domingo, 20 de agosto de 2023

LA RECATOLIZACIÓN DE ESPAÑA

A muchos se les ha olvidado y la mayoría, digamos los nacidos a partir de 1960, ni siquiera lo conocen, pero el  23 de noviembre de 1975, en la Plaza de Oriente de Madrid se celebró el funeral por la muerte del dictador Francisco Franco. Al acto acudieron las principales autoridades del Estado y de la Iglesia. Durante la homilía, el arzobispo de Toledo y primado de España, cardenal Marcelo González Martín, recordó el acto del 20 de mayo de 1939 en la iglesia de Santa Bárbara, en el que Franco ofreció su espada de la victoria al cardenal Gomá; seguidamente glosó los "valores" de "ese hombre excepcional", al que le agradecía su "fidelidad estimulante" a la nación y a la religión.
La Iglesia tenía, en efecto, mucho que agradecerle a un general que había provocado una guerra en la que se habían producido un millón de muertos y más de doscientos cincuenta mil exiliados. Desde el mismo momento de su instauración, la Iglesia, la jerarquía, pero también la mayor parte del clero, había conspirado contra la República, no en defensa de ningún valor cristiano, sino a causa de que el gobierno republicano intentaba limar alguno de los desmesurados privilegios que había ido acumulando a lo largo del tiempo, de manera que recibió con extraordinario entusiasmo el Golpe de Estado, al que se adhirió de forma inmediata. Así, la victoria de los golpistas en la guerra supuso también un triunfo para la Iglesia, que no sólo recuperó sus privilegios, sino que alcanzó un lugar de preeminencia en el nuevo Régimen, del que se convirtió en su principal apoyo.
En realidad, se trató de un toma y daca: yo te apoyo a ti, tú me apoyas a mí y entre los dos mantenemos sumiso y en orden al pueblo español. Para que el mecanismo funcionara, la primera tarea, a juicio de la jerarquía eclesiástica, era la recatolización de España, esto es, limpiar la "escoria" con que la República había distorsionado la mente y el ánimo de los españoles. Para ello se reutilizó un instrumento que tenía su origen en el Concilio de Trento y que había sido utilizado con mayor o menor intensidad en distintas épocas: Las Santas Misiones. Y en qué consistía este instrumento. En la organización ciudad por ciudad y pueblo por pueblo de una serie de actos y ceremonias multitudinarios, protagonizados por clérigos "misioneros", es decir, de fuera de la localidad en que se celebraban dichos actos.
Las Misiones se iniciaron poco después del final de la guerra, pero su máximo desarrollo se produjo a partir de 1944, con la creación de la Asesoría Eclesiástica de Sindicatos (AES), entidad formada por sacerdotes con el objetivo de aprovechar la infraestructura sindical y los medios de los sindicatos del régimen. Lo más gracioso, si es que esto tiene gracia, es que esta AES se financiaba con parte de la cuota sindical pagada por empresarios y trabajadores, de modo que éstos últimos financiaban su propia evangelización, pues, aunque las misiones iban dirigidas a todo el mundo, era a ellos, principalmente, a quienes se pretendía recatolizar.
La mecánica era la siguiente: En primer lugar se llevaba a cabo la "antemisión", consistente en conseguir el permiso del obispo de turno y la elección de los misioneros, preferentemente franciscanos, pero también jesuitas, claretianos y dominicos.  Seguidamente se contactaba con los párrocos del lugar, quienes debían informar del estado religioso de sus parroquias, si se comulgaba o no en abundancia y con frecuencia, si había niños y adultos sin bautizar, si convivían parejas no casadas, etc.
El día del comienzo de la misión los misioneros entraban solemnemente en el pueblo, dirigiéndose a la plaza principal, donde el alcalde les daba la bienvenida. Seguidamente, se montaba una procesión hasta la parroquia más importante del lugar, si había más de una. 
Entonces comenzaba la parte más indecente de la misión (si es que había algo decente en ella), la utilización de los niños en la llamada "misión infantil", para mover a los mayores a asistir a los distintos actos. Se le daban charlas en los colegios y, tras ellas, se organizaban procesiones en las que niñas y niños portaban banderitas españolas o del Vaticano mientras cantaban canciones religiosas. A veces, montaban sobre la marcha pequeñas obras de teatro y, otras, se organizaban cabalgatas con carrozas en las que se representaban escenas religiosas. La implicación de los maestros era imprescindible y obligatoria, prueba del sometimiento de la escuela al clero. Los niños eran así un público cautivo, pues no tenían opción de rechazar su participación. Pero, además, con la mayor desvergüenza, se los convertía en propagandistas de la misión: a una señal del misionero, en las procesiones debían gritar: ¡Padres, a la misión! ¡Madres, a la misión!" No obstante, a los misioneros no debía parecerles suficiente, porque todavía instruían a los niños para que por las noches en sus casas rezaran tres avemarías con los brazos en cruz pidiendo por la asistencia de sus padres a los actos.
La parte de los adultos se iniciaba con el Rosario de la Aurora. Luego, a lo largo del día, se daban sermones independientes para mujeres casadas y solteras y para hombres casados y solteros. En ellos se les predicaba lo más cutre, tradicional y roñoso de la moralidad católica. Se aprovechaban estas charlas y los distintos actos para ejercer una presión brutal sobre aquellas personas que convivían sin estar casadas o no estaban bautizadas o, sencillamente, no participaban habitualmente en las prácticas religiosas. Uno de los momentos más deprimentes era el Vía Crucis, al que sólo podían asistir hombres, aunque las mujeres debían ser espectadoras.
Por último, tras varios días de misión se celebraba el Acto General, siempre por la tarde noche. Tenía lugar en el templo, pero se instalaban altavoces por todo el pueblo, de manera que los que no asistían no tuvieran más remedio que escuchar lo que se decía. En los sermones se buscaba penetrar a fondo en el ánimo de los asistentes con la clásica parafernalia verbal del temor y aún del terror tan característica de los predicadores eclesiásticos de la época. Utilizaban, además, todo tipo de recursos teatrales. Uno de ellos consistía en rezar sucesivamente tres avemarías, la primera por el éxito de la misión; la segunda por el más descarriado de los presentes; y la tercera por el primero que fuese a morir. En este momento se apagaban las luces de la iglesia y el acojonamiento era general. En no pocas ocasiones, este acto se celebraba en el cementerio. Allí el misionero les largaba el "sermón de la muerte", con el que conseguía ponerles los pelos de punta a la mayoría de los asistentes, si es que no a todos. 
La misión terminaba con una misa de campaña en la plaza del pueblo o en un espacio abierto. Por supuesto, confesaba y luego comulgaba la práctica totalidad del pueblo. A continuación, el acalde, de nuevo, despedía a los misioneros, a los acordes de la banda de música, si la había, y con los gritos de la muchedumbre pidiendo que no se marchasen. 
Estas misiones se prolongaron hasta entrados los años setenta, si bien desde finales de los sesenta ya sólo en zonas deprimidas, donde eran menos intensos los cambios culturales que se estaban produciendo en el país.
Mientras tanto, los muertos del bando perdedor seguían enterrados anónimamente en las cunetas de los caminos o en fosas comunes a la vera del pueblo en el que se celebraba la misión. Pero de éstos no decían nada los misioneros ni tuvieron jamás una palabra para los familiares de dichos muertos que seguían viviendo en el pueblo, sufriendo el desprecio y las vejaciones de los vencedores.

Fuentes:
Francisco Bernal García.- La reconquista católica de las masas. Ponencia en el IX Encuentro Internacional de Investigadores del Franquismo.
-Misiones interiores y cambio social. Hispania Sacra, volumen 70
William J. Callahan.- La Iglesia Católica en España (1875-2002)

Imágenes: Internet.

miércoles, 16 de agosto de 2023

MANUAL DE TORTURADORES

 
"En punto a herejía se ha de proceder llanamente, sin sutilezas de abogado, ni solemnidades en el proceso. Quiero decir que los trámites del proceso han de ser lo más corto posible, dejándose de dilaciones superfluas, no parándose su sustanciación ni en los días que huelgan los demás tribunales, negándose toda apelación que sólo sirve para diferir la sentencia."
Así comienza uno de los libros más infames que se hayan escrito nunca, el Directorium Inquisitorum o Manual de Inquisidores, del catalán, nacido y muerto en Gerona, Nicolás Eymerich (1320-1399), cuyo título debiera ser el que lleva esta entrada, puesto que lo que el libro recoge son las normas que deben seguir los inquisidores ante los acusados de un delito de herejía o de blasfemia, normas que constituyen todo un repertorio de torturas, así como los instrumentos con lo que debía ser aplicada.
En los regímenes represivos siempre consiguen infiltrarse hasta los puestos más altos sádicos y canallas. Y Eymerich fue ambas cosas en grado superlativo. Fue fraile dominico, uno de los más fanáticos, sin duda, de los muchos que a lo largo de la historia ha producido esta Orden, empezando por su fundador. Fue Inquisidor General de Aragón y capellán de Su Santidad, nombrado por el papa Inocencio VI por su celo en la persecución de herejes y blasfemos. A éstos últimos, ordenó a sus secuaces que les atravesaran la lengua con un clavo para que no volvieran a blasfemar.
Hacia el final de su pontificado, Juan Pablo II pidió perdón por la actuación de la Inquisición. Lo hizo con gran solemnidad, pero también con la boca pequeña ya que, a continuación de pedir perdón, justificaba tal actuación amparándose en que la tortura no era asunto exclusivo de la Inquisición, es decir, de la Iglesia, sino que, igualmente, la utilizaban los poderes civiles. Sencilla y llanamente, el papa mentía. Mentía con esa sutil hipocresía de la que con tanta habilidad hace uso la jerarquía eclesiástica. Mentía, en primer lugar, porque Juan Pablo II no podía ignorar, ya que lo pregonó infinidad de veces, que el catolicismo es la religión del amor, una definición que en modo alguno cuadra ni puede cuadrar con la tortura. Pero, sobre todo, mentía, porque, de acuerdo con el contenido del citado Manual, existían numerosas diferencias entre la jurisprudencia civil y los métodos empleados por los esbirros de la Inquisición. Eymerich las especifica con detalle y el papa, todo un intelectual, no podía desconocer la existencia de este Manual, por otra parte, famosísimo.
Pero vemos algunas de las diferencias entre la Inquisición y los tribunales civiles tal y como las consigna Eymerich en su libro:

1.- Los nombres de los testigos (en realidad, acusadores) no se deben publicar ni comunicarse al acusado, siempre que resulte algún riesgo a los acusadores y casi siempre hay este riesgo, porque si no es temible el acusado por sus riquezas, su nobleza o su parentela, lo es por su perversidad (O sea, el simple acusado ya era perverso, sólo por el hecho de ser acusado. Pero, además, los tribunales civiles no actuaban con este secretismo)

2.- (Se comunicaba) la acusación suprimiendo las circunstancias de tiempo, lugar y personas, y cuanto pueda dar luz al reo para adivinar quiénes son sus detractores (más secretismo, impensable en los tribunales civiles)
3.- Puesto que la práctica de los jueces de los demás tribunales sea carear los testigos y el acusado para averiguar la verdad, no se debe proceder así ni hay semejante estilo en los tribunales de la Inquisición (Toda la cursiva son anotaciones o consignas del propio Eymerich en su Manual)

4.- (El inquisidor puede mentirle al reo. Así dice Eymerich): Puede preguntarse acerca de la palabra dada por el inquisidor al reo de usar con el de misericordia, perdonándole si confiesa su delito, lo primero sí puede usar esta treta para averiguar la verdad... (aunque los jurisconsultos) desaprueban esta ficción en el foro ordinario, creo que se puede usar en las tribunales de la Inquisición, y la razón de esta diferencia es que un inquisidor tiene facultades más amplias que los demás jueces (porque a Eymerich le sale de las pelotas.)

5.- Cuando confiesa un acusado el delito por el que fue preso por la Inquisición, es inútil diligencia otorgarle defensa (primero, el delito consistía en pensar diferente y, segundo, ¿para que un abogado si el detenido ya estaba condenado?), sin que obste que en los demás tribunales no sea bastante la confesión del reo, cuando no hay cuerpo de delito formal.

6.- (Tampoco es posible recusar testigos) No se han de figurar los reos (sigue diciendo Eymerich, que una vez tras otra se empeña en llamar reo al que no es más que acusado) que se ha de admitir con facilidad la recusación de testigos en causa de herejía, porque nada importa que sean éstos abonados (sic) o infames, cómplices del acusado, excomulgados, herejes, reos de las más graves culpas, perjuros, etc. (incluso los perjuros, como se ve pueden acusar y ser creídos, sin posibilidad de que sean recusados por el acusado.)

7.- (Mucho menos es posible la recusación de los jueces inquisitoriales) porque la recusación de jueces extraordinarios y ordinarios esté admitida, tanto en las causas civiles como en las criminales, no pueden ser recusados como sospechosos los inquisidores, porque siempre se presume que para el empeño de este cargo tan alto sólo se nombran varones justísimos, prudentísimos y en quien no puede recaer sospechas. (¡Toma ya!)
8.- (Tampoco tiene el acusado la posibilidad de apelar) Todas las leyes fallan que no compete a los herejes la facultad de apelar, como lo decide la del emperador Federico, y lo practicó el concilio de Constanza, desechando por ilusoria y vana la apelación hecha por Juan Hus. (Hus fue ejecutado (asesinado) por los miembros del concilio al que había acudido a exponer sus ideas con el salvoconducto del emperador Segismundo)

9.- (Es necesario aplicar la tortura a pesar de que:) No es la tortura medio infalible para apurar la verdad. Hombres pusilánimes hay que al primer dolor confiesan hasta delitos no cometidos; otros valientes y robustos que aguantan los más crudos tormentos. (Y el señor inquisidor se queda tan fresco)

10.- (No importa que en determinados casos o lugares la justicia civil no aplique la tortura, los inquisidores tienen que aplicarla) El fuero otorgado por las leyes a los nobles de no ser puestos a cuestión de tormento en las demás causas no es aplicable a delitos de herejia; y en Aragón, donde no está admitida la tortura en los tribunales seculares, se manda en el Santo Oficio. (Y le llaman santo al oficio de torturar.)

11.- (La Inquisición no practicaba propiamente juicios. Véase:) Aunque en el foro ordinario no permitan las leyes oír testigos ni fallar sentencia sin que se contravierta (sic.) el punto por ambas partes, y oír al reo, siendo el fundamento de la determinación, según los jurisconsultos, los alegatos y las réplicas de las partes, no se sigue esta máxima en materia de herejía, estando autorizados los inquisidores a la omisión de formalidades, procediendo simpliciter et de plano, en beneficio de la fe. De suerte que la declaración de testigos, aunque esté ausente el reo o su procurador, hace fe, puesto que no es así en las causas de otra naturaleza.
Es decir, y con la muestra parece suficiente, que la práctica de la época, el espíritu del tiempo, como gusta decir a tantos historiadores, iban por un lado y la Santa Inquisición por otro. No se puede ser más infame. Ni, en el caso de Juan Pablo II, mentir con más finura y desfachatez. Y encima pidiendo perdón.

Las negritas son de un servidor.
Las imágenes son de internet.

jueves, 10 de agosto de 2023

LOS FLAGELANTES DE LA SANTA CUEVA

Cádiz es una ciudad entrañable. Rodeada casi enteramente por el mar, es la ciudad más antigua de Andalucía y una de las más antiguas de Europa. Luminosa, sensual, delicada, tiene la levedad de las ciudades antillanas y, además de muy bella, es de una gran singularidad, especialmente su casco histórico, detenido prodigiosamente en el siglo XVIII. Pero en esta ciudad, ganada por la luz y para la luz, existen también algunos lugares en los que predominan las tinieblas. 
Uno de ellos es el Oratorio de la Santa Cueva, localizado en la calle Rosario. Es este un templo de no muy amplias dimensiones, con dos caras, una luminosa, de una belleza exuberante; la otra, oscura, siniestra. El edificio tiene su origen en la Congregación del Retiro Espiritual creada hacia 1730 con el propósito de conmemorar y revivir la pasión de Cristo. Pero el Oratorio como tal se debe al sacerdote, de origen mexicano, José Sáenz de Santamaría, dueño de una enorme fortuna familiar y marqués de Valde Íñigo, título que heredó de su hermano.
Afincado en Cádiz y traspasado de fervor religioso, este bendito padre decidió emplear buena parte de su fortuna en favor de la citada Congregación del Retiro Espiritual. A tal efecto, adquirió una antigua capilla subterránea, más bien una cueva, de ahí el nombre del Oratorio, abandonada desde hacía bastante tiempo y, además de reconstruirla y transformarla por completo, hizo construir encima otra capilla de nueva planta. El conjunto se debe sucesivamente a los arquitectos Torcuato Cayón y Torcuato Benjumeda, el primero de los cuales tuvo a su cargo también una de las numerosas fases constructivas de la Catedral.
La capilla de la planta superior es una joya del estilo neoclásico, construida entre 1792 y 1796. Si usted, viajero, e incluso gaditano, entra por primera vez a este lugar, cuya fachada, casi pasa desapercibida, quedará, sin duda, asombrado, si es que no maravillado. El espacio es, ciertamente, deslumbrante. Consiste en un salón de planta oval, con ocho vanos separados por gruesas columnas jónicas adosadas al paramento, sobre las que apea un entablamento perimetral que da paso a una hermosa cúpula con ocho sencillas vidrieras por las que penetra a raudales la luz. Esta cúpula está decorada con pinturas geométricas, tan hábilmente realizadas que dan la impresión de ser relieves. Se deben a Antonio Cavallani. Entre las columnas, en potentes semicírculos, aparecen pinturas, tres de ellas nada menos que de Goya: La Santa Cena, El milagro de los panes y los peces y El invitado a las bodas. En el presbiterio, en un soberbio templete circular, se encuentra el sagrario, con la puerta de plata labrada, flanqueado por dos ángeles lampareros, bellas esculturas en mármol realizadas por el riojano Cosme Velázquez.
En un espacio como este, uno no puede menos que admirar el arte que en él aparece. Pero al mismo tiempo, no deja de asombrar la inmensa riqueza reunida en un espacio tan reducido, propiedad de una Iglesia que, tal y como ella misma pregona, es heredera del Hombre que murió en una cruz y que, en vida, no tenía donde reposar su cabeza, según confesión propia.
Ahora bien, todo lo que tiene de luminosa, de espectacular esta planta se convierte en sombrío, lóbrego, tenebroso, tétrico y helado en la planta inferior, la antigua cueva, reconvertida en capilla por Sáenz de Santamaría. Se trata de una estancia compuesta por tres pequeñas naves separadas por gruesos pilares de base cuadrada, sin otro elemento decorativo que un sobrecogedor Calvario situado en el presbiterio. Su única luz diurna la recibe a través de la linterna de la cúpula, que cae dramática y espectralmente sobre las figuras del Calvario.

En el edificio sólo podían entrar hombres, pero el que no pertenecía a la Congregación y entraba por curiosidad en la capilla superior, salía de allí como alma que lleva el diablo, porque sólo personas muy religiosas y acostumbradas eran capaces de soportar el profundo silencio del lugar y la monotonía de las ceremonias religiosas que en él se celebraban (Sigo, aunque no al pie de la letra, la descripción que hace Blanco White en su Autobiografía) Entre las seis y las diez de la mañana, cuatro sacerdotes estaban siempre preparados para confesar a los asistentes. Luego, otro sacerdote bisbiseaba, más que decía, la misa, siempre en completo silencio, sin música o ruido alguno.
En la cripta o cueva se reunían exclusivamente los miembros de la citada Congregación del Retiro Espiritual tres veces por semana, al oscurecer. Allí practicaban unos ejercicios piadosos consistentes en meditación, sermón y flagelación. Dos sacerdotes en sus confesionarios estaban dispuestos para confesar al que lo deseara. Tras el sermón, una vez realizada la meditación, otros dos sacerdotes repartían disciplinas hechas de cuerda con gruesos nudos. Concluido el reparto, se apagaba, la, por otra parte, escasa iluminación de sólo tres lámparas de aceite y únicamente se encendía una linterna sorda. Con todo oscuro, el sacerdote director del cotarro, situado en un estrado en alto al fondo de la estancia, iniciaba la narración de la pasión de Cristo. Mientras, los asistentes procedían a despojarse de la ropa superior o de la inferior, dependiendo de la zona del cuerpo que se disponían a castigar. Antes de iniciar los latigazos, "los verdugos de su propio cuerpo", dice textualmente White, se arreaban unos a otros una potente bofetada, en el momento en que el sacerdote director, que ni de coña estaba dispuesto a flagelarse, recordaba la que recibió Cristo de manos del criado del sumo sacerdote. 
Terminado el relato de la pasión, empezaban los azotes, acompañados del canto del Miserere, en un contrapunto tan exacerbante como aterrador. El autocastigo no iba de broma, por el contrario, el celo de los flagelantes y con el la violencia de los azotes crecía y crecía conforme avanzaba el canto del salmo, con la sangre ya saltada de la carne salpicando el suelo y manchando las paredes.
Hacia el final del salmo, los asistentes, doscientas o trescientas personas, dice Blanco White, ya en plena catarsis y fuera de sí, acompañaban a los azotes con suspiros, gemidos y gritos frenéticos pidiendo perdón. "Un concierto", dice White, "que sobrepasa en horror todo lo que los novelistas hayan sido capaces de imaginar para impresionar a sus lectores." La flagelación concluía al terminar el salmo y tras unas palmadas del sacerdote director. Luego, después una pausa de cinco minutos más o menos, para que los flagelantes recuperaran sus ropas y se vistieran, volvían a encenderse las lámparas y la ceremonia se daba por concluida.
La flagelación sobre uno mismo o sobre terceros ha tenido una larga tradición en la Iglesia Católica, no en vano el catolicismo es, más que cualquier otra, la religión de la culpa, que es necesario expiar. Todavía se sigue practicando hoy, si bien sólo en algunos lugares, por pocas personas y en Semana Santa.
La Congregación desapareció y con ella los flagelantes, pero la capilla tuvo un gran renombre, no sólo en Cádiz, sino incluso más allá de las fronteras del país. ¿Conoce usted, amable lector o lectora el Oratorio de Joseph Haydn para el sermón de las Siete Palabras? Fue escrito para esta Santa Cueva por encargo de Sáenz de Santamaría cuando Haydn era el músico más famoso de Europa. Es una pieza bellísima que el Viernes Santo de cada año se sigue interpretando en este lugar.
El Oratorio, de visita aconsejable, fue declarado Monumento Histórico Artístico en 1981 por el Ministerio de Cultura.

P.S.
1.-Blanco White fue un excepcional testigo, porque, como sacerdote, un año predicó allí el sermón que antecedía a las flagelaciones.
2.-Hoy, la cripta no presenta un aspecto tan tétrico porque sus muros y pilares están enlucidos y pintados de blanco. Y, por supuesto, no queda rastro de la sangre que mencionaba White. Pero sigue pareciendo un lugar siniestro, sobre todo, si se llega a él tras visitar la capilla superior, que suele ser lo normal. 

Imágenes: Internet.


lunes, 7 de agosto de 2023

SUCEDIÓ EN ALMERÍA

Desde que la descubrí, allá por los últimos años de la sexta década del siglo pasado, he estado visitando Almería con mucha frecuencia, una vez al año, como mínimo, hasta que los achaques de la edad han terminado impidiéndomelo. La ciudad en sí no tiene mucho que ofrecer desde el punto de vista monumental, la inmensa alcazaba, la Catedral y poco más. Pero a mí me han atraído de ella, principalmente dos cosas: su maravillosa luz y el carácter afable y parsimonioso de sus habitantes, carácter que de un modo tan profundo contrasta con la hostilidad del territorio en el que la ciudad se asienta.
La última vez que estuve en Almería fue para visitar el Refugio Subterráneo construido durante la guerra de 1936. Aparte de los sevillanos, que en cualquier ocasión ponen a su ciudad por las nubes, a veces incluso en oposición a otras ciudades de la actual Comunidad, los andaluces no sabemos vender nuestra tierra. Fama imperecedera, aunque aciaga, goza Gernika, en el País Vasco, a causa del salvaje bombardeo llevado a cabo sobre ella por la tristemente célebre Legión Cóndor, alemana, y la Aviación Legionaria Italiana, que produjeron, además de la destrucción de la villa, entre 120 y 300 muertos, no ha sido posible o no se ha tenido interés en concretar la cifra exacta. Pues bien, a lo largo de la guerra, la capital almeriense, que se había mantenido fiel a la República, sufrió nada menos que cincuenta y dos bombardeos, tanto desde el aire como desde el mar, recibiendo un total de setecientas cincuenta y cuatro bombas de gran tamaño, que produjeron daños muy superiores a los de Gernika, teniendo en cuenta las diferencias de tamaño de una población y de la otra. Sólo el bombardeo del 31 de mayo de 1937 produjo treintaiún muertos y la destrucción de medio centenar de edificios. Lo llevó a cabo desde el mar una escuadra alemana encabezada por el acorazado Admiral Scheer (que habría sido de Franco sin la ayuda de los nazis alemanes, los fascistas italianos y el cobarde y repugnante silencio de las democracias europeas, Francia e Inglaterra, principalmente) con el lanzamiento sobre la ciudad de un total de doscientos cañonazos. Sin embargo, a pesar de la gravedad y relevancia de estos hechos, son muy pocos los españoles y aun los andaluces que los conocen.
Para protegerse de tal diluvio de bombas, los almerienses construyeron en un tiempo récor y bajo la dirección del arquitecto municipal Guillermo Langle este refugio, que llegó a tener más de cuatro kilómetros de longitud, con varias ramas, y contaba con sesenta y siete accesos, ventilación, almacenes y hasta un pequeño hospital dotado incluso de quirófano.

Franco no perdonó nunca a Almería su fidelidad a la República, por ello, durante su mandato, la mantuvo aislada del resto del país, sumida en el atraso y la pobreza y, entre otras cosas, ordenó sellar estos refugios, de modo que con el tiempo los almerienses perdieron hasta su recuerdo. Tan es así que desde la muerte del Dictador tuvieron que pasar muchos años para que salieran de nuevo a la luz. Su descubrimiento se realizó en el año 2001 y fue por casualidad, durante la construcción de un aparcamiento subterráneo en la Rambla del Obispo Orberá, pegando a la plaza de Purchena. Nadie en Almería sabía ya que aquello estaba allí, de modo que fue mayúscula la sorpresa de sus descubridores y, enseguida, la de los almerienses en general.
Desde entonces, se ha rehabilitado uno de los cuatro kilómetros, que es visitable a través de una entrada situada al lado mismo del aparcamiento, en la plaza de Manuel Pérez. El túnel, pues de tal se trata, se encuentra a una profundidad de entre ocho y doce metros, tiene una altura libre de dos metros y veinte centímetros y consiste en una bóveda de medio cañón rebajada que descansa sobre muros de hormigón de ochenta centímetros de espesor, con bancos corridos a un lado y a otro y contrafuertes sucesivos para evitar el efecto de las ondas expansivas causadas por las explosiones de la bombas. Ni en España ni en Europa existe en la actualidad un refugio de la envergadura de este. Su visita resulta, o al menos a mí me resultó tan sobrecogedora como emotiva, Una tormenta de imágenes a cual más dolorosa me golpeaba la cabeza, acentuándose al alcanzar el pequeño hospital, con la misma dotación que tuvo en su día.
Cuando de nuevo salí a la superficie, emocionado y no poco desconcertado, me senté en uno de los relucientes bancos que habían instalados no hacía mucho en la Rambla del Obispo Orberá.
"Buenos días", oí una voz que parecía dirigirse a mí. Volví la cabeza y descubrí que el que me saludaba era un señor mayor, de unos setenta y cinco años, por lo menos, que se encontraba sentado en el otro extremo del banco y en el que, en mi aturdimiento, no había reparado.
"Buenos días", respondí. "Perdóneme, ni siquiera le he preguntado si podía sentarme. Salgo de visitar el refugio y...
"Y está usted aturdido", me interrumpió. 
"La verdad es que sí", dije. Me he emocionado, no he podido evitarlo."
"A casi todo el mundo que lo visita le ocurre lo mismo." 
Me quedé un momento pensativo, sin saber que añadir y entonces él afirmó más que preguntó:
"Usted no es de Almería."
"No, soy de Córdoba."
"¡Ah, Córdoba! Una hermosa ciudad."
"¿La conoce?"
"La conocí. Hice el servicio militar en ella, en el cuartel de Artillería.
"¡Ah!"
"¿Y sabe usted? Ese mismo aturdimiento que ha experimentado usted, aunque de un orden enteramente distinto, porque fue un aturdimiento gozoso, lo viví yo cuando entré por primera vez a la Mezquita. No podía imaginar algo tan grandioso, aquella inmensidad de columnas, el prodigioso juego de los arcos, la maravilla del mihrab..." El hombre se demoró durante un rato hablándome de las excelencias de Córdoba, el río, las callejuelas por las que se había extraviado muchas veces y hasta de la novia que tuvo, "una cordobesa guapísima", con la que no se casó por culpa de la distancia y las pésimas comunicaciones, una vez que se licenció y volvió a Almería.
"Bueno", le repliqué, ciertamente halagado por las alabanzas que el hombre le había dedicado a Córdoba, "ustedes tienen el mar y, aunque, seguramente, no reparen en ella, porque les acompaña desde su nacimiento, tienen la luz, esta increíble luz que remueve los cimientos del alma."
Hablamos durante un rato de la luz de Almería, de los cambios que había sufrido la ciudad en los últimos años, un ejemplo de los cuales era la restauración que acababa de sufrir la Puerta de Purchena, corazón sentimental de los almerienses.
"¿Sabe usted que es lo que más pesa en esta ciudad?", prorrumpió el hombre de repente.
Y yo, sorprendido, pregunté a mi vez: "¿Lo que más pesa?"
"Sí, sí, lo que más pesa."
"No tengo ni idea."
"El olvido."
Pensé: ¿Qué dice este hombre? Pero no tuve tiempo para más, porque sin darme tiempo a reaccionar, el hombre prosiguió:
"Yo pasé muchas horas en ese refugio. Mi madre murió ahí, al pie de la escalera por la que usted ha bajado, llevándome de la mano. Nos demoramos en llegar y un cascote lanzado al aire por una de las bombas impactó violentamente en su espalda destrozándola por dentro." 
Al hombre le temblaban la voz y las manos.
"Yo sólo tenía cinco año, pero no pasa un día sin que recuerde cómo se aflojaba la presión de su mano sujetando la mía, cómo se desplomaba a mi lado, ¡muerta! ¡Fue espantoso! Caían las bombas por todas partes. Una destrucción metódica, perfectamente planificada por aquella caterva de golpistas, a los que les importaba un ardite la vida de las personas, civiles, no militares, y tan españoles como ellos. ¡Nadie que no lo haya vivido puede imaginarlo!"
Yo guardé silencio, mientras experimentaba el horror de la escena que acababa de escuchar. Luego, movido por no sé qué afán de controversia, dije:
"Debió de ser espantoso, sí, pero ustedes, los almerienses, tampoco se andaban con chiquitas, se atrevieron a asesinar fríamente nada menos que a dos obispos, el de Almería y el de Guadix, además de otros sacerdotes y seglares."
El hombre me lanzó una mirada llena no de ira, ni siquiera de reproche, sino de compasión.
"Esos asesinatos fueron lamentables, tiene usted razón, ¿pero sabe una cosa? Aquellos religiosos no eran tan inocentes como podemos verlos hoy, desde la distancia, y no lo eran, porque la Iglesia fue pieza importante y yo diría que insustituible en el golpe militar contra la República, por el que habían estado conspirando desde el mismo momento de la instauración de aquélla. Aunque es verdad que el pobre Ventaja (Diego Ventaja, nombrado obispo de Almería unos meses antes del golpe militar) no tuvo tiempo de conspirar y, por lo que he podido saber, parecía una buena persona. Ahora bien, ¿no pretenderá usted comparar el desmadre de grupos exasperados por la actitud de la Iglesia, siempre del brazo de los poderosos, con los bombardeos de la ciudad? La célebre carta de los obispos españoles apoyando a los golpistas constituye la prueba más contundente, pero no la única, de la posición de la Iglesia en aquel tiempo, posición, por cierto, de la que hasta el día de hoy no se ha retractado."
"No parece que le tenga usted demasiada simpatía a la Iglesia", argüí, con el propósito ahora de que no dejara de hablar.
"Mire usted, yo no querría que se repitiera una cosa así ni aunque con ello consiguiera volver a la niñez y tener a mi madre viva. Sin embargo, eso no es óbice para situar las cosas en su sitio: los que provocaron la guerra no fueron los republicanos, sino los que se alzaron en armas contra un gobierno legalmente constituido. Y de ese alzamiento forma parte la Iglesia. Le diré más: el fin de la guerra no trajo consigo la paz, sino el triunfo de los vencedores, que se prolongó durante casi cuarenta años, un triunfo del que la Iglesia disfrutó a sus anchas."
A pesar de la firmeza de sus palabras, el semblante del hombre mostraba una serenidad conmovedora.
"Fíjese", prosiguió, "la muerte de aquellos clérigos fue, no cabe duda, un asesinato, pero, mire, su sacrificio ha sido reconocido, si va usted a la catedral verá su imagen en una de las capillas, porque hasta han sido elevados a los altares. Sin embargo, los muertos en los bombardeos, completamente inocentes, siguen en el anonimato y han sido y siguen sumidos en el olvido, a pesar del descubrimiento de ese refugio. Seguramente habrá usted visto el pequeño monumento que han colocado en el parque de las Almadrabillas, frente a la playa. No se trata de un recuerdo de los muertos en los bombardeos, como algunos creen, sino del de los ciento cuarenta y dos almerienses que perecieron en el campo de concentración nazi de Mauthausent, algunos adolescentes, que tuvieron que huir de España tras la victoria franquista, como si en los campos de concentración montados por Franco aquí, en España, no hubiera muerto ninguno."
Sí, yo había visto el monumento de las Almadrabillas, consistente sólo en un ridículo monolito con una sencillísima placa. Y había visto la capilla llamada de los Martires en la catedral, en la que figuraba una gran pintura con las imágenes de los obispos y de los sacerdotes asesinados obra del pintor almeriense Andrés García Ibáñez (Olula del Río, 1971, donde tiene su casa y un espléndido museo con gran parte de su obra) uno de los grandes pintores españoles de la actualidad. Pintó este cuadro antes de pasarse al agnosticismo, cuando, mientras pintaba los frescos de la catedral de El Salvador, descubrió "la miseria y abusos de poder en los que la Iglesia participaba", como él mismo cuenta.
El flujo humano ante el banco en el que nos encontrábamos iba en aumento casi a cada minuto. La puerta de Purchena, cuyo nombre es una corrupción del de Pechina que tuvo en sus orígenes, rebosaba de vida. El mármol amarillo de Macael restallaba en las aceras bajo los rayos de un sol que a aquella hora estaba ya bien alto en el cielo y derramaba sobre la ciudad continuas oleadas de luz. Más que caminar, la gente se deslizaba por aquel sorprendente y singular pavimento, como si temiera estropearlo. A sólo unos metros de donde nos encontrábamos el hombre y yo estaba el Cañillo, una fuente de tres caños de la que, a pesar del nombre un tanto despectivo, se asegura que quien bebe de su agua se casará en Almería y si ya está casado y no es de la ciudad no tardará en volver. Tres chicas rubias de aspecto nórdico, altas y un tanto desgarbadas, se acercaron a beber riendo, conocedoras, sin duda, del dicho. Muchas mujeres y también algunos hombres enfilaban la Rambla del Obispo Orberá tirando de carritos de la compra. Se dirigían al mercado de abastos a aprovisionarse de viandas. Esta avenida se llamó antaño Rambla de los Hileros, nombre que recibía porque, como muchas de las calles de Almería, más o menos perpendiculares al mar, por ella se precipitaban las aguas de lluvia que bajaban de Sierra Alamilla y porque aquí tenían sus talleres los artesanos que obtenían los hilos de la seda, en los tiempos en que la ciudad era una de las principales productoras de este tejido, muy apreciado en toda Europa y más aún en los mercados orientales.
El hombre y yo continuamos charlando, pero ya no de la guerra, sino de su vida después de ésta, una vida compleja, entre el dolor del recuerdo y la necesidad de enfrentarse a la supervivencia, que no de otro modo describía su trayectoria.
"Hoy Almería goza de un periodo de bienestar, gracias al esfuerzo de los almerienses. Esperemos que sea por mucho tiempo."
Fueron sus últimas palabras.

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viernes, 4 de agosto de 2023

DE COMO APRENDÍ A AMAR EL DECORO

Mi prima Rafi se casó un domingo del mes de julio de 1958. Se casó en la parroquia de San Pedro, a las once de la mañana, si no recuerdo mal. Acababa de cumplir diecinueve años y era francamente guapa. A mí, al menos, un chavalín entonces que asistía a una boda por primera vez, me lo parecía, con su cara de cordobesa,  en la que destacaban sus grandes ojos negros, con el vestido tan blanco y la sonrisa tan pura.
En aquel tiempo, yo tenía una familia amplia, como solían ser las familias entonces, y entre abuelos, tíos, primos, cuñados, sobrinos y nietos, bien pudimos reunirnos aquel día más de setenta familiares, a los que se añadían los amigos y conocidos invitados por los novios y padrinos (por aquel entonces, la invitación a una boda no constituía el drama crematístico que constituye hoy)
Hacía calor aquel día. Mucho. ¿Qué otra cosa se podía esperar en el mes de julio en Córdoba? Pero aún así, todos nos reunimos en la iglesia de punta en blanco, los hombres, de traje y corbata, incluidos los niños, con la única diferencia de que nosotros vestíamos pantalón corto. Las mujeres más jóvenes lucían aquellos vestidos de amplias faldas que pujaban las enaguas almidonadas, y las maduras, trajes de dos piezas, chaqueta y falda, ésta entallada y hasta la pantorrilla. En el grupo destacaban siete muchachitas, primas mías y primas entre sí, de edades comprendidas entre los quince y los diecisiete años, un verdadero ramillete de muchachas en flor, como más tarde, leyendo a Proust, las evocaría en tantas ocasiones.
A las once menos tres o cuatro minutos hicieron su entrada los novios, del brazo de la madrina y del padrino, respectivamente, y a los acordes de la marcha de Mendelssohn que tocaba al armonio el sacristán Rafalito. A las onces en punto, salió el párroco, don Julián Caballero Peñas, grande, colorado, con las gafas de culo de vaso, con su bien lograda tripa que la casulla no conseguía disimular. Lo precedían un par de monaguillos vestidos con las clásicas sotana y esclavina rojas.
La misa se decía entonces en latín y de espaldas a los fieles -como Dios mandaba y como, sin duda, le gustaría que volviera a hacerse hoy a don Demetrio Fernández, el obispo de Córdoba- de modo que durante un rato -el introito, el confiteor, etc.- todo fue bien. Luego, tras la lectura del evangelio, el señor párroco se volvió y se acercó al gran sillón barroco de terciopelo rojo desde el que acostumbraba a ofrecer su sermón. Llegó a sentarse incluso. Y hasta carraspeó un par de veces, como solía hacer antes de empezar a hablar. Seguidamente, lanzó una penetrante mirada sobre la concurrencia, una mirada larga, avizorante, de auténtica ave de presa.
Esta es la casa del Señor -exclamó con su poderosa voz de tenor- y esta que celebramos hoy es una ceremonia sagrada. ¡Sagrada! -insistió casi en un bramido-. Aquí no se puede venir sino con el debido decoro, el decoro que exige estar en la presencia de Dios. ¡Aquellas muchachas! -bramó ahora extendiendo el brazo y señalando con el dedo índice- ¡A la calle! ¡Inmediatamente! ¡A la calle!
Aquellas muchachas eran cinco del ramillete de mis siete primas a las que -mire usted que indecorosas- se les había ocurrido acudir a la boda en manga corta, sin tener la precaución -y la hipocresía- de entrar al templo con el socorrido maguito que se ponían la mayoría de las mujeres para cubrir la totalidad del brazo y que se apresuraban a quitarse tan pronto como salían de la iglesia. Corridas de vergüenza, mis cinco primas se levantaron con la cabeza gacha y las lágrimas asomando a sus ojos y abandonaron el  templo igual que delincuentes, entre el más absoluto silencio y la consternación general. Nadie, sin embargo, osó levantarse para acompañarlas, nadie chistó, nadie fue capaz siquiera de alzar la cabeza y arrojarle al cura, al menos, la mirada que se merecía.

P.S. Más o menos tal cual, esta entrada la publiqué en el desaparecido El cuaderno escarlata en el mes de octubre del año 2010. Vuelvo a publicarla ahora porque estoy convencido de que muchos de los votantes de la extrema derecha menores de cuarenta, cincuenta años, no saben lo que fueron los años de la Dictadura, ni conocen el tremendo poder de un simple cura de parroquia, poder que revelaba el de la Iglesia en general. "Hoy, una cosa así ya no puede suceder.", es posible que digan. Y es cierto, de momento, hoy no ocurriría, pero las libertades no se ganan de una vez y para siempre, y si el auge de la extrema derecha se mantiene, que nadie tenga dudas, de que todo aquello volvería a repetirse. Mirad lo que está ocurriendo ya en algunas Comunidades y bastantes Ayuntamientos, en cuyo gobierno han conseguido penetrar. Y mirad la actitud, siempre levantisca y de enfrentamiento, del actual obispo de Córdoba.

Imágenes: Internet