Desde hace unos meses tengo un diccionario de teología cristiana editado en España por AKAL, que, dicho entre paréntesis, tiene muy buenos diccionarios sobre variados temas. Este es traducción del original francés que, bajo la dirección de Jean Ives Lacoste, se publicó en 1998. Se trata de un tomazo de 1357 páginas de 25x18 cm. encuadernado con tapa dura que adquirí nuevo, aunque en una librería de viejo, por el irrisorio precio de ocho euros.
No me explico cómo podía tener un precio tan bajo, porque aquí te encuentras, en forma de entradas, toda la teología cristiana y los teólogos que a ella han dedicado buena parte de su vida. ¿Tan poco les interesa su teología a los cristianos de habla española? Porque es evidente que la edición de este diccionario devino en fracaso. Pues a mí sí me interesa, como me interesa todo lo relacionado con la Iglesia Católica, institución de la que en nuestra país venimos soportando sus pretensiones de dominio moral, político y social y a la que, además, sostenemos con nuestro dinero.
Anoche estuve leyendo la entrada sobre ateísmo, una entrada extensa y exhaustiva. Es curiosa y muy aleccionadora la opinión que a lo largo del tiempo han ido teniendo los teólogos acerca de esta posición frente a las creencias sobrenaturales y religiosas. Naturalmente, sería de ilusos esperar por parte de los teólogos una actitud distinta a la de mostrarse frontalmente en contra de tal posición, pero de ahí al trato que le dan hay un trecho más que importante.
Del mismo modo que la existencia de nutrias en un río es prueba de la calidad de sus aguas, la existencia pública de ateos pone de relieve el grado de libertad de una sociedad. Porque ateos ha habido siempre, sólo que en tiempos pasados debían permanecer en el anonimato, manifestando una fe y una religiosidad que no sentían so pena de acabar siendo pasto de las llamas en una hoguera pública condenados por la propia Iglesia, que no se contentaba con condenarlos de palabra.
Pero en el campo puramente ideológico y siempre resumiendo el contenido de la entrada del diccionario, la teología partió en un principio de la negación del propio ateísmo. Afirmaba que el ateo es aquel individuo que niega la existencia de Dios, y con esta definición aplicaban su lógica para deducir que el ateísmo no existe, puesto que el que niega la existencia de Dios concibe al menos su idea, lo cual era ya para el teólogo prueba de su existencia. Un galimatías, ¿no es cierto? Un galimatías del que los teólogos tenían que echar mano porque la definición que invocaban no es exacta y da lugar a malentendidos. Más que negar la existencia de Dios, el ateo, sencillamente, no cree que exista. Y en el territorio de la creencia conviene señalar que las premisas para no creer en la existencia de Dios son exactamente las mismas, sólo que inversas, para creer en ella. El ateo no ve indicio alguno que lo incline a admitir la realidad divina, el creyente, suponiéndole buena fe y no intereses espurios, ve indicios por todas partes. Ambas posturas podían coexistir perfectamente, sino fuera porque el creyente pretende que todo el mundo crea lo mismo que él y que, en consecuencia, obedezca las mismas leyes que le afectan a él. No es el ateo el que esgrime beligerancia alguna contra el creyente, allá cada cual que crea lo que le parezca oportuno, sino que es el creyente el que toma las armas y sale a enfrentarse más o menos abiertamente contra todo el que no admita y confiese lo que admite y confiesa él.
La teología no se detuvo en negar la existencia del ateo, sino que lo tomó como el primer enemigo al que debía enfrentarse. Así, afirmaba que el ateísmo no se encontraba sólo en el campo de las creencias y de la religión, sino que, mucho más peligrosamente, tenía una dimensión política, pues conllevaba una actitud de insumisión ante la leyes de una comunidad, fundamentadas entonces en la religión, motivo por el que debía ser condenado. Y no contentos con esto, los teólogos ampliaban su condena aduciendo que el ateísmo suponía igualmente un ataque a la moral de una sociedad que podría llevar incluso a su disolución.
En tiempos más modernos y ante el indudable avance de la libertad, como consecuencia del afianzamiento de los Estados nacionales, para justificar su existencia y como prueba de la existencia de Dios la teología recurre a la revelación, Dios existe, viene a afirmar, porque Él mismo se ha revelado al hombre. Adopta entonces una actitud aún más dogmática y agresiva, llegando incluso al insulto, al tachar al ateo de libertino, una vez que, a partir del siglo XVIII, las instancias políticas dejaron de considerar el ateísmo un crimen y al ateo, en consecuencia, un criminal.
Entre paréntesis, no está de más decir aquí que hay que tener un enorme desahogo intelectual, esto es, carecer enteramente de vergüenza, para tener por revelado el Antiguo Testamento, como lo llaman los cristianos, un mamotreto consistente en una recopilación de incongruencias, contradicciones, crímenes atroces, genocidios y robos de todos los colores, puestos en marcha por un Dios celoso, egoísta, falsamente justiciero, con los más bajos instintos, que toma al pueblo judío como medio o como arma para ejecutar sus fechorías, un pueblo que tiene que soportar también en muchas ocasiones los efectos de su mal carácter, un Dios, en definitiva, que puede gozar de todas las propiedades que se quiera, menos de la bondad. Un Dios que cambia de cara, aunque sólo en apariencia, en el Nuevo Testamento, más conocido como los evangelios, verdadero cajón de sastre en el que tanto cabe un milagro como la condena de una higuera que no tiene fruto porque no es la temporada, el himno a la pobreza junto con el banquete en la casa de un ricacho, la expulsión de los mercaderes del templo (por cierto, ahí siguen) junto con la actitud reverente con la autoridad establecida, sea ésta del carácter que sea, con el "dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César"
Más recientemente aún, ya en la contemporaneidad, en lugar de olvidarse de él, la teología ataca todavía más furiosamente el ateísmo, llegando a afirmar, sin rubor, que el ateo corre el riesgo de condenarse, una preocupación que ningún ateo le ha solicitado. En su furor llega a llamar loco a Nietzsche y a tachar de Anticristo al ateo, aunque los ataques son ya sólo de palabra.
Como quiera que, en realidad, carece de la más mínima prueba de la existencia de Dios y los razonamientos filosóficos de antaño han perdido cualquier atisbo de prestigio, la teología última viene afirmando que a Dios se le encuentra en el culto y en la oración. ¡De fábula!