viernes, 28 de julio de 2023

LOS LIBROS DE PLOMO

 Uno de los lugares más interesantes de Granada es la abadía del Sacromonte, situada extramuros de la ciudad, en el monte que se llamó de Valparaíso, a la que se llega por un camino que serpea más allá del Barranco Oscuro. A ella puede irse en automóvil, aunque es mucho más atractivo realizar el recorrido, de unos dos kilómetros, a pie. La abadía es un conjunto de sólidos edificios construidos a partir de 1609, que tienen su origen en una serie de cuevas subterráneas, catacumbas las llaman los granadinos, a las que se llega por una escalera situada bajo un altar en una capilla anexa a la iglesia. 
En estas cuevas, que forman un pequeño laberinto, se localizan varias capillas, siendo la más importante la de Santiago, en la que, según afirma la tradición y muchos granadinos creen a pie juntillas, dijo su primera misa en España el Apóstol Santiago. En otra de las capillas se afirma que fue quemado San Cecilio, patrón de Granada, en tiempos del emperador Nerón.
La historia de los libros que dan título a esta entrada se remonta a los últimos años del siglo XVI. Como se sabe, la ciudad fue conquistada por los Reyes Católicos en 1492. Con la conquista se firmaron una capitulaciones por las que se permitía la permanencia de los musulmanes que no quisieran exiliarse, pudiendo mantener la práctica de sus costumbres y su vestimenta. La casi totalidad de ellos recibieron el bautismo, siendo llamados desde entonces moriscos. Las capitulaciones quedaron muy pronto en papel mojado y los moriscos sufrían continuas vejaciones por parte de los cristianos, nuevos dueños de la ciudad, hasta el punto de que lo de mantener costumbres tan insignificantes como lavarse con asiduidad, cocinar con aceite de oliva o sentarse en el suelo con las piernas cruzadas, podía ser motivo de denuncia a la Inquisición, ya que los cristianos entendían que, a pesar de su bautismo, lo moriscos continuaban practicando su antigua religión. Hasta el cus cus estaba prohibido por los estamentos religiosos. En una palabra, el desprecio y aún el odio hacia esta población no dejaban de crecer.
En 1587, durante el derribo del alminar de la antigua mezquita aljama, sobre la que se estaba construyendo la catedral, se descubrió una caja de plomo con varias reliquias y un pergamino en el que, entre otras cosas, se afirmaba que San Cecilio había entregado aquellas reliquias a su discípulo San Patricio, para que las pusiese a salvo de su profanación por parte de los musulmanes. Este descubrimiento causó una enorme impresión en una ciudad anhelante de tener una historia cristiana anterior y más significativa que la musulmana. Pero la cosa no acabó aquí.
Todavía hoy, hay granadinos que siguen creyendo en tesoros ocultos, bien por los cristianos antes de la llegada de los musulmanes, bien por éstos antes de su partida. En el siglo XVI, esta creencia era general y eran legión los que se dedicaban a buscarlos en dos lugares principales: la Alhambra y el monte de Valparaíso. En 1595, con tal propósito, se encontraban excavando en este monte el granadino Francisco García y el jiennense Sebastián López cuando, el 21 de febrero, dieron con una plancha de plomo escrita en caracteres arábigos, en la que se narraba el martirio de un santo desconocido hasta la fecha, San Mesitón, durante el mandato de Nerón.
La noticia llenó de júbilo a la Granada cristiana, pues tal descubrimiento evidenciaba la profundidad de las raíces del cristianismo en la ciudad. A los moriscos, en cambio los acometía la incertidumbre. Entusiasmado, el arzobispo Pedro de Castro ordenó continuar las excavaciones de un modo sistemático. Y los descubrimientos se sucedieron sin tregua. Se encontraron cenizas, restos de huesos y hasta veintiún libros formados por planchas de plomo, en los que se narraban, en latín con caracteres árabes, la quema, durante el reinado del mismo Nerón, de diversos cristianos, entre ellos Hiscio, Turilo, Panuncio, Maronio, Centulio y Cecilio. De este último se afirmaba que era de raza árabe y que había sido el primer arzobispo de Granada. Los libros incluían también el que sería llamado V evangelio, revelado por la Virgen María para su divulgación en España. Este evangelio constituía una síntesis de las creencias islámicas y cristianas y en él se daba cuenta por primera vez en la historia de la virginidad de María antes, durante y después del parto de Jesús.
El entusiasmo entonces entre los cristianos fue memorable. Las aguas se desbordaron: A las pocas semanas del descubrimiento alguien plantó una cruz en lo más alto del monte y en unos meses había ya más de mil doscientas (1200), muchas de ellas grandiosas, incluso cuajadas de piedras preciosas. La proliferación de cruces fue tan desmedida que el arzobispo se vio obligado a prohibir que siguieran plantándose. Al mismo tiempo, se iniciaron los famosos Vía Crucis, que reunían a cofradías, autoridades, gremios y a toda clase de personas, muchas de ellas llegadas de localidades próximas a la capital.
Lo libros atrajeron la atención de muchas personalidades, entre ellas Felipe II, tan aficionado a las reliquias y al esoterismo. Muchos eruditos los examinaron detenidamente, entre ellos el célebre Arias Montano, secretario de Felipe II y hombre de enorme cultura, quien determinó su falsedad, al encontrar en ellos numerosas incongruencias filológicas e históricas, un dictamen con el que coincidían la mayoría de los estudiosos que los examinaron. A pesar de ello y sin justificación alguna, el arzobispo granadino decretó la autenticidad tanto de los libros como de las reliquias. Tras numerosas peripecias y viajes de acá para allá, los libros acabaron en el Vaticano, donde, después de nuevos estudios, el papa Clemente VIII, en un dictamen tan asombroso como incongruente, determinó que el contenido de los libros era falso, en tanto las reliquias eran auténticas, siendo así que el único testimonio de su autenticidad eran los libros.
Al día de hoy la práctica totalidad de los eruditos están de acuerdo en que los libros constituyen una falsificación llevada a cabo por el morisco Miguel de Luna, hombre de gran cultura, con experiencia en este tipo de actuaciones, pues había colaborado con el arzobispo de Toledo en la superchería de la Cruz de Caravaca. Miguel de Luna no lo hizo con mala intención, sino con la de conseguir el cese del hostigamiento de los moriscos, exponiendo que el islamismo y el cristianismo tenían idéntica raíz y que sólo los avatares de la historia los había separado en dos ramas.
Los libros permanecieron en el Vaticano hasta el año 2000, año en que fueron devueltos solemnemente a la abadía del Sacromonte, donde permanecen en la actualidad guardados bajo siete llaves. Muchos estudiosos han pretendido verlos desde entonces, con el objeto de estudiar su contenido con las técnicas actuales, pero la Iglesia se niega en redondo a mostrarlos. Tal negativa ha despertado la sospecha de que estos libros son no una copia de los originales, sino una nueva falsificación llevada a cabo en el Vaticano, donde permanecerían los auténticos.


Una de las curiosidades de la abadía, de visita muy aconsejable, es la proliferación, tanto en la construcción abacial como en las cuevas, de la estrella de David, un símbolo netamente hebreo, cuya aparición resulta más que sorprendente en un edificio cristiano.

Imágenes: Internet.



jueves, 13 de julio de 2023

LA MESA DE LA COCINA

¡Qué tiempo aquel! De serena armonía, dijo ese engreído vascongado de apellido Oreja. Menuda armonía y menuda serenidad. Tiempo de penuria, de hambre, de cortes de luz, de mortalidad infantil como no se había conocido hacía más de un siglo, de analfabetismo, de jactancia, de tinieblas, en fin, y de temor. 
Y en aquel tiempo, precisamente, me nacieron a mí, una noche de septiembre del año que daría el menor número de mozos para el servicio militar de todo el siglo. No tuve mejor momento para aterrizar en este mundo. Nací en el piso alto de una casa de la Plaza de San Pedro, con balcones que daban a la maciza torre de la iglesia, entonces simple, aunque importante templo parroquial y hoy nada menos que basílica.
Por aquel entonces las mujeres parían en sus casas y mi madre no fue una excepción. Lo hacían en la cama matrimonial en la que nueve meses antes había sido engendrado la o el que iba a nacer. Sin embargo, yo no nací en aquella cama, nací en la mesa de la cocina, alumbrada mi madre y quienes la atendían con un par de lámparas de carburo, porque aquella noche, como ocurría a diario, se había producido un corte de luz, que no se sabía cuanto iba a durar, y la casa estaba completamente a oscuras.
Era una mesa amplia, de pino, con las patas carcomidas por las uñas de algún gato que habría convivido con ella, fuera Dios a saber cuándo, ya que nosotros no tuvimos gato nunca. Tal vez la mesa estaba ya en la casa cuando mis padres llegaron, porque vivían de alquiler, o la compraron de segunda mano en alguna almoneda, algo que entonces era muy corriente. No lo sé. Y nunca pude averiguarlo. En mi casa, preguntas tan tontas como ¿por qué estaba allí aquella mesa? o no tenían respuesta o la respuesta era una evasiva, posiblemente, por el afán de olvidar.
La guerra, la maldita guerra provocada por el golpe de Estado fallido a cargo de militares perjuros, había causado casi un millón de muertos, doscientos cincuenta mil exiliados, de lo mejor del país, y alrededor de ciento cincuenta mil desparecidos cuyos restos permanecen aún en su mayoría, tanto tiempo después, en fosas comunes y en las cunetas de los caminos. Había provocado también la interrupción de los noviazgos o que éstos, incluso, no tuvieran lugar y que las parejas no se casaran a lo largo de la segunda década de la vida, como venían haciéndolo con anterioridad, de manera que la noche en que yo nací mi madre tenía treinta y cuatro años y mi padre once días menos.
Todo lo que viene a continuación lo sé no porque me lo contara la protagonista principal del suceso, sino por conversaciones, generalmente, con familiares que tuve la oportunidad de escucharle. El tema del sexo, incluido el de su resultado, era en mi casa, como en la mayoría, un tabú sobre el que se mantenía el más férreo hermetismo. Mi madre era una mujer de caderas más bien estrechas, en consecuencia, la pelvis también lo sería y la dilatación del cuello uterino y del canal del parto no sería lo suficientemente amplia. El parto, además, de las primerizas suele ser algo más difícil que el de la mujer que ha parido más de una vez. Es posible también que, instintivamente, yo me negara a abandonar el lugar más cálido, seguro y confortable que un individuo, hombre o mujer, encontrará nunca en su vida. 
Ninguna explicación es incongruente en un hecho que, aunque natural, tiene no poco de milagroso. En cualquier caso lo que yo sé es que las horas pasaban, que el carburo se iba consumiendo y que, por más que pujaba, gemía y sudaba, mi madre no conseguía darme a luz. Así, llegó el momento en que la comadrona que la atendía, cansada también, pidió la presencia de un médico.
Mi madre contaría después que la comadrona estaba confabulada con el médico, no sólo en su caso, para sacarles los cuartos a las parturientas que atendía. Y aquí conviene hacer un inciso para explicar que por aquellos días la Seguridad Social, cuyo origen era anterior a la guerra, prácticamente no existía y para recibir la atención médica había que pagar o acudir a un centro de beneficencia, como la Casa de Socorro. Era una situación lamentable que, curiosamente, ochenta años después, más o menos, lleva camino de repetirse, con la privatización que, ante la pasividad general, están llevando a cabo nuestros gobernantes en las Comunidades, que son actualmente las responsables de la sanidad. Cuando dicha privatización culmine, y culminará, si seguimos tan tranquilitos, van a saber los que aún ni se lo imaginan, lo que cuesta padecer la más mínima enfermedad, no digamos ya si es importante.
Bien, ¿pero qué hace un médico en semejantes circunstancias? En aquellos tiempos no se andaban con papitos. Hacían lo que hizo el que atendió a mi madre: comprobar las constantes vitales de la parturienta, ver que la posición que yo tenía era la correcta, pero que no iba a salir por más que mi madre pujara y pujara, echar mano de su maletín y utilizar el temido fórceps, una especie de tenazas con las que extraían a los bebés que se resistían a abandonar el claustro materno. Y sí, extraerte te extraían, pero con el riesgo de causarte severas lesiones cerebrales y a la madre lesiones en la vagina.
Por tanto, como lo he dicho más arriba y lo repito ahora, yo no nací, sino que me nacieron. Creo, aunque no estoy muy seguro, que el fórceps no me causó ninguna lesión cerebral, pero todavía llevo en la frente las huellas de aquel temible instrumento




lunes, 10 de julio de 2023

MUJERES ASESINADAS

¿Por qué los hombres matamos a las mujeres? ¿Por qué esta lacra del asesinato machista de nuestra novia, nuestra mujer o nuestra compañera no sólo no disminuye, sino que más bien parece ir en aumento?
Hace sólo siete años, el reverendo don Pedro Ruiz, cura párroco de la Iglesia de la Inmaculada Concepción de Canena (Jaén) daba una explicación de tales asesinatos en la homilía de la misa de la primera comunión de las niñas y los niños del pueblo. Conviene recordar la homilía del señor párroco, ahora que de nuevo vuelve a negarse con fuerza la violencia machista, situándola en lo que llaman "violencia intrafamiliar", como si el número de mujeres asesinadas en España, cinco en la última semana, no pusiera suficientemente de relieve que quien mata es el hombre, es decir, el macho.
El sacerdote afirmaba en su homilía que en la actualidad "hay más crímenes, hay más violencia, hay más droga, hay más asesinatos, hay más violencia de género, hay más de todo y cosas así." Hechos estos, añadía, que "uno no se explica verdaderamente y dice, bueno, si es que hoy somos ya técnicamente más perfectos, tenemos más cultura, tenemos más educación, tenemos más medios sociales... Pues no, ahora cada vez más." Y continúa, ampliando la idea: "hace treinta años había mucha más incultura, a lo mejor. Y a lo mejor un hombre se emborrachaba y llegaba a su casa y le pegaba a su mujer, pero no la mataba, como hoy ¿eh? Hoy es que la mata, o él a ella o ella a él."
¿Pero por qué ocurría antes lo que ocurría y hoy ocurre lo que ocurre?, se preguntaba retóricamente don Pedro. Y, sin cortarse un pelo, daba su explicación: "Antes había un sentido moral y hoy no lo hay, antes había unos principios cristianos y antes había unos valores y antes existían los mandamientos, de modo que una persona tenía una formación cristiana y, aunque se emborrachaba, sabía que había un quinto mandamiento que decía no matarás.
Sin embargo y siempre manteniendo las palabras textuales del señor párroco, "hoy, como no se sabe nadie ni que son los mandamientos ni hay fronteras entre el bien y el mal, la moral está peor." Y todo ello se debe, según el reverendo don Pedro Ruiz a que "Cristo ha desaparecido de nuestra sociedad y si Jesús desaparece de nuestra sociedad esto será la selva."
Creo que con sus propias palabras e interpretaciones, con su verborrea, el señor párroco de Canena queda más que retratado, de manera que no voy a perder ni medio párrafo en replicarle. Sólo diré en primer lugar que sin don Pedro repasara la Historia, en la que demuestra estar absolutamente pegado, comprobaría cómo con Jesús muy presente y en muchas ocasiones esgrimiendo su nombre, los cristianos de Europa se han estado descuartizando durante siglos en bárbaras peleas, es decir, que Jesús no ha frenado absolutamente nada. Pero es que, en lo que se refiere a las borracheras y las palizas, antes, esto sí que no puede ignorarlo don Pedro, la mujer no tenía otra salida que soportar lo que fuera de su marido, entre otras cosas porque los del mismo oficio de don Pedro, incluido él mismo, se encargaban de imbuirles que el único camino para ellas era la resignación, la resignación y la resignación. Hoy, la mujer se ha sacudido en buena parte el dominio masculino, es mucho más libre, exige la igualdad, y eso es lo que muchos hombres, demasiados, no están dispuestos a consentir.
Posteriormente, en declaraciones a la prensa con el propósito de aclarar, que no rectificar, sus palabras, el señor cura suelta perlas como las siguientes: "Pelearse es menos malo que matarse." Hoy "hay un relativismo moral que ha hecho que el hombre sea la medida de todas las cosas." En los años 60 del siglo pasado, cuando él creció, "la juventud era mejor, más sana, ahora hay más degeneración." (esta es la cantilena de todas las generaciones respecto a la que le sigue.) "Antes se pegaba y no se mataba, lo que conduce a pensar que hay una pérdida de valores éticos y morales."
Es decir, que el cura añora de tal modo el pasado que desearía que volviera a hacerse presente, ¿o no es eso lo que se desprende de sus palabras? Pero lo peor del asunto es que tanto la homilía como las explicaciones posteriores del señor párroco tienen hoy mismo plena vigencia, que todas y cada una de sus palabras son las que vienen a sostener, aunque con inmensa hipocresía, el partido fascista y gente como la de esa asociación fantasma de Abogados Cristianos, quienes querrían seguir viendo a la mujer con la pata quebrada y en casa.