En 1957 -¡madre mía, lo que ha llovido desde entonces!- inauguré el seminario de Santa María de los Ángeles, en un paraje asombroso de la Sierra de Hornachuelos que se asoma al Bembézar desde un espectacular cortado.
Recuerdo que cuando dije en mi casa que quería ser sacerdote, como la carrera no era gratis, sino todo lo contrario, y nuestros posibles eran menos que cero, como en la mayoría de las familias del país en aquella insufrible postguerra que no terminaba nunca, mi madre, alborozada y frenética, movió cielo y tierra buscando quien pudiera sufragar los gastos. Al fin lo encontró, después de llamar a infinidad de puertas.
Éramos nada menos que ciento seis muchachitos de doce y trece años los que, tocados por el ala indeleble del Espíritu Santo, el gran inspirador de vocaciones, traspasábamos por primera vez la puerta del imponente edificio. De todos ellos y a pesar de la acción de la divina Paloma y de la ilusión del comienzo no llegaron a la docena los que lograron alcanzar la meta y oficiar su primera misa.
Frente a aquella avalancha de seminaristas, hoy uno de los principales problemas que tiene la Iglesia es la falta de vocaciones. El Espíritu Santo debe estar ocupado inspirando a los obispos su misoginia, su homofobia, el encubrimiento de los pederastas y, especialmente en España, el mantenimiento de un Estado dentro de nuestro Estado, de manera que los señores obispos gocen de absoluta impunidad en cuanta tropelía se les ocurre, como, por ejemplo, la inmatriculación de miles de bienes que nunca fueron de su propiedad, amparándose en una ley manifiestamente ilegítima. Debe estar tan ocupado el Espíritu Santo que no le queda tiempo para despertar la vocación de los jóvenes.
Ah, qué tiempos aquellos. Con tal cantidad de muchachos dispuestos a iniciar la laboriosa carrera, la Iglesia tenía donde escoger, aparte de conseguir una serie nada despreciables de puestos de trabajo sufragados con el dinero que aportaban los seminaristas. Hoy, en cambio, pueden contarse con los dedos de las manos los jovenzuelos que llaman a la puerta del seminario. Son varias las causas de aquella avalancha y de esta escasez, pero la principal de todas es el hambre.
En la actualidad, en un país como España sigue habiendo hambre, pero en cantidades insignificantes, comparada con la de aquel tiempo. Entonces el hambre azotaba de tal modo al grueso de la población que los sueños nocturnos de la mayoría consistían en verse participando en un banquete con viandas creadas en el propio sueño. Piénsese, por ejemplo, que uno de los personajes más famosos del conocido TBO era Carpanta, un hambriento crónico, cuyas aventuras constituían un paliativo del hambre de los lectores. La mortalidad infantil era tremenda; las enfermedades infecciosas que llevaban a la muerte antes de alcanzar la juventud, incalculables.
En la vocación de los muchachitos que llegábamos al seminario por primera vez influía, sin duda, el carisma que emanaba de la figura de los sacerdotes, la majestuosidad -aquellos manteos invernales, aquellos sombreros de teja, aquel empaque en el caminar-, la autoridad, el enorme respeto que inspiraban. Por su parte, los mayores, aun reconociendo aquellos atractivos, lo que debían de ver era un camino del que, mágicamente, por así decir, había desaparecido el hambre. Por eso mi madre, como las de la mayoría, buscaba el dinero hasta debajo de las piedras.
A veces, en las horas tranquilas de la siesta, cuando el sueño ronda como un amante mi cabeza, se me dispara la imaginación y, emergiendo de una rara nube delicadamente iluminada veo al Espíritu Santo inspirando a aquellos generales traidores para que provocaran una guerra, con el exclusivo propósito de que las vocaciones al sacerdocio aumentaran exponencialmente. Pero no quiero dar ideas, no sea que el Espíritu Santo me las copie y, para solucionarle el problema a su Iglesia, se dedique a inspirar nuevos golpes de Estado y nuevas guerras, con sus hambrunas posteriores. Desde luego, cosas muchos más raras se cuenta que ha hecho la sacrosanta Palomica.