lunes, 27 de febrero de 2023

HABEMUS PAPAM

"¿Estás muerto?" Desde hace siglos, el cardenal camarlengo (1), golpea con un martillo de plata la frente del pontífice que acaba de morir y le hace esta pregunta: "¿Estás muerto?" La operación se repite por tres veces, con intervalos de un minuto entre golpeo y golpeo. Sólo cuando a la tercera vez la respuesta es el silencio se da por oficialmente muerto al pontífice y el cardenal camarlengo se hacer cargo de las riendas del Estado Vaticano y de la Iglesia hasta la elección de un nuevo papa. Esta ceremonia, que evoca la magia, el chamanismo, sigue practicándose en la actualidad y, sin duda, ese golpeo en la frente será el que reciba cuando muera el papa Francisco.
A partir de este momento inicia su intervención el Espíritu Santo, un espíritu que, como se verá a continuación, tiene más apariencia de juguetón, de enredador, que de santo. Tras el fallecimiento oficial del papa se inician los trámites para el funeral, así como para la elección de su sucesor. Hoy vía telemática, el cardenal camarlengo convoca a todos los cardenales con derecho a voto, para iniciar el cónclave, término que procede del latín cum clavis, bajo llave, pues hasta la elección de Juan Pablo II se trataba de una reunión herméticamente cerrada; desde entonces, con la existencia de los teléfonos móviles, dicho encierro se ha relajado bastante, contándose únicamente con la promesa formal de los cardenales de mantener en todo momento el secreto de las deliberaciones y de las votaciones.
En la actualidad, el Espíritu Santo, al que una y otra vez invocan los cardenales y el papa, parece que ha culminado su denodada tarea y está todo minuciosamente ordenado y reglamentado, pero no siempre fue así. La Iglesia y la mayoría de los historiadores que forman parte de su grey presentan una relación ininterrumpida de papas que va desde San Pedro, de quien reciben su poder, que, a su vez, lo recibió de Jesús, hasta el actual pontífice Francisco. Sin embargo, la realidad es bien distinta. Y ellos lo saben. Para empezar no hay la menor seguridad, es decir, pruebas históricas, de que San Pedro estuviese realmente en Roma, fuera el jefe de su comunidad y allí recibiera el martirio por parte de Nerón. Desde luego, no constituye prueba alguna la tumba que se encuentra bajo el altar mayor de la basílica de San Pedro, en el Vaticano, porque lo único que existe, al respecto, en primer lugar es la declaración de Pablo VI, realizada el 26 de junio de 1968 con la que proclamaba que los huesos encontrados habían sido identificados convincentemente como los de San Pedro; y, en segundo lugar, la tradición, lo que, históricamente no significa nada, pues son numerosas las tradiciones basadas en leyendas inventadas o, lo que es lo mismo, falsas. Sin embargo, si alguien tiene las tragaderas suficientes como para creer a Pablo VI y la tradición, adelante, el Espíritu Santo sea con él.
Pero es que, aunque San Pedro estuviera realmente en Roma y allí fuera martirizado y la tumba encontrada fuera la suya, eso tampoco prueba que el apóstol fuera el primer papa, pues lo que se conoce de manera fehaciente es que las primeras comunidades cristianas que fueron surgiendo en el territorio del Imperio romano no estuvieron dirigidas por una sola persona, sino por un colegio de presbíteros, esto es, de ancianos. San Ireneo (140-202), declarado doctor de la Iglesia por el papa Francisco, ofrece la siguiente lista desde los orígenes hasta su tiempo: Pedro y Pablo (conjuntamente), Lino, Anacleto, Clemente, Evaristo, Alejandro, Sixto, Telesforo, Higinio, Pío, Aniceto, Sotero y Eleuterio. Pero hasta Pío, incluido, nadie, tampoco el papa Francisco, sabe quiénes están detrás de dicho nombres, a excepción, como es lógico, de Pedro y de Pablo; posiblemente se trata del presbítero de mayor prestigio, lo más probable, por su edad. 
No fue hasta finales del siglo II que los presbíteros fueron sustituidos por el gobierno de un sólo hombre: el obispo, el primero de los cuales en Roma fue Aniceto (155-166). Este obispo era elegido por los miembros de la comunidad. El apelativo de papa no aparece hasta finales del siglo III, recibiéndolo por primera vez el obispo Marcelino (296-304). Tras la caída del imperio romano, puede decirse que toda la ciudad de Roma era ya cristiana, de hecho la elección del obispo romano, ahora papa, la realizaba el pueblo romano. El cargo se había hecho muy apetecible, ya que para entonces el papa había conseguido imponerse a, prácticamente, la totalidad de la comunidades de cristianas, por lo que, una vez desaparecido el emperador, gozaba de un gran poder. A partir de entonces, el cargo se lo disputarían las familias romanas, incluso con enfrentamientos armados. Fue un tiempo en que el Espíritu Santo debería estar de vacaciones, o disfrutando con el espectáculo como un jubilado ante el bufet de un hotel. Tiempo después, hasta el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico intervenía en la elección papal; incluso, a despecho del Espíritu Santo o, a lo mejor, con su connivencia, vaya usted a saber, se permitía el lujo de poner y deponer papas a su capricho.
Esta intromisión molestaba no poco al pontífice, de modo que algunos intentaron sustraerse a ella, así Zacarías (741-752) y Sergio II (844-847). Pero el cambio no se produciría hasta el 13 de abril de 1059, día en que el papa Nicolás II (1059-1061), auspiciado por el Espíritu Santo en la larga carrera del papado hacia la dictadura sacra, firmó el decreto "In nomine Domini", en el que se establecía que, en lo sucesivo, el papa sería elegido únicamente por lo cardenales. 
No obstante, esta norma no fue respetada, entre otras cosas, porque no concretaba ni el lugar, ni el cómo, ni siquiera el número de votos que serían necesarios para ser elegido. Tal indefinición dio lugar incluso a la aparición de varios antipapas. Sería el papa Alejandro III (1159-1181) el que, en la constitución "Licet de vitanda discordia", estableciera claramente que serían electores todos los cardenales y que para ser elegido se necesitarían los dos tercios de los votos. Sin embargo, tampoco esta media solucionó por completo el problema, pues surgían constantes disputas entre los cardenales, todos ellos inspirados por el Espíritu Santo, principalmente por el modo de votar, dónde, cuándo, sucediendo de este modo que el trono papal estuviera tiempo y tiempo vacío, en alguna ocasión hasta tres años. La solución definitiva se la inspiró el Espíritu Santo a Gregorio X (1271-1276). Él fue el que estableció el cónclave, mediante la constitución "Ubi periculum", del siete de julio de 1274. Finalmente, Juan Pablo II, en 1996, con la constitución "Universi Domini Gregis", fijó que sólo serían electores los cardenales menores de ochenta años.

(1) Camarlengo.- Esta palabreja procede del alemán Kamarling, de donde pasó al latín medieval como camarlingus y de éste el camarlengo italiano y también castellano. Significa: Oficial de cámara, pero también camarero.

Fuentes:
Cónclave.- Rafael Ortega
Historia de los papas.- Juan María Laboa
Los círculos del poder.- Antonio Castro Zafra
Historia de la Iglesia.- Llorca, Villoslada, Montalbán
La Iglesia y la cultura en Occidente.- Jacques Paul

Imágenes: Internet.


sábado, 11 de febrero de 2023

CARNE DE GALLiNA

Los Borbones son gente extraordinaria, lo digo de corazón, sin asomo alguno de ironía y mucho menos de mordacidad. Desde el primero, que murió loco, desgarrado entre la obsesión religiosa y la obsesión sexual, hasta el último que hasta el momento reina en España, al que, lo mismo que a su padre, tardaremos en conocer en la intimidad. Todos tienen empaque, gallardía, donosura, larga y noble prosapia y un encanto propio sólo de los seres tocados por la varita mágica del destino. Pero si en esta espectacular dinastía hubo un miembro simpático, dicharachero, campechano, temerario y, no podía faltar, gran aficionado al sexo, promotor de cine porno, ese fue Alfonso XIII (1886-1941)
Este caballero, cuyo único mérito para alcanzar tan alto puesto en el Estado español, fue el de formarse en el vientre adecuado, el mismo mérito que el de sus antecesores y el de sus sucesores, constituyó un problema para España, desde el mismo momento de su concepción.
En efecto, cuando, con sólo veintiocho años, murió Alfonso XII, víctima de la tuberculosis, la heredera del trono era su hija  María Teresa, tenida con su segunda esposa, María Cristina de Habsburgo. Pero hete aquí que, tras el entierro del monarca, la reina viuda se descuelga con que está embarazada (o sea, que, como buen Borbón, Alfonso XII estuvo empotrando a su señora hasta dos días antes de su muerte, a pesar de que la tuberculosis te va dejando cada vez más débil, y sin importarle que se tratara de una enfermedad altamente contagiosa. Por cierto, como no podía ser menos, Alfonso XII, además de tres hijos legítimos, tuvo otros dos ilegítimos con la cantante Elena Sanz. Todo un machote el hombre.) 
El anuncio de la reina paraliza de inmediato la sucesión al trono, pues si, cumplido el tiempo, nacía un varón éste sería el nuevo rey, toda vez que para ocupar el trono los varones tenían y tienen primacía. Y, ¡coño!, que nació un varón. ¡La puntería que tuvo el monarca agonizante! Cronistas solventes de la época cuentan que el chiquito apareció con la corona en la cabeza y haciéndole la trompetilla a su hermana María Teresa. Su mamá le puso de nombre Alfonso, en memoria de su fallecido marido, sin percatarse de que, como rey, iba a ser el XIII del mismo nombre, número acreditado como de mal fario por la siempre sabia tradición, aunque estuviera expresado en romanos.
Y mal fario tuvo el tío. Su reinado fue un desastre, cuyas secuelas no han desaparecido todavía. Entre otras cosas, le llamaron El Africano, por su insistencia en ocupar ipso facto el territorio marroquí del Rif, cuyo protectorado le había correspondido a España en el reparto de África que hicieron las potencias europeas. Era esta una región dura, seca, bravía, habitada por tribus bereberes que aceptaron de muy mal talante la presencia de los españoles. España inició oficialmente la administración del territorio en 1911, momento a partir del cual se dedica a su ocupación paulatina, operación que, dada la resistencia de los rifeños, se fue prolongado a lo largo de los años en una guerra crónica que obligó a España a mantener allí un ejército de unos 50.000 soldados. Con motivo de la Segunda Guerra Mundial, los combates, y, por tanto, la ocupación, se ralentizan y hasta se detienen por completo. Las operaciones se reiniciaron en 1920, fecha en que seguía sin ser dominada la mayor parte del territorio.
Llegado a este punto, uno siempre se pregunta qué se le había perdido a España para meterse en semejante berenjenal. Hay, al menos, un par de respuestas: El interés de la Compañía Española de Minas del Rif,  fundada en 1908, cuyo consejo de administración estaba formado por Miguel Villanueva (Ministro de Marina), el conde de Romanones, el conde Güell y Gerardo Ruiz de la Parra y de la Pedraja, los cuatro muy cercanos al rey, quien alguna sabrosa tajada debía llevarse (no olvidemos que, según Valle Inclán, los españoles no echaron a Alfonso XIII por mal rey, sino por ladrón). La segunda razón es el interés de ciertos grupos de militares que, en primer lugar, cobraban sueldo doble, y, en segundo y más importante, veían en el conflicto un medio ideal para el ascenso rápido en sus carreras. Así ascendieron prácticamente todos los que años más tarde darían el golpe de Estado contra la República.
En 1920 se encontraban en el territorio dos generales de división, Dámaso Berenguer, con el cargo de Alto Comisario de Marruecos, y Manuel Fernández Silvestre, comandante militar de Melilla y de Ceuta. Silvestre era muy amigo del rey, quien lo había nombrado Ayudante de Campo. Fue precisamente el propio monarca el que animó a Silvestre a conseguir el dominio del territorio, saltándose a Berenguer, cuyo cargo era superior al del comandante militar de Melilla.  Como respuesta, mediado diciembre, Silvestre le envió al rey un telegrama en el que decía: "El día de Santiago (25-7) llegaré a la Bahía" (se refiere a la Bahía de Alhucemas, al norte del territorio.) La respuesta del monarca fue: "¡Ole tus cojones!" (¿Era o no era campechano el tío?)
Las tropas las formaban soldados de reemplazo, que se veían obligados a prestar un servicio militar de tres años, servicio del que se libraban los hijos de los ricos mediante el pago de una cuota. Eran pues jóvenes pobres, campesinos en su mayoría, que nunca habían salido de sus pueblos y aldeas y que no habían cogido un fusil en su vida. Las kábilas o tribus que ocupaban el territorio, muy celosas cada una de su independencia, habían sido unificadas para la lucha contra los españoles por un antiguo empleado de la Oficina de Asuntos Indígenas de la Comandancia Militar de Melilla, Mohamed ben Abd El-Krim.
A pesar de la bisoñez de los soldados, el avance fue rápido, tanto que el 15 de enero de 1921 se ocupa Annual, a unos cien kilómetros de Melilla tierra adentro, y para el mes de junio, prácticamente sin encontrar resistencia, se alcanzan, primero, Albarrán y, enseguida, Eguiriben. Dos son como mínimo las circunstancias que resultan extrañas en este avance: Primera, que ni a los mandos, ni a Silvestre, que, de momento, permanecía en Melilla, les extrañara que los rifeños hubieran casi desaparecido del territorio y no les ofrecieran resistencia. Segunda: no se procede a la consolidación del terreno que se domina; sólo se construyen unos blocaos con sacos terreros y se deja en ellos una pequeña guarnición, a la que resultaba bastante complicado abastecer de agua y de alimentos.
Por lo demás, el rápido avance había sido permitido por Abd El-Krim con el doble propósito de cebar la ambición de los españoles y lograr que, en un exceso de confianza, descuidaran su seguridad. Ambos objetivos los consiguió plenamente. La posición más arriesgada y dificultosa para abastecerla de suministros era Iriguiben. También era la que contaba con una guarnición mayor, toda vez que se pretendía seguir el avance hasta la aludida Bahía de Alhucemas. Vigilantes, los rifeños, que no perdían detalle del avance, aparecieron súbitamente por cientos, cercando Iriguiben y disparando sin cesar sus relucientes rifles.
Cuando la noticia llegó a Melilla, el propio general Silvestre salió al frente de un convoy de soldados tan bisoños como lo anteriores. Consigue llegar a Annual el 20 de julio y desde allí envía un mensaje al mando de Iriguiben con la orden de que se retiren o parlamenten con el enemigo, es decir, se rindan. Pero el jefe de la guarnición, comandante Benítez contesta taxativo: "Los de Iriguiben mueren, pero no se rinden." Poco después, ese mismo día, no ya cientos, miles de rifeños aparecen sobre los altos de Annual. Tan perdida ve la situación Silvestre que ordena la evacuación. Ésta comenzó en la madrugada del día 21 de julio, pero los primeros soldados que salen del campamento reciben tal lluvia de balas rifeñas que se vuelven no en desorden, sino en desbandada. Se producen peleas entre los propios reclutas para conseguir un sitio en los pocos vehículos de que se dispone. 
El desastre terminó siendo de proporciones increíbles. Cayó Iriguiben, cayó Annual y cayeron uno detrás de otro los blocaos levantados por los españoles. Las tropas de Abd El-Krim mataban sin misericordia, profanaban bárbaramente los cuerpos, saqueaban todo lo que de aparente valor encontraban. Nunca se sabrá el número de soldados y de militares de carrera que encontraron una muerte sin sentido en aquellos pedregales. Los historiadores no se ponen de acuerdo, pero una cifra de unos trece mil muertos se acercaría mucho a la realidad. Abd El-Krim sólo dejó con vida a los militares de mayor graduación, para tenerlos como rehenes. El general Silvestre desapareció. Se especuló durante mucho tiempo con su muerte por las balas enemigas y, alternativamente, con su suicidio, pero como nunca se encontró su cuerpo, creció la leyenda de que, prisionero, había sido trasladado a un lugar lejano, del que, en cualquier caso, nunca regresaría.
Mientras tanto en Madrid, el de "¡Olé tus cojones!" continuaba con sus gracietas, ignorando la indignación que se extendía por España a medida que se conocían los hechos. Como consecuencia del malestar generalizado de la población se creó una comisión de investigación para el esclarecimiento de lo sucedido. Al frente de la misma se destinó al veterano general Juan Picasso, un militar ciertamente honrado. En 1923. el informe de la comisión, que acababa reconociendo la responsabilidad última del monarca, iba a discutirse en las Cortes, pero unos días antes, ¡zas!, el general Primo de Rivera dio un golpe de Estado promovido y patrocinado por el propio Alfonso XIII. De este modo, se echó tierra al asunto, quedando como único responsable de la tragedia el desaparecido general Silvestre.
Los rehenes que mantenía Abd El-Krim fueron liberados ese mismo año de 1923. Su liberación costó cuatro millones de pesetas en duros de plata, que fueron satisfechos por el industrial vasco y republicano Horacio Echevarrieta. Cuando la noticia llegó a conocimiento del rey su comentario fue: "está cara la carne de gallina." Sólo por esta frase, indecente,  canallesca, ya merecía el tipo que los españoles lo hubieran echado de España a patadas, con la recomendación incluida de que ni un solo Borbón volviera a aparecer por el país.

Imágenes internet.
Fuentes: La guerra de los mil días.- Guillermo Cabanellas
La España del siglo XX.- Tuñón de Lara
La epopeya del soldado.- Alfredo Cabanillas.