viernes, 25 de octubre de 2024

EL CRISTIANISMO Y LA ESCLAVITUD

Se escucha a menudo que el Jesús del evangelio abogaba por la igualdad entre los hombres. Es posible que así sea, en los evangelios puede encontrarse casi de todo. Pero más allá de esta opinión, la aparición del cristianismo en la escena histórica no supuso oposición alguna a la esclavitud practicada por el Imperio romano y por los pueblos de la época. Es cierto que San Pablo, cuyos son los primeros escritos cristianos, afirmaba en su epístola a los gálatas, (3-28) que "ya no hay judío ni griego, ni esclavo, ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo."
Pero el llamado Apóstol de los gentiles no se refería a esta vida, sino a la que esperaba después de la muerte a los gálatas y a él mismo. Porque no mucho tiempo después, desde la cárcel en Roma, Pablo escribe una carta a un tal Filemón, comunicándole cómo Onésimo, un esclavo que había huido de su casa se encontraba con él. Con la carta le devuelve su esclavo a Filemón, pidiéndole que no lo castigue, pero participándole al mismo tiempo que le gustaría tenerlo a su servicio. En todo el asunto, la opinión de Onésimo no cuenta para nada, no es una persona, es un esclavo.  
Esta carta, que figura en la Biblia, como una más de las epístolas de Pablo, es para Diarmaid MacCulloch, autor de una monumental Historia de la Cristiandad, "el documento cristiano fundacional de la justificación de la esclavitud". Después de ella, figuran en la Biblia dos misivas de un tal Pedro, casi con toda seguridad no el apóstol, sino más bien un discípulo. En la segunda de estas cartas, Pedro afirma que los esclavos debían comparar su sufrimiento con los injustos padecimientos de Cristo, con el fin de que soportaran la injusticia como la había soportado Cristo. "Sed sumisos... a toda institución humana", decía el tipo.
Pérfido como fue casi desde el principio, el cristianismo procuraba por todos los medios no aparecer como un movimiento social y político, mucho menos un movimiento subversivo. Es decir, dejarlo todo exactamente como estaba, aunque hubiera sido un romano el que ordenara la crucifixión del que tenían por su fundador. 
Son numerosas las declaraciones de los Padres de la Iglesia a favor de la esclavitud, algunas verdaderamente denigrantes. Así, Ignacio, obispo de Antioquia (35-108-110), en carta enviada a Policarpo, obispo de Esmirna, no se cortaba un pelo para afirmar que: "los esclavos no deberían beneficiarse de pertenecer a la comunidad cristiana, sino vivir como esclavos distinguidos, ahora para gloria de Dios." Y añadía que no debían utilizarse fondos de la Iglesia para ayudar a los esclavos a conseguir su libertad. Dos figuras de enorme relevancia entre los católicos, Agustín de Hipona (354-430) y Ambrosio de Milán (340-397) defendían sin ambages la esclavitud. Agustín la explicaba con el manido recurso, ya en su época, del estado de caída de la humanidad debido al pecado original (hay que tener cara para sostener esto, cuando se trata de una parte desgraciada de la humanidad al servicio absoluto de la parte privilegiada, hay que tener cara). Por su parte, Ambrosio de Milán sostenía que: "cuanto más baja es la condición en la vida, más se exalta la virtud.", pero la vida del bravo y bravío arzobispo de Milán no se encontraba precisamente en esa franja baja.
Tras el emperador Constantino, los dirigentes eclesiásticos, que ya tocan poder del bueno, no afrontan en ningún momento la abolición de la esclavitud, sino que vuelcan sus exhortaciones en la caridad, conminando a los esclavos a la buena conducta. Así, el Concilio de Gangra (360) condenaba a los cristianos que animaban a los esclavos a desobedecer a sus amos. Entre la vorágine de voces que defienden o justifican la esclavitud, sólo poco más de media docena se oponen a ella. Quizás, el más contrario, fuese Gregorio de Nyssa (334-394) para el que tener esclavos era un gran pecado. De cualquier forma, en la antigüedad, los únicos que se oponían decididamente a la esclavitud eran los esenios.
En la Edad Media, papas, órdenes religiosas y monasterios siguen teniendo esclavos. Tras el descubrimiento de América y el comienzo del tráfico de esclavos negros, la Iglesia no condena ni la esclavitud ni su comercio, sólo lo prohíben si el esclavo es cristiano. En 1452, el papa Nicolás V (1447-1455), con la bula Dum diversos, autoriza expresamente al rey de Portugal a someter como esclavos a mahometanos, paganos y otros infieles. En 1462, Pío II (1456-1464) amenaza a los que esclavizan a cristianos, pero no condena el comercio de esclavos. En 1548, Paulo III (1534-1549), confirma el derecho, incluso de eclesiásticos, a tener esclavos, aunque sostiene que los indios americanos no lo eran y, por tanto, tenían derecho a ser libres.
En el comercio de esclavos, que duró casi cuatro siglos, estuvieron involucrados nobles, grandes familias y casas reales, pero también obispos y órdenes religiosas. La Iglesia Católica fue la principal poseedora de esclavos de toda Sudamérica. Obispados, parroquias, colegios y órdenes religiosas contaban con esclavos negros en México, Paraguay, Chile, Argentina, Perú, Colombia, Ecuador o Brasil. De las órdenes, la que dispuso del mayor número de esclavos fue la de los jesuitas. Éstos los utilizaban, tanto en sus haciendas e ingenios, donde producían cereales, caña de azúcar y azúcar, sobre todo, y en sus colegios. Compraban esclavos bozales, nombre que se les daba a los recién llegados de África, que, por tanto, no conocían aún el idioma de Castilla. Procedían principalmente de Angola y del Congo. Pero también compraron esclavos criollos, esto es, nacidos en Sudamérica. En México, llegaron a comprar incluso esclavos chinos, así llamados, aunque su origen era, en realidad, el sudeste asiático. En más de una de sus estancias, los jesuitas llegaron a contar con hasta 200 esclavos negros.
En 1646, el católico José de los Ríos, Procurador General de Lima, sostenía textualmente que: "la falta de negros amenaza con total ruina al entero reino, porque el esclavo negro es la base de la hacienda y la fuente de toda riqueza que este reino produce." Un informe encargado por el rey español y católico Carlos II en 1686 aseguraba que: "La introducción de negros es no sólo deseable, sino absolutamente necesaria, pues cultivan las haciendas y no hay otros que podrían hacerlo, por falta de indios. Sin el tráfico, América se abocaría a una absoluta ruina."
No obstante, entre los católicos, aunque muy minoritarias, hubo también voces que condenaban la esclavitud y su indigno comercio. Entre los más relevantes, Pedro Claver (158-1654), misionero jesuita; Francisco José de Jaca (1645-1690), misionero capuchino; los dominicos Bartolomé de las Casas (1484-1566), Domingo de Soto (1494-1560) y Tomás de Mercado (1523-1575); y el francés Epifanio de Moirans (1644-1689), misionero capuchino.
A finales del siglo XVIII se inició, al fin, la abolición de tan inhumana practica. En 1791, Haití fue el primer país que la prohibió en su territorio, a éste le siguieron: Francia, en 1794; Dinamarca, en 1803; Chile, en 1823; México, en 1829; Reino Unido, en 1833 España, en 1837; Colombia, en 1851; Perú, en 1854, el mismo año que Venezuela; Estados Unidos, en 1868; Portugal en 1869, y Brasil, en 1888. Aunque hoy el papa Francisco muestra una actitud de condena hacia los "esclavos" que, tras distintas veladuras siguen existiendo, lo cierto es que, oficialmente, el Vaticano no ha condenado nunca la esclavitud. Habrá que esperar a 1838, para que un papa, Gregorio XVI (1831-1846) prohíba únicamente el tráfico a los cristianos, bajo pena de excomunión. 

Fuente:
Historia de la Cristiandad.- Diarmaid MacCulloch
Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales Universidad de Barcelona, Volumen XII, número 785
Relatosdelahistoria.mx
Historia de los papas.- Juan María Laboa

Imágenes: bloger.googleusercotent.com

martes, 15 de octubre de 2024

SERGIO Y BACO: UNA HISTORIA DE AMOR

Pero vamos a ver si lo tenemos claro: ¿Cuántas naturalezas hay en Cristo? El padre Ripalda, autor del célebre catecismo que lleva su nombre, no tenía dudas: Cristo tenía dos naturalezas, divina y humana. Muy bien, pero en cuanto a la naturaleza divina, qué relación exacta tenía con el Padre. Durante siglos, determinar o encontrar una solución a tan pavoroso problema provocó tremendas pugnas, no sólo dialécticas, entre unos cristianos y otros, con el epicentro en Constantinopla, capital por entonces del Imperio Romano.
No vea usted, amable lector, lo que, en un momento dado puede liar una simple y humildísima "i". Porque toda la discusión se establecía en función del significado de dos términos griegos, diferenciados únicamente por esa "i"
HOMOOUSIOS = De la misma naturaleza que el Padre
y
HOMOIOUSIOS = De naturaleza similar a la del Padre.
¡Qué extraña y absurda es la naturaleza humana! ¡Por qué nimiedades, imposibles además de verificar, agarramos la estaca y la emprendemos a garrotazo limpio. Que digo yo que, conociéndonos, puesto que, como Dios, nos había creado, ya pudo el propio Cristo, antes de najarse, dejar claro y bien claro un asunto tan peliagudo. 
Hasta golpes de Estado se produjeron en Constantinopla con el propósito, entre otros, de llevarse el gato al agua en este asunto, sin cuya resolución los seres humanos viviríamos por los siglos de los siglos en permanente estado de ansiedad. En el año 450, gracias a uno de estos golpes, se hizo con el trono Pulqueria, hermana del fallecido Teodosio II y mujer de armas tomar. Casada con Marciano, un pusilánime que ostentó el título de Emperador, pero solo de manera oficial, provocó la convocatoria del Concilio de Calcedonia (451) en el que pretendía zanjar la cuestión de una vez y para siempre.
¡Pero que se va a zanjar! Los obispos reunidos votaron por el Homoousios, sacrificando la humilde "i", no obstante, los defensores de ésta no aceptaron el resultado. Y es entonces cuando tenemos la oportunidad de descubrir el verdadero poder de esa simple "i". Los dos bandos, que ahora pasaron a llamarse miafisitas = misma naturaleza que el Padre, y diafisitas = naturaleza similar, mantuvieron, más o menos, el mismo enfrentamiento que antes del Concilio. 
El diafisismo permaneció en el centro del imperio, en tanto el miafisismo se extendió por Asia Menor, gracias, principalmente, a la predicación de Jacobo Baradens (500-578), que llegaría a ser obispo de Edesa. De esta amplia área, donde cuajó con más fuerza fue en el reino Gasánida, un Estado aliado del Imperio Bizantino, al que le hacía de tapón frente a los persas, sus enemigos tradicionales. Ocupaba un territorio que se extendía por Palestina, Jordania, parte de Arabia y parte de Siria. Sus habitantes, tradicionalmente guerreros, eran árabes cristianos. Como tales, fueron especialmente devotos de un tal Sergio, soldado cristiano que había sido martirizado hasta la muerte durante la persecución de Diocleciano (284-305), cuyo culto se había extendido por todo el Imperio Bizantino. 
Pero Sergio no estaba solo. Junto a él, pero muy junto, los gasaníes, veneraron también a un tal Baco, igualmente soldado romano y mártir. Ambos eran dirigentes en la escuela militar de reclutas, Sergio como comandante y Baco como su lugarteniente, sufrieron martirio cuando se descubrió que eran cristianos y los dos, siempre muy juntos, fueron declarados santos por la Iglesia. Su fiesta tiene lugar el 8 de octubre.
Tan estrecha relación, puesta claramente de manifiesto en la iconografía, llevó a sus seguidores al convencimiento de que lo que los unía no era la amistad, sino el amor. En apoyo de esta idea existe un texto de autor anónimo en el que se narra el martirio simultáneo de los dos, quienes, al parecer, murieron incluso abrazados. Se trata de Pasión de Sergio y Baco. De hecho, entre los gasaníes, ambos santos eran conocidos como Los amantes. Toda una historia de amor entre personas del mismo sexo. El reino gasánida perduró hasta el siglo VIII, en que su territorio fue ocupado por los musulmanes. Sin embargo, su existencia, siquiera como vestigio, se mantiene hasta el día de hoy con la Casa Real Gasaní, al frente de la cual se encuentra un príncipe.
Modernamente, el norteamericano John Boswell (1947-1994), profesor de Historia en la Universidad de Yale y miembro fundador del Centro de Estudios Gays y Lésbicos de dicha universidad, actualizó la consideración de amantes de Sergio y Baco en dos de sus obras: Cristianismo, Tolerancia Social y Homosexualidad, y Las bodas de la semejanza. Cristiano católico, Boswell sostiene que hasta el siglo XII la Iglesia no sólo no condenaba la homosexualidad, sino que incluso se celebraban bodas entre personas del mismo sexo. Como prueba, aporta nada menos que 140 manuscritos localizados en las principales bibliotecas de Europa, incluida la del Vaticano, en los que se da cuenta de tales bodas.
Ambos libros atrajeron fuertes críticas por parte de historiadores y teólogos conservadores, sin embargo, la realidad es que al día de hoy, en Estados Unidos, pero también en Europa, cristianos homosexuales, tanto católicos como ortodoxos, tienen a Sergio y a Baco como sus patronos y no son pocos los matrimonios entre personas del mismo sexo que, aun civiles y, por tanto, fuera de sus respectivas Iglesias, se celebran bajo la tutela o la invocación de ambos santos.

Fuentes:
Historia de la Cristiandad.-Diarmaid MacCulloch
Cristianismo, Tolerancia Social y Homosexualidad.- John Boswell
Enciclopedia Católica.

Imágenes: Internet

domingo, 29 de septiembre de 2024

Y AHORA VAMOS A HABLAR DE SEXO

Y vamos a hablar claro.
Treinta pares de orejas enhiestas, como las de las liebres. Universidad Laboral de Córdoba. Colegio Gran Capitán. Último curso. Dieciocho años más o menos y calientes a todas horas más que la chimenea de un alto horno. Primavera. A través de los amplios ventanales, el cielo azul y la espesa arboleda del parque que se extendía a lo largo de los colegios. Bandada de escandalosos gorriones persiguiéndose entre las ramas de los árboles, machos detrás de hembras, seguro, que ya estarían hechos los nidos para la nueva descendencia. El biscuter de Pérez Lubián, el profesor de matemáticas aparcado en el borde de la acera. Un espectáculo verlo subir y, mucho mejor, bajar del vehículo, con su esplendorosa humanidad de unos ciento cuarenta kilos, por lo menos. Hasta apuestas hacíamos para ver cuándo se quedaba atascado y tenía que entrar a clase con el cochecito de juguete a modo de salvavidas. ¡Qué grande era! ¡Y qué gordo! El profesor. Se ponía a explicar de cara a la pizarra tapando lo que escribía con su formidable orondez. Cuando terminaba volvía la cabeza, sólo la cabeza, y preguntaba: ¿Os habéis enterado? Y nosotros. ¡Sííííííí! Y el muy... borraba toda la explicación sin darnos tiempo no ya a copiarlo, sino ni siquiera a verlo.
El biscuter
Pero a lo que íbamos, que se nos va el santo al cielo. 
Pronto saldréis a la vida, empezaréis a trabajar os echaréis novia, formaréis una familia.
Clase de religión. Profesor, el padre Zabalza, un dominico no muy alto, pero bien conformado, apuesto, guapetón, buen pelotero y con fama de ligón entre la legión de limpiadoras y cocineras que atendían al servicio, gran parte de ellas lindas muchachas en flor. Aunque el verdadero ligón era el hermano... ¡Vaya! ¡Olvidé su nombre! Un tipo verriondo, al que llamábamos El Bombilla, porque la tonsura natural le abarcaba toda la cabeza, a excepción de una tirilla de pelo que le recorría la nuca de oreja a oreja, y que iba detrás de las muchachas mayorcitas, veinticinco, treinta años como mucho, como los becerros detrás de la teta de su madre.
¿Futura novia?
¿Pero vamos o no vamos?
Trabajar ya éramos bastantes los que lo hacíamos, en verano, en las más diversas ocupaciones. Novia no eran pocos los que la tenían. Más de uno y más de dos había ido de putas, ellos mismos lo contaban. A ver por donde nos salía el buen dominico.
Aquella novia con la que terminaríamos casándonos iba a ser la mujer más importante de nuestra vida. Tan importante como nuestra madre, circunloquiaba el fraile. Por ello teníamos que poner el mayor cuidado en elegirla. La belleza, la simpatía, constituían aspectos positivos, pero ni mucho menos los más relevantes. La importancia de aquélla se encontraba en que sería la madre de nuestros hijos, sublime motivo por el que deberíamos valorar ante todo sus cualidades morales. Debería ser noble, recta, con una gran capacidad de sacrificio y de amor. Una mujer, en resumen, como nuestra madre, ya lo había dicho. O, mejor aún, como la Virgen María, capaz de renunciar a los atractivos mundanos para entregarse por entero a la tarea de alumbrar y cuidar al Salvador del mundo.
Capacidad de sacrificio
Vale, bien, muy bien, ¿pero y el sexo?. ¿no era de eso de lo que íbamos a hablar?
Tranquilos, muchachos, la impaciencia es la madre de la mayoría de los errores humanos.
A través de las ventanas, las hojas de las catalpas, de un verde más bien fofo, la agujas de los abetos, los ramos preciosos de las adelfas, blancos, amarillos, fucsia. Por el centro de la calzada, meditabundo, el profesor de Formación del Espíritu Nacional, un imbécil absoluto, pelo blanco, camisa azul, al que se le saltaban las lágrimas cada vez que nombraba a José Antonio, y lo nombraba algo así como doce o catorce veces por clase de cincuenta minutos.
Nada, que se nos va el santo al cielo y no estamos en lo que estamos. El dominico perorando a sus anchas desde la cumbre de la tarima. Las mujeres son flores delicadas, decía en aquel momento, todos ya cansados de escuchar perogrulladas y deseando que la clase terminara. A una mujer, continuaba con su sermón el pelotero, no había que preguntarle por el seso, por la inteligencia, sino por su decoro, su modestia, su honestidad, por sus dotes para dirigir y administrar un hogar. Lo que las mujeres buscaban en los hombres no era tanto amor como seguridad, fortaleza, una sombra bajo la que cobijarse. Esto era, en primer lugar, lo que las diferenciaba de nosotros. Ahora bien, el amor era necesario, constituía la argamasa primera que sellaba la unión perpetua de una pareja.
Modelo de modestia
Pero bueno, vamos a ver, ¿hay sexo o no hay sexo?
Ahora va, ahora va.
Los hombres éramos rudos, las mujeres delicadas. Esto era necesario que lo comprendiéramos para saber cómo teníamos que tratarlas. Nosotros éramos el ímpetu, el dinamismo, ellas, por el contrario, la pasividad, la calma. La tensión se apoderaba de nosotros con harta frecuencia. Las mujeres en cambio, eran como el mar, tenían sus mareas al ritmo que les marcaba una naturaleza mucho más tranquila. En una palabra, éramos más ardientes que ellas, motivo por el que corríamos el riesgo de importunarlas con nuestras exigencias, hasta el punto de poner en riesgo no la unión de la pareja, porque el matrimonio era para toda la vida, pero sí la paz y la armonía del hogar. Debéis saber, la voz ahora claramente aflautada del fraile, debéis saber y tenerlo muy presente en el futuro que, después de la unión conyugal, una mujer tarda dos meses e incluso más en tener deseo de nuevo.
¿Qué, cómo, cuándo, dónde? Un coro de voces repentinamente excitadas. ¿Dos meses? ¿Qué decía el padre cura?
Dos meses. He dicho dos meses, sí. O más. Y durante ese tiempo el hombre debe respetarla y mantenerse casto hasta que ella esté propicia otra vez.
¡Pero bueno! ¿Quién? ¿Por qué? ¿De qué manera? Un revuelo de preguntas, de opiniones, de quejas, alguna maldición por lo bajo. Y, por encima: una voz, la de un asturiano recio, un hombre ya, con cara y voz y modales de hombre, pero, quizás, con la inocencia de un adolescente: ¿Dos meses acostado junto a una mujer y sin poder tocarla? ¡No es justo! Usted lo tiene más fácil, a fin de cuentas, usted duerme solo.
¿Se reirían del dominico?
El fraile sonrió, alzó la mano como para pedir silencio y responder al asturiano. Pero en aquel momento sonó el timbre que indicaba el final de la clase y lo que hizo fue despedirse y abandonar el aula hasta el próximo día. Las clases prosiguieron hasta el final del curso, pero, aunque se lo insinuamos en más de una ocasión, nunca más se volvió a hablar del tema.
Así estaban las cosas entonces. No sé, pero creo que, a pesar de las apariencias, en el fondo, el asunto ha variado poco.

Imágenes: Internet

martes, 24 de septiembre de 2024

EL CRISTO DE CABRA

Don Jerónimo Sanvitores de la Bastilla (1596-1677), segundo marqués de la Rambla, fue un caballero burgalés, que, entre otras cosas, ejerció de alcalde de su ciudad natal. En 1645, como procurador en Cortes, fue testigo del juramento del Príncipe Baltasar Carlos, heredero de los reinos de España, que fallecería un año más tarde. Don Jerónimo fue también caballero de Santiago y familiar de la Inquisición. En 1636, Felipe IV lo nombró Corregidor de Guadix, entonces una ciudad de gran importancia, sede episcopal, que sigue conservando hoy.
Cristo de Burgos
Don Jerónimo era muy devoto de un crucificado que por aquel entonces se veneraba en el convento de San Agustín de su ciudad natal, al que se conocía y se conoce como Cristo de Burgos. Se trata de un crucificado de autor anónimo, tallado en el siglo XIV, en Flandes o en Alemania, con la cabeza caída sobre el hombro derecho, larga melena y brazos articulados. Aunque lo que lo distingue claramente de los demás es que en lugar de perizoma o paño de pureza lleva una falda que le cubre hasta las pantorrillas. 
Tan devoto era el caballero, que guardaba en su casa un cuadro pintado reproduciendo la figura del Cristo. Una vez instalado en Guadix, ordenó que, junto con sus pertenencias, le enviaran también el cuadro. Este tipo de transporte se hacía entonces en carretas tiradas por bueyes o por mulos y solían organizarse en caravanas controladas por carreteros. Los caminos no eran fáciles y, además, solían estar infestados de bandoleros. Todavía no estaba abierto el paso de Despeñaperros, por lo que de Burgos a Guadix había que dar un rodeo por la Vía de la Plata hasta alcanzar la ciudad de Úbeda y desde aquí, bajar bordeando Sierra Mágina, más o menos por lo que hoy es la carretera A-401, para entrar en el reino de Granada, un recorrido de cerca de mil kilómetros.
El cuadro
Para más contrariedad, el viaje se realizaba en invierno y en varios tramos los carreteros se habían topado con nieve, aparte del barro y de las lagunas que, en ocasiones, inundaban las sendas. Un viaje largo y penoso, interminable, que había que realizar en etapas más bien cortas, más que nada, para darles descanso a las bestias. Aún así, tanto las bestias como los hombres no estaban exentos de percances. 
Pasada ya Úbeda y bordeando Sierra Mágina, el 20 de enero de 1637, en un lugar conocido como Nicho de la Legua reventó uno de los mulos, por lo que los carreteros decidieron hacer noche en Cabrilla, una pequeña población enclavada en la falda del cerro de San Juan a escasa distancia del lugar Pernoctaron en el mesón que regían un tal Juan Salas y su mujer, María Rienda. Esta mujer tenía la mano izquierda paralizada y, al ver el cuadro del Cristo, se encomendó a él, recuperando inmediatamente la movilidad de la mano.
Cabra del Santo Cristo
El milagro se propagó como el fuego en un pajar y tal fervor acometió a los vecinos del pueblo, que el cuadro ya no salió de él. Más aún, don Jerónimo terminó viviendo en el pueblo, que, a partir de entonces, pasó a llamarse Cabra del Santo Cristo, allí levantó casa y participó activamente en la construcción de la Iglesia de Nuestra Señora de la Expectación, donde se encuentra el cuadro actualmente. La población se convirtió en uno de los lugares de peregrinación más importantes de Andalucía, pues, según se cuenta, la imagen no cesó de hacer milagros, hasta que un buen día, mucho tiempo después, se secó el manantial.
Esta, naturalmente, en lo que a los milagros se refiere, no es más una leyenda, pero ante leyendas como esta, que se repiten numerosamente en España, ¿se puede seguir afirmando, como hacen tantos, que, a diferencia de griegos y romanos, las imágenes constituyen para los cristianos una mera representación?

Imágenes: Primera y tercera del blog: Jaén desde mi atalaya.
La cuarta, de la Web del Ayuntamiento de Cabra del Santo Cristo
La del Cristo, de Internet.

miércoles, 18 de septiembre de 2024

LA NECESIDAD DE LA FE

Bertrand Russell (1872-1970), filósofo, matemático, escritor y premio nobel de literatura, era un reconocido ateo. En cierta ocasión le preguntaron qué le diría a Dios si, tras su muerte, comprobaba que, efectivamente, existía. La respuesta de Russell fue tan sencilla como clara: "Le diría que no era evidente."
Digámoslo tan claramente como Russell: no hay una sola prueba de la existencia de Dios. Por no haber, no hay ni siquiera una mínima evidencia. Puede que la existencia del mundo, del universo, sea inexplicable o muy difícil de entender y, por tanto, de aceptar por la vía de la evolución. Pero trasladar su existencia a la creación por parte de Dios no lo hace más inteligible, lo que se consigue con ello es trasladar el problema, porque la pregunta que surge de forma inmediata es: ¿Y a Dios quién lo creo? Las religiones responden que Dios existe desde siempre. Bien, puede ser, ¿pero qué impedimento hay para que, en lugar de Dios, al que hay que recurrir, sea el universo, incluida la Tierra, el que exista desde siempre en sus diferentes y sucesivos estados?
Poner la existencia del mundo en manos de Dios, cuando no tenemos de Él la menor prueba, conduce, inexorablemente, a la necesidad de creer. La práctica de la religión exige la fe por parte del fiel. Sin fe, en realidad, no hay religión, una fe que, para colmo, en el cristianismo, al menos, es gracia que Dios, de cuya existencia no tenemos pruebas, repitámoslo, concede al creyente potencial.
El cristianismo, para centrarnos en la religión dominante en nuestro país, nace a partir de la figura de Jesús de Nazaret, del que los evangelios cuentan que murió y resucitó, y al que la Iglesia denomina Cristo, una palabra de origen griego que viene a significar El Ungido. Los evangelios cuentan mucho más, aunque, para empezar no puede decirse que haya unanimidad entre los distintos textos ni contradicciones y relatos increíbles en el interior de cada uno de ellos. Pero hay algo más importante aún: A pesar de los evangelios, los cuatro autorizados por la Iglesia y otro buen número considerados apócrifos, esto es, falsos o de muy dudosa veracidad para la Iglesia, no hay pruebas fehacientes de la existencia real de Jesús. 
Yo sé que más del noventa y nueve por ciento de los historiadores y eruditos que han estudiado el asunto dan por cierta su existencia, con distintas justificaciones. Antonio Piñero, por ejemplo, sin duda, el historiador que en España mejor conoce la época y los textos y uno de los más prestigiosos del panorama internacional, afirma que, históricamente y grosso modo, los evangelios responden a la verdad, porque cuentan cosas que van contra el propio cristianismo, es decir, hablando llanamente, que los evangelistas tiran piedras contra su propio tejado. Ahora bien, Antonio Piñero no es novelista y no conoce las dosis de imaginación y hasta de mala leche que puede derrochar un novelista para embrollar una historia, con objeto de darle verosimilitud.
Pero más allá de la creencia tanto de Antonio Piñero como del resto de los eruditos, hay en los evangelios ciertos pasajes que, en relación con la existencia real de Jesús, a mí me llenan de perplejidad. Uno de ellos es el de la entrada triunfal en Jerusalén, hecho que la Iglesia conmemora en el Domingo de Ramos. Lo cuenta Mateo (21, 8-10): Jesús montaba un borriquillo, que nadie había montado antes y "la gente, muy numerosa, extendió sus mantos por el camino; otros cortaban ramas de los árboles y las tendían por el camino. Y la gente que iba delante y detrás de él gritaba: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas! Y al entrar él en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. ¿Quién es este?, decían. Y la gente respondía: Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea." Y, poco después, se produce la expulsión de los mercaderes del templo.
Es decir, estamos ante un suceso público de gran magnitud para la época, que conmueve no a cualquier ciudad, sino a Jerusalén, el centro histórico del judaísmo y más especialmente en aquellos momentos, ¡y nadie, absolutamente nadie, salvo los evangelistas, cuentan nada al respecto!, ni siquiera Josefo, el gran historiador judío, tan minucioso.
A partir de aquí y hasta la muerte y la pretendida resurrección es ya imprescindible la fe, pero fe no en Jesús, que no dejó nada escrito, sino en los evangelistas, hombres como tú y como yo, con unos intereses específicos que los empujan a escribir, cada uno por su cuenta, una historia que sólo ellos pueden saber cuánto de verdad y cuanto de invención o de exageración hay en ella, hombres que, además, ni siquiera fueron discípulos de Jesús.
Y toda la historia coronada por la inverosímil resurrección, tan difícil, si no imposible, de creer para cualquier persona que se detenga un momento a pensarlo, sobre todo, si se añade que la resurrección propiamente dicha no se relata, lo que se relata es que cuando unas mujeres llegaron para ungir el cadáver encontraron la tumba vacía. Es decir, hay que creer, una vez más, y para creer es necesario renunciar a la razón, como sostienen, entre muchísimos otros, personajes tan dispares como San Agustín y Lutero. 
Ya mucho tiempo antes de estos dos, sobre todo del segundo, Tertuliano (160-220) había soltado una primera frase realmente explosiva: "Creo porque es absurdo." Y, absurdo sí que es, más si se añade que, tras la resurrección, Jesús no se muestra públicamente, como sería lo lógico, que menos que presentarse ante pilatos y decirle: Me habéis matado, pero, como puedes ver, aquí estoy, he vencido a la muerte, he resucitado. No se muestra a las multitudes que, según los evangelistas, lo seguían y para las que, sin duda, habría supuesto una enorme alegría encontrárselo de nuevo. Sólo se aparece a unas pocas y desperdigadas personas y no como un hombre, sino más bien como un ectoplasma. Si la secuencia es real, si sucedió como lo cuenta el evangelista, entonces, ¿qué quieren que les diga?, a mí tal inhibición, que obliga necesariamente a creer, me parece ya hasta mala leche, porque, según la propia enseñanza cristiana, no estamos aquí por capricho, sino porque hemos sido creados por Dios, es decir, por el propio Jesús en su faceta divina.
Todo esto lo que prueba realmente, al menos para mí, es que de la existencia histórica de Jesús no hay más pruebas que las contenidas en los evangelios y cabe recordar que, aparte de estar escritos por sus seguidores, los ejemplares más antiguos que existen datan del siglo IV y son todos copias de copias.

Imágenes.- Internet.
 

martes, 10 de septiembre de 2024

EL FRUTO DEL DESEO

Allá vamos
Siempre que filósofos, escritores, pensadores e intelectuales en general tratan el problema del mal se centran exclusivamente en el ser humano, bien como individuo particular, bien como miembro más o menos insignificante de la humanidad.
Leyéndolos, da la impresión de que concibieran al ser humano como un espécimen corpóreo y, al mismo tiempo, etéreo, fuera o muy por encima del mundo que se ve obligado a habitar. Ninguno, en general, parece advertir que en este mundo existen otros habitantes además de los seres humanos, otras vidas además de la de éstos. Del mismo modo, tampoco parecen advertir que tanto el Bien como el Mal constituyen el sustrato, la raíz y la base de este mundo, situados ambos a la misma altura y dotados de idéntico dinamismo. Así, la vida, considerada como un bien, necesita inevitablemente de la muerte para mantenerse, que no hay vida sin muerte y que todo lo sintiente está sometido a este hecho brutal, que se produce bien lejos de la voluntad de los individuos.
¿Puede escapar el ser humano de este marco que, de haber sido creado por un dios, es imposible que se trate de un dios bueno? Evidentemente, no puede. En los últimos tiempos vivimos tan alejados de la Naturaleza que la mayoría ha llegado a creer que estamos fuera de ella. Sin embargo, por más que la idea repudie a muchos y se nieguen a aceptarla, el ser humano es también un animal, forma parte del reino animal y como cualquiera de ellos, se ve obligado a matar para vivir. Sí, también los vegetarianos, pues, aunque no animales, ellos no comen piedras, sino que se alimentan de vida vegetal.
Aquí, llenando el buche
Todos los afanes y todas las desdichas del ser humano nacen aquí, aquí tienen su raíz y su fundamento, de aquí parten como flechas envenenadas que resulta imposible evitar. El empeño de la filosofía y, por extensión de la cultura, consiste no tanto en la misión imposible de superar este hecho, sino de disfrazarlo, de envolverlo en velos más o menos sutiles, de manera que nos pase lo más desapercibido posible. Y esto es lo que se consigue centrando el problema del mal exclusivamente en el ser humano, de tal modo que sólo se contempla desde el punto de vista moral, es decir, de las relaciones de los seres humanos entre sí y, sobre todo, para la mayoría de los filósofos, que no dudan de su existencia, de la relación de los seres humanos con Dios.
Uno de esos velos, utilizado por buena parte de los filósofos, es el que sitúa el origen del mal en el deseo. Si nos detenemos un momento, veremos que este es un velo, como mínimo, sorprendente, pues la vida humana es inimaginable sin la existencia del deseo, casi todo en nuestra vida es fruto de él, un deseo que no tiene por que ser, y casi nunca lo es, consciente. Había por ahí un cuento, cuyos título y autor he olvidado, en el que a un caballero se le aparece un genio y le dice que está enteramente a su servicio para concederle absolutamente todos sus deseos. Como no podía ser de otro modo, el caballero se ilusiona y pide tres cosas que de lo más previsibles: un palacio para vivir, dinero en abundancia y una mujer bonita y amorosa. ¡Zas!, dicho y hecho, en una fracción de segundo el caballero recibe los tres deseos. 
Cumpliendo deseos
El problema, sin embargo, no ha hecho más que empezar, porque a partir de ese momento, lo mismo que en un bombardeo, el caballero va recibiendo casi todo lo que va pasando por su mente. Piensa en comer, porque tiene hambre, y, ¡zas!, una mesa llena de viandas; piensa que debería cambiar de caballo y, ¡toma ya!, una cuadra llena; piensa en pasar un rato leyendo y, ¡allá va!, una librería entera para él. Al final, el caballero se vuelve medio loco porque pretende algo, si no imposible, sumamente difícil: dejar de pensar. Y es que la mayor parte de nuestros pensamientos, conscientes o inconscientes, conllevan en realidad un deseo.
"La conciencia de sí mismo es el estado de deseo en general", afirma Hegel. Y añade más contundente aún: "la conciencia de sí mismo es Deseo." Es imposible, pues, dejar de desear. Eso es lo que pretende el budismo: dejar la mente en blanco mediante la meditación, entrar en un estado semi cataléptico al que llaman nirvana y que, sin duda, solamente algún privilegiado logrará alcanzar.
Estas no comen
Pero no, a despecho de Buda en Oriente y de la concepción filosófica occidental, no es el deseo el que general el mal y, por tanto, la ruina de ser humano, ni siquiera el deseo erótico, que es cierto que produce no pocas calamidades. El mal se encuentra en la conformación de un mundo en el que los seres animados, y en concreto los seres humanos, tienen la necesidad de comer para mantenerse con vida, una pulsión bastante más fuerte que la del deseo sexual. De manera que, si este mundo lo ha hecho Dios, no ha podido hacerlo peor.

miércoles, 28 de agosto de 2024

EL CASO DE LAS IMÁGENES

En los últimos tiempos las procesiones con imágenes católicas invaden como nunca las calles de Córdoba. Aparte de las tradicionales de la Semana Santa, vamos a un ritmo de dos y hasta tres procesiones por semana. A ellas se unen de tanto en tanto las llamadas Magnas, que consisten en reunir y sacar a la calle en una sola procesión todas las imágenes correspondientes a una sola advocación existentes en la diócesis. Un ejemplo de este último evento fue la Magna Nazarena del año 2019, con treinta y un pasos del Nazareno recorriendo por distintos itinerarios las calles de la ciudad desde las 19,30 del 14 de septiembre, hasta enfilar uno detrás del otro la carrera oficial, que discurrió por la Puerta del Puente y calles Torrijos y Cardenal Herrero, para entrar a la Mezquita-Catedral por el Patio de los Naranjos.
Es, como mínimo, asombrosa la dinámica que ha seguido la Iglesia Católica en relación con las imágenes. En el capítulo cinco, versículos 7 a 21 del Deuteronomio se recogen los diez mandamientos del Dios bíblico, que para la Iglesia es el Dios Padre de la Trinidad. El segundo de estos mandamientos es tan claro como contundente. Dice así: No te harás imagen de escultura de ni figura alguna de cuanto hay arriba, en los cielos, ni abajo, sobre la tierra, ni de cuanto hay en las aguas abajo de la tierra. No las adorarás ni le darás culto, porque yo, Yavé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castiga la indignidad de los padres hasta la tercera y la cuarta generación de los que me aborrecen y hago misericordia por mil generaciones a los que me aman y guardan mis mandamientos."
La Iglesia modificó a su capricho la lista de estos diez mandamientos, cambiando el sentido de varios, adulterándolos, como veremos en una próxima entrada, pero este segundo, sencillamente, lo eliminó, como si nunca hubiera existido. Ahora bien los cristianos condenaron desde el principio las imágenes griegas y romanas, las tacharon de ídolos y en tanto les fue posible procedieron a su destrucción. Tras Constantino, insistieron e insistieron ante los emperadores hasta que, finalmente, lograron que Teodosio I prohibiera su culto en todo el imperio, junto con todas las religiones denominadas paganas. Sólo quedó como única religión el cristianismo católico.
En su afán universalista (católico significa universal, y es un calificativo que la propia Iglesia se aplicó a sí misma) que, junto al proselitismo y al exclusivismo, forma parte de su ADN, bien pronto advirtieron los Padres de la Iglesia que sin imágenes no conseguirían atraer a las grandes masas del Imperio criadas y educadas durante bastantes siglos en su veneración, de modo que imágenes católicas no tardaron en aparecer, sustituyendo a las paganas, es más, mientras seguían persiguiendo y destruyendo éstas, hacían su aparición aquéllas. Hacia finales del siglo II podían verse ya en las catacumbas, cementerios subterráneos y extramuros en los que los cristianos enterraban a su muertos, numerosas pinturas, entre las que predominaba la figura de Cristo como el Buen Pastor. Por esas fechas, siguiendo el ejemplo de las propias religiones paganas y del judaísmo, del que procede el cristianismo, se iniciaron también las procesiones, medio clandestinas, eso sí, dotadas de cierto aire militar, que el ambiente era todavía hostil, las hacían trasladando al cementerio a sus difuntos, especialmente a los caídos en las persecuciones.
En el 325, el primer Concilio de Nicea estableció oficialmente la Semana Santa en conmemoración de la muerte y resurrección de Cristo, aunque guardó silencio respecto a las imágenes. No obstante, éstas, ya escultóricas, hicieron su aparición en el cristianismo occidental a lo largo del siglo V, imágenes que el cristianismo oriental rechazaba. Por esta razón, el séptimo Concilio de Nicea, celebrado en el 787, justificó el culto de las imágenes fundándose en el misterio del Verbo encarnado, expresión ésta con la que San Juan abre su evangelio, aunque en su primera carta, capítulo 5, versículo 21 y a manera de despedida, dice textualmente: "Hijos míos, guardaos de los ídolos"
Las procesiones se sucedieron en toda Europa a lo largo de la Edad Media. Ahora bien, la Semana Santa, como la conocemos hoy, con sus imágenes dolientes y sus pasos o tronos es original de España, de donde pasó a Sudamérica. El Concilio de Trento (1545-1563) y esto es importante en relación con lo que sucede hoy, decretó su potenciación con el objeto de mostrar músculo ante los protestantes, que, siguiendo el mandato bíblico, las criticaban fuertemente. En España, el XVII fue el siglo de oro de la imaginería, no había templo en todo el país que no reclamara un Cristo, una imagen de la Virgen o de cualquiera de los numerosos santos que existían ya por aquel entonces.
Muy bien, pero en qué se diferencian estas imágenes católicas de los "ídolos" paganos. Para un observador imparcial en nada. Ah, pero la Iglesia tiene argumentos para todo y ella sí que ve diferencias. "El que venera a una imagen venera en ella a la persona que está representada", se afirma en los concilios de Trento y Vaticano II. Tomás de Aquino, el excelso más excelso de todos los teólogos católicos sostiene que: "el culto de la religión no se se dirige a las imágenes mismas como realidades, sino que las mira bajo su aspecto propio de imágenes que nos conducen a Dios encarnado. El movimiento que se dirige a la imagen en cuanto tal no se detiene en ella, sino que tiende a la realidad de la que ella es imagen."
O sea, vienen a decir tanto los concilios como santo Tomás, que las imágenes son una mera representación. ¿Qué responder, pues, ante un argumento tan aplastante? ¿Qué responder?: en primer lugar que la Iglesia debe creer o intenta hacer creer que griegos y romanos eran imbéciles y estaban convencidos de que la imagen que tenían ante sí no era una representación, sino el propio dios o la propia diosa en ella retratados. Pero, además, es que, creyeran lo que creyeran griegos y romanos, el argumento eclesiástico es absolutamente falso en la práctica. ¿Alguien puede creer, por ejemplo, que los que en España, en el Rocío, pugnan casi salvajemente por apoderarse del trono de la Virgen para pasearla por el llano piensan realmente en la Virgen y no sólo en la imagen? Y los que acuden al Rescatado, en Córdoba, a pedirle favores, ¿lo hacen a Cristo, en ella representado, o la propia imagen? Si el favor se lo piden a Cristo, ¿qué necesidad tienen de postrarse ante su imagen? ¿Acaso existe alguna semejanza en esta forma de pedir y la que el propio Cristo enseñó, según cuenta el evangelio? Hay en este país centenares, miles, de casos en los que resulta más que evidente que la que importa es la imagen, no lo que ella representa.
Lo mismo que después de Trento, la Iglesia, al menos en la ciudad de Córdoba, vuelve a llenar las calles de procesiones. Debe, como entonces, sentir que pierde influencia en la sociedad. Desde luego, en lo que se refiere a España no deja de ser cierto, ya que, según las últimas estadísticas publicadas en diversos medios de comunicación, un 28% de los españoles se declaran ateos o agnósticos, y de los católicos sólo el 20% cumple el precepto dominical y, más o menos, el resto de los mandamientos. Pero hoy no son los tiempos de Trento y del orden de unas 150 procesiones anuales, tirando por lo bajo, son demasiadas procesiones, máxime sin tenemos en cuenta que prácticamente todas discurren por el casco urbano. Se mire como se mire, tal avalancha supone un abuso por parte de la autoridad religiosa, permitido por la autoridad política. Y no se diga que otras manifestaciones, como, por ejemplo, la Vuelta Ciclista a España, ocupan también las calles a lo largo del año, porque éstas no llegan ni a la docena. Las calles se cierran y los desplazamientos se hacen penosos para muchísimas personas que necesitan llegar a su domicilio o que salen de él para dirigirse a su trabajo. Al centenar y medio de procesiones hay que sumarle, además, los ensayos con los pasos por las calles adyacentes al templo en el que se encuentra la imagen. ¿Y todo para qué? ¿Para proporcionar un espectáculo que es mucho mas molesto que piadoso? ¿O para mostrar músculo ante quienes pretenden, con justicia, que la Iglesia española deje de recibir los cuantiosos privilegios que mantiene? Una decisión que, atendiendo simplemente al contenido del evangelio, debería salir de ella misma.

Imágenes. Pinturas de Klimt

miércoles, 21 de agosto de 2024

EL RESPETO DE LA VIDA

Uno está ya más que cansado de escuchar una vez y otra y otra y otra la expresión "respeto de la vida", que aparece en frases como "hay que respetar la vida", "la vida es sagrada y es necesario respetarla", "la sociedad que no respeta la vida es una sociedad enferma, etc." Y uno se cansa de escuchar lo mismo en unos y en otros porque la "vida", así, sin concretar, como repetidamente se hace, es un mero concepto mental que no significa nada, un concepto vacío. "Hay que respetar la vida desde el principio hasta el final" se escucha con harta frecuencia en boca de obispos, cardenales y hasta del propio papa de la Iglesia católica. ¿Pero qué vida? ¿La vida de quién o de quiénes? Parece evidente que, en este caso, la vida a la que se refieren tales jerarcas es exclusivamente la vida humana.
Ahora bien, ayer saqué de la biblioteca pública Grupo Cántico un libro del alemán Hugo Rahner (1900-1968), titulado Mitos griegos en interpretación cristiana (Por cierto, qué magnífica biblioteca tenemos ahora en Córdoba) Este Hugo es hermano del célebre teólogo católico Karl Rahner (1904-1984), inspirador del concilio Vaticano II. Como Karl, Hugo fue también jesuita. El libro se publicó en 1945 en el idioma de su autor, pero en 2003 la editorial Herder publicó una nueva edición en castellano, con traducción de Carlota Rubíes y prólogo del monje de Monserrat y antropólogo Lluis Duch (1936-2018).
Bien, pues en el prólogo, a poco de empezar a leer, me topo con la frase: "el respeto incondicional que merece la vida en sus diferentes manifestaciones en el mundo." Y, la verdad: casi me descoyunto del sobresalto. Francamente, yo no puedo creer que quien escribe una cosa así sea tonto o tenga el seso tan absorbido que no advierta el alcance de lo que escribe. Veamos, Lluis Duch es miembro de la Iglesia católica y no un miembro cualquiera, sino un sacerdote, monje de un monasterio prestigioso, especialista en la cultura occidental y profesor de fenomenología de la religión en diversos Institutos y en la Universidad, por tanto, es un potente intelectual que cree con absoluto convencimiento que el mundo con todo su contenido ha sido creado por Dios. 
En la frase citada, la expresión "en sus diferentes manifestaciones", introduce cierta ambigüedad, pero como no me parece posible que se refiera a fantasmas, aparecidos u otros entes similares, entiendo que se refiere a las distintas formas de vida que conviven en la tierra, desde los microorganismos más diminutos, hasta las especies animales más grandes y complejas. Si esto es así y Dios es el creador de cuanto existe, resulta de una evidencia avasalladora que el primero que no respeta esa vida es Él, puesto que en su creación introdujo la ineludible necesidad de que, para vivir, unos seres se vean obligados a matar a otros, es decir, a no respetar la vida de sus víctimas.
Con su afirmación, ¿es descabellado pensar que el padre Lluis Duch respetaría tanto la vida de un perro, un gato, un caballo, etc., como la de las chinches, las pulgas, las garrapatas e incluso la de las bacterias que podían ocasionarle una neumonía? Ah, no, que quedamos más arriba en que a lo que parecen referirse cuando hablan de su respeto es a la vida humana. Acabáramos. Pero antes de acabar, vayamos por partes: en boca de los obispos y aun en los escritos del padre Duch, así como de muchos fieles de a pie, la vaciedad de ese respeto sólo es comparable con la hipocresía con la que se hacen estas afirmaciones. 
Así, cuando piden "respeto de la vida desde sus orígenes, quieren decir, desde el mismo momento de la concepción, pero lo que realmente manifiestan, si bien, de manera elusiva, es su oposición al aborto. Lo estamos viendo todos los días: reiterados intentos de disuadir a la mujer que se plantea abortar, incluidos, en más de una ocasión, chantajes y amenazas, como se prueba con el acoso al que someten fieles de a pie a las clínicas autorizadas para la realización de esta intervención. Ahora, una vez que el nuevo individuo está en el mundo, si te vi no me acuerdo, es la madre, en compañía del padre y en muchos casos sola, la que carga exclusivamente con la criatura. 
Igualmente, el respeto a la vida hasta el final no es otra cosa que oposición a la eutanasia, oposición a que ya que llegamos a este mundo sin dar nuestra opinión, podamos abandonarlo cuando y como lo deseemos. A título de ejemplo, yo no he oído a ningún obispo ni siquiera lamentar cómo durante la pandemia fueron abandonados a su suerte y murieron en su mayoría solos, dolorosa y angustiosamente más de siete mil ancianos de las residencias de Madrid. La vida es sagrada hasta el final, pero cómo sea ese final les importa un comino. Porque yo no he oído tampoco a ningún obispo lamentar, al menos, la forma de acabar su vida esas personas, jóvenes en su mayoría, que, formando parte de la que llaman inmigración descontrolada, se ahogan en el Mediterráneo. Tampoco les he oído nunca condenar la pena de muerte, en la que tanto el respeto de la vida, como el respeto a su final natural, se van directamente a hacer puñetas.
Y es que la vida es sagrada, repiten una y otra vez, ahora bien, cómo sea esa vida es ya algo que se las trae absolutamente al pairo. Yo no he oído tampoco a ni un solo obispo reclamar una solución para las numerosas personas que viven, es un decir, en la Cañada Real de Madrid, por poner un ejemplo conocido por toda España, que, entre otras cosas, llevan tres años sin energía eléctrica. Tampoco los he escuchado no digo condenar, sino ni lamentar siquiera la explotación y el expolio que los europeos, pero no sólo éstos, seguimos practicando en África, dando lugar a la miseria de sus poblaciones, causa principal de esa inmigración descontrolada que logra llegar a nuestras costas después de increíbles padecimientos. Al contrario: que no todo el que llega es trigo limpio, le oí decir al anterior arzobispo de Valencia y cardenal Antonio Cañizares. 
Del mismo modo les preocupa menos que un pimiento la vida destrozada de los niños sometidos a abusos sexuales por sus sacerdotes. Tan poco les importa que a lo largo de decenas de años, y yo me atrevería a decir a lo largo de la historia desde la instauración del celibato obligatorio, lo único que han hecho es ocultar los casos que se producían. Una buena prueba de esa despreocupación, que viene a ser casi un delito, es la racanería que, al menos los obispos españoles, están mostrando para reconocer y compensar a las víctimas, una vez que el asunto ha estallado y no resulta tan fácil continuar ocultándolo.

La vida que sí les importa es la de los homosexuales, pero no para denunciar la discriminación que no acaba de desaparecer o para reconocerles sus derechos, sino para "curarlos". Basta ver la fiereza con la que se han opuesto al matrimonio entre personas del mismo sexo, aparte de escuchar las declaraciones de más de uno de sus miembros, efectuadas sin el menor pudor.
Y es que, si nos referimos exclusivamente a los seres humanos, respetar no la vida en general, sino la vida de todos y cada uno de ellos, no consiste ni mucho menos en lograr que no haya un solo aborto provocado por otro ser humano, tampoco consiste en impedir que nadie pueda acelerar el final de su vida ni siquiera para poner fin al sufrimiento, muchas veces terrible, que padecen no pocos enfermos. El respeto y la defensa de la vida humana no es más que palabrería, si no estamos dispuestos mucho antes a respetar y a defender su dignidad.


Imágenes: Depositphotos

lunes, 19 de agosto de 2024

PASIÓN POR LA GUERRA

Batalla de Verdún
Entre muertos y heridos de variada gravedad, muchos de ellos irreversibles de por vida, la primera guerra mundial produjo cuarenta (40) millones de víctimas. Sólo en la batalla de Verdún que se prolongó del 21 de febrero al 16 de diciembre de 1916, se produjeron 750.000 entre los dos bandos. Tal número de víctimas marcó el conflicto como uno de los más terribles de la historia.
Con estos datos y tras repasar las guerras en las que se han enfrentado los grupos humanos a lo largo de la historia, uno no dudaría en afirmar que la guerra es un forma de dirimir los conflictos a la que no se abona prácticamente nadie. Sin embargo, en el caso de la primera guerra mundial nos equivocaríamos por completo. Filósofos, escritores, artistas e intelectuales en general y buena parte de la gente de a pie anhelaba que estallara un conflicto que se venía barruntando desde algunos años antes y que estalló pr fin tras el asesinato del heredero de la corona austro-húngara, Francisco Fernando de Austria y de su esposa por el nacionalista serbio Gavrilo Princip, el 28 de junio de 1914.
Thomas Hardy
Una buena parte de dichos intelectuales consideraban los escritos de Nietzsche justificantes de la contienda que se avecinaba, estaban a favor de ésta precisamente porque estaban en contra del pensamiento Nietzscheano y aun en contra del propio filósofo. Así, H.L. Stewart, filósofo canadiense, proclamaba que estaban ante el enfrentamiento entre "el inmoralismo nietzscheano, falto de escrúpulos, y los muy apreciados principios de moderación cristiana." El famoso novelista inglés Thomas Hardy (1840-1928) afirmaba: "No creo que exista ningún otro caso, desde el inicio de la historia, en el que un país haya quedado tan desmoralizado a causa de las manifestaciones de un solo autor." Para el francés Romain Roland (1866-1944) Nietzsche era "el azote de Dios." No fueron pocos los que afirmaron que la proclamación de la muerte de Dios había abierto las puertas del infierno, provocando el apocalipsis. Theodor Kappstein (1870-1960), por ejemplo, teólogo alemán, en lo que no se sabe bien si se trata de una censura o de una alabanza, sostenía que Nietzsche era el filósofo de la guerra mundial porque había educado a toda una generación "en una peligrosa honestidad, en el desprecio a la muerte y en una existencia sacrificada en el altar del todo, en el heroísmo y en una callada y jubilosa grandeza."
Desde luego, muchos soldados alemanes y algunos del bando aliado, se llevaban al frente el Así habló Zaratustra, sin duda, el libro más famoso del filósofo alemán, acompañado del Fausto de Goethe y del Nuevo Testamento. Se dice que Gavrilo Princip, el asesino del archiduque Francisco Fernando, recitaba muy bien el poema de Nietzsche Ecce Homo, en el que sobresalen los versos: "Insaciable cual llama/quemo, abraso y me consumo."
Max Scheler
Sin dejar de estar en contra de Nietzsche, muchos otros intelectuales hicieron hincapié sobre todo en la necesidad de la guerra, basándose en la posibilidad de que ésta pusiera fin a lo que ellos consideraban decadencia moral de la sociedad. Así, el alemán Max Scheler (1874-1928), filósofo preferido de Juan Pablo II, estudioso de la fenomenología, la ética, la antropología y la filosofía de la religión, con numerosos libros publicados, definía la guerra como un elemento de la evolución humana, afirmando que la que estaba a punto de originarse ofrecía una ocasión para el renacimiento del ser humano, un principio dinámico que era el que producía de manera principal los movimientos de la historia.
El poeta Stefan George (1868-1933), también alemán, afirmaba sin el menor pudor que la guerra podía purificar espiritualmente una sociedad, a su juicio, moribunda. Otro alemán, el dramaturgo Edwin Piscator (1893-1966), pensaba lo mismo, añadiendo que la generación de la guerra se hallaba sumida en la "bancarrota espiritual" (No sé yo que diría si levantara la cabeza y se diera hoy un paseo meramente por las redes sociales). El gran escritor Stefan Sweig (1881-1942) que acabaría huyendo de los nazis y suicidándose junto a su mujer, en Brasil, veía en la guerra de 1914 algo así como una válvula de escape espiritual, apoyándose en el argumento freudiano de que la sola razón es incapaz de refrenar la fuerza de los instintos.
Gabriele d'Anunzio
En 1910, el novelista escocés Jon Buchan (1875-1940) publicó la novela Preste John, ambientada en Sudáfrica. En ella se llega a afirmar la necesidad de borrar del mapa la civilización occidental. Por su parte, el italiano Gabriele d'Anunzio (1863-1938) afirmaba que "la última esperanza de salvación que le queda a Francia es el estallido de una guerra nacional." Si no estallaba esa guerra, el escritor y poeta veía a Francia abocada a la "degeneración democrática, a la inmolación de la alta cultura francesa por la marea de la plebe." d'Anunzio, que para los italianos se convirtió en un héroe en la primera guerra mundial, era ultranacionalista y fue el inspirador del fascismo.
Henry Bergson
El gran filósofo francés Henry Bergson (1859-1941), premio nobel de literatura en 1927, por su obra La evolución creadora, premio que rechazó porque no quería que su libro se apreciase sólo como literatura, tras abandonar el positivismo, que había seguido en sus primeros momentos, se abonó a una crítica de la visón mecanicista y determinista que la ciencia tenía sobre el mundo. Para Bergson, la realidad, específicamente la realidad del ser humano, no puede ser reducida a leyes científicas, sino que es mucho más compleja, al incluir el libre albedrío, así como la conciencia del tiempo. Pues, poco antes de su comienzo, manifestaba que "la guerra había de traer consigo la regeneración moral de Europa." Más o menos lo mismo venía a decir el poeta francés Charles Peguy (1873-1914), al declarar en 1913 que "el estallido de la guerra produciría un movimiento regenerador." Él, desde luego, no vería tal regeneración, pues murió en combate. 
Marcel Proust
Músicos como Alban Berg(1885-1935), Alexander Scriabin (1872-1915) o Igor Stravinsky(1882-1971), defendían que la guerra habría de "sacudir el alma de la gente preparándola para logros espirituales." Nada menos que en 1916, en plena batalla de Verdún, el compositor danés Carl Nielsen (1965-1931) rendía su homenaje a lo que entendía como "fuerza vital" con su Sinfonía inextinguible, en la que se asiste a una formidable batalla entre las baterías de timbales. Para él, la fuerza vital, puesta de manifiesto en la guerra, se renovaba de continuo, principalmente merced a la violencia del enfrentamiento bélico. Hasta intelectuales tan singulares como Freud, Henry James o Marcel Proust, estuvieron formalmente a favor de la guerra, asegurando que "la violencia podía permitir que el individuo se descubriera a sí mismo."
Bien, pues a pesar de las rotundas afirmaciones de todos estos intelectuales, traídos sólo a título de ejemplo, puesto que hubo muchísimos más, la regeneración moral que produjo la guerra fue la que se puso de manifiesto en los locos años veinte, preludio y, en parte, preparación de la segunda guerra mundial, que estallaría veinticinco años más tarde de la primera. Tal circunstancia vendría a demostrar, en efecto, como se insinúa más arriba, que ninguna guerra produce regeneración moral alguna, sino que es fruto de la parte más animal y bestia del ser humano, incapaz en esos casos de resolver los problemas, en general de convivencia, mediante el diálogo y la negociación

Fuente:
La edad de la nada.- Peter Watson

Imágenes: Internet