lunes, 25 de diciembre de 2023

VEINTICINCO DE DICIEMBRE

Veinticinco de diciembre. Navidad. Un niño ha nacido en una cueva que a veces ha servido de establo. Su madre era virgen antes de concebir al niño; siguió siendo virgen tras la concepción y no dejó de ser virgen durante y después del parto. Pastores que guardaban sus rebaños en las proximidades de la cueva corrieron a adorar al niño, alertados por un ángel. Unos magos de oriente, reyes según algunos, acudieron a adorarle también, precedidos por una estrella que los guiaba.
Este niño crecerá atendido amorosamente por su madre. Será un joven fuerte, valeroso y puro. Cuando adquiera la condición de adulto saldrá a los caminos y predicará una moral novedosa, fundamentalmente austera que atraerá a los débiles y enfurecerá a los poderosos. Hará milagros, muchos, sanará enfermos de variadas dolencias, resucitará muertos. Por todo ello, será perseguido, sufrirá martirio, lo matarán y será enterrado, pero tres días más tarde, resucitará. Después de su resurrección ascenderá a los cielos, en donde se sentará a la diestra del Padre, en compañía del Espíritu, constituyendo la que era, es y será, la Trinidad. Sus discípulos y seguidores practicarán un rito que será llamado Eucaristía, durante el cual comerán su cuerpo y beberán su sangre bajo las formas del pan y del vino, un rito salvífico que, realizado con fe y limpieza de corazón les abrirá, tras la muerte, las puertas del cielo.
La mayor parte de los que hayan leído hasta aquí pensarán que, aunque muy resumida, esta es la historia del Niño Jesús, cuyo nacimiento celebran los cristianos en el día de hoy; la historia de Jesucristo, como en articulo firmado de su puño y letra, publica en El Día de Córdoba, el obispo Demetrio Fernández, con un lenguaje de firmeza y de seguridad que casi raya en la soberbia. 
Sin embargo, tanto el obispo de Córdoba, que no cordobés, como quien tenga la amabilidad de leer esta entrada, se equivocan. Esta historia no tiene nada que ver con Jesús, quien sería llamado Cristo, hijo de Dios y Dios al mismo tiempo y cuya figura dio origen al cristianismo. Esta es tal cual la historia de Mitra, un Dios también, de origen iranio, del que se tiene constancia de su existencia nada menos que desde el siglo XV antes de Jesucristo, e igualmente hijo de Dios y Dios al mismo tiempo, un Dios solar, ampliamente adorado en el imperio romano, a partir de la conquista por Roma del Asia Menor y cuyo culto, de tipo mistérico, pervivió hasta el siglo IV de nuestra Era.
No es el único Dios que nace, sufre persecución, lo matan y resucita. A título de ejemplo, pueden citarse al egipcio Osiris, a los hindúes Shiva y Krishna, al sirio Tammuz, al etrusco Atune, a los griegos Adonis y Dionisos, al romano Baco y a una larga serie que se extiende por la práctica totalidad de los pueblos indo-mediterráneos. Aunque el cristianismo no guarda con las historias concretas de estos dioses las asombrosas semejanzas que guarda con la de Mitra.
El señor obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, puede decir lo que quiera, lo mismo que todos los obispos de España y del mundo, pero la semejanza es de tal calibre que, sin ninguna duda, una de las dos religiones copió sus fundamentos de la otra y, dado que Mitra es mucho más antiguo que Cristo, no hay que ser un lince para saber quién copio de quien. De hecho, muchos intelectuales romanos acusaron a los cristianos precisamente de copiones, al no ver en la nueva religión más que una copia de la mitraica, con una simple mano de barniz judío. Lo más gracioso del caso, si así puede considerarse, es la defensa que de su religión hacían los cristianos. Como muestra, véase a continuación lo que escribía San Justino (100-165) uno de los más reputados teólogos cristianos, el cual en su Apología y refiriéndose concretamente a la eucaristía afirmaba:
"Este alimento se llama entre nosotros Eucaristía, en la que a nadie le es lícito participar, salvo al que cree... porque se nos ha enseñado que es la carne y la sangre del mismo Jesus encarnado... Por cierto, que también esto, por remedo, enseñaron los perversos demonios para que se hiciera en los misterios de Mitra, pues vosotros sabéis o podéis saber que ellos toman también pan y una copa de vino en los sacrificios de aquellos que están iniciados y pronuncias ciertas palabras sobre ellos."
Como se ve, una justificación incuestionable, pues de más es conocida la extraordinaria astucia del demonio, capaz de hacer aparecer la eucaristía cristiana en un culto pagano miles de años antes no ya de que existiera el cristianismo, sino  de que siquiera pudiese ser imaginado.
Entonces, preguntará alguien, si el cristianismo es una mera copia del mitraísmo, ¿cómo es que la copia triunfó sobre el original? La explicación es sencilla: la religión mitraica era, como se ha dicho, de tipo mistérico, de modo que se necesitaba una iniciación para formar parte de ella y en su eucaristía sólo tomaban parte los iniciados, mientras que en el cristianismo bastaba con creer y bautizarse para ya ser cristiano de pleno derecho, con la participación en la eucaristía incluida.

Las negritas son de quien escribe.

Imágenes: Internet.

sábado, 23 de diciembre de 2023

DE CÓMO APRENDÍ A VIAJAR EN TREN

Rolando Rivi
Es marzo, tiempo de Cuaresma, a punto de empezar la primavera. A través de la ventana entra la luz como agrietada de un sol pálido, medio cegado por nubes azulinas, que se derrama sobre el campo de fútbol y, más allá, sobre el huerto, en el que han surgido ya desde hace un par de semanas las matas de berenjenas, de patatas, de tomates y de pimientos. Desde la banca se divisan los eucaliptos gigantescos que bordean la tapia y, entre sus troncos, la copa de los naranjos.
En la tarima, de espaldas al encerado, un sacerdote habla. Tiene la voz melosa y sus manos se mueven en el aire con cautela. Tiene la tez blanca, como la sal, los labios rojos, las orejas algo despegadas y el pelo cortado al cepillo. Ha venido expresamente desde Ronda, o desde Roma, no lo sabemos y no nos atrevemos a preguntárselo. Está contando un cuento.
"Imaginad", dice, "un tren que cada día realiza un recorrido de ida y vuelta entre dos estaciones, Córdoba y Málaga, por ejemplo. Todos los días sale por la mañana muy temprano y regresa al anochecer. Imaginad", y ahora, mientras habla, va representando la narración en la pizarra. "Imaginad que hacia la mitad del camino, poco más o menos, hay un precipicio muy, muy profundo, tan profundo que no se le ve el fondo, salvado por un puente por el que discurre la vía del ferrocarril. El tren, controlado por el maquinista, pasa por este puente dos veces cada día. Por las mañanas, especialmente en verano, ve el inmenso panorama que se ofrece a sus ojos. Por la noche, en el regreso, la oscuridad lo envuelve todo y el maquinista debe conformarse con el ruido especial que hace el tren al pasar por el puente. El maquinista sabe que tanto de día como de noche no corre riesgo alguno de precipitarse en el vacío, gracias al puente que une los dos lados del abismo. Está tan convencido que cada día, cuando pone el tren en marcha y luego durante el recorrido, ni siquiera se le ocurre pensar ni en el abismo ni en el puente.
"Bien, imaginad que un día ha sufrido un fallo en uno de sus pilares y el puente se ha derrumbado. El derrumbamiento se ha producido durante la tarde, bastantes horas después del paso del tren de la mañana, de manera que aquel anochecer, cuando pone en marcha el convoy y éste sale de la estación, el maquinista cree con absoluto convencimiento que el puente sigue en pie, ¡cómo que lo ha atravesado aquella mañana en el recorrido de ida! Pero yo os digo y quiero que os fijéis bien en este detalle, ¿qué importa lo que crea o deje de creer el maquinista?" Y aquí el sacerdote alza la voz, la atipla ligeramente y se mece con suavidad a un lado y a otro. "¿Qué importa, repito, lo que crea el maquinista? Crea lo que crea, y esto debéis metéroslo bien en la cabeza, crea lo que crea, si no frena y detiene el convoy antes de llegar al puente, el tren se precipitará inexorablemente en el abismo, ¡ine-xo-ra-ble-men-te!
¡Pues exactamente lo mismo que con el puente, exactamente lo mismo, ocurre con el infierno! Vosotros sois libres de creer lo que queráis, que existe o que no existe, pero si existe y yo os garantizo que existe, creáis lo que creáis, si no dejáis de pecar y hacéis penitencia, no solo en estos días de Cuaresma, sino a lo largo de todo el año, os condenaréis, os con-de-na-réis para todo la eternidad, ¡para toda la eternidad!"
Cuántas noches, tras aquella plática, el niño soñó que, lo mismo que el tren en el abismo, él se precipitaba en las profundidades del infierno, cuyas horrendas características ya nos las había detallado el sacerdote el día anterior con todo lujo de detalles. Era la Cuaresma, teníamos ocho, nueve, diez años, las clases se suspendían durante una semana y, en su lugar, hacíamos ejercicios espirituales.

sábado, 16 de diciembre de 2023

EL CULTO AL DOLOR

No me pidan que comprenda el dolor. Aborrezco de todo corazón esa tan extendida creencia, apoyada incluso por cierta filosofía, de que sin la existencia del dolor no nos sería posible valorar la salud. Al parecer, ni los creyentes ni los filósofos son capaces de entender que si el dolor no existiera, no tendríamos la más mínima necesidad de valorar la salud. Más aún, la salud no está para valorarla, sino para vivirla. Esa creencia, a mi juicio, sumamente absurda, no tiene otro sentido que el de justificar la existencia del dolor y con ello conseguir un consuelo que no puede ser más elemental ni más evanescente.
Pero si hay una entidad entregada no sólo al dolor, sino a su culto, esta no es otra que la Iglesia Católica. Más de dos mil años lleva entregada enteramente a él. No es la única, desde luego, las tres religiones monoteístas, denominadas del Libro, son manifiestamente masoquistas, pero el refinamiento de la teología católica alcanza cotas a las que ni de lejos alcanzan las otras dos, no hay más que ver la fruición y aún el regodeo con que celebran cada año el sufrimiento de un Hombre muerto en una cruz.
No, no me pidan que comprenda el dolor. La Iglesia lleva más de dos mil años demandándoselo a sus fieles y a los que no lo son. Durante más de dos mil años no ha cesado de exigir mortificación y penitencia, con el pretexto de expiar una extraña culpa cometida por los que Ella llama nuestros primeros padres, primigenios antepasados cuya existencia la ciencia se encargó ha tiempo de desmentir.
La Iglesia, buena parte de sus miembros y sus jerarcas, son tan aficionados al dolor que a lo largo de la historia no han dudado en aplicárselo con severa contundencia a todo aquel que ha osado disentir de sus doctrinas. No sólo perturban continuamente nuestra vida con tan peregrina afición, sino que en los últimos tiempos se empeñan también en ordenarnos cómo debemos morir.
Cristo no tuvo remedio paliativos, tronaba un indignadísimo obispo español oponiéndose radicalmente a la aprobación de la ley de eutanasia. Y es verdad, Cristo no tuvo esos remedio. Dando por válida la historia tal y como nos la cuentan -hecho con el que no todo el mundo está de acuerdo-, el sufrimiento de Cristo fue, sin duda, descomunal. Pero se trató de un sufrimiento crítico, es decir, puntual, un sufrimiento concentrado en el curso de unas pocas horas. El Hombre que murió en la cruz no fue durante más de media vida un leproso, enfermedad muy común en su tiempo y en su tierra que, junto al dolor físico, llevaba aparejado el temible dolor del rechazo social: no sufrió un cáncer de útero, con dolores espeluznantes y sin apenas tregua durante nueve meses de interminable agonía; no sufrió un cáncer de pulmón ni conoció, en consecuencia, al lado del dolor corporal, el dolor psíquico de ver cómo te vas convirtiendo lenta e inexorablemente en una ruina de ti mismo; no sufrió el encadenamiento de por vida en una cama o en una silla de ruedas, ni, en fin, cualquiera de tantos y tantos padecimientos horribles que aquejan a diario a tantísimos seres humanos. En punto a sufrimiento hay montañas de mujeres y de hombres que le dan sopas con honda al mismísimo Cristo.
No comprendo el dolor, no. Cuando me sitúo en la órbita de la teología católica el dolor me parece sencillamente una soberbia maldad. ¿Un Dios bondadoso y justiciero capaz de permitir semejantes aberraciones? No, ni comprendo el dolor ni, mucho menos, estoy dispuesto a aceptarlo mansamente. Por el contrario, creo que, dentro o fuera de la Iglesia, el ser humano no debe conformarse y sufrir resignadamente lo que sea necesario, sino enfrentarse al dolor, tratar de doblegarlo con todas las armas, principalmente médicas, de que podamos disponer hasta lograr si no suprimirlo, reducirlo, al menos, a su mínima expresión. Y, cuando esto ya no sea posible o, simplemente, cuando ya no tengamos fuerzas para seguir luchando, escapar de él por la única puerta por donde es posible hacerlo. Por eso, aplaudí y continúo aplaudiendo la aprobación en nuestro país de la ley de eutanasia, que incluye el suicidio asistido, ley que, más o menos idéntica, se encuentra en vigor también en Holanda, Luxemburgo, Bélgica, Nueva Zelanda, Canadá y Colombia, así como en varios Estados norteamericanos.

jueves, 7 de diciembre de 2023

TREINTA Y DOS

Durante los ya lejanos días de mi infancia y de mi adolescencia, la Iglesia católica nos ofrecía y nos obligaba a aprender una versión monolítica del cristianismo, mediante la narración de una historia lineal, dirigida por el Espíritu Santo y de la cual ella era la única y exclusiva protagonista. En tan maravillosa historia no aparecían desgajamientos ni ramas que se separaran del tronco principal. Sólo, de tarde en tarde, surgía algún disidente que junto con sus seguidores era enviado de inmediato al reino de las tinieblas. Esta versión que yo recibí casi como un dogma es rigurosamente falsa.
No voy a andarme con elucubraciones. Porque creo que es suficientemente significativo, me limitaré, a exponer un sólo ejemplo de tal falsedad, transcribiendo casi literalmente los datos que aporta el escritor José María Gironella (1917-2003) en su libro El escándalo de Tierra Santa. Aunque crítico, el autor de esta importante obra fue un ferviente católico. Durante varios meses vivió en Israel, anotando todo lo que veía con sus propios ojos, de manera que difícilmente puede ser tachado de exagerado o de tendencioso.
Gironella es un escritor de estilo más bien ramplón, plano, con escaso juego de figuras literarias, pero escribe con mucho convencimiento y gran sinceridad, de manera que los datos que aporta en sus diferentes obras suelen ser exactos, fruto de una minuciosa investigación. 
Pues según nuestros autor, en 1973, vivían en Israel casi tres millones de judíos, un millón de musulmanes y alrededor de cien mil cristianos (100.000), una exigua minoría. A pesar de su escaso número y de encontrarse en territorio potencialmente hostil, dichos cristianos no constituían ni mucho menos una unidad, sino que se repartían nada menos que en treinta y dos confesiones. Así, había veinticuatro mil católicos romanos, muchos de ellos musulmanes conversos, cuyo jefe era el Patriarca Latino de Jerusalén. Otros veinticuatro mil eran católicos griegos, que, aunque obedientes en parte a Roma, seguían el rito bizantino y estaban comandados por un Patriarca de la Iglesia Católica Griega. Cuarenta mil eran griegos ortodoxos, con matriz en la separación de las iglesias oriental y romana en el siglo XI. Había también cristianos ortodoxos dependientes del Patriarcado Ruso de Moscú, así como cristianos armenios, coptos, sirios y etíopes, sumando en conjunto unos cuatro mil miembros. Los ocho mil cristianos restantes, hasta los cien mil, se repartían entre veintidós grupos protestantes, con predominio de las confesiones anglicana, presbiteriana, luterana y baptista. Como al autor no le interesa, no nos cuenta si en el territorio había también o no ateos y, en su caso, el número de los existentes.
Lo que si cuenta Gironella es que la convivencia entre los distintos grupos de cristianos distaba mucho de ser pacífica. Nuestro autor no es remiso en detallar las continuas disputas entre los distintos grupos de cristianos no por cuestiones teológicas, sino por las muchos más terrenales de la posesión de un trocito de tal o cual templo o terreno, disputas con disparos y puñaladas entre unos y otros, incluidos los católicos, que acababan con la intervención de la policía del Estado israelí, tal era la virulencia que llegaban a alcanzar.
Desde entonces casi hasta el día de hoy no ha cambiado más que el ligero aumento del número de afiliados a las distintas confesiones cristianas, cada una de ellas reclamándose como la auténtica iglesia de Jesucristo. Sólo el templo del Santo Sepulcro se lo reparten seis grupos: católicos, armenios, griegos ortodoxos, sirios, coptos y etíopes, todos ellos disputándose la recepción de los turistas (peregrinos los llaman) que llegan a visitar los denominados Santos Lugares. Una de las peleas más monumentales se produjo el diez de noviembre de 2008, a puñetazos, en el interior del templo del Santo Sepulcro entre ortodoxos griegos y armenios, pelea que concluyó con la intervención de la policía judía, obligada a entrar en un templo cristiano para que la pelea no degenerara en batalla a sangre y fuego, como recogía la prensa internacional.
Actualmente, los citados enfrentamientos están calmados, pero porque el genocidio que Israel están llevando acabo en Gaza ha hecho desaparecer casi por completo la llegada de nuevos turistas. Pero la situación volverá, sin duda, a la normalidad, cuando Israel, con el vergonzoso silencio o la más vergonzosa aún aceptación internacional, culmine el genocidio.