miércoles, 28 de julio de 2021

EL SILENCIO DE MI TÍO

¿Cómo aprenden los niños a hablar? ¿Entienden las primeras palabras que salen de su boca, como mamá o papá, o ambas  constituyen el sonido más fácil que puede emitirse con sólo abrir  y cerrar la boca?
En su libro Fundamentos de Filosofía, Bertrand Russell (1872-1970) estudia las posibilidades del conocimiento humano, dedicando uno de sus capítulos precisamente al leguaje. Magnífico escritor, obtuvo el premio Nobel de Literatura en 1950 "en reconocimiento de sus variados y significativos escritos en los que defiende ideales humanitarios", Russell era un aristócrata, el tercer conde de Russell, pero eso no le impidió ser ante todo un ser humano libre, inclinado al socialismo y pacifista. Precisamente, su activo pacifismo con ocasión de la primera guerra mundial le hizo pasar una temporada en la cárcel, circunstancia que se repetiría cuando, ya con noventa años, emprendió una campaña política contra el rearme nuclear, que podía dar lugar a una guerra atómica.
Fue ante todo un matemático. Fascinado con la geometría euclidiana que le explicaba su hermano mayor, sufrió, sin embargo, una decepción cuando aquél le hizo ver que las brillantes deducciones de Euclides partían de axiomas indemostrables que era necesario aceptar. Esta decepción hizo de el un analítico, pero sus intereses intelectuales fueron amplísimos, con una extensa y variada gama de obras que ejercieron una enorme influencia a lo largo del siglo XX,  en matemáticas, por supuesto, pero también en la teoría de conjuntos, lógica, epistemología, filosofía, inteligencia artificial, informática y quizás lo más interesante desde el punto de vista humano, en ética y en política. 
En filosofía se rebeló contra el idealismo inglés, que, como el idealismo en general, cuya primera cabeza de serie es Platón, rechaza la realidad en la que vivimos y sufrimos, para inventarse otra, pura, evanescente y, sobre todo, a gusto del consumidor. Russell defendió una filosofía con los pies en la tierra, científica, basada en la lógica y en el análisis minucioso de los hechos antes de llegar a una conclusión.
Con un lenguaje brillante y, sobre todo, claro, prueba de la claridad de sus ideas, en Fundamentos de Filosofía Bertrand Russell estudia minuciosamente cada aspecto del conocimiento humano, probando cómo en la mayoría de las ocasiones el sentido común no basta para aceptar como válido un hecho, una definición o un nuevo aserto.
A mí, que sin ser filósofo ni pretenderlo en ningún momento, tiendo al análisis y a sacarle punta a todo antes de darlo por bueno, me ha interesado especialmente el capítulo dedicado al lenguaje, a su adquisición y desarrollo, no por el lenguaje en sí, que también, sino por unos ejemplos que Russell utiliza para acentuar su teoría, basada en todo momento en la observación pura de los hechos.
Russell sostiene que "la gran mayoría de las palabras se adquieren por imitación, combinada con la asociación entre la cosa y la palabra que los padres, deliberadamente, establecen en las etapas de la vida que siguen inmediatamente a la primera." Pero, aunque al pronunciarla, se pueda obtener un resultado, pronunciar una palabra no significa que se entienda. Cuando un niño está empezando a hablar y dice, por ejemplo, pan, no tiene por qué entender el significado de esa palabra, lo que entiende es que al emitir ese sonido su madre o su padre le dan un trozo de algo que le gusta.
El entendimiento de lo que se pronuncia va llegando más tarde. ¿Pero cómo? ¿Entendiendo palabra a palabra o entendiendo primero frases completas, sin que se entienda cada palabra suelta de la misma? Esto último es lo que afirmaban en su época algunos filósofos idealistas, a los que Russell critica por sus prejuicios contra el análisis. Según Russell, dichos filósofos aludían siempre al lenguaje de los patagones, los cuales, al parecer, entendían perfectamente una frase como: "Voy a pescar al lago del otro lado de la colina occidental", pero no comprendían la palabra pescar por sí sola. Russell, que no puede estar de acuerdo con esta afirmación, concluye irónicamente: "Ahora bien, puede ser que los patagones sean muy particulares; desde luego que lo son, o si no, no se les ocurriría vivir en la Patagonia."
Y ahora llega la parte que a mí me causó más gracia, porque, en este aspecto, tengo algo personal que añadir. Russell afirma, y yo creo que no es difícil estar de acuerdo con él, que los niños de los países civilizados no se comportan como los patagones, es decir, que el entendimiento y por tanto el uso de las palabras anteceden en estos niños al de las frases, 
salvo, afirma nuestro filósofo, en dos de ellos: Thomas Carlyle, cuya es la imagen de más arriba, y Lord Macaulay, al que vemos más abajo. 
Ninguno de los dos dijo una sola palabra, ni siquiera mamá, el primero hasta los tres años, cuando al ver llorar a su hermano, exclamó: "¿Qué le pasa al pequeño?", y el segundo más tarde aún, a los cinco años, cuando una visita le derramó encima una taza de té hirviendo; el niño cerró los ojos, contrajo la boca y, tras unos momentos en que la visita se excusaba, dijo: "Gracias, señora, el dolor empieza a mitigarse." Tales locuciones como primera expresión de su lenguaje podrían significar que estos dos niños habían entendido frases completas antes que palabras sueltas
, motivo por el que no habían hablado hasta entonces.
Y aquí es donde yo tengo que añadirle a Russell un caso más: el de mi tío político Rufino, de que algo conté en el desaparecido Cuaderno Escarlata. Mi tío tuvo seis hermanos, él era el cuarto que llegó a la familia. Fue un niño muy especial, muy raro: a la edad en que los bebés suelen empezar a decir "mamá" y "papá", él no decía ni mu. A los dos años andaba y corría perfectamente, pero no había abierto la boca. La madre le hablaba, el padre le hablada y él abría mucho los ojos, pero su boca se mantenía sellada. Sus hermanos mayores jugaban con él, pero a sus palabras no respondía ni con gestos. Y el caso es que sordo no era, porque volvía rápidamente la cabeza cuando escuchaba algún ruido raro a sus espaldas y lo mismo cuando le hablaban, pero, aunque parecía que entendía lo que le decían, él seguía sin abrir la boca. Ya casi con cuatro años, los padres, bastante confusos, empezaron a llevarlo al médico. Visitaron unos cuantos, pero ninguno encontraba causa alguna para su mudez. Algunos le tendieron trampas, otros le ofrecieron regalos, pero el niño respondía a todo con un silencio demoledor
Pasaban los años y el niño seguía sin hablar. Seis, siete, ocho años, pero de la boca del niño no salía una palabra. Ni siquiera había ido todavía al colegio, porque los padres no se atrevían a llevarlo. La verdad es que los padres no sabían qué hacer con aquel rarísimo hijo.
Cierto día, cuando apenas faltaban un par de meses, para que Rufino cumpliera los nueve años, sentada la familia a la mesa para comer, menos el último miembro llegado, una niña, que dormía tranquilamente en su cuna, la madre fue sirviendo los platos, empezando por el padre, como se hacía entonces, y, de repente, cuando cogiendo la cuchara cada comensal se disponía a meterle mano a la comida, se escuchó una voz ligeramente aflautada que dejó atónitos tanto a los padres como a los hermanos: "A Manolo to, a mí na." Fueron las primeras palabras de mi tío Rufino, que a partir de aquel momento ya no calló ni debajo del agua.
 

sábado, 24 de julio de 2021

LA RUTA DE LAS RATAS

Este señor que tan amorosamente mira al confiado pajarito es el aristócrata Eugenio María Giuseppe Giovanni Pacelli, más conocido por Pío XII. Tan entrañable imagen, más propagandística que real, esconde a un individuo que, además de filonazi, antisemita y anticomunista, era también un racista, cualidad mucho menos conocida.
En efecto, el 4 de junio de 1944, apenas día y medio antes del desembarco de Normandía, los norteamericanos hicieron su entrada en Roma, tras expulsar a los alemanes, y este señor le pidió al general Mark Wayne Clark, jefe del ejército americano, que retirara a los soldados negros, porque, aducía el señor aristócrata, podían violar a las mujeres romanas. Nada ni siquiera aproximado se le ocurrió pedir al jefe del los nazis, a pesar de las barbaridades que éstos cometieron durante su larga ocupación de la ciudad. Con buen criterio y un tanto escandalizado con la petición del jefe de la religión del amor, el general Clark se negó.
Para el día en que los soldados aliados, incluidos los negros, entraron en Roma, ya debía estar funcionando la ONARMO, acrónimo de la Obra Nacional de Asistencia Religiosa a los Trabajadores, aunque no hay constancia fidedigna de su existencia hasta 1945. A lo largo de la Historia y como ningún otro Estado, el Vaticano ha sabido disfrazar sus verdaderas intenciones con organizaciones que aparentan una cosa y se dedican a otra. Esta ONARMO, por ejemplo, lo que pretendía realmente no era prestar ningún tipo de asistencia religiosa a nadie, sino infiltrar capellanes en las empresas de mayor tamaño para contrarrestar la influencia de los comunistas que, al parecer, estaba siendo espectacular.
Dos meses antes del final de la guerra, esto es, en el mes de marzo de 1945, Himler, jefe de la SS, había ideado un plan para que los jerarcas nazis pudieran escapar de Alemania. Tras los pertinentes contactos se estableció la que se conocería como Ruta de las Ratas, que discurría por España, Portugal, Marruecos, Austria, Italia y por el llamado Pasillo Vaticano. Para entoncesla ONARMO se transformó en OIARMO, Obra Internacional de Asistencia Religiosa y Moral de los Trabajadores, otro hermoso trampantojo tras el que se ocultaba una organización destinada a enviar misioneros a Sudamérica con el propósito de buscar lugares discretos en los que pudieran establecerse los jerifaltes nazis.
El jefe de esta organización era monseñor Giuseppe Siri, obispo de Génova, íntimo de Pío XII, que lo elevó al cardenalato el 13 de enero de 1953, cuya imagen de persona bondadosa aparece más arriba. Mano derecha del tal Siri era monseñor Aurelio Torraza, su secretario. Ambos eran filonazis, pero más aún furibundos anticomunistas. Se creó la empresa ATRIVI, con fachada comercial, formada por una flota de barcos con bandera del Vaticano, que tenía su sede en el puerto de Génova, para dirigirse a Sudamérica, principalmente a Brasil, Argentina y Paraguay, países de acogida cuya colaboración había gestionado el propio Torraza en visita personal, al frente del grupo de misioneros enviado por el Vaticano para hacer el paripé de la asistencia religiosa y moral de los trabajadores.
Toda la operación fue declarada TOP SECRET, es decir, ULTRASECRETA, por la Santa Sede, con una recomendación especial a Torraza para que pusiera el mayor cuidado en que no levantara la más mínima sospecha entre la opinión pública, especialmente de izquierdas. A través del Pasillo Vaticano escaparon centenares de criminales de guerra, entre ellos, por citar sólo a algunos de los más relevantes, están:
Josef Mengele, el "Ángel de la Muerte en el campo de Auschwitz.
Erich Priebke, responsable de la masacre de las FOSAS ARDEATINAS, en Roma, en las que el 24 de marzo de 1944 fueron asesinados 325 civiles como represalia por el ataque de los partisanos a un batallón de policías formado por italianos germano parlantes, que produjo 32 víctimas.
Walter Rauff, coronel de las SS, responsable de las cámaras de gas móviles.
Eduard Roschmann, el "Carnicero de Riga"
Franz Stanel, comandante del campo de Sorbibor
Karl Otto Kligenfuss, Jefe de la deportación de judíos en Italia, Croacia y Bulgaria.
Klaus Barbie, el "Carnicero de Lyón"
Gerhard Bohms, responsable de haber gaseado a 62.000 minusválidos, siguiendo el programa de Aktion T4.
Hans Fiscbock, encargado de expropiar las propiedades de los judíos de Austria y de Holanda.
Hans Hefelman, médico responsable del asesinato de miles de niños deficientes mentales.
Adolf Eichman, arquitecto de la solución final.
El Vaticano cobraba importantes cantidades de dinero obtenido por los nazis expoliando a familias ricas judías a cambio de no ser deportados por las SS, un cambio que muchas veces resultaba ser falso. Gran parte de este dinero acabó en cuentas bancarias de Argentina, a través de bancos suizos, especialmente de la Unión de Banques Suisse, de Zurich. (Me pregunto si este banco sigue en activo y si es en él en el que nuestro Emérito guarda la pasta afanada a base de comisiones en el sucio negocio de la venta de armas.)
Dentro del Pasillo Vaticano, tres religiosos mantenían una red de refugios de los criminales de guerra, hasta que les averiguaban los papeles falsos que les permitieran emprender el viaje a su nuevo destino:
El padre Heinemann, en su iglesia de Santa María Dell'Ánima, muy cerca de la Piazza Navona, en Roma.
Padre Karl Bayer, cuyo refugio se encontraba también en Roma, en Vía Piave, 23
Edoardo Dömöter, franciscano, conocido como "Padre Francisco", en la iglesia de San Antonio de Génova. Este individuo había conseguido para sus criminales refugiados el aval de la Cruz Roja Internacional. En concreto, hay plena constancia de que el delegado de esta organización en Italia firmó el 1 de junio de 1950, al menos, un salvoconducto para el nazi Riccardo Klement.
En esta iglesia estuvo refugiado el sonriente señor que aparece en la fotografía de más arriba: Adolf Eichmann, quien durante su reclusión se dedicaba a jugar al ajedrez y a beber Chianti. Invitado por el franciscano, asistía a misa, a pesar de que había abandonado formalmente el catolicismo en 1937. "Mal no te va a hacer ninguno", le decía el franciscano, al que Eichmann llamaba "mi buen y viejo amigo fariseo."
Eichman embarcó rumbo a Argentina el 15 de julio de 1950. Allí fue primero criador de conejos en varias poblaciones de los alrededores de Buenos Aires, hasta que se colocó como contable en la fábrica de Mercedes Benz, en la misma capital argentina, en la que vivió durante diez años con su esposa y sus hijos, en una casa humilde de la calle Garibaldi. El 15 de mayo de 1960 fue secuestrado por el Mosad, trasladado a Israel, juzgado y ahorcado el 13 de mayo de 1962, día de la Virgen de Fátima.
Peter Malik, uno de los agentes del Mosad, lo describió como "un hombrecito suave y pequeño, algo patético y normal, no tenía apariencia de haber matado a millones de los nuestros... Lo más inquietante es que no era un monstruo, sino un ser humano."
Malik dio en el clavo, porque eso fue lo más terrible del nazismo, que seres humanos normales se convirtieron en sádicos, sangrientos y furibundos asesinos, cosa que puede volver a ocurrir si no prestamos atención a los hechos políticos que se vienen produciendo últimamente, tanto en Europa, como en la propia España, delante mismo de nuestra narices.

Datos obtenidos de documentos de la CIA publicados por Eric Frattini, en El libro negro del Vaticano.
Imágenes de Internet.

jueves, 22 de julio de 2021

EL JUEGO DE LOS BOTONES

Los niños de mi generación no teníamos ninguno de los artilugios con que cuentan los de ahora, no había ordenadores, ni tablets, ni televisión, ni móviles, la radio iba entrando en los hogares con tanta lentitud como dificultad y el tocadiscos, que hoy está reviviendo en determinados estratos, se encontraba sólo en algunas casas privilegiadas. No había por tanto ni youtube, ni twiter, ni instagram, ni ninguna de las redes sociales que existen hoy y que te permiten conectarte con cualquiera situado incluso en las antípodas. No teníamos nada de todo esto, pero, aunque toda generalización es exagerada y, por tanto, imprecisa, a mí me parece que, con tantas cosas tan fácilmente a su alcance, los niños de hoy han perdido parte de la imaginación que siempre ha derrochado la infancia. Nosotros convertíamos en juguete cualquier cosa e inventábamos juegos colectivos o individuales que nos mantenían permanentemente activos.
Había en mi casa una galería rectangular de unos cinco metros de largo por tres de ancho con solería hidráulica de veinticinco por veinticinco centímetros, con una cenefa perimetral de losas del mismo tipo, pero de color rojo. No recuerdo cómo llegaron a mi poder cuatro ciclistas pequeñitos en bicicleta de carreras, supongo que de silicona o de un material similar, porque el plástico no había llegado todavía. 
¡Ah, menudas carreras me organizaba yo solito con aquellos ciclistas en la galería! El recorrido era la cenefa perimetral. Ponía a los cuatro ciclistas en la loseta de salida y, a continuación, hacía avanzar a cada uno tantas losetas como el número que salía tirando un dado. Cada ciclista tenía su nombre. Mi favorito era, cómo no, Bahamontes, que, entre otros triunfos, ganó seis veces el título de rey de la montaña en el tour y fue el primer español que lo ganó, en 1959.
Pero el juego que por aquel tiempo me apasionaba era el de los botones. Lo practicaba en la misma galería, pero utilizando sólo la mitad. Mi madre, que era modista, aunque ya no cosía más que para nosotros, tenía una caja de considerables dimensiones llena de botones. El juego consistía en un partido de fútbol entre dos equipos formados por veintidós de aquellos botones y en el que el balón era también un botón, de camisa, y las porterías dos cajas de cartón con uno de los lados recortado. Otro botón, de aquellos rectangulares que se usaban sobre todo en los abrigos de señora, hacía las veces de cuña o de lanzadera, si así puede decirse, presionaba uno de los botones jugadores, este salía hacia adelante golpeando el balón y acercándolo a la portería contraria o alejándolo de la propia. Se hacía una tirada por equipo alternativamente y, aunque no era nada fácil, con un poco de práctica y eligiendo los botones adecuados el juego resultaba al alcance de la mayoría y también muy entretenido. 
 La mayor parte de las veces jugaba solo, pero muchas veces también con mi vecino del piso de arriba, y en ambos casos me pasaba la tarde entera jugando. Cada uno teníamos un equipo. El mío era el Atletic de Bilbao. Cuando jugaba solo tenía establecida una liga en la que mi equipo se iba enfrentando a todos los demás de primera división en partidos de treinta minutos. Entonces el juego ganaba mucho en emoción. No recuerdo cómo lo aprendí, porque desde luego no lo inventé yo; seguramente me lo contaría algún compañero del colegio, aunque, aparte de mi vecino y yo, no conocía a nadie que lo practicara.  
Un año, dejé a un lado los botones y me pasé a los tapones de cerveza, botellines, que era lo único que había entonces, aunque ya empezaban a llegar a los bares distintas marcas, nada de tercios, ni litronas, ni latas, botellines de veinticinco centímetros cúbicos y se acabó. Con aquellos tapones, a los que llamábamos sansones, sí que éramos muchos ya los que jugábamos. Despegábamos el corcho interior que traían y que servía para hermetizar la botella, los forrábamos de tela con los colores de nuestro equipo de fútbol y volvíamos a pegar el corcho, que de este modo sujetaba perfectamente el forro. Y además pegábamos la cara recortada de los cromos de futbolistas que venían en los sobres de Los Polluelos o El Aeroplano, no recuerdo exactamente en cuales, dos colorantes de uso común en una cocina que entonces tenía su principal fundamento en los potajes o en guisos como las patatas en ajopollo, que es posible que llevaran ajo, pero desde luego de pollo nada de nada, o patatas viudas, que yo diría que eran más bien solteras, porque si habían conocido algo era un simple sofrito. Como tantas cosas en aquel tiempo de hambruna y de facundia, salía a relucir casi continuamente el clásico, aparatoso, farsante, ridículo y hambriento hidalgo español, de modo que aquellos simples colorantes recibían el pomposo nombre de azafrán.
Con estos sansones se hacían distintos juegos, pero sobre todo se jugaba al fútbol, igual que con los botones, golpeando el balón con uno de los tapones, sólo que ahora, en lugar de cuña o lanzadera se le daba al sansón una chirigota. El juego ganó así en facilidad y en espectacularidad, pero perdió la habilidad, el arte que se necesitaba para hacer que un botón se moviera y golpeara el balón en la dirección correcta.

Imágenes:
La de los sansones, de Juegos del Quince
Las demás de internet.

domingo, 18 de julio de 2021

EN LOS TIEMPOS DE EROS

De la manera más natural, mediante las historias que hemos leído o a través de la magnífica cerámica de la época, tenemos el convencimiento, de que Eros, el más travieso, juguetón e inefable de los dioses griegos, campaba a sus anchas en la Grecia clásica, allá por el siglo V antes de nuestra Era.
En aquella Grecia, cuna de nuestra civilización, que, entre otras muchas cosas, nos legó el concepto fundamental de democracia, los atletas competían en los juegos olímpicos  desnudos; la homosexualidad no sólo estaba tolerada, sino que era el camino por el que los jóvenes accedían a los secretos del amor y del sexo, mediante su acogida como amante por parte de un adulto. Así puede leerse no sólo en los libros de historia, sino en textos del mismísimo Platón, el monumental idealista para el que el mundo carecía de verdadera realidad.
Tal convencimiento responde a hechos ciertos, pero siempre que hagamos referencia al mundo masculino en exclusiva. La mujer y todo lo femenino ocupaban un segundo plano muy inferior al del varón, un plano que rayaba en el desprecio y hasta, en determinadas capas de varones, en el asco. En la relevante Grecia de Pericles y de los grandes filósofos y científicos, estos desprecio y asco no sólo aparecen claramente en el territorio del mito, como muestra el caso de la célebre cajita de Pandora, que no fue Pandora la que la abrió haciendo que se extendieran por la tierra todos los males que hoy conocemos, sino en la vida cotidiana.
La mujer no participaba en la vida pública, no tenía lugar en las disquisiciones de los peripatéticos, tenia vetada su participación en los juegos olímpicos y prohibido el acceso al gimnasio y a la palestra, que era un centro en el que se practicaban determinados deportes, como el boxeo o la lucha, pero también cultural y social.
Es muy curiosa la contradicción que existe entre el mundo del mito y el de la realidad diaria. En el mito, los dioses, especialmente Zeus, bajaban una y otra vez a la tierra y una y otra vez hacían el amor con las mujeres más bellas, muchas veces mediante el engaño, otras mediante el rapto y otras, en fin, de las formas más inverosímiles, como en el caso mil veces reproducido por la pintura de Leda y el Cisne. Pero para los griegos de carne y hueso el mero olor de la mujer, sus flujos, sus humores, les parecen tan intensos que llegan a resultarles repulsivos.
En la tan alabada Atenas, los hombres se casaban exclusivamente porque procrear era una obligación cívica, pero le repugnaba la mujer que amanecía a su lado sin maquillaje "fea como una mona", afirma Pseudo-Luciano. Pero a la vez rechazaba el maquillaje que embellecía el rostro femenino por considerarlo un engaño. Nada más grato que el olor del joven amante que el hombre encuentra en la palestra. "El sudor de los muchachos", sigue diciendo Pseudo-Luciano, "sabe mejor que todo el cajón de ungüentos de la mujer."
La mujer en general quedaba así relegada a la categoría de persona mestruante y gestante, curiosamente, un  concepto que nada menos que veinticinco siglos largos después pretende resucitar la, más que filosofía, doctrina Queer, palabreja que en inglés significa raro, pero también estrambótico y falso. La misión de la mujer consistía, además de en gestar y parir, en administrar el hogar y educar a los hijos, aunque Platón, siempre Platón, consideraba que era una muy mala solución dejar la educación de los niños en manos de un ser tan intelectualmente débil, en comparación con el hombre.
La posesión de una mujer como esposa podía dar lugar incluso a una guerra, como la famosa de Troya, originada cuando el troyano Paris, un bellezón de la época, según afirman los textos, conoce a Helena, la mujer de Menelao, rey de Esparta, se enamoran los dos y huyen a Troya. Pero, por mucho que Homero embellezca la historia, Menelao no llama a la guerra por una cuestión de amor, sino porque siente que le han robado su propiedad. 
Por otra parte, mientras en la Odisea, Penélope teje y desteje la mortaja de su suegro Laertes, recordando y esperando continuamente a Ulises, su esposo, que marchó igualmente a la guerra de Troya, en su accidentado viaje de regreso, no aspira a reencontrarse con su esposa, sino a recuperar su casa y su reino.
Una de las cosas que más indignaba al ciudadano griego y de las que dan cuenta los textos es la pasividad de la mujer en las relaciones eróticas. Aunque la pasividad en este terreno le repugna igualmente al hombre cuando el pasivo es su amante varón. La relación homosexual se produce siempre entre un adulto y un joven, pero el joven no puede limitarse a recibir el afecto de su amado, eso es algo que queda reservado a los prostitutos, sino que debe colmarlo de atenciones, debe responder con su actividad a la actividad del amado.
Sin embargo, en una nueva y no menos importante contradicción, existían las prostitutas o pornai, que trabajaban en burdeles o en la calle, y existían, sobre todo, las hetairas, mujeres libres, que, a diferencia de las esposas, habían recibido una esmerada educación y que, además de sexo, ofrecían a sus selectos y casi exclusivos amantes, música, danza, conversación, en una palabra, compañía. Hubo algunas famosas, como Aspasia de Mileto, Thais, Glyecer o Arqueanasa, a la que frecuenta Platón ya en su madurez.
El lesbianismo existía, como lo demuestra la poeta Safo, en su isla de Lesbos, de donde procede el término, alabada como poeta incluso por Platón, que la llama la décima musa. Sin embargo, nada mencionan los textos acerca del mismo. Hay teorías acerca de este silencio. Una de las más convincentes,  quizás, es la de la envidia disfrazada de horror que los griegos debían sentir al sospechar que seres tan pasivos con ellos y a los que tenían sólo para la procreación, pudieran colmar sus apetencias eróticas sin necesidad alguna de su participación, una realidad a la que apuntan los ritos y misterios que celebraban las mujeres solas, con exclusión de los hombres.
Precisamente la revelación del secreto que constituía el placer femenino le costó la vista al adivino Tiresias. Cierto día, discutían Zeus y Hera, su esposa, acerca de quien gozaba más en el sexo entre los mortales, el hombre o la mujer.  Como no se ponían de acuerdo, llamaron a Tiresias, quien les dio la siguiente respuesta: "Si el amor consta de diez partes, nueve pertenecen a la mujer y sólo una al hombre."
Y cosa por demás admirable: en lugar de vanagloriarse de la superioridad femenina que la respuesta de Tiresias expresaba, Hera se enfureció y lo dejó ciego. ¿Pero por qué, a qué se debía semejante reacción por parte de la diosa? A que el secreto no debió de ser revelado, entre otras cosas, porque ponía de manifiesto que, aun relegada a un segundo plano, aun relegada casi a la categoría de ilota, la mujer conocía al hombre mejor de lo que éste se conocía a sí mismo.
¿Pero no es esto exactamente lo que sigue ocurriendo hoy?

Fuente:
Historia de las mujeres.- Tomo I. Círculo de Lectores. Edición dirigida por Pauline Schitt Pantel
Platón.- El Banquete
El Gran Libro de la Mitología Griega.- Robin Hard
Prontuario de mitología griega.- León Daudí.
La Iliada y La Odisea.- Homero

Imágenes: Internet

miércoles, 14 de julio de 2021

INCONSCIENCIA

Hacía mucho tiempo que la pax romana había llegado a su fin, el imperio se desmoronaba, se deshacía y la gente de la época, incluidos personajes cultos y de cierta relevancia no eran conscientes de que, aun con sus abundantes fallos, una civilización aceptablemente organizada y una cultura elevada estaban siendo sustituidas por la barbarie, la arbitrariedad y la grosería.
Lo cuenta Eileen Power en Gente Medieval, libro de amenísima e instructiva lectura para todos, interesados o no en el tema. Nacida en Attrinchan (Reino Unido) en 1889, hija de un corredor de bolsa de éxito, Eileen estudio en Oxford y en La Sorbona. Se dedicó a la enseñanza y llegó a ser Catedrática de Historia Económica en la Universidad de Cambridge.
En su tiempo la Historia consistía esencialmente en un relato de los avatares políticos y guerreros, es decir, una historia de los personajes que movían los hilos de la política y de la guerra.
 Pero a Eileen no le interesaban ni los grandes personajes ni, en general, los movimientos y las intrigas de la alta política. Mujer de gran sensibilidad, le preocupaban sobre todo tres asuntos: la historia social, la historia económica y la historia de la mujer, en particular, referidos los tres a la Edad Media. Eileen fue pionera en los tres campos, que a partir de ella adquirirían importancia capital en los estudios históricos. Tres libros suyos mostraron el camino a seguir por los historiadores posteriores: Conventos de monjas medievales, Mujeres medievales y Gente medieval, que he citado más arriba. Los tres están escritos buceando no en los textos de los cronistas medievales o en los documentos oficiales conservados en los archivos estatales, sino en archivos parroquiales, episcopales, conventuales, en los de los Ayuntamientos y en obras literarias, pasadas por alto por los historiadores tradicionales.
Eileen narra las peripecias de personajes de distintos momentos de la Edad Media que, aunque relevantes en algunos casos, están alejados de la política, como, por ejemplo, Marco Polo, o si participan de ella, lo que Eileen estudia no es esta participación, sino su quehacer cotidiano, así como sus preocupaciones vitales, ofreciendo un cuadro esencial para comprender cómo era la vida en la época referenciada, porque, además, no se limita a narrar, sino que, al mismo tiempo, reflexiona y le expone al lector para su juicio las conclusiones a las que llega.
En el apartado referido a la caída del imperio romano, pues el libro abarca distintos momentos de la misma época, Eileen echa mano de cuatro personajes cuyas vidas transcurren entre los siglos IV y VI. Los cuatro viven en La Galia. El primero de ellos Magnus Decimius Ausonio, que vivió en las postrimerías del siglo IV y, entre otras cosas, fue cónsul y profesor en Burdeos. Terrateniente de cierta envergadura, es autor de un interesante poema en el que describe bucólicamente la ciertamente bucólica región del Mosela en la que tenía su finca, sin advertir y, por tanto, sin mencionar que en el 357 los bárbaros habían cruzado la frontera del Rin y acampaban a orillas del río, después haber saqueado cuarenta y cinco ciudades.
En el siglo V vive Sidonio Apolinar (431-479), que fue obispo de Clermont, en la Auvernia, cuando ya hay reinos bárbaros establecidos en España y en parte de La Galia y Roma ha sido saqueada. Pues todavía cree Apolinar que el imperio superará estas pruebas y se recuperará, como se deduce fácilmente de las cartas que escribió entre el 460 y 470, en alguna de ellas muestra su escándalo porque el Imperio no le enviaba ayuda para detener a los bárbaros que se acercaban a Clermont.
Los otros dos personajes vivieron a caballo de los siglo V y VI, cuando ya toda La Galia la ocupan los francos. Fortunato, que fue obispo de Poitiers, era un aristócrata de origen italiano establecido en La Galia, gran viajante y amigo de tanto de galorromanos como de condes bárbaros. Escribió versos en latín, siendo considerado el último de los poetas latinos.
Finalmente, Gregorio de Tours, célebre autor de una Historia de los francos, cuenta cómo, a pesar del reinado de tipos tan terribles y fieros como Chilperico o Fredegunda, en las ciudades los teatros están llenos de ciudadanos todavía teóricamente romanos y los galorromanos pudientes siguen organizando suculentos banquetes para sus amigos en sus villas romanas, hablando de literatura latina o jugando al tenis, sin advertir que aquel modo de vida tradicional ya no era más que una cáscara de un fruto que había desaparecido y no volvería jamás.
Son variadas las causas que los historiadores ofrecen de la caída del imperio romano, pero todas ellas, al menos en forma de síntomas, estaban ya presentes en la época de estos personajes. Muy resumidas, algunas de tales causas, las más importantes, son las siguientes:
1.- La fuerza, el coraje, la disciplina y el entusiasmo de los tiempos antiguos, habían sido sustituidos por la melancolía del desencanto, por una suicida dejadez moral, por un hedonismo que pretendía abarcar todos los órdenes y momentos de la vida.
2.- Ya desde Augusto se venía produciendo una caída de la natalidad cada vez más importante, que acabaría reduciendo el número de soldados romanos, bastión principal del Imperio. El mismo Augusto dictó varias leyes que perseguían el aumento de la natalidad, sin resultado.
3.- Al haber cada vez menos soldados, llegó el momento en que ya no era posible mantener el rígido control de las fronteras y los bárbaros las pasaban con facilidad. Roma no encontró otra solución que incorporar a su ejército masas cada vez más importantes de bárbaros.
3.- Las grandes fortunas evadían el pago de impuestos, los cuales recaían exclusivamente en las clases inferiores. Al disminuir el número de ciudadanos, sin que lo hicieran al mismo tiempo las necesidades del imperio, dichos impuestos resultaron cada vez más gravosos.
4.- Tan gravosos que, incapaces de mantener sus pequeñas fincas, labradores hasta entonces libres, pasaban a ser siervos de los grandes señores, en número creciente por días.
5.- Las incursiones bárbaras, que durante un tiempo se limitaron a hacerse con un buen botín y a regresar a sus bases, produjeron la fractura del comercio así como la de la economía de las ciudades. En éstas el número de desocupados era cada día mayor. Las autoridades trataban de evitar el descontento con pan y circo.
6.- El cristianismo empujaba con su doctrina de la resignación, el rechazo de este mundo y la esperanza en la otra vida donde a los bautizados les esperaba el paraíso. 
7.- Como consecuencia de una situación que cegaba todas las perspectivas de futuro, creció de forma alarmante el número de célibes, lo que hacía que la natalidad disminuyera aún más.
Leyendo a Eileen sorprenden las similitudes que  existen entre aquella época y la actual en los países desarrollados, que, haciendo abstracción de los progresos tecnológicos, bien pueden equiparase en su conjunto con el imperio romano. Por lo menos, los síntomas no pueden ser más semejantes. También la natalidad desciende de modo alarmante; las grandes fortunas evaden los impuestos, los cuales recaen principalmente sobre las clases falsamente llamadas medias; con las leyes neoliberales, los trabajadores en general están convirtiéndose rápidamente en siervos, si es que no en esclavos; la persecución del placer por encima de todo rige la vida, especialmente la de los más jóvenes; si ayer eran partidas de bárbaros los que asaltaban y rompían las fronteras, hoy son los inmigrantes, empujados por causas muy parecidas; si ayer el peligro para el modo de vida romano eran los bárbaros, hoy el peligro, mucho más grave, es el cambio climático. Y, aparte de que los gobiernos no toman medidas radicales, gente incluso de nivel intelectual no parece darse cuenta del peligro y todo el mundo continúa viviendo como si no pasara nada.

Imágenes de:
myhistoria.es
Wikipedia
Biografías y Vidas
Internet.
 

sábado, 10 de julio de 2021

EL FIN DE LA ACADEMIA

 Muchos son, sin duda, los que conocen la destrucción de la Biblioteca de Alejandria, llevada a cabo por los parabolanis, hordas de monjes al servicio de Cirilo, patriarca católico de la misma ciudad, doctor de la Iglesia y santo, por supuesto, cuya beatífica imagen, de no haber roto nunca un planto y, por el contrario, haber sufrido mucho, es la que aparece al lado.
Ni el gran patriarca ni los parabolanis, se conformaron con destruir la Biblioteca alejandrina, la mejor de la época y una de las mejores de todos los tiempos, sino que asesinaron también brutalmente a su conservadora, Hipatia, filósofa y científica, entre otras cosas porque el catolicismo rechazaba la participación de la mujer en la vida pública, mucho más como oradora y no digamos ya como filósofa y científica, esto era el colmo. Lo afirma rotundamente San Pablo en el capítulo dos, versículos doce a catorce,de la primera epístola a Timoteo, cuando dice textualmente: "No permito que la mujer enseñe ni que domine al hombre. Que se mantenga en silencio. Porque Adán fue formado primero y Eva en segundo lugar. Y el engañado no fue Adán, sino la mujer que, seducida, incurrió en transgresión."
Aunque algo más suave, esta prohibición la sigue manteniendo la Iglesia Católica al día de hoy. Pues bien, siguiendo a San Pablo, un tipo, hay que decirlo, chiquitillo, feo y con ataques epilépticos, motivos por los cuales, jamás pudo comerse una rosca, San Cirilo y sus secuaces asesinaron a Hipatia, pero no de cualquier manera, sino desollándola viva, para que sirviera de escarmiento a cualquier mujer que intentara, como la bibliotecaria, sacar los pies del planto. (Entre paréntesis, el que esto escribe se pregunta cómo puede haber todavía mujeres dentro de esta institución)
Sin embargo, con toda seguridad, son poquísimos los que tienen conocimiento de la clausura de la Academia de Filosofía de Atenas, creada por Platón en el siglo V de nuestra era, un hecho de tanta gravedad como el de la destrucción de la Biblioteca de Alejandría.
Con el cristianismo entró en el mundo por primera vez en la historia de la humanidad el exclusivismo religioso y, con él y como su consecuencia, el fanatismo igualmente religioso que, andando no mucho tiempo, derivaría también en fanatismo político. A partir del año 313, con la victoria de Constantino sobre Majencio en la famosa batalla del Puente Milvio, el cristianismo consiguió la libertad para ejercer sus cultos y promover su doctrina. Al mismo tiempo comenzó a restringirse seriamente por parte del emperador la amplia libertad de la que, en materia de religión, venían disfrutando los ciudadanos romanos. No obstante, antes de esa fecha, hordas de monjes, verdaderas jaurías de hasta quinientos miembros,  que habitualmente vivían en el desierto, abandonaban su habitat y recorrían principalmente la zona oriental del imperio destruyendo los templos que ellos llamaban paganos, así como sus venerables imágenes, que igualmente los cristianos denominaban ídolos. 
Porque, frente a lo que han transmitido y siguen transmitiendo la inmensa mayoría de los historiadores, sean de la tendencia que sean, el cristianismo católico, que a la postre fue el triunfador, no se impuso sobre las religiones paganas por la acción del Espíritu Santo ni por la capacidad dialéctica de sus propagandista, sino en el mayor porcentaje por la fuerza del palo y el cuchillo.
Salvo Juliano, al que despectivamente llamaron El apóstata, los sucesivos emperadores tras Constantino, fueron dictando leyes cada vez más favorables a los católicos, hasta que Teodosio I proclamó el catolicismo como la religión del imperio, prohibiendo todas las demás. Con este edicto se le abría definitivamente a los cristianos la veda para la destrucción masiva de todo lo pagano.
La Academia de Atenas contaba ya con una antigüedad de setecientos años cuando se produjo la proclamación de Teodosio. Cuna de la filosofía, recibió el nombre de Academia debido a que se asentaba en una finca propiedad de un tal Academos, un olivar sagrado dedicado a Atenea situado a las afueras de Atenas. Era una escuela de estudio y de discusión y en ella se estudiaban también las matemáticas, la retórica, la astronomía y las ciencias naturales.


Famosa en todo el mundo conocido, en ella estudiaron personajes tan relevantes como Anaxágoras, quien dio una explicación racional de los eclipses y de la respiración de los peces; Eratóstenes de Cirene, quien calculó por primera vez en la historia la circunferencia de la tierra, con asombrosa precisión, dados los medios con los que contaba, Aristóteles, filósofo y naturalista, del que resulta innecesario resaltar sus aportaciones; Heráclites Póntico, astrónomo y matemático; el emperador Juliano. Incluso, pásmense, algunos de los que luego serían padres y doctores de la Iglesia. Así Basilio de Cesarea, Gregorio Nacianceno y, entre otros, Cirilo de Alejandría, sí, Cirilo, el que alentó la muerte de Hipatia.
El último director de este centro del saber fue el filósofo Damacio (458-550), cuyo nombre es en realidad un apelativo, por haber nacido en Damasco. Desde la época de Teodosio I la Academia venía recibiendo cada vez críticas más severas, al mismo tiempo que crecía también el hostigamiento por parte de los cristianos, quienes no toleraban la enseñanza de conocimiento alguno que no estuviera encuadrado en el marco bíblico y evangélico. La presión ejercida al mismo tiempo sobre los emperadores culminó en el año 529, cuando Justiniano I ordenó la clausura de la veterana institución, que ya contaba con casi mil años de existencia. 
Uno de los hechos más graves llevado a cabo por la religión del amor, que enterró el conocimiento científico y filosófico acumulado por los griegos, sumiendo en la oscuridad intelectual a las generaciones posteriores durante otros cientos de años, hasta que Averroes, desde Córdoba, recuperara en primer lugar a Aristóteles, por la vía del Oriente, y un poco más tarde, en el Renacimiento, se redescubriera la arquitectura y, sobre todo, la escultura griega.
Y todavía, historiadores como García de Cortázar, por ejemplo, tienen la desvergüenza de sostener que la Iglesia logró conserva todo el conocimiento clásico. Y por supuesto, al señor arzobispo de Granada, como a toda la jerarquía, se le olvidan estos hechos cuando critica con la dureza que lo hace la legalización de la eutanasia, o la ley trans.

Fuentes: García Cortázar.- Historia General de la Edad Media, Tomo I
Historia de la Iglesia, Tomo I.- Llorca, Villoslada, Montalbán
Historia criminal del cristianismo.- Deschner
La edad de la Penumbra.- Nixey

Imágenes: Cirilo.- Biografíasyvidas.com
Hipatia.- National Geographic
Resto.- Internet.





jueves, 8 de julio de 2021

EL SEGUNDO BORBÓN

De tal palo tal astilla, sostiene el refrán castellano y como todos los refranes son más las veces que acierta que la que yerra.
Lo cuenta sir James George Frazer en su instructivo y también divertido libro La rama dorada, que a pesar de haber cumplido más de cien años, aunque la edición española es de 1943, sigue teniendo plena vigencia: En sus orígenes, el rey era un muchachito agraciado elegido de entre los jóvenes por los ancianos de la tribu, al que ésta mantenía ofreciéndole lo mejor de que disponía durante todo un año, al cabo del cual el muchachito era inmolado para impetrar el favor de los dioses. 
Mucho tiempo hubo de pasar y muchas maniobras tuvieron que realizar, sucesiva y acumulativamente, aquellos reyes-víctimas propiciatorias para acabar convertido en señor absoluto de aquella misma tribu y, más tarde, de una ciudad, de un territorio, de un país y hasta de un imperio. Y además de convertirse en señor absoluto, con autoridad incluso para disponer de la vida de los que antaño disponían de la suya, este rey logró que su cargo fuera vitalicio y hereditario.
A juicio del que escribe, lo peor de la monarquía, lo más irracional y hasta increíble, teniendo en cuenta que se trata nada menos que de la jefatura del Estado, es precisamente su carácter hereditario, lo que significa que su único mérito para ocupar el cargo de rey sea el haber nacido del vientre adecuado, nada más. Es peor que irracional. Es absolutamente demencial. Y, sin embargo, todavía hoy en pleno siglo XXI la monarquía hereditaria sigue teniendo plena vigencia, a pesar de que, frente a lo que se creía en otro tiempo, esté más que aceptado que la autoridad del monarca no procede de Dios, sino del pueblo. O de un dictador que decide quien ha de ser su sucesor y un pueblo domesticado casi hasta la náusea lo acepta sin rechistar.
Bien, hecha esta aclaración, volvamos al palo y a la astilla. Si loco estaba Felipe V, el primer Borbón, su hijo, que reinaría con el nombre de Fernando VI entre 1746 y 1759, no le iba a la zaga, sólo que si en aquél la locura encontraba su sustento en el sexo y en la religión, en éste procedía de la hipocondría y de la pena.
Fernando VI era hijo de María Luisa de Saboya, que murió al poco de tenerlo. y la nueva esposa de Felipe V, Isabel de Farnesio, no se ocupó de él ni de su hermano mayor Luis, quien murió en 1724, con sólo quince años, apenas había empezado a reinar por abdicación de su padre. La muerte de Luis, provocada por la viruela, entonces una enfermedad casi siempre mortal, convirtió a Fernando en un niño solitario y lleno de temores, especialmente en relación con las enfermedades, de modo que antes de cumplir los dieciséis años era ya un hipocondriaco completo que freía a preguntas a los médicos de la corte, preguntas para la mayoría de las cuales lo señores doctores no tenían respuesta alguna. 
A esa edad, precisamente, Fernando contrajo matrimonio con la portuguesa María Bárbara de Braganza, un año mayor que él. Al decir de los cronistas de la época, María Bárbara era fea, muy fea, (el retrato que aparece aquí es extraordinariamente compasivo con ella) tenía el rostro picado de viruela, pero era también, y esto importaba e importa mucho más, una mujer dulce, apacible, muy culta, hablaba con corrección varios idiomas, componía música y, por lo que se sabe, era una verdadera artista como bordadora.


El matrimonio puso al descubierto un nuevo problema de Fernando: el muchacho era impotente y de nada sirvieron los remedios médicos, ni las infusiones, bebedizos y conjuros varios de los curanderos. Este problema agravó la hipocondría del futuro monarca, produciéndole los primeros trastornos mentales, nada serios todavía.
María Bárbara se entregó a su marido procurando mitigar sus desarreglos a base de mucho amor, consiguiendo que entre los dos se estableciera un vínculo que cada día se fortalecía más. Una vez en el trono, que alcanzó a los treinta y tres años, Fernando no quería saber nada del gobierno, aunque cabe decir que, al menos, puso al país en manos de ministros competentes, así la pareja se dedicaba a disfrutar de una vida apacible entre Madrid, Sevilla o La Granja de San Ildefonso.
Pero ocurrió lo peor: en el mes de agosto de 1758 moría María Bárbara, a los cuarenta y nueve años, después de una larga enfermedad de casi dos años. Y esto ya le resultó imposible de soportar a Fernando: cayó en la más honda tristeza, de ésta pasó a la melancolía y de la melancolía a la depresión, todo en el plazo de sólo un par de semanas.
El monarca desvariaba, a cada instante temía morir; se olvidó por completo de su aseo personal, negándose a que lo afeitaran y le cortaran el pelo; se negó a comer otra cosa que no fuera sopa, y ésta la comía de cualquiera manera, con lo que parte de ella le chorreaba por la barbilla y le caía pecho abajo. No hace falta decir que en muy poco tiempo su aspecto era el de uno de los tantos vagabundos que vagaban por el país de la época. Pero seguía siendo el rey y el Jefe del Estado, lo que, para todo aquel medianamente formado resulta tan llamativo como irritante.
Los médicos trataban de paliar su enfermedad con brebajes como la leche de burra; caldos de galápago, rana, ternera y víbora; purgantes eméticos; y otros remedios más raros todavía. Y para rematar los tratamientos, lavativas a destajo. Pero el rey se negaba a tomar ninguno de aquellos potingues y mucho más a que nada invadiera su real ano.
La prueba definitiva de que la dolencia que padecía era sumamente grave la dio Fernando cuando dejó de asistir a misa los días de precepto. Para entonces, ya no padecía sólo una depresión, sino que estaba completamente loco: sufría ataques de cólera durante los cuales pegaba a los criados; en varias ocasiones trató de suicidarse; como los médicos se lo negaban, les pedía a sus ministros que le facilitaran un veneno.
Añoraba a su esposa. No podía vivir sin ella. Y así, agotado, en los puros huesos y revolcándose en sus excrementos, falleció un año después que María Bárbara, en agosto de 1759 y exactamente a la misma edad que ella: cuarenta y nueve años.

Fuente:
Historia de la locura en España.- Enrique González Duro.
Introducción a la Historia de España.- Ubieto/Reglá/Jover y Seco.

Imágenes:
Caricatura de Fernando VI.- Gallego y Rey
Retrato de Fernando VI y Bárbara de Braganza.- Internet