Por esos avatares inesperados y muchas veces también impensables que ocurren en la vida, desde los cuatro a los ocho años viví en Cartaya, un pueblo de la provincia de Huelva, perdido entonces cerca de la raya de Portugal y arrimado al río Piedras que, con la subida de la marea del cercano Atlántico, se convertía en una ancha y luminosa ría.
Entre las muchas cosas que sigo recordando de aquel pueblo, hay tres que sobresalen por encima de las demás: los palmitos, el aprovechamiento de las heces humanas para abono y, sobre todo, el Rompido, en el término municipal, a escasos kilómetros de la población.
Existen varias especies de palmas que se cultivan para la producción de palmitos. En los alrededores del pueblo existían muchas de la especie camaerops humilis, la única que existe en España, de ellas se obtenían los tallos incipientes, una especie de tronco con hojas, las cuales se arrancan, como se hace con las alcachofas, hasta llegar al corazón, que es la parte realmente comestible. Allí se consumía en grandes cantidades, especialmente los domingos por la tarde. Este día la gente salía a pasear por la plaza Redonda y por la larguísima calle de San Pedro, cada uno con su palmito al que le iba arrancando las hojas y tirándolas al suelo, de manera que al llegar la noche plaza y calle estaban enteramente cubiertas con una alfombra de palmitos de más veinte centímetros de espesor.
El aprovechamiento de las heces humanas era, como mínimo, sorprendente. Nosotros, mis padres, mi hermana y yo, compartíamos una casa con sus propietarias, dos señoras mayores enteramente vestidas de negro, hermanas, una gruesa y la otra flaca como un junco y arrugada como una pasa. Aquella casa, situada en la calle San Sebastián, era bastante grande, contaba con la zona de vivienda, en la que destacaba una cocina enorme, luego un patio y seguidamente un corral. No había cuarto de baño. Sólo al fondo del patio, uno de cuyos muros estaba cubierto por una espléndida buganvilla de color nazareno, había una habitacioncita donde estaba el inodoro, por llamarlo de alguna manera. Consistía este en un banco de obra adosado a la pared que daba al corral, en él había un agujero en el que se exoneraba el vientre, abierto por la parte del corral. De cuando en cuando había que arrastrar las heces, reuniéndolas al otro lado de la pared, hasta que, una vez que había un buen montón, llegaban con bestias a recogerlas. Supongo, pero no lo sé, que las dueñas de la casa las venderían. Todas las casas del pueblo eran más o menos iguales y en todas se realizaba la misma actividad.
El Rompido era entonces una inmensa playa a la que no se le veía el fin y en la que había un faro y casi a sus pies una aldehuela de pescadores con no más de una docena de humildes casitas blancas de cal y alegradas con las buganvillas que se adosaban a sus fachadas. Para mí era un maravilloso paraíso. El río Piedras, que tenía allí su desembocadura, formaba una flecha con playa en las dos orillas. Fui muchas veces con mi padre, que hacía no sé qué trabajos en el faro, y toda la playa era para mí, porque, como quedaba lejos del pueblo, nadie o casi nadie iba por allí. Entraba en el agua y los cangrejos, por docenas, no sólo no huían, sino que venían a picotearme los pies. Los que por entonces pasé en aquel lugar fueron de los mejores momentos de mi vida.
En Cartaya empecé a ir al colegio, con seis años. Allí tuve un maestro extraordinario: don Antonio Medina. Desde hace años, cuando no puedo dormir, escribo cartas, que son o pretenden ser también poemas. Las escribo a personas actuales y a otras que conocí en el pasado, incluso a alguna que ha sido protagonista de una película o de una novela que me han atraído especialmente. Son cartas que no envío, sino que guardo para mí. Tengo una pequeña colección a la que he dado el título de Cartas a medianoche, porque es la hora más o menos a las que las escribo. Hace tiempo escribí esta que incluyo ahora aquí, dirigida a aquel extraordinario maestro.
Sr. D. Antonio Medina:
Una canción de amor a media tarde
me arrancó dulcemente de mis cosas
y me llevo hasta usted.
Aún es verano, pero ya es invierno.
Los años han pasado
como bolas de nieve en una hoguera,
en los campos se pierden los laúdes
seguidos de las flautas, en la ciudad
los ojos duelen de doblar esquinas
esquivando puñales y sonrisas.
Usted no puede recordarme,
en cambio yo, tengo su imagen
ante el encerado como la de una flor
que se está abriendo justo
en este instante en el que escribo.
En aquel albañal que era la vida entonces,
yo no era todavía
más que una hoja de papel en blanco
y usted con sus gafas redondas de miope,
con las ondas suaves de su pelo,
su seriedad amable, compasiva,
escribió en ella las palabras más bellas,
palabras como lirios encendidos
que me enseñaron a amar el estudio y la lectura
y siguen siendo hoy el cimiento de mi vida.
Vuelve el color de aquellos días a mi alcoba
y vuelven las campanas briosas de San Pedro,
los palmitos, la flecha del río Piedras,
las doradas arenas del Rompido,
sus mágicos, sonoros, soledad y silencio,
vuelve mi padre con su vino a cuestas
y mi madre y su guerra con las moscas.
Y ha vuelto usted una vez más
para que una vez más yo pueda agradecerle
todo lo que entonces hizo usted por mí.
A diferencia de las demás, esta sí la envié. Lo hice al Ayuntamiento de Cartaya, porque no conocía la dirección de don Antonio y, aunque imaginaba que ya no estaba en el pueblo, quizás allí supieran cuál era en aquel momento su destino. No obtuve respuesta. Pero mucho tiempo después, don Antonio pasó por Córdoba y preguntó por mí a un empleado de la zapatería Teyra, de la calle Jesús María, que, gran casualidad, era amigo mío. Este le dio mi dirección, pero o bien, si fue, yo no estaba en mi casa, o bien no tuvo tiempo de acercarse. El caso es que no nos vimos. Cuando, unos días más tarde, mi amigo me lo dijo, sufrí una gran decepción, porque me hubiera gustado decirle de palabra lo que le decía en el poema.
P.S. El que esto escribe es el que en la fotografía se encuentra a la derecha del maestro, pegadito a él.
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