Aparte de la nauseabunda pederastia, practicada por tantos sacerdotes seculares y clérigos regulares y tan hábil como miserablemente ocultada durante tanto tiempo por la jerarquía, otra figura derivada en buena medida de la imposición del celibato es la del "solicitante", un sacerdote que valiéndose generalmente del sacramento de la confesión conseguía abusar sexualmente de determinadas de sus feligresas, aquellas que por juventud e inocencia le resultaban más propicias.
Estos individuos no pretendían conseguir una barragana que aliviara su soledad (es llamativa la soledad en la que han vivido buena parte de los sacerdotes seculares) y sofocara sus ardentías, no buscaban sólo la práctica del sexo, lo que buscaban era dar rienda suelta a su perversión. Estos auténticos canallas proliferaron en la Edad Media y en la Edad Moderna. La inquisición y las autoridades civiles los persiguieron a fondo, pero lo que realmente acabó con ellos fue la mayor formación e información de la mujer, aunque es seguro que todavía quedará más de uno por esos campos de Dios.
Uno de los casos más sonados que se conocen se produjo en Francia en el siglo XVIII, tanto por el hecho en sí como por la ingente literatura de variados tipos que produjo. Tuvo lugar en Tolón, en la Provenza, en 1730 y sus protagonistas principales fueron el jesuita Jean Baptiste Girard, como ejecutor, y la joven y bellísima Catherine Cadiere como víctima.
Toda la relación entre ambos se produjo en casa de la joven, una casa burguesa, muy católica, en la que el jesuita, que era un excelente predicador, se ganó enseguida la confianza, pues quién en su sano juicio podía desconfiar de un representante del mismísimo Cristo. Allí, en el gabinete de Catherine, destapó el individuo el tarro putrefacto de sus perversiones, todas de carácter sexual, y todas las fue sacando y aplicándoselas a su confesanta.
Con su reconocida capacidad de seducción y su hipocresía le aseguraba a la muchacha que iba a hacer de ella una santa, para añadirle a continuación que el de la santidad era un camino difícil, vigilado, además, por el demonio que una y otra vez tentaba al caminante para que diera media vuelta y se entregara en brazos del pecado. Le hacía ver que para superar semejantes pruebas eran necesarios el sacrificio y la penitencia. Y con estos mimbres hizo con ella lo que le vino en gana, hasta que la dejó embarazada, la obligó a abortar y, una vez utilizada, logró que los padres de la joven la ingresaran en un convento. Aquí, un nuevo confesor, honesto en este caso, descubrió en seguida los tejemanejes del jesuita y, sin dudarlo un segundo, procedió a denunciarlo. Jean Baptiste Girard fue detenido y enjuiciado.
El juicio se celebró en Aix-en-Provence y fue uno de los más apasionantes y más escabrosos de cuantos se habían celebrado en Francia hasta el momento. Fue también uno de esos acontecimientos destinados a perdurar largamente en la memoria de una ciudad. La plaza de los Predicadores, donde se encontraba la Audiencia, estaba día tras día abarrotada de gente exigiendo una condena ejemplar para el jesuita. Al final, de los veinticinco jueces que componían el tribunal, doce votaron a favor de que Girard fuese quemado vivo y otros doce su devolución a la jurisdicción eclesiástica. Deshizo el empate el presidente del tribunal inclinándose por la segunda opción. Y suerte tuvo Catherine de no ser ella la enjuiciada, pues la defensa de Girard se encargó de levantar la duda de si no había sido ella la que había provocado al jesuita, duda que suele repetirse cada vez que un hombre viola a una mujer, como está ocurriendo ahora en el caso del famoso futbolista Daniel Alves. A la salida de la Audiencia, la gente felicitaba a Catherine y a sus padres, pero abuchearon con con fuerza a los jueces que habían votado a favor de Girard, el mismo abucheo que le dieron a éste cuando, tras salir de la Audiencia por una puertecilla trasera, lo descubrieron camino de la casa de los jesuitas. Está claro que escapó de rositas, pues de él no volvió saberse nada.
El caso produjo centenares de libros. Sólo en la Biblioteca Nacional de París hay 75. Pero el que se impuso a todos ellos fue "Teresa filósofa", publicado anónimamente, aunque hoy toda la crítica está segura de que su autor fue Jean Baptiste de Boyer, marqués d'Anger, como asegurara en su día el también marqués de Sade. Este es un libro erótico, que da cuenta de las vejaciones y los abusos a los que el jesuita sometía a Catherine Cadiere, pero también de los usos y los modos del erotismo, más bien clandestino, en toda Francia en aquella época. "Olvidados, abandonaos y dejad hacer", le decía el taimado jesuita. Y, seguidamente: "Arrodillaos y descubrid esas regiones de la carne que son blanco de la divina cólera." La joven dejaba al descubierto sus posaderas y de aquella guisa Girard la azotaba repetidamente con unas viejas disciplinas, hasta que, abrasado de deseo, la penetraba desde atrás.
El título del libro se debe a que la narradora es una mujer, Teresa, y a que entre escena y escena acomete alguna leve incursión por el territorio de la filosofía. En su momento fue traducido al castellano por Joaquín López Barbadillo y Miguel Romero Martínez. En 1978, Akal publicó una edición facsímil de esta traducción. Existen otras ediciones en las que ya figura como autor el marqués d'Anger. Cualquier de ellas puede bajarse con facilidad de internet.
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