viernes, 23 de diciembre de 2022

LO DE UNAMUNO

"Venceréis, pero no convenceréis!"
Esta frase, ciertamente tremenda y arriesgada, se le viene adjudicando a Unamuno desde hace mucho tiempo. Pero la cosa no fue exactamente así, no existió una frase de tamaña contundencia, aunque sí un pequeño discurso realmente valiente en el momento en que se produjo.
De don Miguel no llega uno a saber con claridad si fue verdaderamente un intelectual o no pasó de idiota, atendiéndonos a las dos primeras definiciones que de este adjetivo ofrece la Real Academia de la Lengua Española, aunque en su defensa cabe decir que no son pocos los llamados intelectuales que han existido y existen que son más que nada idiotas.
Nacido en Bilbao en 1864, Unamuno se formó en el racionalismo y el positivismo y, durante su juventud mostró su simpatía por el socialismo. De hecho, en 1894 ingresa en la Agrupación Socialista de Bilbao, pero, como un augurio de lo que va a ser una constante en su vida, la abandona tres años más tarde. Poco después, abandona el racionalismo, para apuntarse a algo así como un existencialismo de corte cristiano, bañado de pesimismo. En 1901, empieza a leer a Kierkegaard (1813-1855), cuya filosofía le interesa de tal modo que aprende danés para leerlo en su idioma original. Kierkegaard, más teólogo que filósofo, era un profundo pesimista. Creía que la melancolía que padecía su padre se debía a una lacra moral, como consecuencia de la cual la Providencia había maldecido a su familia, creencia que se acentuó con el fallecimiento de todos los miembros, a excepción del padre, del propio filósofo y del hermano mayor. Este pesimismo angustioso del danés influyó poderosamente en Unamuno, acentuando su pesimismo innato. 
Dos cambios de orientación no son muchos y hasta pueden resultar explicables. En 1900, con sólo 36 años, fue nombrado rector de la Universidad de Salamanca, donde era catedrático de griego. No mucho tiempo después comienza a mostrar su hartazgo de la monarquía, criticando duramente a Alfonso XIII en sucesivos artículos periodísticos. A causa de tales críticas fue condenado a dieciséis años de prisión por injurias al rey (las cosas no han cambiado mucho, que se lo pregunten a un par de raperos, cuyos nombres no recuerdo en este momento, uno en la cárcel y el otro huido para no acabar en ella por idéntica causa y frente a un rey tan indecente como aquél) No obstante, no llegó a entrar en prisión, aunque sí fue desposeído de su cargo de Rector. A pesar del correctivo, Unamuno no cesó en sus críticas, que se extendieron, después, al dictador Miguel Primo de Rivera, de manera que en 1924 fue desterrado a Fuerteventura, aunque poco después recibió el indulto y pudo volver a Salamanca. Pero no volvió, prefirió exiliarse a Francia, de donde no regresaría hasta la caída del Dictador.
Poco después, en las elecciones municipales de abril 1931 fue elegido concejal del Ayuntamiento de Salamanca. Precisamente, fue Unamuno el que, el 14 de abril de aquel año, enarbolando la bandera, proclamó la República desde el balcón del Ayuntamiento. Para entonces, era un firme defensor de la República, cuyo gobierno lo repuso en el cargo de Rector de la Universidad. Tan firme que no dudó en presentarse a las elecciones constituyentes del 14 de julio de ese mismo año, siendo elegido diputado por la Conjunción Republicano-Socialista. Como diputado se mantuvo hasta 1933. A partir de este momento da un nuevo giro a su singladura y de defensor a ultranza pasa a atacante cada vez más fiero. 
De este modo, no dudó en aplaudir el golpe de Estado del 18 de Julio de 1936 y  en ponerse de parte de los generales golpistas. El buen intelectual no advirtió las similitudes y concomitancias de los sublevados con los regímenes totalitarios de Italia y de Alemania. Por el contrario, el muy iluso llegó a creer de buena fe que Franco iba  ser realmente el salvador de la Patria. El golpe triunfa fácilmente en Salamanca y la rendición a él de Unamuno es de tal calibre que el 26 de julio acepta sin titubeos su nombramiento a dedo como concejal del nuevo Ayuntamiento fascista. Incluso realiza declaraciones como esta: "Hay que salvar a la civilización occidental, la civilización cristiana, tan amenazada." Y también, entre otras: "Insisto sobre el hecho de que el movimiento a cuya cabeza se encuentra el general Franco tiende a salvar la civilización occidental cristiana y la independencia nacional; pues España no sabría ser sojuzgada ni por Rusia ni por ninguna otra nación, cualquiera que ella fuese." (La mención a Rusia es falaz, porque hasta el comienzo de la guerra España no mantenía relaciones diplomáticas con este país.) Pero, además, hace un llamamiento a los intelectuales europeos para que apoyen a los sublevados, e incluso dona 5.000 pesetas de las de entonces para la causa golpista.
Como consecuencia de su viraje, el 22 de agosto de 1936, la república lo desposeyó del cargo de Rector, pero fue repuesto en él por las nuevas autoridades fascista el 1 de septiembre de 1936, según decreto del general Cabanellas, en ese momento Presidente de la Junta de Defensa Nacional. Unamuno era ya, de una parte, una consumada veleta y, de otra, una pelota de tenis con la que unos y otros jugaban como querían. Hasta qué extremo llega su adhesión al nuevo Régimen se pone de manifiesto en el hecho de que cuando Franco instala su cuartel general en Salamanca, el señor filósofo acude presuroso a hacerle una visita. No ha quedado constancia de la conversación que mantendría ambos individuos, pero, conociendo al general, no sería muy descabellado pensar que si aceptó recibir al Rector fue por la única razón de que éste iba a rendirle pleitesía.
Pero hete aquí que muy poquito después, la veleta vuelve a girar y don Miguel siente que ahora debe revolverse contra el Régimen que había aplaudido hacía dos días. Sucede cuando empieza la persecución y eliminación de los republicanos, en la mayoría de los casos sin juicio previo, represión que se instala también en Salamanca y que, de entrada,  produce por parte de los golpistas, el asesinato de Casto Prieto Carrasco y de José Andrés y Manso, alcalde de la ciudad y diputado, respectivamente, ambos socialistas y amigos del señor Rector.
Este nuevo viraje eclosiona el 12 de octubre de 1936. Ese día tiene lugar en la Universidad el acto de celebración y exaltación del Día de la Raza. El acto, al que acuden los profesores de la Universidad, las autoridades provinciales y locales y, no se sabe a cuento de qué, el general Millán Astray, es presidido por don Miguel, que ocupa el lugar central del estrado; a su derecha se sentará Carmen Polo de Franco, que llegó escoltada por miembros de Renovación Española, todos armados; a la izquierda, el obispo de la ciudad Enrique Pla y Daniel.
Seguida y sucesivamente lanzan sus discursos José María Ramón, el dominico Vicente Beltrán Heredia, Francisco Maldonado y José María Pemán. Todos cantan los loores de la raza hispana, así como del "glorioso" alzamiento, como sus partidarios llaman al golpe de Estado, que a estas alturas y debido a su fracaso ha degenerado en guerra abierta; igualmente se hace repetida y despectiva mención de la "antiEspaña", que según los oradores son todos los que están de parte de la República, en mayor o menor grado. Cuando los cuatro han terminado, Unamuno, que ha estado tomando notas, se levanta y dice textualmente: "La nuestra es una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil, y sé lo que digo. Vencer no es convencer; y hay que convencer sobre todo y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia que es crítica diferenciadora, inquisitiva; mas no de inquisición... Se ha hablado también de los catalanes y de los vascos, llamándoles la antipatria de España; con la misma razón pueden ellos decir otro tanto. Yo, que soy vasco, llevo toda mi vida española enseñando lengua española, que no sabéis. Ese sí es imperio de la lengua española."
Nada más terminar don Miguel su discurso, se levantó Millán Astray, "como un resorte", escribiría bastantes años después Pemán en un artículo publicado en el ABC, y gritó: "¡Mueran los intelectuales" Y al ver que bastantes profesores hacían gestos de disconformidad, añadió: "Falsos intelectuales traidores, traidores.", siguió mascullando de modo que nadie entendía lo que decía, hasta que concluyó gritando claramente: "¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!" Todo ello rodeado de su escolta de legionarios que disponen sus pistolas y ametralladoras para disparar. En ese momento, Carmen Polo de Franco, muy serena, coge del brazo a Unamuno y casi a rastras lo saca del salón, ambos protegidos por la escolta de la mujer de Franco.
Aquella misma tarde, cuando, como de costumbre, acude al casino, Unamuno es expulsado con gritos de rojo y de traidor. Y por decreto del 22 de octubre de 1936, firmado por Franco, vuelve a ser despojado de su cargo de Rector. A partir de entonces, vive confinado en su casa, con vigilancia permanente de la policía en la puerta. No obstante, puede recibir visitas, aunque son contadísimas las que recibe. Dos de ellas, en principio, sorprendentes: la de Diego Martín Vélez, viejo cacique salmantino, otrora adversario político de don Miguel. La otra la del falangista Bartolomé Aragón Gómez, explicable, sin duda, por el hecho de que, certificando su alejamiento de la República y, aunque no participara directamente con ellos, su acercamiento a los entonces sólo conspiradores, en 1935 Unamuno había recibido en su casa a José Antonio Primo de Rivera y, poco después, había asistido a la presentación de la Falange en Salamanca. El eminente intelectual tampoco había advertido el alcance de aquella consigna de la dialéctica de los puños y las pistolas, enunciada por José Antonio. Luego, justo en la visita que Aragón Gómez realiza el 31 de diciembre de 1936, el falangista, joven, aunque camisa vieja, le dice a Unamuno: 
"La verdad es que, a veces, pienso si no habrá vuelto Dios la espalda a España, disponiendo de sus mejores hijos."
A lo que el antiguo Rector responde:
"¡No, eso no puede ser! ¡Dios no puede volver la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse!"
Sigue un breve silencio, durante el cual Miguel de Unamuno inclina la cabeza y cuando la barbilla toca su pecho está muerto. A partir de aquel momento, los falangistas se hacen cargo de sus restos. Cuatro de ellos, Víctor de la Serna, Máximo Rodríguez Ríos, Antonio Obregón y el célebre tenor Miguel Fleta, llevan sobre sus hombros el ataúd hasta el cementerio salmantino, donde es enterrado siguiendo el ritual de la Falange en estos casos, con el grito de: ¡Miguel de Unamuno! y la respuesta de: ¡Presente!, coreada por todos los asistentes. Miguel de Unamuno tenía 72 años. 
En el descargo de sus veleidades quizás cabría argüir que su padre, Félix María de Unamuno Larraza y su madre, María Salomé Jugo Unamuno, eran tío y sobrina carnal y que en 1897 el filósofo sufrió una muy grave depresión, seguida de una neurosis de angustia, como consecuencia de la muerte de su tercer hijo (tuvo nueve), motivada por una meningitis que degeneró en hidrocefalia.

Fuentes: 
Emilio Salcedo.- Vida de don Miguel
Guillermo Cabanellas.- La guerra de los mil días
José Luis Abellán.- Historia crítica del pensamiento español. Tomo 6
José Ferrater Mora.- Diccionario de Filosofía
Aurelio Núñez.- Los sucesos de España vistos por un diplomático

Imágenes.- Internet

martes, 20 de diciembre de 2022

HISTORIADORES VENALES


Partamos de la base de que la objetividad absoluta no existe y de que hasta el historiador más honrado cuenta con una rama de subjetividad que, inevitablemente, no dejará de aparecer en todos sus estudios. Pero una cosa son estos historiadores y otra muy distinta aquellos que no se proponen estudiar un periodo o un proceso histórico con el ánimo de darlo a conocer, sino únicamente, con el propósito de defender una ideología, una causa, una institución. Estos historiadores no pueden recibir otra apelativo que el de venales. En la mayoría de las ocasiones, por no decir en la totalidad, tales estudiosos se encuentran pagados directa o indirectamente por los amos de la institución, los dirigentes de la causa o las organizaciones que sostienen la ideología. El método de estos, en muchas ocasiones, eruditos magníficos, consiste, unas veces, en acopiar datos y más datos, resaltando hábilmente los que interesan a sus fines y, en otras, desparramándose en elaboradas explicaciones a lo largo de las cuales, a la par que exponen los méritos propios, se resaltan los errores ajenos, siempre con exquisita corrección, de modo que el resultado ofrezca la apariencia de la más absoluta neutralidad.
Uno de los ejemplos más obscenos, referido exclusivamente a este asunto, con el que me he topado nunca se encuentra en el libro Historia de la Iglesia, tomazo de más de 1.500 páginas, para cuya elaboración y redacción se han agrupado tres grandes talentos, sin duda: el español Juan María Laboa y los italianos Franco Pierini y Guido Zaghemi, el primero sacerdote, doctor en Historia de la Iglesia por la Pontificia Universidad de Roma y profesor de esta materia en la Universidad de Comillas y de Derecho Político Español en la Complutense de Madrid. De ninguno de los tres aparece dato alguno en el libro, motivo por el que de los dos italianos ni me he preocupado en buscarlos, aunque lo más probable es que sean también eminentes profesores de universidad.
Como vale más un ejemplo que cien explicaciones, he aquí algunas muestras de venalidad, no precisamente de las más zafias:
1.- Acerca de la posición del historiador de la Iglesia: "...no se puede comprender la naturaleza de la institución eclesial si no se comparte la fe de la Iglesia, es decir, si no se es creyente. Uno que no sea creyente puede llegar a ser un gran erudito en historia de la Iglesia, pero nunca un verdadero historiador de la Iglesia, porque se le escapa el misterio de la Iglesia" (Pág. 775)
Aparte la pésima redacción del parrafito, ¿alguien conoce una ejemplo más claro y contundente de venalidad? O sea, sólo quien pertenezca a la institución eclesial puede ser su historiador, con lo que, adiós capacidad crítica y adiós, seguro, capacidad de análisis. Esto no será en modo alguno una historia, sino pura y simple catequesis disfrazada de intelectualismo, porque no existe hecho ni personaje históricos que no tengan sus luces y sus sombras y, naturalmente, un miembro de una organización, sea cual sea, callará sus sombras y resaltará sus luces, que es lo que, en realidad, viene a hacer este trío.
2.- Acerca del Islam: "Las cruzadas fueron la respuesta de los cristianos a la guerra santa musulmana. Pero en el Nuevo Testamento no se habla de guerra santa y en el Corán sí... Las afirmaciones del Coram sobre este tema se van haciendo cada vez más claras y tajantes a lo largo de los 114 capítulos... Cuando Mahoma proclamó este mensaje se encuentra en Medina, y ya no es el profeta indefenso de los años de la Meca; el islam no es sólo una propuesta religiosa, sino una verdadera imposición teocrática" (Pag. 233)
O sea, a ver si nos aclaramos, para estudiar la historia de la Iglesia hay que ser creyente, es decir, católico, para comentar la del Islam y para criticarlo no es necesario creer en el Coram. Aparte, la gravísima tergiversación acerca del origen de las Cruzadas que, al día de hoy, ningún historiador mínimamente serio acepta. El Islam, según estos caballeros es una "imposición teocrática"; en cambio, el catolicismo, con su preciosa historia de persecución y destrucción de lo que llamaron "ídolos paganos", incluidos templos y sacerdotes, y la posterior de todo el que se apartaba de los dogmas católicos, aunque no fuese más que un milímetro no constituye una "imposición teocrática", sino una muestra de la caridad cristiana, que eliminaba el cuerpo para "salvar el alma".
3.- Acerca de Lutero, los judíos y el nazismo: "...Muy pronto, sin embargo, Lutero cambia de rumbo, llegando a la convicción de que la justificación por medio de la fe y el judaísmo son irreconciliables por naturaleza. Así, en 1543, publica un libro de unas doscientas páginas titulado Contra los judíos y sus mentiras, al que sigue muy pronto otro todavía más violento, Shem Hamephoras. Shem Hamephoras es el nombre "a lo claro" de Dios... que a los fieles judíos le está prohibido pronunciar. Hitler puso en circulación cien millones de copias del Shem Hamephoras, sirviéndose de él para el antisemitismo de su sistema política." (Pag. 528)
Y otra intromisión en una religión distinta al catolicismo, aunque sean parientes no muy lejanos. Pero, sobre todo, del riquísimo, irracional, tenebroso e infame antisemitismo del catolicismo desde sus orígenes ni una sola palabra, ¿para qué, si los tres autores son fieles creyentes de la Iglesia y esto lo justifica todo?
4.- Acerca de la comunión pascual: "El control de la práctica de la comunión pascual fue un rasgo característico de todo el ancien regime. Se puede considerar significativa una práctica que se seguía un poco por todas partes, pero de una manera especial en Roma, donde se mantuvo y fue habitual hasta 1870. En el periodo cuaresmal se distribuían... las tarjetas pascuales, generalmente impresas, con el nombre y apellidos del interesado (del interesado dicen los elementos, cuando, en realidad, era el convocado)... Más tarde, el cabeza de familia devolvía la tarjeta, o bien era retirada por el párroco en el momento de la bendición de la casa, efectuando de este modo el control de los que cumplían el precepto pascual. Tras la verificación se hacían repetidas advertencias a los inobservantes... con el fin de urgir a que se cumpliera el precepto. Los que seguían sin cumplir el precepto, convictos de pecado mortal, caían en entredicho. Antes del pontificado de Benedicto XV (1914-1922), se exponían en la puerta de la parroquia los nombres de los que no habían comulgado. En caso de contumacia, eran denunciados a la vicaría, y el que no se presentara en el plazo de doce días era declarado públicamente en entredicho. Los reincidentes incurrían en excomunión y, hasta 1829, los excomulgados eran detenidos y enviados a la cárcel. Se puede decir que hasta la Revolución francesa, el sistema fue aceptado pacíficamente y tuvo cierta eficacia. Sin embargo, se cometió el error de mantenerlo vigente cuando los tiempos habían cambiado." (Pág. 688)
Hay que tener la cara muy dura para afirmar que el Islam es una "imposición teocrática" y, después de un parrafito como éste, negar implícitamente, que el catolicismo lo es en la misma manera y desde mucho antes. O, dicho de otro modo: ¿se puede explicar el asunto de una forma más cínica? Ni la más mínima censura al brutal control de la Iglesia sobre sus siempre obligados fieles; por el contrario, lo que se dice es que el sistema tuvo cierta eficacia y que el error no fue que llegara a existir, sino que se mantuviera cuando los tiempos habían cambiado.
A la vista de hechos como este, que no es más que un sencillo y mínimo ejemplo, el milagro no es que la Iglesia se mantenga viva después de más de dos mil años, el milagro es que hayamos podido sacudirnos el yugo al que hemos estado sometidos la mayor parte de ese tiempo.
¿Para qué más? Leed el libro. Se encuentra en las bibliotecas públicas. A ratos cabrea, pero, a ratos también, resulta desternillante. Hay centenares de perlas como esta, una, al menos, casi en cada página.

Las negritas son de un servidor, las imágenes, de Internet.

domingo, 4 de diciembre de 2022

ESA COSA DE LO QUEER

Desde que en el capítulo dos del Génesis, primer libro de la Biblia, se cuenta que fue creada por Dios de una costilla del hombre, la mujer no ha dejado de ser considerada inferior a éste y, como consecuencia, de estar sometida a él, en el marco de las tres religiones llamadas del Libro: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo. No obstante, más allá de ese sometimiento, la mujer no dejaba de ser mujer.
Por si no había quedado claro con la narración del Génesis, el octavo mandamiento de la ley de Dios, contenido en las tablas que el propio Creador le entregó a Moisés en el monte Sinaí, según se cuenta en el Éxodo, segundo libro de la Biblia, dice textualmente: No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo", un mandamiento en el que se ve claramente como el propio Dios, puesto que a Él se debe su redacción, equipara a la mujer a la casa o a un animal como el asno o el buey, es decir, no la considera como persona, sino como un simple elemento al servicio del hombre. Sin embargo y aun cargando con ese desprecio, la mujer no deja de ser mujer.
Pero no son sólo estas tres religiones las que menosprecian a la mujer, sino que ese menosprecio se remonta al momento en que el hombre advirtió que en el nacimiento de un nuevo ser su concurso era tan necesario como el de la mujer. Andando el tiempo, el hombre llegó incluso a la conclusión de que dicho concurso no era igual de necesario, sino superior al de la mujer.
Este concepto de la paternidad se mantuvo invariable a lo largo de los siglos, pasando de la prehistoria a la historia y llegando al mundo siempre tan admirado de los griegos. Es verdad que desde Homero los griegos son admirables por muchos motivos, como la creación de la democracia, de la filosofía, del teatro; por sus aportaciones científicas; por sus prodigiosas arquitectura y escultura, etc. Pero en lo relativo a la consideración de la mujer, Grecia naufraga y no se aparta un ápice de la línea histórica que venían manteniendo todas las culturas. Así, por ejemplo, Esquilo, uno de los tres grandes dramaturgos de la época, junto con Sófocles y Eurípides, en su tragedia las Euménides hace decir a Apolo: "La madre no da la vida al hijo, como dicen. Ella nutre al embrión, la vida la da el padre." En general, en toda la época de la Grecia clásica los hombres desprecian a la mujer, la cual sólo tienen la oportunidad de ser madre. No obstante, no deja de ser mujer.
Pero entonces aparece Aristóteles, ese filósofo tan admirado y elogiado posteriormente, y da un paso más allá, cuando afirma que "la mujer es un hombre imperfecto", un paso realmente grave, en el que, por primera vez, la mujer deja de serlo y, por arte de la mera opinión de un hombre, pasa a ser también un hombre, aunque, eso sí, incompleto. Sin duda, para sostener su despreciable aserto, el señor Aristóteles se basaba en el hecho fácilmente visible de que las mujeres carecen del pene que tienen los hombres. No obstante, tan buen observador de la naturaleza como era, no se fijó en que las mujeres poseen un par de pechos, de los que los hombres sólo tienen un triste remedo; pero, sobre todo, olvidó el milagro natural en que consiste la formación de un nuevo ser humano en el vientre de la mujer, milagro que le está completamente vedado al hombre. Ante la solemne tontería que se le ocurrió soltar no es descabellado sostener que, quizás, lo que Aristóteles sentía realmente era envidia de aquel milagro. Sea como sea, ya se sabe que, como tantas cosas en el mundo patriarcal en el que vivimos desde hace milenios, la filosofía ha estado hecha exclusivamente por hombres y en ella la mujer no suele salir bien parada.
Mucho tiempo después, en los evangelios puede vislumbrarse que el judío Jesús (a muchos se les olvida que Jesús era judío) fue más bien proclive a tratar a la mujer en pie de igualdad, aunque no es posible negar que los evangelios son también un cajón de sastre en el que tienen cabida determinadas ideas y sus contrarias. De todas maneras y, por si había alguna duda del puesto que habría de tener la mujer en el cristianismo, ahí está su verdadero fundador, San Pablo, situando a la mujer en el mismo lugar en el que la situaba la sociedad desde hacía milenios. Así, dice en el capítulo once de la primera encíclica a los corintios: "La cabeza de la mujer es el hombre... Ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre... Porque la mujer procede del hombre." Aquí mismo ordena que la mujer entre en la iglesia cubierta ¡o rapada! (la exclamación es mía) y, textualmente: "Las mujeres cállense en las asambleas; que no les está permitido tomar la palabra, antes bien, estén sumisas, como también la Ley lo dice. Si quieren aprender algo pregúntenlo a sus propios maridos en casa."
En fin, ninguna novedad por parte de don Pablo y del cristianismo en general: la misoginia tradicional desde mucho antes del comienzo de la Historia. Pero, al menos, la burrada de Aristóteles parecía olvidada y la mujer seguía siendo mujer. No obstante, los Padres de la Iglesia, olvidándose de quién era su madre y quién la madre de Cristo, no paraban de echar pestes de ella, era la gran tentadora demoniaca, la puerta del infierno, el instrumento malévolo para la perdición del hombre (pobrecico mío). Todavía en el siglo XX, el papa Juan Pablo II, no se cortó ni un pelo para afirmar que el hombre que mira a su mujer con lascivia, peca y peca gravemente. Es decir, habían pasado casi dos mil años y el pensamiento real de la Santa Madre Iglesia seguía siendo tan misógino como entonces. 
La condición de la mujer estuvo a punto de extraviarse otra vez en la Edad Media, cuando sesudos teólogos, como Tomás de Aquino, estuvieron muy cerca de superar al propio Aristóteles, al que habían recuperado gracias al musulmán cordobés Averroes. Durante bastante tiempo discutieron y casi llegaron a aprobar que la mujer carecía de alma, lo que, al tratarse de un ser animado, la convertía no en un hombre imperfecto, sino directamente en un animal, pues sabido es que los animales carecen de esa cosa inmaterial y, por tanto, invisible, que hoy aún siguen llamando alma y es, según la sacrosanta doctrina cristiana, lo que convierte a un individuo en verdadero ser humano. El asunto no pasó de la discusión y, en consecuencia, la mujer no dejó de ser mujer.
Y así fue pasando el tiempo y, aunque constantemente ninguneada y aun silenciada en campos como los de la ciencia, la pintura, la literatura, etc. la mujer seguía siendo mujer. Y así llegó el siglo XX y luego el XXI y la mujer, no sin una fuerte lucha, logró ir dando pasos hacia la libertad, la autonomía y el reconocimiento de méritos que hasta entonces habían sido patrimonio exclusivo del hombre. Todo ello sin dejar de ser mujer. Hasta que hizo su aparición esa cosa de lo Queer, que intentan colar como filosofía y que no es más que un conjunto de absurdas, retrógradas y hasta miserables ocurrencias que no alcanzan siquiera la categoría de doctrina. 
Nacida en los años noventa del siglo pasado como una degeneración, más que como un desarrollo, del estructuralismo y de la deconstrucción, con un lenguaje técnico y aparentemente creativo, lejos del feminismo, al que, en el fondo, combate y mezclando maliciosamente sexo y género, los teóricos, defensores y propagadores de lo Queer no sufren el más mínimo rubor cuando, entre otras muchas cosas, sostienen que el sexo se nos asigna al nacer, es decir, que, al menos hasta el día de hoy, no es la naturaleza la que nos dota de los correspondientes atributos de macho y hembra, como al resto de los animales, que es lo que en primera instancia somos, sino que estamos ante una construcción cultural. Por esta senda, predican la flexibilidad sexual, no en el sentido de que cualquier persona pueda hacer con su sexo o en relación a su sexo, lo que le dé la gana, sino en el de que yo, o usted, o él o ella, puedan ser hoy hombre o mujer y mañana lo contrario, lo de en medio o lo de ambas cosas simultáneamente. Más aún, que, con sus santos cojones, un hombre, porque aquí está el problema fundamental, pueda en un momento dado afirmar que es mujer y exigir que la traten como tal desde absolutamente todos los puntos de vista, tanto sociales como legales y puede, como en aquel baile de la yenka, dar un paso atrás y volver a ser hombre cuando le parezca, para volver a ser mujer en el momento que quiera.
Más allá del lenguaje, casi siempre enrevesado y confuso, y bastante más allá de su pretensión de progresismo, con una actitud avasalladora y, en muchos casos, insultante, esta cosa de lo Queer constituye, sin ninguna duda, el mayor ataque que haya sufrido nunca la mujer. En efecto, a lo largo de la historia los hombres le hemos hecho de todo a las mujeres, pero hasta ahora jamás, jamás nos habíamos atrevido a apoderarnos de su identidad, de su condición femenina, de su esencia, en una palabra, a suplantarla, que es lo que hace un hombre cuando, con la pretensión que hemos visto, se declara mujer.
Aquí, por arte de la mera palabrería, pero con efectos prácticos, la mujer desaparece por completo, no ya para convertirse en un hombre imperfecto, como pretendía Aristóteles, sino porque ahora ni siquiera se la llama mujer, sino persona gestante y menstruante. De este modo queda libre el campo para que mujer sea sólo el hombre que afirma ser mujer, ya que él, en su estado de mujer, no puede ser definido como persona gestante y menstruante, sino únicamente como mujer.


Imágenes: Internet

 

sábado, 12 de noviembre de 2022

EL PASTOR ANGÉLICO

La guerra española de 1936 (mal llamada civil, como si hubiera alguna que lo fuera) se produjo como consecuencia del fracaso de un golpe de Estado de corte fascista contra el gobierno legalmente constituido de la República. Esta guerra, que se prolongó durante tres años, produjo un millón de muertos, según cálculos nada pesimistas, y el exilio de doscientos cincuenta mil españoles, entre ellos lo mejor de la intelectualidad del país, y concluyó con el triunfo de los golpistas y en especial del general Franco, el último en unirse a los generales que encabezaron la rebelión. (Véase La guerra de los mil días, de Guillermo Cabanellas, hijo del general Miguel Cabanellas, participante en el golpe de Estado.) Una tragedia, sea cual sea el punto de vista desde el que se la contemple. 
Como se sabe, la guerra concluyó el 1 de abril de 1939. Pues bien, el 16 del mismo mes y año, es decir, sólo quince días después de que el propio general Franco leyese el último parte a través de la radio, el papa Pío XII, al que todavía hay quien sigue llamando El pastor angélico, dirigía un radio mensaje exclusivamente a los españoles que habían ganado la guerra, del que me permito transcribir a continuación, textualmente, los párrafos no se si más llamativos o más indignantes, los posibles lectores decidan:
"Con inmenso gozo Nos (siempre el plural mayestático en estos elementos y además en mayúscula) dirigimos a vosotros, hijos queridísimos de la Católica España, para expresaros nuestra paterna congratulación por el don de la paz y de la Victoria con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo cristiano de vuestra fe y caridad, probado en tantos y tan generosos sufrimientos.
"Anhelante y confiado esperaba Nuestro Predecesor esta paz providencial, fruto, sin duda, de aquella fecunda bendición, que en los albores mismos de la contienda enviaba a cuantos se habían propuesto la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la Religión...
"Los designios de la Providencia, amadísimos hijos, se han vuelto a manifestar una vez más sobre la heroica España. La nación elegida por Dios como principal instrumento de evangelización del Nuevo Mundo y como baluarte inexpugnable de la fe católica... La propaganda tenaz y los esfuerzos constantes de los enemigos de Jesucristo parece que han querido hacer en España un experimento supremo de las fuerzas disolventes que tienen a su disposición repartidas por todo el mundo...
"El sano pueblo español, con las dos notas características de su nobilísimo espíritu, que son la generosidad y la franqueza, se alzó decidido en defensa de ideales de la fe y civilización cristiana, profundamente arraigados en el suelo de España y ayudado de Dios..., supo resistir el empuje de los que engañados con lo que creían un ideal humanitario de exaltación del humilde, en realidad no luchaban sino en provecho del ateísmo...
"...exhortamos a los Gobernantes y a los Pastores de la Católica España, que iluminen la mente de los engañados, mostrándoles con amor las raíces del materialismo y del laicismo de donde han procedido sus errores y desdichas y de donde podrían retoñar nuevamente. Proponedles los principios de justicia individual y social, sin las cuales la paz y la prosperidad de las naciones, por poderosas que sean, no pueden subsistir, y son los que contienen en el Santo Evangelio y en la doctrina de la Iglesia.
"No dudamos que así habrá de ser y la garantía de Nuestra firme esperanza son los nobilísimos y cristianos sentimientos de que han dado pruebas inequívocas el Jefe del Estado y tantos caballeros fieles colaboradores con la legal protección que ha dispensado a los supremos intereses religiosos y sociales conforme a las enseñanzas de la Sede Apostólica...
"Reconocemos también nuestro deber de gratitud hacia todos aquellos que han sabido sacrificarse hasta el heroísmo en defensa de los derechos inalienables de Dios y de la Religión, ya sea en los campos de batalla, ya también consagrados a los sublimes oficios de caridad cristiana en cárceles y hospitales.
"No podemos ocultar la amarga pena que nos causa el recuerdo de tantos inocentes niños, que arrancados de sus hogares han sido llevados a lejanas tierras con peligro muchas veces de apostasía y perversión: nada anhelamos más ardientemente que verlos restituidos al seno de sus familias, donde volverán a encontrar ferviente y cristiano el cariño de los suyos. Y aquellos otros que como hijos pródigos tratan de volver a la casa del Padre, no dudamos que serán acogidos con benevolencia y amor..."
Este caballero, que no tuvo agallas para alzar la voz en defensa de los judíos que estaban siendo masacrados por Hitler, seguramente porque era, al menos, tan nazi como el jefe del Estado alemán, se suelta este miserable panfleto en el que no se sabe que asombra más si el cinismo y la hipocresía de los que hace gala o la ausencia total de piedad hacia tantas y tantas víctimas. Se regodea, del triunfo de quienes provocaron la guerra, haciéndose el idiota acerca de las atrocidades cometidas por éstos, como si no las conociera. Se interesa vivamente por los niños que tuvieron que salir de España, pero no por el sufrimiento de éstos, sino porque pueden dejar de ser cristianos, y dice anhelar "verlos restituidos al seno de sus familias", como si no supiera que sus familias estaban rotas, con sus padres asesinados o en la cárcel por largos años. Y, encima, tiene el elemento la desfachatez de invocar el evangelio y de conocer los derechos de Dios y de tachar de enemigos de Jesucristo a quienes, todo lo más, lo único que habían pretendido era restar algo de los brutales privilegios de la Iglesia católica en este país, privilegios que, por cierto, no sólo se mantienen al día de hoy, sino que han aumentado. No se puede ser más canalla y, al mismo tiempo, más cobarde.

P.S. Quien esté interesado en todo el documento, por otra parte, desconocido por la mayoría de los españoles, puede encontrarlo fácilmente en internet.
      La puntuación, execrable, especialmente en el uso de las comas, es la del original en castellano.

Las imágenes son de internet.
  

lunes, 31 de octubre de 2022

EL DÍA DEL FIN DEL MUNDO

Desde que, allá por el año sesenta y cinco de nuestra Era (algunos retrasan la fecha hasta el año noventa y cinco) un anciano llamado Juan, desterrado en la isla griega de Patmos por predicar el evangelio, según su propio testimonio, escribiera el terrible Apocalipsis, buena parte de la humanidad no ha dejado de temer el día del fin del mundo. 
Este Juan no era el discípulo amado de Jesús del mismo nombre, por más que lo sostenga la Iglesia católica al menos desde el IV concilio de Toledo, celebrado en el año 633. El libro, además, con ínfulas de profético pretendía anunciar exclusivamente la caída del imperio romano, señalando su final con imágenes ciertamente espeluznantes. Pero como quiera que el imperio romano no sólo no caía, sino que antes de caer terminó haciéndose cristiano, los fieles de la nueva religión, con sus dirigentes a la cabeza, empezaron a creer que lo que realmente anunciaban las bestiales profecías era el fin de la humanidad. Nadie por aquel entonces quiso reconocer que el futuro y mucho más el futuro lejano es imprevisible, de tal modo que hasta el propio Jesús se había equivocado cuando anunció que no pasaría su generación antes de la llegada del reino de Dios, a pesar de que nadie duda de que Jesús era la segunda persona de la Trinidad y, por tanto, él mismo Dios también.
El calendario que actualmente seguimos es absolutamente arbitrario, responde a una mera convención para contar el tiempo. No obstante, después de la aparición de aquel libro, todas las fechas, digamos, redondas, como el final de un siglo y no digamos ya el final de un milenio, son legión los que esperan con gran temor que tras ellas no habrá nuevas fechas para la humanidad. 
Sin embargo, acuciado, quizás, por el conocimiento y la certeza de nuestra muerte, aunque una y otra vez pasen las fatídicas fechas y no ocurra la catástrofe que se creía inexorable, el ser humano no deja nunca de intentar conocer lo que puede depararle el futuro y son muchos los profetas que a lo largo de la historia se han empeñado en predecir cuál, exactamente, sería el día del fin del mundo. Por cierto y entre paréntesis, ¿se ha fijado usted, posible y amable lector o lectora, en que los profetas sólo predicen catástrofes y calamidades? Pero, además, lo hacen en un lenguaje tan oscuro, tan críptico, que luego siempre es posible encontrar una interpretación que le cuadre a la profecía, incluidas las referentes al día del fin del mundo, cuando pasa la fecha anunciada y el mundo sigue andando, como decía el tango famoso. 
Una de estas fechas anunciadas para la gran catástrofe mundial fue el año 800 de nuestra Era. Y uno de los que con más energía la pronosticaron fue un insignificante frailuco de nombre Beato (730-798), profeso en el monasterio de San Martín de Turieno, sito en el valle cántabro de Liébana, actualmente Santo Toribio de Liébana. Precisamente, el nombre del monasterio acabaría añadiéndose como apellido al nombre de Beato.
Los tiempos, desde luego, no habían dejado de oscurecerse desde la caída del imperio romano y, a los ojos de muchos, a medida que se acercaba el final del siglo VIII más y más se aproximaban al negro. Es cierto que en Francia había surgido una dinastía poderosa que controlaba ya buena parte de Europa, pero los musulmanes se habían adueñado de Hispania, a excepción de las montañas asturianas, y, aunque en el territorio islámico la religión cristiana no estaba prohibida, no eran pocos los cristianos que se convertían al islamismo. El Islam dominaba igualmente el Mediterráneo, constituyendo una amenaza para la propia Roma. Por otra parte, nuevos pueblos bárbaros hacían su aparición desde las estepas asiáticas, magiares, eslavos, búlgaros; desde sus frías tierras del norte, los vikingos se hacían a la mar y asolaban las costas de Europa, llegando incluso a Hispania, donde acabarían penetrando por el Guadalquivir y alcanzando Sevilla. 
Se daba, además, la circunstancia de que, de acuerdo con los cálculos de "sesudos y muy fieles varones", la creación del mundo se había producido 5.200 años antes de Cristo (esto lo sigue creyendo hoy mucha gente, sobre todo en Estados Unidos, en muchas de cuyas escuelas y en más de una universidad se sigue enseñando el creacionismo, que da lugar a una derivada, el terraplanismo.) y, como mucho, debía durar exactamente seis milenios, ni medio minuto más, por tanto, la llegada del año 800 sería para echarse a temblar. Especialmente temible era la noche del Domingo de Pascua, pues la gente estaba convencida de que la anunciada resurrección de los muertos con su juicio universal posterior se produciría precisamente en aquella noche. Y todas las señales, desde la apostasía de los cristianos, anunciada por San Pablo, hasta el clima adverso para el cristianismo, según nuestro monje, constituían el anuncio de la segunda venida de Cristo, en esta ocasión en toda su gloria, para poner fin a la vida humana con el juicio a los vivos y a los muertos. El "iluminado" Beato llegó a encontrar pruebas de que el Anticristo ya había nacido, nada menos que del ayuntamiento de un judío, ¿cómo no?, de la tribu de Dan exactamente y de una prostituta.
El tal Beato había empezado a adquirir cierto renombre en virtud de su enfrentamiento por cuestiones teológicas con Elipando, arzobispo de Toledo, a quien el insignificante monje no tenía empacho en tachar de hereje. Pero la fama le llegaría a Beato gracias a su Comentario al Apocalipsis de San Juan, texto del que realizaría varias versiones, la primera de las cuales la tenía concluida en el 776. En ella vierte su premonición, así como los temores que lo acuciaban junto a todas sus filias y todas sus fobias.
Tales comentarios se alejan enormemente de la intención y del escenario propuesto por el autor del Apocalipsis. Para sus comentarios, nuestro monje traslada el Apocalipsis a la época que le tocó vivir y empieza abonándose nada menos que a una leyenda falsa que recién empezaba a circular, la de que el evangelizador de España fue el apóstol Santiago. 
Seguidamente, si aquel Juan de Patmos escribió el Apocalipsis contra Roma y, en cierto modo, para ofrecer una esperanza de dulce y gloriosa vida a los cristianos por entonces mal vistos, no tolerados y, en ocasiones, perseguidos, el monje Beato sitúa ahora la Babilonia del Apocalipsis en la Córdoba musulmana, ofreciendo el panorama, tan falso como la leyenda de Santiago, de que los cristianos recibían por parte del poder musulmán el mismo trato que en la vieja Roma, incluida su persecución y martirio.
Escrito en un estilo atropellado y redundante, el libro no tiene apenas una idea original, sino que es más bien lo que hoy llamaríamos, un panfleto, en el que, para apoyar sus tesis, el monje Beato incluyó párrafos enteros de Padres de la Iglesia, especialmente de San Isidoro, San Jerónimo, San Ambrosio, San Ireneo y San Agustín. A pesar de ello, el libro tuvo una importante difusión, gozando de gran influencia entre los cristianos durante más de cuatro siglos. No importó que, por supuesto, el día del fin del mundo no se produjera en el año 800, como anunciaba Beato, ni se cumplieran ninguna de sus notas negativas; mucho menos importó el enorme chorro de invenciones, exageraciones y falsedades. 
La mayor parte de los eruditos creen que parte de su éxito se debió a que incluye una traducción latina del Apocalipsis original. Sin embargo, la verdadera causa de, si no la influencia, si la admiración que sigue despertando incluso al día de hoy no está realmente en el texto, sino en sus maravillosas ilustraciones. Se trata de dibujos coloreados, miniados, en el argot técnico, sumamente impactantes, tanto por el contenido como por la ejecución, que reciben el nombre de iluminaciones, con colores primarios y aun chillones y figuras perfectamente delineadas, en una técnica denominada glacis, que mucho tiempo después utilizarían, entre otros, pintores como Gauguin, Matisse e incluso el propio Picasso.
Este libro, que muy pronto sería conocido no por su título, sino por el nombre de su autor, es decir, Beato, sería el primero de toda una serie de libros litúrgicos en los que se utilizarían el mismo tipo de ilustraciones y que, igualmente, serían y son llamados Beatos. De él no queda el original de ninguna de sus "ediciones", 776, 784 y 786, sino una treintena de copias, de las cuales sólo doce son consideradas antiguas por los especialistas, es decir, de una época ligeramente posterior a la que los originales.

Fuentes.- 
El prerrománico en España.- Jacques Fontaine
La España de los herejes, fanáticos y exaltados.- Juan Fernández-Mayoralas.
 

miércoles, 28 de septiembre de 2022

DEL JAMÓN, HASTA EL HUESO

Hace no demasiado tiempo, en una de las entradas que escribí en el desaparecido Cuaderno Escarlata, confesaba que empezaba a sentirme viejo. Bien, hoy no es que me sienta o deje de sentirme viejo, es que lo soy. Y aprovecho la ocasión para decir que todas esas bondades de que hablan acerca de la vejez, la experiencia, la serenidad, la templanza, etc., todas, no son más que un mito con el que tratamos de conformarnos. ¡La vejez es una puta mierda! Es el tramo más turbio de la vida. Ahora bien, hay que vivir, no podemos tirar la toalla, de modo que, aunque la salud no sea tan boyante, no hay que dejar de soñar, de proyectar y de ejecutar.
A los viejos se nos acusa de ser propensos a contar batallitas, porque, cosa por demás curiosa, se nos deteriora la memoria próxima, de modo que, por ejemplo, al caer la tarde no recordamos lo que hemos comido al mediodía, en cambio se nos aviva la memoria lejana y recordamos a la perfección hechos ocurridos hace años y años y años. Sin embargo, lo que yo voy contando de mi familia, y ya he contado algo por aquí, pueden ser batallitas, pero mi intención es que ante todo sean fotografías de una época negra que muchos, sobre todo jóvenes, e incluyo entre los jóvenes hasta a los cincuentones, desconocen, y que parece que muchos también tratan de hacerla revivir (véase lo que el domingo 25-9-2022, fecha infausta, ha ocurrido en Italia)
En 1943, cuando mi padre y mi madre llevaban sólo unos meses de noviazgo, mi padre sufrió un ataque de ciática de tal calibre que lo llevó al entonces llamado Hospital de Agudos, hoy Facultad de filosofía. Allí estuvo ingresado nada menos que ocho meses, si bien los últimos tres, ya bastante mejorado, entraba y salía del hospital cuando le parecía y hasta hizo para la institución algunos trabajos de poco esfuerzo, como restaurar algún cuadro y cosas por el estilo.
Mi padre era el mayor de seis hermanos, cuatro varones y dos hembras, y era el responsable de la familia o, para decirlo más crudamente, el que ingresaba el grueso del poco dinero que entraba en la casa, porque mi abuelo padecía una artrosis generalizada y llevaba años y años atado a un sillón. Sólo se despegaba de él hacia el medio día para, pasito a pasito, ir a arrearse dos o tres medios de los de entonces a una taberna cercana a su casa. Naturalmente, durante aquellos ocho meses apenas entraron en la casa dos reales, porque, aparte de mi padre, sólo trabajaba, y a salto de mata, uno de los varones; de los otros dos, uno estaba en la división azul y el otro era un chavalín de once años y ni pensar que las dos mujeres, unas adolescentes todavía, trabajaran. De manera que a la situación catastrófica que vivía el país, con el hambre instalada crónicamente en la mayoría de los hogares, en la de mi abuelo se añadía que no había dinero para comprar casi nada.
¿Os acordáis de Tony Arjona? Sí, la pionera del deporte femenino en Córdoba y, más específicamente, la introductora del voleibol. Alguna de las que puedan leer esta entrada la sufriría en su momento como profesora; yo la sufrí como tía. ¡Qué elemento! Fue profesora de gimnasia en el Instituto Góngora y también en el colegio de las Esclavas. Por si alguien no lo sabe o no lo recuerda, durante la Dictadura, para ser profesor de gimnasia o de política, de Formación del Espíritu Nacional, la llamaban, era imprescindible ser miembro de Falange. Pero además de profesora, doña Tony ejercía también de entrenadora personal de varias damas encopetadas, con alguna de las cuales alcanzó tal familiaridad que, junto con el falangismo, llegó a creer firmemente dos cosas: que realmente formaba parte de aquel grupo de élite y que descendía por línea directa de la bragueta de Pelayo.
Pero esto vendría bastante tiempo después. En 1943, mientras mi padre permanecía ingresado en el Hospital de Agudos, la señorita Tony era una jovencita de dieciséis años que empezaba a dar sus primeros pasos en el deporte como jugadora de balonmano. A mi madre no la tragaba ni ella ni nadie de su familia, aparte de mi padre, claro, más que nada por que iba a arrebatarles la fuente principal de ingresos con la que contaban. No obstante, mi madre iba todos los días a ver a su novio, aunque a veces se encontraba con alguno de sus futuros cuñados y la visita no resultaba demasiado agradable. En cierta y rarísima ocasión, mi madre, que era más callada que una tumba, se soltó un tanto la lengua y me contó que ante el rechazo que veía por parte de la familia de mi padre y viendo que pasaban las semanas y los meses y su novio no se recuperaba llegó a pensar incluso en cancelar su noviazgo. Sin embargo, y esta es ya una conclusión mía, con treinta y dos años, lo que la empujó a seguir adelante debió ser el miedo a la soltería, entonces fatalmente vista. Siempre estuve convencido de que mi madre no sabía lo que le esperaba.
El caso es que, cierto día, mi padre compró un boleto de una rifa en la que se sorteaba un jamón y se lo regaló a su novia cuando fue a verlo. Y, mire usted por donde, tocó. Tocó y, aunque el jamón era suyo, puesto que el boleto se lo había regalado su novio, mi madre lo recogió y lo guardó con el propósito de que fuera para su novio cuando saliera del hospital (la situación en la casa de mi madre no era tan mala como la de mi padre).
¿Para cuándo saliera del hospital? ¡Qué risa! El tontorrón de mi futuro padre, por no aplicarle otro adjetivo algo más contundente, le contó a la señorita Tony, su hermana, que le había tocado un jamón y que estaba en casa de su novia. ¡Qué le había tocado a él, cuando le había regalado el boleto a su novia! Pero fue oír a su hermano y la señorita Tony pegó un respingo y, sin despedirse siquiera, se largó a la carrera. Media hora más tarde ella, su hermana y el hermano que seguía a mi padre, un tiarrón, así como mi abuela, se presentaron en casa de mi madre reclamando el jamón y mi madre, que era extraordinariamente pacífica, ni dudó en entregárselo. 
¡Menudo regalo para aquellos energúmenos! De estampida salieron con el jamón al hombro del hombrón. Y qué hambre atrasada no tendrían que, una vez en su casa, se lo liquidaron en menos que cada un gallo. Todo. De una sentada. Completo. Todo, es decir, incluido el hueso, que lo machacaron, lo pulverizaron y también se lo "jamaron"
Muchos años después, la señorita Tony, entonces en la cumbre de su fama, fue a visitar a mis padres, ya mayores, una visita que realizaba de tarde en tarde y, desde luego, de no demasiada buena gana. En el curso de una charla más bien insustancial, mi padre exclamó de repente. "¡Y el hambre que pasábamos! ¿Te acuerdas?" "¡Hambre!", bramó la señorita Tony descompuesta. "¿Hambre? Nosotros no hemos pasado hambre nunca, nunca!" Se levantó y salió como un rayo. Y nunca más volvió a ver a su hermano, al que, sin embargo, le debía todo lo que era. Pero esta es otra historia que contaré otro día.

Imágenes: Internet


sábado, 17 de septiembre de 2022

CAMPOS DE SANGRE

Es difícil encontrar a un historiador de la Iglesia Católica, creyente, o a un sociólogo de la religión, creyente también, que digan la verdad. No mienten por lo que dicen, sino por lo que callan o por lo que distorsionan para acercar el ascua a su sardina, como se dice coloquialmente. 
Uno de estos historiadores es Karen Armstrong, que es también socióloga. Nacida en Reino Unido en 1944, la señora Armstrong profesó muy joven como monja en la Sociedad del Santo Niño Jesús, institución que abandonó en 1969 para dedicarse a la enseñanza y a la investigación. Es historiadora de la religión y experta en religiones comparadas. Ha escrito libros como En defensa de Dios, Historia de la Biblia, Buda, Mahoma y Campos de Sangre, entre otros. Es miembro del grupo de alto nivel de la Alianza de Civilizaciones y entre sus variados premios cuenta con el Princesa de Asturias de Ciencias Sociales.
Bien, pues con toda está formación, publicaciones y premios, en su libro Campos de sangre, que tiene por subtítulo La religión y la historia de la violencia, doña Karen barre para su terreno, el de la defensa de la religión, al considerar como violencia exclusivamente al enfrentamiento físico, sin armas o con armas, entre dos personas o entre grupos de ellas. Ya en la contraportada se afirma textualmente que: "Desafiando la popular afirmación atea que sostiene que las religiones y sus seguidores son constitutivamente violentos... (la autora) demuestra que las verdaderas razones de la guerra y la violencia en nuestra historia, a menudo tienen muy poco que ver con la religión."
No se puede escribir nada más falso que lo que en esas frases se sostiene. Yo no conozco a ningún ateo que afirme que las religiones y sus creyentes sean constitutiva y absolutamente violentos ni, mucho menos, que todas las guerras se deban a motivaciones religiosas.
Pero dejando semejante distorsión de momento aparte, a la señora socióloga se le escapa, no creo que inconscientemente, que en nuestro mundo humano existe una violencia primaria, sumamente potente, que nada tiene que ver con el enfrentamiento físico, armado o no, y que, en todo caso, es anterior a éste. Se trata, como conocen muy bien los expertos, de una violencia de carácter fundamentalmente psicológico, que actúa de manera principal sobre la mente, aunque en determinadas ocasiones el cuerpo no escape de ella. Esta violencia, en apariencia, sutil, ejercida en la mayoría de las ocasiones sobre niños, a menudo muy pequeños, y siempre de un individuo superior sobre uno inferior, deja una huella tan profunda en la mente de quienes la sufren que suele ser la responsable más tarde de la violencia física de los adultos y/o, cuando menos, de sufrimientos sumamente difíciles de superar.
El autoritarismo, por ejemplo, ejercido por un adulto sobre un niño, o el maltrato verbal de un hombre sobre una mujer, ¿qué otra cosa son sino violencia? ¿Y no es violencia también, violencia elemental, primaria, meter miedo a un niño? ¿Acaso no es violencia de la peor especie y, desde luego, anterior a cualquier enfrentamiento físico, la pederastia? Últimamente vienen repitiéndose las noticias y denuncias sobre pederastas religiosos. Seguramente, no existe una violencia más repugnante. que la que valiéndose de la superioridad de la edad, pero, sobre todo, de la superioridad moral ejerce un sacerdote sobre un niño o una niña a los que somete a abusos sexuales. Una acción que deja a la víctima tocada para toda su vida y cuya criminalidad se multiplica cuando, además, es ocultada por los obispos y las autoridades religiosas. Ahora bien, no es posible negar que, mucho más que en instituciones religiosas, tanto la pederastia como el autoritarismo en general se produce en el seno de la familia, es decir, exclusivamente entre laicos.
Sin embargo, sí que existe una violencia inherente a la religión, a cualquier religión. Así, es violencia genuinamente religiosa inculcarle a un niño o a una niña que un ser invisible y todopoderoso los vigila constantemente, de día y de noche, controlando no sólo la totalidad de sus actos, sino también sus palabras y hasta sus pensamientos. Si, además, no se limitan a decírselo, sino que se lo graban en la mente con martillo y cincel, como sacerdotes católicos me hicieron a mí y a buena parte de mi generación, la violencia es de tal calibre que llega a ser casi tan criminal como la pederastia.
Y, no obstante, la violencia exclusivamente religiosa no termina aquí. En el ámbito del catolicismo, que es el que más nos afecta a los españoles, ¿no es acaso violencia el bautismo de un recién nacido, al que de esta forma se convierte en católico sin contar con su autorización? ¿Y qué es, aparte de violencia, la oposición continua a las innovaciones tecnológicas, como históricamente ha hecho la Iglesia Católica y como sigue haciendo en la actualidad cuando condena la investigación con células madre, el uso de embriones humanos fallidos, o la consecución de un bebé capaz de curar una enfermedad incurable de su hermano mayor, no limitando su negativa a sus fieles, sino con la pretensión de extenderla a todo el mundo?
La Iglesia Católica no sólo se negaba a reconocer que la tierra no es ni plana ni el centro del universo, sino redonda y en continuo giro alrededor del sol, también se oponía a la construcción de canales para el riego, aduciendo que los ríos eran intocables, porque así lo había dispuesto Dios, quien, de haberlo encontrado necesario, habría creado también dichos canales. Se opuso igualmente a la vacuna de la viruela, la primera que empezó a aplicarse, gracias a los experimentos del médico inglés Edward Jenner, etc. etc.

¿Y no es violencia esencialmente religiosa que un papa se declare infalible, es decir, que no puede equivocarse tanto cuando declara dogmas determinadas creencias, que eso allá los creyentes, sino también cuando establece normas morales con la pretensión de imponerlas a toda la sociedad mediante la presión a los Estados para que las transformen en leyes punitivas.? ¿Y qué otra cosa que pura violencia religiosa contenía la excomunión con la que en otro tiempo los papas lograron que reyes y emperadores se arrastraran sumisamente hasta ellos implorando su perdón? ¿Pero es que no es violencia puramente religiosa presentarse en África en plena oleada del sida y, al tiempo que se reafirma la prohibición del preservativo, decirle a niños con la enfermedad adquirida en el vientre de sus madres infestadas "bienvenidos al banquete de la vida", como hizo el deplorable Juan Pablo II, cuando él sabía de sobra que la vida no es ningún banquete y que, de serlo, jamás lo sería para aquellos niños?
Ejemplos como estos de una violencia específica e inherente a la religión podríamos seguir poniendo bastantes. Sin embargo, de esta violencia, anterior y distinta a cualquier enfrentamiento físico, nada quiere saber doña Karen. La señora socióloga prefiere centrarse exclusivamente en la violencia de los enfrentamientos físicos, en concreto, en la guerra, porque en este terreno siempre encuentra la excusa para que, aunque un enfrentamiento, una guerra, tenga en su origen una motivación religiosa, la violencia desatada acabe siendo laica.
Así, por ejemplo, las cruzadas, guerras montadas para liberar la llamada Tierra Santa, entonces en poder de los musulmanes. Se trató de una iniciativa del papa Gregorio VII (1073-1085) que llevó a cabo su sucesor, Urbano II (1088-1099) quien predicó la primera en Clermond (Francia) en 1095. Más religioso no podía ser el asunto, pero como quiera que lo que movió a un gran número de participantes fueron motivos económicos y políticos, la conquista de tierras, con las perspectivas de ganancias personales, pues nada, para la señora Karen, la violencia generada no fue propiamente religiosa, sino laica.

 
Más descarado aú: la cruzada contra los cátaros proclamada por Inocencio III (1198-1216). En la terminología católica, la de los cátaros era una herejía que la Iglesia no podía tolerar. Por tanto, su extirpación era un motivo exclusivamente religioso. Ahora bien, teniendo en cuenta la ambición del monarca francés Felipe Augusto, que pretendía aprovechar la ocasión para apoderarse de las tierras del Languedoc, entonces independientes de la corona francesa, pues nada otra vez, la violencia que se produjo no era exclusivamente religiosa, sino laica.
Como se ve, no sólo con el silencio de la violencia expuesta en la primera parte, sino también en el terreno de la guerra hace trampas doña Karen, pues lo cierto es que ninguna, absolutamente ninguna guerra se produce por una sola causa, sino que en todas ellas existen distintas motivaciones, que van desde la política, la economía, la religión y hasta mismamente el odio. Pero lo que hay que ver es cual es el motivo predominante y es indudable que a lo largo de la historia son numerosos los conflictos bélicos originados por y para la religión.

Imágenes.- Internet.

jueves, 1 de septiembre de 2022

LAS SECUELAS DE LA INQUISICIÓN

Su reino no es de este mundo, no paran de repetirlo, pero la voracidad y la codicia eclesiásticas no tienen límite. Con el cinismo y la habilidad que la caracterizan la Iglesia católica se ha apropiado a lo largo de los últimos años de más de treinta y cinco mil bienes inmobiliarios urbanos y rústicos que jamás fueron suyos, incluidos monumentos como la Mezquita de Córdoba, una apropiación legal, pero ellos saben que ilegítima.
Esta voracidad no es nueva, sino que se ha ido desarrollando a lo largo de la historia, y no se queda únicamente en España, sino que se extiende a todos los lugares del planeta a los que llegan sus tentáculos. Pero centrándonos en España y sin remontarnos demasiado, en 1701, tras la muerte de Carlos II y la llegada de Felipe V, el primer Borbón, el irlandés Tobías Boureck, representante del fugaz pretendiente al trono español Jacobo de Inglaterra, cuenta textualmente lo siguiente: "El clero constituye por lo menos un tercio de este reino, y el tercio más poderoso. Los religiosos tienen la mayor parte de la riqueza del país en sus manos y, si alguna vez llega a haber un levantamiento en España serán ellos quienes, por consideraciones puramente temporales les proporcionen los medio necesarios. El gobierno presente no tiene enemigos más peligrosos que ellos." (Tremenda premonición que, entre otras ocasiones, se cumpliría en el levantamiento de 1808 contra los franceses, o en el golpe militar de 1936 contra el gobierno de la República, contra la que el clero conspiró desde el minuto uno de su instauración.)
Pero la organización verdaderamente voraz dentro del clero fue la Inquisición, organismo represivo católico que estuvo funcionando en España desde 1478 a 1833, nada menos que 355 años y que, si en un principio se dedicó a perseguir herejes, pronto se enseñoreaba del país persiguiendo con cualquier excusa a todo el que se atrevía a alzar la voz por leve que fuera contra la organización, contra los privilegios de la Iglesia o a favor del más mínimo cambio en la organización política, social o económica del territorio.
De la Inquisición se han estudiado más o menos a fondo sus métodos, brutales; su organización; su modus operandi para apoderarse de los bienes de los condenados. Lo que no se ha estudiado aún y, a mi juicio es, quizás, lo más importante, es el sufrimiento no sólo de sus víctimas directas, sino de buena parte de los españoles, así como la huella que dejó en el país y en el modo de ser de sus habitantes. Una organización tan poderosa, presente en todos los estratos sociales, con el mismo afán insaciable de sangre que de bienes materiales, que además actúa durante tanto tiempo, no pasa por un territorio sin dejar en él una profunda huella.
La Inquisición implantó la fiscalización generalizada de los españoles entre sí, fiscalización que no se limitaba a la vida pública, sino que penetraba con el mismo rigor en la privada, introduciéndose hasta el último rincón de las casas. Ay, por ejemplo de los que nunca empleaban en sus cocinas los productos del cerdo, porque eso significaba que eran judaizantes, un delito feroz que la Inquisición perseguía con especial saña. Unos a otros se fiscalizaban los vestidos, los comportamientos y hasta el modo más o menos cordial de saludar. Los españoles dejaron de tener vida propiamente privada, porque hasta el pensamiento propio era peligroso y, desde luego, por diversas razones, había que tener infinito cuidado con las confidencias. 
Blanco White (1775-1841), uno de los españoles más honrados de su tiempo, contaba en sus memorias que cuando empezó a tener dudas acerca de los dogmas católicos, no podía hacer partícipe de ellas ni siquiera a su madre, porque, de hacerla, ésta estaba obligada a denunciarlo a la Inquisición, no sólo bajo pena de pecado, sino de complicidad con su hijo, si, por el camino que fuera, llegaba tal confidencia a oídos de la Inquisición.
Tal fiscalización a lo largo de tanto tiempo se tradujo en un celo desmesurado por preservar la vida íntima. Todavía hoy, a los españoles en general nos cuesta no poco presentarnos, dar nuestro nombre, como hacen, por ejemplo, los norteamericanos a las primeras de cambio, nos cuesta franquear la entrada de nuestra casa, incluso entrar en la ajena cuando nos invitan a hacerlo.
El temible organismo creó toda una espesa red de espionaje que se extendía por todo el país. Los espías recibían el curioso nombre de familiares, que denunciaban no sólo las sospechas de herejía, sino todo tipo de insignificancias y hasta de imbecilidades que, no obstante, en la mayoría de las ocasiones servían para armar un caso e iniciar un procedimiento. El cargo de familiar, que en un principio fue ocupado por personar de baja extracción, debido a que era despreciado, precisamente por su carácter de chivato, con el paso de no mucho tiempo y gracias a la importancia que los inquisidores daban a sus pesquisas, ganó tal relevancia, que no tardaron en ocuparlo personas incluso de la nobleza.
Pero la Inquisición hizo todavía algo peor: dividió a los españoles en dos categorías: cristianos viejos y cristianos nuevos, dando lugar a la aparición de la miserablemente célebre limpieza de sangre, de manera que por las venas del cristiano viejo corría sangre purísima, mientras el sistema circulatorio del cristiano nuevo era poco menos que un albañal. Influidos no poco por la Iglesia, los Reyes Católicos, tan unánimemente aplaudidos por los historiadores, le ofrecieron a los numerosos judíos que existían en el reino la alternativa de conversión o expulsión. La mayoría salieron de España entonces, pero no pocos optaron por la conversión. Casi un siglo antes y después de la encerrona de Tortosa (los historiadoras la llaman Disputa, cuando allí no hubo nada que disputar), Vicente Ferrer, el valenciano, no el de la India, había conseguido con todo tipo de triquiñuelas, artimañas y, sobre todo, amenazas, la conversión contaban que de numerosos judíos.
Bien, pues para la autoridades religiosas, para los católicos de toda la vida y para la Inquisición, con la conversión no bastaba: el judío era siempre judío y, aunque el cristianismo predicase el amor y el perdón, incluso de los enemigos, al judío converso, o cristiano nuevo, había que cortarle las alas y tenerlo bien controlado hasta la vigesimotercera generación, por lo menos. Una situación que, dado que el cristiano viejo no se distinguía en nada del cristiano nuevo, abocaba a los españoles de entonces a hacer malabarismos para demostrar que entre sus antepasados no había ningún judío.
Cuando en 1716 la Inquisición le imputa a Melchor Macanaz ascendencia judía, este se remontó nada menos que catorce generaciones para demostrar la pureza de su sangre, nombrando antepasados ilustres, como Damián Macanaz, que participó en la batalla de Lepanto y Ginés Macanaz, capitán del ejército, defensor de Tarragona en 1641. El abate Jean Vayrac (1664-1734), que viajó por España dejó el siguiente testimonio escrito: "No existe ni un triste aldeano que no traiga siempre su genealogía y que no se esfuerce por convencer a todo el mundo de que desciende en línea recta de los godos que ayudaron a Pelayo a echar a los moros de Castilla la Vieja."
La exigencia de la limpieza de sangre, produjo el afán por la nobleza de la estirpe, por la hidalguía, es decir, por la pertenencia a una clase que rehuía el trabajo, la dedicación al comercio o a la industria, consideradas profesiones viles que sólo podían ejercer las clases inferiores o, lo que era lo mismo, los cristianos nuevos, motivo por el que los que a ellas se dedicaban resultaban también para la Inquisición sospechosos de judaísmo. La de la hidalguía fue una auténtica plaga que cayó sobre nuestro país, por distintas razones, entre las que sobresale la existencia de la Inquisición, porque, aunque a la hora de acusar, esta no discriminaba a nadie, la hidalguía, en principio, constituía un buen salvoconducto ante posibles sospechas, más aún si iba acompañada de la ociosidad. Por toda España se multiplicaban los hidalgos que se morían de hambre antes que ejercer cualquiera de aquellos oficios. Cervantes hizo de ellos una síntesis magistral en la figura de su Don Quijote.


Imágenes de Internet. Para alegrar un poquito la vista, dada la poca gracia del tema.