miércoles, 6 de octubre de 2021

EL TERCER BORBÓN

 

A juicio del que esto escribe, de todos los reyes que ha tenido España, tanto Borbones como Austrias, al único que se le podía dar una puntuación medianamente positiva sería a Carlos III, el tercero de los Borbones que han reinado en el país.
Hijo de Felipe V y de su segunda mujer, Isabel de Farnesio, Carlos nació el 20 de enero de 1716. Hasta la edad de siete años su crianza y primeros cuidados estuvo en manos de mujeres. A partir de esta edad pasó a tener preceptores masculinos, un grupo de hasta catorce hombres al frente de los cuales se encontraba el duque de San Pedro. Recibió una formación amplia, que abarcaba materias humanísticas, militares, religiosas y de idiomas. Y en el espacio, digamos, más social aprendió baile, música y equitación. Desde muy pronto, además, y de forma autónoma, desarrolló una poderosa afición a la caza y a la pesca, pero sobre todo a la caza.
El 3 de Julio de 1735, con sólo diecinueve años, tomó posesión del trono de Nápoles y Sicilia, un reinado que se extendió a lo largo de veinticinco años. Allí se casó con María Amalia de Sajonia, mujer a la que amó intensamente y con la que tuvo trece hijos.
En 1759 muere su hermanastro Fernando IV y Carlos se vio obligado a hacerse cargo del trono de España, dejando el de Nápoles y Sicilia en manos de su hijo Fernando. Hizo su entrada en Madrid el 9 de diciembre de 1759, bajo un tremendo aguacero, que no parecía el mejor augurio para su reinado. Pero, aunque lo empezó con el problema de su hijo Carlos IV, del que se dudaba de su derecho al trono español por no haber nacido en España y, aunque su mujer murió a los pocos meses, lo que supuso para el monarca un golpe moral del que no se recuperaría nunca, su reinado se prolongaría a lo largo de veintinueve años, hasta 1788. Tan fuerte fue el golpe que le produjo la muerte de María Amalia, que no se volvió a casar, a pesar de la insistencia de sus cortesanos, aunque, como buen Borbón, el sexo ocupaba, si no el primero, uno de los primeros lugares entre sus preferencias, como lo prueban, a parte de el gran número de hijos que tuvo con su esposa, las dos poderosas amantes que se sucedieron en su cama: Francisca María Spínola y la duquesa de Salas.
Carlos III no era nada agraciado. En su aflautado rostro sobresalía la portentosa nariz, tal que le cuadraba a maravilla aquel soneto de Quevedo que empieza con: Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa..."; de estatura media, tirando a bajo antes que a alto, muy delgado, casi canijo. Pero era un tipo tranquilo, reflexivo, seguro de sí mismo y con sobrada energía para destituir a un ministro sin la menor vacilación, cuando las circunstancias políticas lo exigían, como hizo, por ejemplo, con Esquilache tras el famoso motín; o para expulsar de España y de las colonias a los Jesuitas, acusados de ser los instigadores de una revuelta que no se limitó a Madrid, sino que se extendió por diversos puntos del país. En general, supo elegir buenos ministros, pero, además, estaba permanentemente encima de ellos, controlando y fiscalizando sus trabajos. Carlos III era, como todos hasta entonces, un rey absoluto y como tal actuaba.
A decir de sus biógrafos y políticos de su tiempo que lo frecuentaron, era también el rey más aburrido de Europa. Metódico y morigerado, no le atraían lo más mínimo los grandes espectáculos, los grandes conciertos, la ópera o las recepciones palaciegas. Vestía de forma sencilla y siempre la misma ropa, porque estrenar un traje nuevo le resultaba de lo más desagradable. Muy creyente en la intervención directa de la Providencia, Carlos III se conformaba con seguir los asuntos políticos, de los que tenía puntual conocimiento, y con su caza, que practicaba todos los días del año, salvo el Viernes Santo.
Su vida era absolutamente rutinaria: se levantaba a las seis de la mañana y, tras asearse y vestirse, rezaba durante un cuarto de hora, ni medio minuto más ni menos. A las siete en punto tomaba su desayuno, consistente en una taza o jícara de chocolate, que su cocinero le rellenaba una sola vez, mientras departía con médicos y boticarios. A continuación, bebía un vaso de agua, pero sólo los días que no tenía que salir de palacio, para no verse obligado a buscar un sitio para exonerar la vejiga. Seguidamente, oía misa y, tras ésta, desde las ocho hasta las once, se encerraba en su despacho y trabajaba en los asuntos de Estado. A las once lo visitaban sus hijos y, tras éstos, su confesor y algún miembro de su gobierno. Almorzaba a la una, siempre públicamente, con su mujer y sus hijos, una costumbre importada por Felipe V de la corte francesa. Pero cuando María Amalia murió, siguió comienzo en público, pero solo, mientras sus hijos lo hacían en sus habitaciones privadas. Su comida era de lo más sencillo y frugal, durante ella bebía dos vasos de agua mezclados con vino de Borgoña y, según cuenta el duque de Fernán Núñez, que escribió una jugosa biografía del monarca, bebía cada vaso de sólo dos tragos.
Tras el almuerzo, en verano, dormía la siesta y, a continuación, salía de caza por los Sitios Reales: la Casa de Campo y El Pardo, cuando estaba en Madrid, o El Escorial, Aranjuez o La Granja de San Ildefonso, cuando se encontraba en estos lugares. No lo hacía por el ejercicio físico, puesto que practicaba la caza al aguardo, jabalíes y venados, principalmente; lo hacía porque de este modo creía prevenir las depresiones que habían amargado la vida de su padre y, por extensión, la de toda la familia.
Al regreso, visitaba a sus hijos, jugaba un rato a las cartas, al revesino, un juego muy de moda en aquella época, que se practicaba entre cuatro jugadores. A las nueve y treinta cenaba, siempre lo mismo: sopa, asado de ternera, ensalada con agua, azúcar y vinagre, y una copa de vino dulce de Canarias. Terminaba con rosquillas y carne frita después de guisada (fricasé), la mayor parte de la cual se la echaba a los perros que andaban a su alrededor.
Y así todos los días de su reinado. Campechano, como son la mayoría de los Borbones, en su lecho de muerte le dijo a uno de sus ministros: "Qué creías que iba yo a ser eterno? Es preciso que paguemos todos el debido tributo." Falleció tranquila y pacíficamente poco después. 


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