sábado, 27 de agosto de 2022

DE CÓMO ASESINÉ A LA ROMANA



Yo me enamoré del teatro a los nueve años de edad. Fue un flechazo en toda regla. Una sombría tarde de otoño, en el teatro del colegio de los salesianos de Córdoba, hoy sede del Teatro Avanti. No puedo recordar el título de la obra que se desarrollaba en el escenario y, claro es, tampoco su autor. Creo que se trataba de El cardenal. En todo caso, era un montaje del grupo de teatro de la Asociación de Antiguos Alumnos del colegio. El patio de butacas estaba a rebosar de alumnos. Pero yo, no sé por qué, me encontraba en el anfiteatro, junto a sólo un pequeño grupito de compañeros. Me fascinó, sobre todo, la iluminación del escenario en medio de la oscuridad absoluta de la sala, luces de distintos colores que se encendían o se apagaban acentuando o difuminando  los distintos momentos de la obra y, bajo ellas, los personajes deambulando en sus trajes de época, principios del siglo XX, sosteniendo entre ellos diálogos que ni entendía ni falta que me hacía, pura magia para mi, que me permitió vivir uno de los momentos más gratos e intensos de mi estancia en el colegio.
La afición a la lectura era anterior. Tengo para mí que nací con ella. A los cuatro años ya leía el periódico y todos los letreros de las tiendas que veía en la calle, sin enterarme de casi nada, por supuesto. Me enseñó mi padre, que leía mucho, sobre todo en la cama, con su casi perpetuo cigarrillo entre los dedos, pero sólo novelas del oeste, de aquellas de Marcial Lafuente Estefanía, Silver Kane y otros por el estilo. Estas constituyeron también mis primeras lecturas. Las leía a escondidas, algún día contaré por qué. Mas llegó un día en que me cansé de ellas: eran todas iguales. No sé cómo mi padre podía leer una tras otra sin cansarse ni aburrirse.
En una casa humilde en la que faltaba casi de todo, un buen refugio para mí, aunque mucho más adelante, fue la Enciclopedia Pulga. Gracias a ella descubrí a Julio Verne, Salgari, Stevenson, Poe, etc. Me hice de dos ejemplares y luego los iba cambiando por una perra gorda en un local de tebeos y de novelas del oeste y del FBI que había casi al lado de mi casa y que tenía decenas de ejemplares de esta colección.
Mi adolescencia transcurrió en su mayor parte en una guerra permanente entre la naturaleza y la religión. La naturaleza me empujaba a descubrir mi cuerpo, a conocerlo, a disfrutar del placer que podía proporcionarme, en una palabra, me empujaba a masturbarme, cosa que, por temporadas, practicaba casi a diario con exquisita fruición. La religión, por su parte, tiraba de mí, desgarrándome, hacia una antinatural e imposible castidad, cuya exigencia me habían imbuido los santos padres del colegio, señalándomela como el único camino para llegar a ser un hombre de provecho y, lo que era mucho más importante, para conseguir la salvación eterna en la otra vida. Fue una lucha titánica, con episodios que me llenaban de euforia seguidos de otros que me hundían en la más amarga desesperación.
Hacia los catorce años, no recuerdo cómo, cayó en mis manos un libro inolvidable: La Romana, de Alberto Moravia. ¡Madre de Dios, cómo narraba el bueno de Pincherle! ¡Qué verismo! ¡Y que escenas tan eróticas y tan... tan... tan magníficas! Bendito Onán que estás en el paraíso, ni gallardas que me eché yo a costa de la pobre Adriana. Aquel buscándonos las carnes, de la  protagonista con su noviete o con uno de sus clientes, no recuerdo, me ponía como un soldado romano a punto de entrar en combate. Que me perdone don Alberto, pero una vez tras otra volvía a aquel libro buscando únicamente las escenas subidas de tono y siempre con el mismo propósito.
Llevaba sólo unos meses con aquel libro cuando subí por primera vez a un escenario. Fue también en los salesianos. Un domingo de primavera, a primeras horas de la tarde. Me escogió uno de aquellos benditos padres para hacer nada menos que de Santo Domingo Savio, el protagonista de una de aquellas obras educativas de la Galería Dramática Salesiana. En síntesis, la obrita contaba cómo un grupete de niños se hacía con una revistas de mujeres ligeras de ropa y cómo Dominguito Savio que, según contaban no se había masturbado ni siquiera una vez en su vida, los descubría, se apoderaba de las revista y las destruía, después de haber conseguido el acuerdo de los chavales, a los que les había largado una sentida plática acerca de la pureza.
No sé cómo ocurrió. Quizás que, en mi inexperiencia, me metí demasiado en el papel. O acaso fueran los continuos sermones del cura en los ensayos, incluidas las consabidas amenazas ultraterrenales. El caso es que al terminar la representación sufrí uno de los ataques de remordimiento y de temor que me volvían del revés y me empujaban al arrepentimiento y a la expiación, de manera que corrí a mi casa, cogí la queridísima Romana de Moravia, que guardaba como un tesoro bien oculto a las miradas siempre inquisitivas de mi madre, me fui con ella a la orilla del río y allí, cayendo ya la tarde, entre lágrimas y suspiros, fui arrancando sus hojas y una a una arrojándolas al agua. Un asesinato en toda regla del que todavía no he terminado de arrepentirme.


domingo, 21 de agosto de 2022

SOBRE LOS ÁNGELES

 

¿Existen los ángeles? Si está pregunta se la hacemos a un creyente católico, a un judío o a un mahometano, nos responderán que sí, sin duda. Si la pregunta me la hubieran hecho a mí cuando era niño, hubiera contestado exactamente lo mismo. Ángel de la guarda, dulce compañía, no me abandones ni de noche ni de día. Que levanten la mano los que allá por los años cuarenta, cincuenta y mitad de los sesenta, por lo menos, no recitó esta invocación en ningún momento de su vida. En la habitación en la que dormíamos mi hermana y yo había un cuadro con una litografía de bajísima calidad, pero en la que se veía perfectamente un tenebroso paisaje con un puente en regular estado tendido sobre un abismo, en un extremo un niño empezando a cruzarlo y a su lado, casi sujetándolo por los hombros, un ángel andrógino, con una larga melena rubia, como de oro, y relamido hasta el cansancio. El mismo cuadro u otro semejante se encontraba en buena parte de los hogares españoles. ¡Cómo para negar su existencia!
Si la pregunta se le hubiéramos hecho a Pitita Ridruejo (1930-2019), no sólo nos habría contestado afirmativamente, sino que, seguidamente y sin solución de continuidad, nos habría largado una conferencia de no te menees en la que nos habría contado todo lo que se puede saber sobre estos seres invisibles e inefables. Nos habría dicho, ante todo, que los ángeles son espíritus puros. Nos habría contado que eran, como todo, creación divina y que allá por los tiempos de María Castaña (el que sepa quién era esta señora que nos lo cuente), todos vivían en paz y armonía, pero que cierto día un grupo de ellos, encabezado por el más bello de todos, Luzbel, hasta las mismas narices de soportar las perfectas inmovilidad e inmutabilidad del Gran Hacedor, se rebelaron contra él. El Gran Hacedor no movió ni un dedo, pero los ángeles fieles a Él, encabezados por Miguel, se enfrentaron a los rebeldes a los que derrotaron en descomunal batalla. Aquel fue un día terrible para el cielo, porque los derrotados fueron condenados al infierno, creado para ellos en aquel mismo momento. Pero, de rebote, fue también un día terrible para los seres humanos, quienes aún no habían sido creados, pero que cuando Dios los creara y los pusiera en el paraíso terrenal y, más tarde, los expulsará de él irían a parar a aquel mismo infierno todos los que no cumplieran sus mandamientos y, en su día, también los de su Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana.
Pitita Ridruejo nos contaría después que en el cielo hay tres estratos o esferas en las que se reparten los ángeles que ganaron aquella batalla. En la primera esfera, que es la más cercana al trono divino, están los Serafines, Querubines y Tronos; en la segunda están los gobernadores celestes: Dominaciones, Virtudes y Potestades; y en la tercera esfera, los mensajeros celestes: Principados, Arcángeles y Ángeles.
Ahora bien, el ángel más célebre de todos es, precisamente el de la guarda, que hemos mencionado al principio. Se sabe, porque se sabe, y si no Pitita Ridruejo, nos los habría asegurado, que cada persona, sea de la condición que sea, tenemos uno. Sin embargo, si es así, tendrá que haber una fábrica de ellos, aunque esto no nos habríamos atrevido a preguntárselo a doña Pitita, porque parecería que poníamos en duda sus historias; pero, no remontándonos mucho, si al principio del siglo XX éramos seis mil millones de habitantes en el planeta y hoy somos ya ocho mil millones, con perspectiva de seguir creciendo, ¿de dónde proceden esos ángeles necesarios para atender a los nuevos seres humanos? No lo sabemos.
No obstante, que carezcamos de respuesta para esta pregunta no resta ni un ápice de popularidad al ángel de la guarda. Es un personaje tan habitual que hasta los politicos lo tienen. Por ejemplo, ahí está Fernández Díaz, un inmundo personaje, presuntísimo subjefe de las cloacas del Estado (el jefe, presunto, era un tal M. Rajoy, que todo el mundo sabe quién es menos los jueces españoles), esa especie de sabandija beatona, antaño golfo de discoteca y después golfo de la política, tiene también el suyo. Se llama Marcelo y el exministro habla con él y lo ayuda nada menos que a aparcar. Todo un portento.
Pero esto de los ángeles en la política no es nuevo. Nada menos que en 1701, recién llegado a España Felipe V, el Borbón, cuya dinastía sustituyó a la de los Austrias, nos enteramos de que algunas personas privilegiadas no cuentan con un ángel de la guarda, sino con dos. En efecto, nada menos que don Manuel Arias, Presidente del Consejo de Castilla y segunda autoridad del reino, le decía textualmente al nuevo monarca: "Los ministros y el mismo arzobispo de Toledo, tienen solamente un ángel de la guarda cada uno; los reyes tienen dos y uno de ellos preside el gobierno de sus Estados y es mucho mas hábil que el otro: el rey más mediocre es capaz de gobernar por medio de estos ángeles mejor que el mejor ministro." Una declaración que nos deja perplejos y con una enorme duda quemándonos los labios, pues, si la declaración del señor Arias es cierta, es posible que Carlos II, al que llamaron El hechizado, no estuviera el pobre medio tonto a causa de los cruces intrafamiliares, sino que mentes oscuras y manos malvadas, burlando a sus ángeles de la guarda, lo entontecieron para acabar con la dinastía. Y si esto fue así, ¿cabe dudar de que todo el complot lo hubiera organizado Luis XIV, el rey de Francia, abuelo de Felipe V, con el propósito de introducir su dinastía en España y ponerla a su servicio?
Sea como sea, menudo país el nuestro, ¿no? Porque si los ángeles existen, y dudarlo es cosa propia sólo de inmorales ateos, ya sabemos quien protegía al Emérito en sus fechorías para que nadie, ni políticos, ni periodistas, ni, muchos menos, fiscales y/o jueces, se percataran de ellas. Y, sin la menor duda, un ángel ha sido también el que le escribió al monarca actual la sentidísima rogativa dirigida a Santiago Matamoros en su catedral de Santiago de Compostela el pasado 25 de julio. Con ella, don Felipe VI le pedía al presunto apóstol que nos ayude a los españoles a encontrar certezas que sirvan de guía en nuestros caminos. Y también: "Los valores inmutables de la peregrinación nos guiarán de nuevo en la superación de las adversidades."
Sí, ha tenido que ser el ángel de la guarda, no sólo el que le ha escrito la rogativa, sino el que ha empujado al monarca a recitarla, porque de otra forma no se explica que el Jefe del Estado, un Estado aconfesional, y en su calidad de Jefe de Estado, se pase olímpicamente por la entrepierna la Constitución que recoge dicha aconfesionalidad, además, en un templo católico. ¡Y que a nadie, ni al Tato, se le ocurra, por lo menos, protestar!

P.S. Las negritas son de quien escribe.
Las imágenes son de internet

miércoles, 17 de agosto de 2022

SALVADO POR LA CAMPANA

Por encima de dogmas y de creencias, el catolicismo es una religión de pecado y de perdón. A diferencia de la mayoría, por no decir de la totalidad de las demás religiones, que tienen como objetivo declarado el perfeccionamiento de sus fieles a través de las prácticas piadosas, el catolicismo no es que rechace la consecución de la virtud, sino que el practicante católico puede ser más malo que un dolor de muelas que tal circunstancia carece de verdadera importancia. O, dicho más claramente, usted puede pecar y pecar tanto como quiera, siempre que cada vez que peque se acerque al confesionario, le cuente su pecado al sacerdote de turno y listo, lavado y suavizado como la mejor de sus prendas de cama o de vestir.
"¿Y cuántas veces debemos perdonar, Maestro, siete?"
"No te digo yo siete, sino setenta veces siete."
De esta manera, el evangelista pone en boca de Jesús la creación del pasaporte para el pecado, pues el setenta veces siete no quiere decir cuatrocientos noventa, que es el resultado de la operación, sino las veces que sea necesario. Al menos, así lo ha interpretado la Iglesia. Pero tanto y tanto perdón ¿qué es en el fondo sino una invitación a pecar? Pues si una y otra vez se te perdonan tus fechorías, que, además, suelen ser las mismas, ¿qué estímulo tienes para dejar de practicarlas?
Hay que señalar, no obstante, que el perdón de los pecados tiene como premisa cinco condiciones: examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de la enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia. Estas cinco condiciones me las hicieron aprender de memoria en las clases que llamaban de religión, pero que ayer, como hoy, eran y son de catequesis. Y se me quedaron tan adentro que las recuerdo como si las estuviera recitando en este momento ante el cura de turno.
La Iglesia, que lo tiene todo minuciosamente catalogado y puntualizado, explica que el dolor de corazón es en realidad arrepentimiento del pecado y que este admite dos formas la atricción y la contricción. La primera es el arrepentimiento por temor a las penas que te pueden caer en la otra vida, al infierno, concretamente; la segunda, mucho más valiosa, define el arrepentimiento por amor de Dios.
Pero la doctrina del pecado, ellos la llaman teología, para darle cierto sabor científico, no termina en el perdón. La Iglesia sostiene dogmáticamente que quien muere en pecado mortal va directamente al infierno. Ni de veces que de niño los sacerdotes nos acojonaban literalmente al advertirnos con sus expresiones más sofisticadas que si, una vez acostados, pecábamos, y a qué pecado se referían ya lo sabíamos todos, y moríamos durante el sueño no tendríamos salvación, al fuego por toda la eternidad (lo que les ha gustado siempre a estos caballeros el fuego, han sido y son 
auténticos pirómanos)
Morir en pecado mortal. Qué expresión tan sencilla, tan clara y tan directa, ¿no? Pues más allá de su sencillez esta frase esconde tras ella una de las hipocresías más potentes de la Iglesia católica, organización que en esta materia es difícil de superar. ¿Y en qué consiste esa hipocresía? Verá: usted puede llevar una vida de rectitud incluso hasta el heroísmo; usted puede cumplir hasta la extenuación y hasta con riesgo de la vida todos y cada uno de los mandamientos de la Ley de Dios y los de la Iglesia, puede ejercer exhaustivamente la caridad y practicar las obras de misericordia, usted puede vivir, en fin, entregado enteramente al amor de Dios y del prójimo, que si un mal día cae usted en la tentación y peca mortalmente y muere sin tiempo de obtener el perdón, usted va directamente al infierno. 
Ahora bien, usted puede ser a lo largo de su vida el mayor crápula de la historia, puede ser un asesino en serie, un violador, un genocida, en una palabra, puede ser un pecador con toda la batería de pecados posibles a sus espaldas que si un día se arrepiente, se confiesa, obtiene la absolución y, seguidamente, muere, su destino no es otro que el cielo. Es decir, que usted resulta salvado por la campana, exactamente igual que en esa salvajada del boxeo un púgil se salva del KO cuando, un instante antes de caer, suena la campana que anuncia el fin del combate.
Sin embargo, como, aparte de hipócrita, esta doctrina es de una brutalidad insuperable, pues no se acumulan méritos ni se tiene en cuenta el sacrificio de toda una vida, sino que el premio o el castigo dependen de la fotografía de un sólo momento, la Iglesia inventó el purgatorio, lugar que no figura ni como metáfora ni como alegoría en ningún sitio del Antiguo o del Nuevo Testamentos. En el desarrollo de la teología del pecado, llegó a la conclusión de que, aunque la absolución del sacerdote concede el perdón del pecado, éste deja en el alma huellas o cicatrices con las cuales no se pueden entrar en el cielo, lugar de absolutas limpieza y perfección. El purgatorio es entonces, como su nombre indica, el lugar en el que se limpian esas manchas y se eliminan las cicatrices. ¿Y cómo se eliminan? Pues cómo va a ser: exactamente, con fuego. ¡Lo mismo que en el infierno! Sólo que aquí el sufrimiento es temporal y se hace más llevadero al conservar la esperanza de salir de él.
 
Imágenes de Córdoba, propias:
1.- Jardines Campo de la Merced
2.- Patio Calle Frailes
3.- Patio calle Isabel II
4.- Patio calle Maese Luis

martes, 9 de agosto de 2022

PROHIBIDO DUDAR

Cuando yo era niño, ¡madre mía!, ¿cuándo fue eso?, preparándonos para la primera comunión, el párroco de San Pedro, don Julián Caballero nos contó una historia que, en nuestra insignificancia de entonces, nos llenó de pavor. Como además nos la contó con su voz más potente y cavernosa, aquella tarde salimos del templo con los congojos completamente atravesados en el gaznate.
Era dos amigos, llamémosles Felipe y Amadeo, ya adultos que conservaban su amistad desde la primera infancia. Cierto día, Amadeo le confesó a Felipe que tenía serias dudas de que Dios existiera, como le habían enseñado desde que eran niños, y de que existiera realmente otra vida después de la muerte. "A mi parecer", le dijo, "toda esa parafernalia que monta la religión es sólo teatro para domesticarnos y manejarnos a su antojo." Felipe, naturalmente protestó, señalándole a su amigo que sin Dios, el mundo, la vida, su amigo y él mismo carecían de explicación y, por supuesto, de sentido. 
Pero a Amadeo no se le disipaban las dudas. Muy al contrario, cada día dichas dudas se le iban transformando en la negación de la existencia de Dios. Pero poco antes de que su negación cristalizara y se tornara irreversible, Amadeo enfermó gravemente y, sintiendo que llegaba su última hora, hizo llamar a su amigo Felipe y cuando lo tuvo a su lado le dijo: "Felipe, me muero, ya lo ves, me voy al otro mundo. Te he llamado para decirte que si es verdad que hay Dios volveré a decírtelo." Y no bien hubo dicho estas palabras, expiró.
Pasó una semana, dos, tres. Felipe estaba seguro de que del otro lado de la muerte no había vuelto nunca nadie, salvo Jesús, por eso no le extrañaba que pasaran los días y Amadeo no regresara. 
Pero un día, justo cuando se cumplía el veintiuno de su muerte, a media noche, se escuchó en la habitación de Felipe un estruendo como si se hubiera caído un armario o hubieran tirado una piedra de buen tamaño por la ventana. Felipe despertó bruscamente y al abrir los ojos descubrió a los pies de su cama una figura negra y humeante, tan pavorosa que poco faltó para que sufriera un ataque al corazón. Pero entonces, "¡Feliiipeee! ¡Feliiipeee!", brotó de aquella horrorosa figura la voz que recordaba vagamente la de su amigo fallecido, "Soy Amadeoooo! Vengo a decirte que Dios existe y que yo estoy en el infierno para toda la eternidad por haber dudado de su existencia." Teníamos siete años y entonces no había televisión, ni radio en la mayoría de las casas, ni nada de nada.
Yo no sé en otras religiones, porque no soy un experto en religión comparada, pero en el catolicismo la simple duda es un pecado de tal calibre que, de morir con él, usted va directamente al infierno. Puede llevar una vida intachable, cumpliendo escrupulosamente todos los mandatos de la religión, incluso heroicamente y hasta, quizás con riesgo de su vida, que si en el último momento tiene la más mínima duda, ¡cataclás! de cabeza al infierno. Que religión tan chusca, ¿no?, incluso miserable. ¿Y qué clase de Dios es ese que a mí me predicaban de niño que te endosa un castigo eterno por una simple duda? La realidad es que, hábiles como son, sacerdotes y jerarcas lo único que persiguen es meterte bien metido el miedo en el cuerpo, sabedores de que el miedo que se adquiere de niño es si no imposible sí que muy difícil de erradicar.
Pero la duda está además tan duramente condenada, porque tras ella puede llegar y de hecho llega en muchas ocasiones la confirmación de que todo lo que te contaron no es más que un cuento para tenerte, como se dice, amarrado a los pies de la cama.
Tenía yo alrededor de catorce años y, pese al temor y todo lo demás, a mí me llevaban surgiendo dudas desde hacia bastante tiempo. Por aquel entonces, yo no pretendía alejarme de la Iglesia, sino encontrar respuestas. Y la encontré, la más formidable que hubieran podido darme. Durante un tiempo estuve preguntándome a quien plantearle aquella dudas y tras rechazar a don Julián, el párroco, a los padres de los salesianos en los que estudiaba, me acordé del coadjutor de mi parroquia, don Juan, un tipo cetrino y silencioso, gran fumador, que, aunque yo no lo sabía, vivía amancebado con la señora que, en teoría, le limpiaba la casa y le hacía la comida. Además de su silencio, aquel don Juan, que lo más que me decía era: "tú eres un niño zangolotino que se comió cuarenta kilos de pepinos." y que no tragaba a las beatas, hasta el punto de que les daba la comunión como si estuviera repartiendo cartas de mala leche, aquel don Juan era el mío. Así es que una mañana lo abordé en el atrio de la iglesia.
"Que mire usted, don Juan", empecé tímidamente. "Que yo es que tengo algunas dudas y me gustaría...."
No me dejó terminar.
"¿Dudas?", replicó si alterarse. "¡Dudas! Tú lo que tienes que hacer es rezar, verás como te desaparecen las dudas."
Y justo a partir de aquel momento me desaparecieron todas las dudas, vaya si me desaparecieron. Nunca más volví a dudar. Seguí acudiendo a la iglesia durante un tiempo, porque había que hacer el paripé, pero el catolicismo quedó para siempre fuera de mi vida.

Imágenes: Pinturas del cordobés Manuel Castillero

miércoles, 3 de agosto de 2022

FE Y CREDULIDAD



En la tertulia que los jueves mantenemos aquí, en mi casa, mis amigos Ernesto Caraba, Sacho Dávila, mi mujer y yo hablamos de todo sin un orden del día previo y muchas veces saltando de un asunto a otro y picoteando aquí y allá. Pero casi siempre surge un tema en el que acaban centrándose las intervenciones y en el que hasta llegamos a alguna conclusión que damos por definitiva.
El jueves pasado, yo mencioné la toma de posesión del nuevo presidente de la Junta de Andalucía, un tal Moreno Bonilla, un acto para cuya celebración el buen señor reunió nada menos que a setecientos invitados, dato, no obstante, que, por su exageración, hay que coger con pinzas, pues está tomado de los periódicos y ya sabemos que en España la prensa, en fin, no es demasiado veraz, para decirlo lo más suavemente posible. En cualquier caso parece que fue una celebración potente, algo así como si se tratara de la boda de un magnate de las finanzas o del presidente de alguna de las grandes empresas de energía eléctrica que se están forrando con el timo de la estampita.
Pero cuando más bien chismorreábamos que hablábamos seriamente acerca tanto del acto como de las medidas y proyectos que Moreno Bonilla se propone llevar a cabo a lo largo de la legislatura, Ernesto Caraba soltó: "Desde luego hay que tener fe, mucha fe, para creer a un señor que en plena pandemia del Covid no se le ocurrió nada mejor que despedir a varios miles de médicos de nuestra Seguridad Social, mientras le perdonaba algo así como cuatrocientos millones de euros a la COPE, la cadena radiofónica de los obispos españoles; retiraba unidades temáticas de los colegios públicos y aumentada descaradamente el apoyo económico a la enseñanza privada."
"A mí", intervino mi mujer, yo creo que un tanto irónicamente, "me enseñaban de niña que la fe era una gracia que Dios nos daba gratuitamente y que, del mismo modo, nos la quitaba si nos alejábamos de él y no cumplíamos sus mandamientos y los de la Santa Madre Iglesia."
Y aquí se inició un pequeño guirigay acerca de lo que era o no la fe  y acerca de la clase de fe a la que se refería tanto Ernesto como mi mujer, que por cierto se llama Lola, a la que en adelante la llamaré por su nombre, sin especificar que se trata de mi mujer, puesto que ni es mía ni nunca lo ha sido. La cuestión era que no parecían ser del mismo tipo la fe a la que se refería Lola y aquella a la que se refería Ernesto, y si era así, ¿de cuántas fes podíamos hablar? Parecía un tema baladí, pero por la pasión que enseguida empezamos a mostrar Ernesto, Lola y yo mismo pronto nos dimos cuenta de que no era tan sencillo llegar a una conclusión. Entonces intervino Sancho Dávila que hasta aquel momento había permanecido callado y muy atento a lo que cada uno de nosotros decía.
"Vamos a ver, aquí hay una confusión de principio que vicia la discusión y que conviene aclarar. Cuando se habla de fe es necesario distinguir entre esta y la credulidad, que casi siempre se mezclan y se confunden. La religiones en general e interesadamente ponen el acento en la necesidad de la fe para aceptar sus contenidos y dogmas y cumplir sus mandamientos. Y, según los dirigentes de cada religión no es necesario que tales contenidos y dogmas tengan un carácter racional, más bien al contrario, ese carácter, sostienen, puede ser un obstáculo para la fe y, por tanto, para la aceptación de dichos contenidos y dogmas. Centrándonos en el cristianismo, Tertuliano, por ejemplo, afirmaba: 'Creo porque es absurdo.' Y en general desde los Padres de la Iglesia hasta el último cura de aldea sostienen que sin fe es imposible la salvación. Bien, pero ninguno aclara que es para ellos eso de la fe.
Dávila hizo una pausa, dio un sorbo al refresco que tomaba, que ya debería estar más bien calentito, suspiró levemente, como con resignación y prosiguió:
"Hay algo en este asunto que siempre se pasa por alto y es lo siguiente: queramos o no, creer en algo o en alguien, es decir, tener fe, exige cierto sustrato de verosimilitud por parte de ese algo o ese alguien, de lo contrario, de lo que en realidad se habla no es de fe, sino de credulidad, que podemos definir como la creencia infantiloide en cualquier cosa, por absurda e imposible que sea. 
"Con un ejemplo lo veremos claro: Un amigo de confianza ha vuelto de Nueva York y me cuenta que hay edificios de más de cien metros de altura a los que llaman rascacielos. Yo no he visto en mi vida un rascacielos y hasta este momento no he tenido noticia alguna de su existencia; sin embargo, creo a mi amigo porque si con las técnicas actuales de construcción yo he visto edificios de doce o catorce plantas, no considero imposible ni absurdo un edificio que bien puede tener treinta y cinco o cuarenta plantas, incluso más. Entonces, lo que tengo en relación con lo que me cuenta mi amigo, es fe. Que mi amigo me engañe y no sea cierto que en Nueva York haya rascacielos no afecta a la esencia de mi fe, puesto que aquello en lo que yo creo resulta, en principio, ciertamente creíble.
"Imaginad que, poco después, el que viaja a Nueva York soy yo y descubro que mi amigo me ha engañado que allí no hay rascacielos ni nada que se le parezca. Inmediatamente yo pierdo la fe en mi amigo y a partir de ese momento en todo lo que me diga. Es decir, que la fe no se tiene por una persona, por mucha autoridad moral o académica que tenga, sino por aquello que se nos propone creer, pero se pierde por la persona que te dijo una mentira en lugar de la verdad.
"Supongamos ahora que ese amigo nuestro es el papa de Roma, la mayor autoridad moral del mundo occidental, al menos en teoría. Supongamos que nos dice que, cuando era cardenal, viajando desde Buenos Aires a Roma vio por la ventanilla del avión una bandada de elefantes volando. Como quiera que un hecho así no tiene el menor sustrato de verosimilitud, puesto que sabemos que los elefantes carecen de alas y, por tanto, no pueden volar, si creemos lo que nos dice el papa no es fe lo que tenemos, sino credulidad, que es lo que tienen los niños cuando se les habla del hombre del saco o de los Reyes Magos.
"Por consiguiente, si, volviendo al presidente de la Junta de Andalucía, creemos que Andalucía va a convertirse en una potencia en energías renovables, como él afirma, lo que tenemos en principio es fe, porque no podemos negar que Andalucía cuenta con una base más que suficiente para convertirse efectivamente en esa potencia energética. Ahora bien, considerando que el personaje ya nos ha mentido en alguna que otra ocasión aceptar ahora lo que dice entraría plenamente en el terreno de la credulidad.
"Por su parte, la afirmación de Tertuliano, que pasa por ser uno de los grandes pensadores de la Iglesia, lo que revela no es que tuviera fe, sino que era un crédulo, es decir, que tenía credulidad. Eso o era un cínico, puesto que es imposible creer de verdad en algo que de entrada sabemos o entendemos que es absurdo. Y no es poco lo que el cristianismo tiene de absurdo. Por ejemplo, que un hombre que muere en una cruz resucita y, en lugar de mostrarse públicamente para que todo el mundo se convenza de la verdad de su mensaje, sólo se aparece a sus compinches, quiero decir, a sus discípulos. Por lo tanto, querida Lola, lo que a ti y a todos nosotros nos enseñaron de niños no es fe, sino credulidad, porque los hechos a los que se refiere no tienen el más mínimo sustrato de verosimilitud, sino todo lo contrario. Y de hecho cuando a un sacerdote o a un teólogo le planteas el tema de este modo, no sólo el de la resurrección, sino el de la Trinidad, el de la transustanciación del pan, etc, etc, tratará de salirse por la tangente, pero si le aprietas acabará diciéndote que se trata de un misterio y que, como tal, resulta inexplicable. Lo que en realidad están diciendo es que se trata de absurdos, hechos que requieren amplias tragaderas para creer en ellos, es decir, requieren no fe, sino credulidad."

Imágenes: pinturas de Miró.