y puesto a buen recaudo en la cárcel por la guardia del Santo Oficio, el acusado quedaba a disposición del tribunal hasta que los inquisidores encontraran a bien interrogarlo, una situación que podía durar semanas e incluso meses. 
En ningún momento se le comunicaba al preso quién lo acusaba ni de qué. Las normas inquisitoriales determinaban que los denunciantes y/o testigos deponían en secreto, "con el fin de que puedan deponer con entera libertad.", afirmaban dichas normas, en lo que no puede considerarse más que como un puro sarcasmo. Por supuesto, quedaba absolutamente descartado un posible careo entre el reo y los que contra él declaraban. 
En las INSTRUCCIONES DE 1561, elaboradas por el Inquisidor General Fernando Valdés y Llano, cuya imagen aparece arriba, se afirma textualmente que: "aunque en los otros juicios (se refiere a los juicios laicos) suelen los jueces para verificación de los delitos carear los testigos con los delicuentes (nada de presuntos, condenados de antemano), en el juicio de la Inquisición no se debe ni acostumbra a hacer, porque allende de quebrantarse en esto el secreto que se manda tener acerca de los testigos, por experiencia se halla que si alguna vez se ha hecho no ha resultado buen efecto, antes se ha conseguido dello inconvenientes." No hace falta ser un lince, ¿verdad?, para apreciar la absoluta indefensión de quien caía en manos de la Inquisición. Y no ya no pueden ignorarlo los historiadores actuales, sino que tampoco podían ignorarlo los inquisidores, empezando por el general.
Sin embargo, esto no era todo. Las Instrucciones de Valdés insisten en que cuando se informe al preso de los testimonios recogidos contra él se tuviera buen cuidado para que de ningún modo pudiera identificar a sus acusadores. "Sáquese a la publicación, dicen las Instrucciones, a la letra todo lo que tocare al delito como los testigos lo deponen, quitando dello solamente lo que podría traer en conocimiento de los testigos."
Estaban prohibidas también las visitas de amigos, deudos u otras personas, aunque pretendiesen verlo con el propósito de hacerle confesar su delito. Las únicas visitas permitidas y siempre con este fin era la de alguna persona religiosa y docta, pero siempre en presencia del inquisidor y del notario. Ni siquiera a los inquisidores les estaba permitido hablar solas con el reo. Se llegó a prohibir incluso cualquier información que sirviese para probar que una persona no había sido condenada o reconciliada o penitenciada o simplemente arrestada por el Santo Oficio, aberración que significaba que muchas personas no podían demostrar que sus padres, abuelos, etc., no habían sido detenidos ni procesados por la infame institución. Téngase en cuenta el problema de la limpieza de sangre y la necesidad que tenían muchísimas personas de probar que sus antepasados ya eran cristianos viejos.
Los interrogatorios se iniciaban con la biografía del preso, debiendo declarar éste su genealogía hasta lo más lejos que pudiera, incluyendo en ella ascendentes directos y colaterales. A continuación preguntaban si sabía el reo por qué estaba en prisión, pregunta ciertamente sádica pues ellos conocían que la totalidad de los detenidos ignoraban el motivo concreto de su detención.
Tras esta especie de prólogo empezaba el verdadero interrogatorio. En un proceso secular todo individuo era inocente hasta que se demostraba su culpabilidad. Para la Inquisición era justo al contrario: todo acusado era culpable hasta que pudiera probar su inocencia, cosa casi imposible, dado todo lo anteriormente expuesto. Pero a los inquisidores no les bastaba con que la culpabilidad quedara suficientemente probada, necesitaban, exigían, que el reo confesase explícitamente sus errores, es decir, que se confesase hereje o bruja, lo manifestara públicamente y mostrara su arrepentimiento.
Tras la acusación del fiscal, al reo se le concedían abogados defensores, que eran, ¡pasmémonos una vez más! también inquisidores, que, para más recochineo, no encuentro un término más ajustado, tenían que hablar con el preso delante del tribunal que lo juzgaba. 
Si, tras el interrogatorio, el reo negaba su condición de hereje o de brujo y se negaba, por tanto, a confesar o cambiaba su declaración, se iniciaba lo que, eufemística e hipócritamente, denominaban cuestión, que consistía en someter al preso a tortura. Muchos historiadores tratan de suavizar la responsabilidad de la Inquisición en este infame método alegando que la tortura era práctica habitual en los tribunales laicos no sólo de España, sino de toda Europa, pero pasan por alto que en el caso de la Inquisición los torturadores eran sacerdotes de una religión que tenía como fundamento el amor ("amaos los unos a los otros como yo os he amado") y el perdón ("el que esté libre de pecado que tire la primera piedra", "No siete, setenta veces siete habrás de perdonar"), con lo que no ya la tortura, sino el propio juicio en sí por un crimen que consistía en tener ideas distintas a las oficiales o en practicar una religión que no era el catolicismo, constituía una traición en toda regla a los principios más arriba señalados.
Para la tortura, se desnudaba al reo y a continuación se le aplicaban distintos tormentos. Entre los más usuales figuraba, en primer lugar, el del agua: colocado el reo en una escalera inclinada se le obligaba a tragar uno tras otro ocho litros de agua por sesión. Otro tormento era la garrucha: se colgaba al reo por las muñecas con pesos en los pies, se izaba lentamente y se soltaba de golpe. Otro, igual de corriente, era el potro: un bastidor al que se ataba al reo por muñecas y tobillos con unas cuerdas que se retorcían con una palanca tirando de sus miembros. Con su habitual hipocresía, los que aplicaban tales tormentos no eran los religiosos, sino verdugos laicos.
Naturalmente, pocos eran los reos que en el curso de la tortura no cantaban de plano admitiendo todas las acusaciones que se le hacían. Ahora bien, tras el tormento, debían ratificar lo confesado, por sí, decían las normas, con mayor hipocresía, había confesado por debilidad. Pero si el preso no ratificaba su confesión, la tortura comenzaba de nuevo. 

Fuentes:
Historia de la Iglesia Tomo II. Llorca, García Villoslada, Montalbán
La Inquisición española.- Henry Kamen
Los secretos de la Inquisición.- Edward Burman
El arzobispo Carranza y su tiempo.- Tellechea Idígoras
El proceso de Macanaz.- Carmen Martín Gaite
El proceso de Fray Luis de León.- Ángel Alcalá
Proceso inquisitorial contra el escultor Esteban Jamete.- Domínguez Bordón