miércoles, 22 de noviembre de 2023

AGUA AMARGA

En mi niñez y mi adolescencia se estudiaban en los colegios las historietas de Adán, Eva y el paraíso, de Abraham, Noé y su maravillosa arca, de Moisés, de David y Goliat, de Josué y la milagrosísima caída de Jericó, etc. Todo aquel conglomerado recibía el nombre de Historia Sagrada, que era una asignatura más en el curriculum. 
Desconozco si en los colegios se siguen estudiando estas maravillas. Sin embargo, se estudien o no, creo que la lectura cotidiana de la Biblia debería ser obligatoria no sólo en las escuelas, sino también en los institutos, en los centros de formación profesional, en la universidad y, por supuesto, en las iglesias y aun en los centros de trabajo. Pero no sólo aquellas historietas que obligaban a estudiar a los colegiales de mi generación, sino toda la Biblia, libro a libro y capítulo a capítulo. Es este, sin duda, el mejor camino para conocer de verdad la raíz, el sustrato y el basamento que sostiene a la religión cristiana. No otro es el motivo por el que la Iglesia mantuvo prohibida dicha lectura hasta la aparición de Lutero y, al día de hoy no se puede decir que sea un plato de su gusto.
Un buen comienzo de esa lectura podría ser Números, cuarto libro del Pentateuco, porque, en general, es un libro poco conocido, incluido el título. Y de este libro los versículos once a treinta y uno del capítulo cinco, versículos, junto con otros muchos, que jamás tuvimos que leer o nos leyeron en los diversos centros educativos por los que pasé. Resumiendo en parte con el fin de no alargar demasiado la entrada, en tales versículos se dice lo que sigue: Cualquier hombre cuya mujer se haya desviado y le haya engañado: ha dormido un hombre con ella con relación carnal a ocultas del marido; ella se ha manchado en secreto, no hay ningún testigo, no ha sido sorprendida, si el marido es atacado de celos y recela de su mujer que, efectivamente, se ha manchado; o bien le atacan los celos y se siente celoso de su mujer, aunque ella no se haya manchado, ese hombre llevará a su mujer ante el sacerdote y presentará por ella la ofrenda correspondiente... El sacerdote presentará a la mujer y la pondrá delante de Yahvé... tendrá en sus manos las aguas amargas y funestas... conjurará a la mujer y le dirá: "si no ha dormido un hombre contigo, si no te has desviado ni manchado... se inmune a estas aguas amargas y funestas. Pero... si te has desviado y te has manchado, durmiendo con un hombre distinto de tu marido... que Yahvé te ponga como maldición y execración en medio de tu pueblo... Que entren estas aguas amargas en tus entrañas, para que inflen tu vientre y hagan languidecer tus caderas" Cuando le haga beber las aguas, si la mujer... ha engañado a su marido... se inflará su vientre, languidecerán sus caderas y será mujer maldita en medio de su pueblo. Pero si la mujer no se ha manchado... estará exenta de toda culpa y tendrá hijos."
La prueba a la que era sometida la mujer recibe el nombre de ordalía y se trata de lo que se conoce como juicio de Dios, ritual verdaderamente salvaje que aparece por primera vez en el código de Hamurabi, del que, en síntesis, lo tomaron los hebreos a través de los babilonios y de los hititas y que, más tarde, reaparecería con fuerza en la Europa cristiana de la Edad Media. 
Como se sabe y esto es lo que sostiene la Iglesia, la Biblia, al menos en los textos por ella aceptados, está inspirada, cuando no dictada directamente por Dios. Si esto es así, el rito es suficientemente duro e inhumano como para poner fin de una vez al mito del Dios bondadoso, sostenido reiterativamente por la teología cristiana.
No obstante y, a pesar de su dureza, el texto bíblico no describe más que someramente el rito. La práctica real era mucho más dura. Para empezar, si la mujer se declaraba culpable se la obligaba a firmar su renuncia a la dote que aportó al matrimonio, materializándose seguidamente el divorcio. Tal circunstancia obligaba a la mujer al abandono del hogar conyugal y de sus hijos, si los tenía; se encontraba además con el rechazo de su familia paterna y materna, así como la del lugar del que procediese. Su destino era entonces la miseria más absoluta, peor aún que la de los leprosos, a los que, aunque tenían que vivir apartados, se les llevaba el sustento diario.
Ahora bien, si la mujer se declaraba inocente, las consecuencias eran aún peores. En efecto, el sacerdote, ayudado por un par de esbirros (no he encontrado un término más exacto), la obligaba a beber las citadas aguas amargas, un brebaje compuesto de azulete, que le daba color; bicarbonato potásico, que produce un fuerte calor y, dependiendo de la cantidad, se utiliza en cocina y en repostería, pero también en la fabricación de jabón; cal y, lo más dañino, anhidrido arsenioso, un compuesto altamente tóxico y cancerígeno.
La ingestión de este brebaje producía indefectiblemente una muerte horrenda, con desgarradura de las mucosas del aparato digestivo, violentos calambres, vómitos y deposiciones, terminando todo el proceso con la asfixia de la víctima. El anhidrido arsenioso podía ser sustituido por el veneno de la víbora Gariba, muy abundante en el desierto del Sinaí, cuyos efectos eran semejantes.
En realidad,  el rito religioso no era más que una excusa, todo el asunto tenía una raíz y hasta una razón económica. En el mundo bíblico, el mundo hebreo, judío, la mujer, la esposa,  es propiedad del esposo, forma parte de sus bienes, como muy bien detalla el último de los mandamientos escritos por el mismo Dios en las célebres tablas de piedra, incluidos en el Levítico, y que dice así: "No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo"
A la hora de contraer matrimonio, las mujeres judías aportaban una dote que podía ser importante. Igualmente, en el judaísmo bíblico existía el repudio de la mujer por parte del marido. En la Ketubach o contrato matrimonial quedaba especificado que en caso de repudio el marido se obligaba a devolverle a la mujer su dote más una cantidad que, en ocasiones, alcanzaba hasta el cien por cien de dicha dote. Se daba también la circunstancia de que muchos judíos buscaban casarse con mujeres importantes, cuya dote era cuantiosa, con el único propósito de quedarse con ésta. Tanto para evitar devolver la dote, como para apoderarse de ésta, pasado un tiempo prudencial, acusaban a su esposa de adulterio, con el resultado infalible de bien la muerte de la mujer, si se declaraba inocente, o su ostracismo, que venía a ser una muerte en vida, si se declaraba culpable, con lo que el esposo siempre conseguía su objetivo.
Claro es que para que la ordalía mantuviera su prestigio como juicio de Dios resultaba necesario que de tanto en tanto la mujer condenada a beber el agua amarga no sólo no muriera, sino que no sufriera daño alguno. Tal condición la conseguían los sacerdotes sustituyendo el anhidrido arsenioso o el veneno de la víbora por una sustancia inocua, cambio que pasaba desapercibido para la multitud que solía asistir a este rito, ya que el brebaje seguía manteniendo el habitual color azul que le daba el añil.
Ni que decir tiene que el derecho del hombre a repudiar a su mujer no era simétrico: la mujer carecía de este derecho. Del mismo modo, los hombres podían ponerles a sus mujeres tantos cuernos como les pareciera, en la seguridad de que no serían sometidos a esta ordalía, porque únicamente se aplicaba a las mujeres. A diferencia, además, de sus pueblos vecinos, que la aplicaban en distintas circunstancias, los judíos sólo la aplicaban en caso de adulterio de la mujer, real o supuesto.
Un ejemplo, sin duda, de crueldad y de hipocresía y también del descarnado machismo que a cada paso aparece en los distintos libros de la Biblia con sorprendente naturalidad.
Por otra parte, Números, que junto con el Génesis, Éxodo, Levítico y Deuteronomio, forma parte del Pentateuco, es para la Iglesia Católica un libro canónico, aceptado, por tanto, en su totalidad todavía hoy, en el pontificado de Francisco I.

Fuentes: Biblia de Jerusalén
Caballo de Troya 1.- J.J. Benítez
La Biblia y el legado del antiguo Oriente.- García Cordero.

Las negritas son de un servidor

Imágenes: La primera de Natalia Eveling, el resto de Pinterest




domingo, 5 de noviembre de 2023

EL NOMBRE DE LOS PAPAS

Cuando yo era un adolescente y buena parte de mi vida se desarrollaba aún en el seno de la Iglesia, una de las cosas que más despertaba mi curiosidad era el nombre de los papas, por qué los papas cambiaban de nombre cuando ascendían al pontificado. Ninguno de los sacerdotes a los que les hice la pregunta me dio la misma respuesta. 
Para unos, se trataba de un acto de humildad, el hombre elegido cambiaba de nombre para mostrar a la totalidad del género humano que su nombramiento no se debía propiamente a sus cualidades, sino a la libre designación del Espíritu Santo. Según otros, con aquel cambio se ponía de manifiesto que, a partir del momento de ser nombrado, el papa dejaba de ser una persona normal para convertirse en Vicario de Cristo. Otros, en fin, aseguraban que de aquel modo la Iglesia ponía de relieve que la autoridad del papa, jefe supremo y omnímodo de todos los católicos, no sólo no podía equipararse a la de los reyes y altos mandatarios de las distintas naciones, sino que era muy superior, por ser de orden espiritual.
Ninguna de estas respuestas respondía a la verdad. O se trataba de desconocimiento de la historia, cosa en apariencia rara, pero no tanto cuando se conocen las Historias de la Iglesia con las que estos santos varones se formaban, o, más probablemente, se trataba de una más de las mentiras más o menos piadosas con las que pretendían endulzarme la realidad, al tiempo que, en este caso, conferían al papa un carisma aún mayor del que ya poseía.
La verdad es mucho más prosaica. También más terrenal y, desde luego, más grosera. Hasta la mitad del siglo X los papas y antipapas  que se sucedieron en Roma conservaban su nombre de pila cuando accedían al pontificado, desde el mismo San Pedro, dando por buena la relación que contiene el Liber Pontificalis, hasta Agapito II (946-955)
El X es un siglo sobre el que la Iglesia prefiere pasar de puntillas. Nada menos que nueve papas murieron asesinados, de los veintisiete que se sucedieron a lo largo de la centuria. Por entonces, la elección de un papa era un galimatías. Como obispo de Roma que era, teóricamente lo elegía el clero romano, pero en realidad la elección quedaba en manos de las grandes familias y en ella intervenía hasta el emperador germano. 
Una de aquellas familias, la de los Túsculos, patronímico  que tiene su origen en la ciudad etrusca de Tusculum, situada a unos veinticinco kilómetros de Roma y cuyas ruinas pueden visitarse en la actualidad, controlaban el poder político y espiritual de la Ciudad Eterna. Tres mujeres de esta familia eran las verdaderas detentadoras del poder, Teodora, esposa de Teofilato, el primero de los Túsculos, senador romano, y sus dos hijas: Teodora (mismo nombre que la madre) y, especialmente Marozia. Liutprando de Cremona, cronista de la época, trata a estas tres mujeres de prostitutas. Es posible, y así lo sostienen algunos eruditos, que Liutprando exagerara, pero lo que nadie discute es que estas tres damas hicieron un uso amplio de su cuerpo para alcanzar el poder y para mantenerlo.
Centrándonos en Marozia, que fue la más avispada de las tres, siendo todavía una adolescente, de excepcional belleza, por cierto, fue amante del papa Sergio III (904-911), con el que llegó a tener un hijo al que puso por nombre Juan, el cual, andando el tiempo, alcanzaría el solio pontificio con el nombre de Juan XI (931-935). Tras la muerte de Sergio III, Marozia contrajo matrimonio con Guido de Toscana, con el que tuvo otro hijo, Alberico. Siendo ya papa su hijo Juan, Marozia enviudó. Entonces ofreció su mano a Hugo de Provenza, rey de este territorio, con la idea de que el papa lo coronara como emperador, así ella se convertiría en emperatriz. Contra esta trama se alzó Alberico, el hijo de Marozia y, por tanto, hermanastro de Juan XI. Al frente de la nobleza y del pueblo romanos alejo a Hugo y encarceló a su madre y a su hermanastro (932). Marozia y Juan no salieron de la prisión. En ella fueron asesinados por orden de Alberico en 935.
Alberico logró hacerse con todo el poder y entre el 932 y el 946 reinó como príncipe y senador de los romanos. En su lecho de muerte logró arrancar de los nobles y del clero de Roma la promesa de que tras la desaparición del papa Agapito II, a la sazón reinante, sería designado papa su hijo Ottaviano, conde de Tusculum. 
Así sucedió: en 955, tras la muerte de Agapito II, Ottaviano accedió al trono papal. Sólo tenía dieciocho años, pero ya era también, por herencia paterna, Prefecto de Roma, reuniéndose así en su persona el poder temporal y el espiritual. Ottaviano era también un buen elemento. Más que el ejercicio de sus cargos, a él lo que le interesaba era la caza, la buena comida y, sobre todo, las mujeres, de las que gozó en abundancia y variedad. Memorables fueron sus relaciones con el emperador Germano Otón I, llenas de zalamerías, súplicas y traiciones por parte del pontífice. Pero lo que en este momento más interesa de esta historia es que para diferenciar sus cargos de Prefecto y de papa, cuando firmaba documentos civiles lo hacía como Ottaviano, su nombre de pila, mientras que para los documentos eclesiásticos adoptó el nombre de Juan. Con este nombre, Juan, el duodécimo de la sucesión, Juan XII, pasó a la historia. Y así, de un modo nada trascendente o espiritual, se inició la costumbre del  cambio de nombre por parte del elegido como papa.

Fuentes:
Los círculos del poder.- Antonio Castro Zafra
Historia de los papas.- Juan María Laboa
Diccionario de los papas.- Juan Dacio
Historia política de los papas.- Pierre Lanfrey
Historia de la Iglesia II.- Llorca, Villoslada y Montalbán.

domingo, 29 de octubre de 2023

EL SITIO DE DIOS

¿Dónde estaba Dios? Se preguntaba el dimisionario Benedicto XVI, hace algunos años, durante su visita, siendo papa efectivo aún, a uno de los campos de concentración, Auschwitz, creo recordar, en el que lo nazis asesinaron impunemente a cientos de miles de judíos. Quizás, si aún viviera, se lo estaría preguntando de nuevo con ocasión de las muertes que se producen cada día en el Mediterráneo en el naufragio de las frágiles embarcaciones en las que pretenden llegar al paraíso europeo inmigrantes africanos que huyen del hambre, la guerra y la persecución política en sus países. Quizás, en este momento, se lo preguntaría también a propósito del genocidio que Israel está perpetrando en Palestina, igualmente impune, gracias al apoyo o al silencio internacional.
La pregunta de Benedicto XVI, Joseph Ratzinger antes de alcanzar el trono papal, era, obviamente, una pregunta retórica. Pero era, más aún, una pregunta estúpida, no por la pregunta en sí, que mucha gente se hace, sino por la altura de su vida en que el entonces papa la planteaba.
Joseph Ratzinger era un hombre ilustrado, un poderoso teólogo, distinguido en los debates del concilio Vaticano II, al que acudió como consultor del cardenal Joseph Frings, es decir, sabía perfectamente que la respuesta a su pregunta se encuentra en el evangelio y él no tenía más remedio que conocerla, al menos, desde su primera juventud, cuando, tras la derrota del ejército nazi, en cuyas filas había servido, se inclinó por el sacerdocio. En realidad, todos los cristianos deben conocerla.
Lo cuenta Mateo, en el capítulo segundo de su evangelio, versículos dieciséis a dieciocho: "Entonces, Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había averiguado de los magos.
¿Dónde estaba Dios entonces? Cada vez que, de niño y de adolescente, leía estos versículos en un viejo librito que rodaba por mi casa me sentía horrorizado. Qué clase de Dios era aquel que permitía el asesinato a sangre fría de decenas, tal vez cientos de niños inocentes que no arrastraban culpa alguna, pues no habían tenido tiempo de empezar a vivir. Los sacerdotes nos explicaban con toda clase de detalles que la cualidad principal de Dios era su bondad. ¿Pero cómo podía un Dios bondadoso permitir semejante infamia? Para mí, existía una flagrante contradicción entre la predicada bondad de Dios y el hecho preciso de estas muertes horrendas que para nada servían en el proyecto del Redentor. Antes de consentir aquella matanza, un Dios bondadoso ¿no pudo haber tocado el corazón de Herodes para aplacar su ira? ¿No pudo haber tocado su memoria para hacerle olvidar la visita de los magos? En lugar de pedirles a éstos que no volvieran a ver a Herodes, ¿no pudo pedirles que le mintieran diciéndole, por ejemplo, que se habían equivocado, que el tal Niño no existía? ¿No valía más la vida de todos aquellos inocentes que el pecado de una leve mentira?
Cierto día, le hice en privado estas preguntas a don Antonio, un padre salesiano, joven y dicharachero, que me parecía el más cercano de cuantos sacerdotes conocía. ¿Su respuesta? Hela aquí: Los designios de Dios son inescrutable, ¿no querrás conocerlos tú, precisamente? ¿No pretenderás dirigir sus acciones? Ten por seguro que lo que Dios hace o deja de hacer es bueno para nosotros, aunque en muchas ocasiones no sepamos por qué. Esta respuesta, más o menos con las mismas palabras, incluida la afirmación final, la había escuchado ya muchas veces y seguiría escuchándola durante bastante tiempo, no dirigida exclusivamente a mí, sino a los fieles en general, desde los púlpitos y desde los presbiterios, durante las homilías y fuera de ellas. Los cristianos, incluidos su sesudos teólogos, no ofrecen otra respuesta. A ninguno parece preocuparles mucho el asesinato de aquellos niños, sencillamente, porque se trata de la voluntad de Dios y la voluntad de Dios no admite discusión, se acata y punto.
En la actualidad, cada día mueren en el mundo diecisiete mil (17.000) niños de HAMBRE, niños pequeños, muchos con sólo unas semanas de vida. Se trata de una muerte lenta que conlleva un sufrimiento extraordinariamente cruel. ¿Se deberán estas muertes también a la voluntad de Dios? Quizás Herodes degollando a aquellos niños fuera menos cruel que estas sociedades cristianas nuestras, que defienden con uñas y dientes al nasciturus para dejarlo morir después, una vez que ha nacido, una vez que desde un par de insignificantes células se convierte en un verdadero ser humano.
Pero la pregunta sigue en el aire: ¿Dónde estaba Dios en el aciago momento en que los soldados de Herodes arrancaban a los niños de los brazos de su madre y los degollaban? La respuesta está ahí: en el mismo evangelio de Mateo, en los versículos trece y quince del mismo capítulo segundo. Es imposible que en más de dos mil años de historia no la hayan visto los cristianos y no la hubiera visto el eminente Joseph Ratzinger. La han visto y la conocen, como la conocemos todos los que hemos leído el evangelio, pero la respuesta es tan aterradora que no se atreven a aceptarla: Dios estaba en Egipto, había huido cobardemente en brazos de la que ahora era su madre, acompañado por el que pasaba por su padre. Es decir, Dios estaba lejos del lugar del crimen y, por omisión, al lado del asesino. Dios estaba donde seguía estando en tiempos de los nazis y donde está ahora, durante los naufragios en el Mediterráneo, en la muerte de esos diecisiete mil niños diarios, o en los bombardeos y la invasión de Gaza por parte de Israel: lejos de los débiles y junto a los poderosos, que son a los que les interesa tenerlo a su lado.

Imágenes: Internet

martes, 17 de octubre de 2023

A LA CAZA DE LA BRUJA

El libro Exorcistas contra Satanás, del periodista italiano  Fabio Machese, contiene una entrevista concedida por el papa Francisco en la que éste afirma que Satanás existe, que no es un cosa difusa, sino una persona. La afirmación del papa no es un asunto baladí, porque fue precisamente la creencia en la existencia del demonio la que dio lugar a la aparición de las brujas y su consiguiente persecución.
En las últimas dos o tres décadas hay numerosos historiadores que tratan con toda clase de argumentos de revisar para mejor las épocas más negras de la Historia. Pero, digan lo que digan, la Edad Media fue una época oscura, de penumbra, como recoge con numerosas pruebas la autora británica Catherine Nixey en su libro titulado precisamente así: La edad de la penumbra.
Fue en esta tenebrosa época cuando hizo su aparición la brujería. Desde los tiempos más remotos el ser humano ha pretendido, de una parte, anticiparse al futuro, descubriendo con antelación los avatares que éste habría de depararle; y, de otra, orientar a su favor tanto las acciones de otros seres humanos como los fenómenos de la naturaleza. Ambas cosas trataban de conseguirlas magos, adivinos y hechiceros. Para ello, los tres, utilizaban medios enmarcados estrictamente en el ámbito humano y natural: distintas ceremonias, ungüentos, elementos considerados con poder mágico, como talismanes y amuletos, incluso drogas, con el objetivo de conseguir un estado de alteración de la conciencia gracias al cual, según se cuenta, les permitía ver y vaticinar acontecimientos y fenómenos imposibles de captar en el estado de normalidad. 
De acuerdo con los eruditos de la época y con los numerosos tratados que sobre ella se escribieron, la brujería era otra cosa. Perseguía los mismos objetivos que la magia y la hechicería, eso sí, pero se diferenciaba de ambas en que para alcanzarlos no se valía sólo de medios humanos y naturales, sino que acudía a la relación y aun al pacto con el demonio, con ese Satanás del que el papa habla. Y en este, precisamente, en el pacto con el diablo era en lo que consistía el pecado y el delito, pues la brujería fue perseguida ante todo por la Iglesia, como una herejía sumamente nociva, pero también por las autoridades civiles, porque, según se afirmaba con absoluta seguridad, alteraba gravemente las relaciones sociales de un pueblo, de una ciudad, de un país.
Las brujas, pues en una abrumadora mayoría se trató de mujeres, debutan en la historia hacia el siglo XII. En esta época surgen los primeros rumores, los primeros cotilleos de comadres acerca de su existencia. Igualmente, la Iglesia tenía ya perfectamente definida lo que era una herejía, de tal modo que, en 1184, el papa Lucio III (1181-1185) creó la primera Inquisición, una inquisición episcopal para perseguir las herejías de los cátaros, los valdenses, los patarinos, los pobres de Lyón y otras más que pululaban principalmente por el sur de Francia. Esta disposición papal constituiría a la larga el sustrato para la persecución de la brujería.

¿Que diría usted, amable lector o lectora, si en la actualidad el sistema judicial español, por ejemplo, obtuviera sus ingresos exclusivamente de los bienes que se le incautaran a los condenados por determinados delitos? Que nadie estaría a salvo de ser acusado de alguno de ellos y, seguidamente, juzgado y condenado, ¿no es cierto? Pues esto es lo que, quince años después de la disposición de Lucio III, decretó Inocencio III (1198-1216) respecto a la Inquisición. Como no podía ser de otro modo, el número de herejes condenados aumentó de forma exponencial, tanto que un siglo más tarde prácticamente no quedaba ninguno. Fue entonces cuando, en 1320, el papa Juan XXII (1316-1334) autorizó a los inquisidores de Carcasonne para que persiguiesen como herejes a quienes adorasen a demonios o aceptaran un pacto con ellos. Este fue el momento en que se inició la persecución contras los brujos y las brujas. Da la impresión de que el papa dictamina tal persecución para que la fuente de los ingresos inquisitoriales no deje de manar.
La definición de lo que era exactamente un brujo la daría el eminente abogado francés Jean Bodin (1529-1596): "Aquel que, conociendo la ley de Dios, intenta realizar ciertos actos mediante un pacto con el diablo." Y, aunque en su definición, ha dicho "aquel", es decir, en masculino, el señor abogado añadía poco después que "cualquier castigo que impongamos a las brujas, aun asarlas y cocerlas a fuego lento, no es excesivo." 
Bastante antes, el papa Inocencio VIII (1484-1492), en la encíclica Summis Desideratis hace una exposición detallada de los crímenes de brujas y brujos:  "Se abandonaron a demonios, íncubos y súcubos", afirma, "y con sus encantamientos, hechizos, conjuraciones y otros execrables embrujos y artificios... han matado niños que estaban aún en el útero materno, lo cual también hicieron con las crías de ganado; arruinaron los productos de la tierra, las uvas de la vid, los frutos de los árboles; más aún, a hombres, mujeres, animales de carga, rebaños y animales de otras clases, viñedos, huertos, praderas, campos de pastoreo, trigo, cebada y todo otro cereal... acosan y atormentan a hombres y mujeres, animales de carga, rebaños y animales de otras clases con terribles dolores y penosas enfermedades, tanto internas como exteriores; impiden a los hombres realizar el acto sexual y a las mujeres concebir, por lo cual los esposos no pueden conocer a sus mujeres, ni éstas recibir a aquéllos; por añadidura, en forma blasfema, renuncian a la Fe que les pertenece por el sacramento del Bautismo y a instigación del Enemigo de la Humanidad no se resguardan de cometer y perpetrar las más espantosas abominaciones y los más asquerosos excesos con peligro moral para su alma, con lo cual ultrajan a la Divina Majestad y son causa de escándalo y de peligro para muchos."
Como se ve, un poder extraordinario el de estas mujeres, en su mayoría analfabetas y muchas de ellas ancianas. Y lo dice, además, con todo desparpajo uno de los papas más indecentes y escandalosos de la historia. Con esta bula, el papa nombraba a los dominicos Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, dos auténticos perros no de Dios, sino de presa, inquisidores en Alemania con carta blanca para perseguir y castigar a las brujas con todos los medios que les parecieran oportunos y sin reparar en rangos.
¿Pero cómo se identificaba a una bruja o a un brujo? Principalmente por los siguientes signos:
-Tener un animal de compañía, gato, perro o pájaros, especialmente, mirlos (se afirmaba que eran demonios disfrazados)
-Tener un quiste, bulto o verruga (se consideraba que era un pezón para alimentar al animal-demonio) Por esta razón, al sospechoso se le afeitaba el pelo y todo el vello, incluido el de los genitales, siendo sumamente difícil que no mostrara alguna de tales marcas.
Una vez detenida la sospechosa, se le sometía a un primer interrogatorio semejante al siguiente:
-¿Desde cuándo eres bruja?
-¿Por qué te hiciste bruja?
-¿Cómo te hiciste bruja?
-¿A quién elegiste como íncubo? (demonio que se posaba encima de la durmiente)
-¿Cómo se llama tu demonio?
-¿Que pacto estableciste con él?
-¿Quienes son tus cómplices?
-¿De qué está hecho el ungüento con que frotas la escoba? (para volar)
Como era imposible que la detenida contestara con otra cosa que no fuera la negativa, se la sometía a tortura y entonces sí, confesaba incluso que había viajado en el tiempo y que en el siglo XX se había convertido en el toro que mató a Manolete.
Y tras la confesión así arrancada, la hoguera. Hasta cuatrocientas mil personas, según los cálculos más sensatos, la inmensa mayoría mujeres, pudieron se quemadas en Europa entre 1450 y 1750, tres largos siglos en los que se produjo el grueso de la persecución y cacería de las brujas. Alemania fue el país en el que más víctimas hubo. Sólo como muestra de lo que fue una persecución sin tasa ni pausa en todo el país: En el obispado de Nurzburg mandaron a la hoguera a novecientas (900) personas en un solo año; en el de Bamberg, a seiscientas (600); en Nuremberg hubo hasta 200 ejecuciones anuales durante bastantes años. En España, quizás porque la Inquisición trabajaba a tope persiguiendo conversos que judaizaban, apenas hubo casos de brujería, siendo el más importante el famoso de Zugarramurdi.

Bien, ¿pero sabe usted, lector o lectora, que es lo más indignante, lo más sangrante y aun lo más repugnante de toda esta cacería?: Que la brujería, como la definía el señor abogado francés y los numerosos tratados que se escribieron al respecto ¡jamás existió, jamás! No hubo pactos con diablo alguno, no hubo íncubos ni súcubos, no hubo conjuros ni maleficios, no hubo vuelos en escoba ni en nada, no hubo shabats, ni aquelarres, ni, por supuesto, demonios enormes a los que las brujas les besaran el ano y luego fueran penetradas con un descomunal y helado pene. Todo, absolutamente todo, definiciones, informes y tratados, salieron exclusivamente de las confesiones arrancadas bajo tortura a las víctimas y se fraguaron en las mentes retorcidas de los perseguidores. Y no tenían nada que ver con la realidad de unas mujeres que, en la mayoría de los casos, eran simplemente curanderas, cuyos remedios consistían en infusiones y ungüentos de las hierbas silvestres que conocían a la perfección.
Así es que el papa Francisco, que no puede ignorar nada de esto, debería tentarse la ropa con cuidado antes de asegurar la existencia real de Satanás, no sea que volvamos a inventarnos una realidad tan absolutamente irreal y dolorosa para tantos como aquella. Mucho mejor haría siguiendo al Prepósito General de la Compañía de Jesús, a la que el papa pertenece, el venezolano padre Arturo Sosa, que niega que Satanás sea un ser real.

Fuentes:
Enciclopedia de la brujería.- Rossel Hope Robbins
Historia de los papas.- Juan María Laboa
Traidores a Cristo. La historia maldita de los papas.- Renè Chandelle
Historia de la Iglesia I. La Iglesia antigua y medieval.- José Orlandis
Las grandes herejías de la Europa Cristiana.- Emilio Mitre/Cristina Granda
Historia de la Brujería.- Frank Donovan
Las Brujas y su mundo.- Julio Caro Baroja

Imágenes:
La primera, dibujo de Félicien Rops
El resto de Internet





viernes, 13 de octubre de 2023

EL HOMBRE INFALIBLE

Movido por el discurso clerical, durante bastante tiempo, mi niñez y mi adolescencia, creí sinceramente que a santos o a beatos llegaban sólo muy buenas personas, tan buenas que en el ejercicio de su bondad se enfrentaban incluso al riesgo de perder la vida. Esta creencia mía era y es completamente falsa: en la inmensa mayoría de los casos, a santos llegan aquellos y aquellas que han ejercido una defensa clara de la Iglesia o que a ésta le pueden servir de propaganda. Cuando lo descubrí no me llevé ninguna decepción: ya había aprendido a conocer el paño.
Podríamos tomar como ejemplo de cuanto va dicho a casi cualquiera de los hombres o las mujeres cuyas imágenes nos miran desde la altura dorada de los altares, pero vamos a centrarnos en el hombre que consiguió nada menos que la infalibilidad o, dicho de otro modo, el hombre que se convirtió en semidios. Este hombre es el papa Pío IX (1846-1878). Su nombre real era Juan María Ferreti. Había nacido en 1792 en la ciudad de Sinaglia, que se asoma al Adriático en la actual provincia de Ancona. Nació en el seno de una familia noble, como la mayoría de los pontífices a lo largo de la historia, circunstancia que prueba, sin duda alguna, la preferencia del Espíritu Santo por la gente de bien, esa buena gente que, a parte de explotar a todo el que pillan, no hacen nada malo.
Desde los diez años el infante Ferreti padeció epilepsia, una enfermedad que se manifiesta mediante ataques compulsivos, durante los cuales el paciente puede llegar a tener alucinaciones y que no tiene cura, si bien en el caso de Juan María, los ataques disminuyeron drásticamente o desaparecieron por completo, como afirman algunos historiadores, tras cumplir los treinta años. La enfermedad le impidió realizar regularmente sus estudios, de manera que no pudo ordenarse sacerdote hasta los veintisiete años. No obstante, en 1827, con sólo treinta y cinco años, era obispo de Spoleto y cinco años más tarde, arzobispo de Imola. En 1840, con cuarenta y ocho años, alcanzó el cardenalato.
Le desapareciera por completo o no, la enfermedad le dejó un carácter voluble, con fuertes altibajos emocionales, de modo que tan pronto se encontraba al borde de la depresión como ascendía a las cumbres de la euforia. En principio, el obispo Ferreti, era amable y sumamente devoto, tanto que rayaba casi en la beatería. Su preferencia por la labor pastoral lo mantuvo alejado de la curia vaticana, incluso tras su nombramiento como cardenal. Aún así, en 1846, con cincuenta y cuatro años, fue elegido papa, tras la muerte de su antecesor Gregorio XVI, escogiendo el nombre de Pío IX. Su pontificado ha sido hasta hoy el más largo de la historia: treintaiún años y ocho meses.
Annos Petri non videbis (no superarás el tiempo de Pedro). Dos simples anécdotas revelan el carácter de este pontífice. La primera, en línea con la egolatría, tiene que ver con este dicho que se tenía casi por una orden antes de él, al creer todo el mundo que el papado de Pedro, dando por hecho que Pedro fue el primer papa, había durando exactamente veinticinco años. Pues cuando Pío IX superó esta cifra mandó colocar un mosaico señalando esta circunstancia al lado de la estatua del apóstol. El rasgo pudoroso y beatón de su carácter se pone de manifiesto con la segunda anécdota: enterado de que una de las estatuas que adornaban el mausoleo de Pablo III había tenido como modelo a Giulia Farnese, amante de Alejandro VI, ordenó cubrirla por completo con una túnica de metal y pintarla como si fuera mármol.
La revolución industrial que se había iniciado en Inglaterra en el último tercio del siglo XVIII había dado origen a dos corrientes ideológicas y políticas contradictorias: el liberalismo y el socialismo. El primero promocionado y exigido por los grandes fabricantes para dar salida a sus productos y el segundo como defensa de la enorme masa de campesinos y pequeños artesanos que se habían visto obligados a trabajar en las fábricas, donde eran explotados con la mayor fiereza. Consecuencia de ambos pensamientos fue la lucha continua entre sus respectivos promotores y seguidores, pero lo que preocupaba especialmente al Vaticano era la creciente descristianización y laicidad de Europa.
En este marco, el acceso al trono papal de Pío IX fue muy bien recibido por el pueblo romano. A pesar de que la Iglesia, con los últimos papas a la cabeza, se había opuesto a cualquier progreso político, social e incluso técnico, como, por ejemplo, el alumbrado de las calles. Su alejamiento de la curia y, por tanto, de la política, le otorgaba una vitola de hombre liberal que, sin duda, se opondría con todo su carisma e incluso con su ejército a los austriacos, que se consideraban con derecho a intervenir en Italia para reprimir cualquier movimiento progresista. 
Esta apreciación popular era pura ilusión, que se esfumó tan pronto como el nueve de noviembre de 1846 Pío IX publicó su primera encíclica, Qui Pluribus, en la que condenaba enérgicamente la indiferencia religiosa y la descristianización. Al papa le afectó profundamente la aparición de dos libros: El origen de las especies, de Charles Darwin y El capital, de Karl Marx, le afectó de tal modo, sobre todo el segundo, que el ocho de diciembre de 1849 publicó la encíclica Nostis Nobiscum, en la que condenaba más duramente aún los, a su juicio, errores del comunismo y del socialismo. En la mentalidad de Pío IX no cabía, no podía caber que, a través de un dilatado proceso evolutivo o de lo que fuese, el hombre procediese del mono. Menos aún admitía la idea de que la clase social históricamente dominada, abandonara la resignación y se rebelara contra el perpetuo sufrimiento, convencida de obtener una mejora en sus condiciones de vida aquí, en la tierra, y no en el supuesto paraíso que la religión, con el pontífice a la cabeza, predicaba.
El conservadurismo del papa se fue acentuando a medida que pasaban los años de su pontificado, culminando con la auto declaración de su infalibilidad en el concilio Vaticano I, con las tropas del rey Victor Manuel, comandadas por el general Cardona, a las puertas de Roma. La tropas entraron en la ciudad el veinte de septiembre de 1870, sin apenas encontrar resistencia por parte de la guardia del papa. Aquel mismo día Roma fue declarada capital de la Italia unificada. Y aquel mismo día Pío IX se encerró en el Vaticano, proclamándose prisionero y clamando por el robo que, según él, le había hecho Victor Manuel de Saboya y su ejército. El pontífice se sentía despojado del Estado Pontificio, un amplio territorio que él consideraba de propiedad exclusiva de los papas, aunque no podía ignorar, primero, que el gobierno de tal Estado convertía al pontífice en un dirigente político como cualquier otro y, segundo y más importante, tampoco podía ignorar que dicho Estado había nacido como fruto de un documento falso: La donación de Constantino.
Profundamente antisemita, con el fin del Estado Pontificio, que nunca debió formar parte de las propiedades de la Iglesia, salió a la luz el trato que Pío IX había dado a los judíos bajo su jurisdicción: prohibición de abandonar Roma sin un permiso expreso del inquisidor de turno; prohibición, bajo la amenaza de fuertes multas, de la compra por parte de los judíos de artículos sagrados católicos, como cálices, crucifijos, patenas, etc.; prohibición de dormir fuera del gheto; mantenimiento de la ley que condenaba a un judío, incluso a muerte, con la denuncia de dos católicos que declararan haber oído que el judío había ofendido de obra o de palabra a un sacerdote.
Pío IX murió el siete de febrero de mil ochocientos setenta y ocho, a los ochenta y seis años de edad. Cerca de ocho mil condenados habían pasado por sus cárceles, cuatro de ellos habían sido decapitados por el verdugo con la imprescindible conformidad del pontífice, Gustavo Paolo Rombelli, Rómolo Salvatori, Ignacio Manchini y Gustavo Marloni. Todavía, cuando los patriotas italianos entraron en Roma, liberaron de su cárcel a cientos de presos, muchos de ellos ciegos y otros prácticamente inválidos por haber perdido la musculatura, debido, respectivamente, a la oscuridad y a la estrechez de las celdas en que habían permanecido cautivos durante largos años. Como se ve, un trato exquisitamente humano, qué digo humano, divino, por parte del representante  en la tierra del Hombre que murió en una cruz con el mismo equipaje y las mismas propiedades con los que había nacido, es decir, ningunos. Igualmente, en los sótanos de la cárcel se encontraron numerosos esqueletos y cadáveres en descomposición, así como grandes cantidades de ropas de hombre y de mujer, y juguetes de niños, muertos, sin duda, junto a sus padres.
Bien, pues a este hombre magnífico, a este papa todo bondad, hasta poner en riesgo su vida, lo declaró beato Juan Pablo II en el año 2000, junto a Juan XXIII.

Fuentes: 
Los círculos del poder.- Antonio Castro Zafra
Santos y pecadores. Una historia de los papas.- Eamon Duffy
Historia de las papas.- Juan María Laboa
Historia de Italia.- Christopher Duggan
Los papas y el sexo.- Eric Fratini.

sábado, 7 de octubre de 2023

UN MONASTERIO PROTESTANTE

Si viajáis a Sevilla, haced un alto en vuestras actividades y acercaos a ver el Monasterio de San Isidoro del Campo, a unos diez minutos de la capital de Andalucía, en Santiponce, donde está también la célebre ciudad romana de Itálica.
Se cuenta, pero Alá es el más sabio, que en tiempos del monarca musulmán Almutamid, tan buen poeta como rey -conocido es su matrimonio con la también poeta Rumaikyya-, andaban los cristianos del norte deseosos de hacerse con los restos de las santas Justa y Rufina, martirizadas, al parecer, en Sevilla en tiempos de los romanos. A tal efecto, Alfonso VI, rey de Castilla y León, le envió a Almutamid una embajada encabezada por Alvito, arzobispo de León, hombre piadoso, que tenía fama de santo.
Almutamid recibió al embajador con todos los honores, le proporcionó alojamiento en el Palacio de la Barqueta, en cuyo solar se levanta hoy el Monasterio de San Clemente, y le dio todas las facilidades para el cumplimiento de su misión. Durante un año, Alvito buscó en los templos de la época visigótica que aún se conservaban en la ciudad, así como en cuanto lugar le pareció oportuno. Su búsqueda resultó infructuosa, por lo que, al cabo de este tiempo y tras agradecerle sus atenciones, Alvito le comunicó a Almutamid que regresaba de inmediato a León.
Ahora bien, la noche anterior a su partida, el embajador leonés tuvo un sueño en el que se le apareció nada menos que San Isidoro, el que fuera arzobispo de Sevilla en la época de los visigodos, quien le comunicó no donde se encontraban los restos de la santas que Alvito buscaba, sino el lugar, hasta entonces desconocido, en el que permanecían sus propios restos. Al día siguiente, Alvito le contó este sueño a Almutamid y el monarca sevillano no dudó ni un momento en disponer de los medios necesarios para la localización de los nuevos restos, incluso acompañó al embajador leonés al lugar señalado por el antiguo arzobispo de Sevilla. Una comitiva partió hacia lo que hoy es el pueblo de Santiponce, levantado sobre parte de las ruinas de Itálica, entonces olvidada, enterrada y cubierta de maleza. Rápidamente localizaron una lápida bajo la cual hallaron el sepulcro de San Isidoro, con su cuerpo, contaban, que incorrupto.

Almutamid dio su autorización para que tales restos fueran traslados a León. Sin embargo, el traslado no lo llegó a hacer Alvito, pues, tal y como le había revelado también san Isidoro, murió al tercer día del descubrimiento del sepulcro.
Sea o no verdadera esta historia, que lo más seguro es que no lo sea, lo cierto es que un par de siglos más tarde, en 1301, Alonso Pérez de Guzmán, el célebre Guzmán el Bueno, y su esposa, María Alonso Coronel, fundaron aquí un monasterio con el nombre de San Isidoro del Campo, que fue ocupado, primeramente, por cistercienses y, más tarde, por jerónimos. Muy pronto alcanzó amplia fama, de manera que a él concurrieron numerosos jóvenes que pretendía hacer carrera eclesiástica, la mayoría de ellos hijos de  judíos conversos. En el siglo XVI, ocupado ya por los jerónimos, pasaría a ser uno de los centros del protestantismo más importante de España, clandestino, por supuesto, pues el protestantismo estaba fieramente perseguido por la Santa Inquisición.
Fue el prior García de Arias, apodado Doctor Blanco por el color de sus cabellos, el introductor de las ideas reformistas de Lutero. García de Arias, que pasaba por devoto católico, siendo un excelente predicador, inició la Reforma en el monasterio suprimiendo lo que consideraba prácticas supersticiosas, como las oraciones en el coro, el culto a las imágenes, las misas por los difuntos (que entonces se cobraban), las penitencias, etc., reformas que los monjes aceptaron con gran entusiasmo. Tal fue su éxito que la Reforma pasó también al convento de monjas jerónimas de Santa Paula, así como a un considerable numero de sevillanos de distintas clases sociales.
El grupo sería desarticulado por la Santa Inquisición gracias, primero, a una delación y, luego, a la mala suerte, o a la mano siempre oculta de la Divina Providencia, lo que usted prefiera, amable lector o lectora. La delación la realizó la beata María Gómez, integrada en la Reforma, por desavenencias sentimentales con el licenciado Francisco de Zafra, al que denunció, junto con otras trescientas personas. Como, al parecer, la beata no andaba muy bien de la cabeza, la Inquisición no le hizo mucho caso. Inició, sí, una investigación rutinaria, que tuvo que archivar porque no encontró indicio alguno.
El segundo hecho sí tuvo consecuencias. Vivía en Sevilla un tal Julianillo Hernández, quien, se había pasado al luteranismo, adquiriendo una buena formación acerca de la Reforma luterana en París y en Francfort. Este buen hombre se hacía pasar por buhonero, oficio que le permitía introducir en Sevilla libros protestantes camuflados en barriles de  arenques y en otras mercancías, como encajes de Flandes y telas de Cambray. Por un error en el reparto, uno de estos libros, Imagen del Anticristo, fue entregado en el domicilio de una dama católica, quien inmediatamente se lo entregó como denuncia a la Inquisición de la ciudad, que, por entonces, tenía su siniestra sede en lo que hoy es el mercado de Triana, a la vera del Puente de Isabel II. 
Al darse cuenta de su error, Julianillo huyó a toda prisa, pero fue capturado en Adamuz (Córdoba) y, tras uno de los crueles y aún criminales procesos de la Santa Inquisición, quemado junto con otros muchos protestantes en el auto de fe (tiene narices el nombrecito que le daban) en el Prado de San Sebastián, donde se encontraba el siniestro quemadero, el 22 de diciembre de 1560.
Varios monjes de San Isidoro que, aparte de la Reforma, era un gran centro intelectual, consiguieron poner tierra de por medio y salir del país. Entre los más afamados de los fugitivos se encuentran Casiodoro de la Reina, Cipriano de Valera, Juan Pérez de Pineda y Antonio del Corro. Casiodoro fue el primer traductor de la Biblia completa al castellano. El texto, que sería revisado por de Valera y publicado en Amsterdam en 1602, fue uno de los mejores de su tiempo en lengua vernácula, un trabajo que no alcanzaría parangón en el campo católico hasta cuatrocientos años más tarde. Esta Biblia, denominada del Oso, por la imagen de un oso intentando atrapar un panal de miel que figura en su portada, y también Reina-Valera, conserva hoy su carácter oficial entre los protestante de habla castellana.
Con una estampa espectacular, el monasterio es una joya del gótico y del mudéjar. Cuenta con dos iglesias, denominadas las gemelas por su enorme parecido, una mandada construir por Guzmán el Bueno y la otra, anexa a la primera, por su hijo Juan Alonso. Ésta cuenta con un impresionante retablo de Martínez Montañez y junto a ella se encuentra el sobrecogedor Claustro de los Muertos, así llamado por haber servido de enterramiento de los monjes fallecidos. Luego está el Patio de los Evangelistas y el Refectorio, antiguo comedor de los monjes, cuyas bóvedas aparecen decoradas con primorosas policromías, mientras en su muros cuelgan hasta catorce pinturas, todas copias del original, salvo la Santa Cena. Visitables son también la Sacristía, la Sala Capitular y el Reservado, las tres dependencias igualmente con magníficas policromías.
En 1835, con la Desamortización, el monasterio perdió su carácter religioso. Los monjes regresaron en 1956 y se marcharon por falta de vocaciones en 1978. Durante unos años estuvo abandonado, hasta que la Junta de Andalucía se hizo cargo de él. Se llevó entonces a cabo una concienzuda restauración que culminó en 2002, gracias a la cual el conjunto recuperó el esplendor de sus mejores tiempos. Actualmente está incluido en la Red de Bienes Culturales de Andalucía y en él se celebran variadas actividades de carácter cultural


domingo, 1 de octubre de 2023

LA FIESTA DE LAS CANDELAS

Cuenta Herodoto (484-425 a.C.) que en la ciudad egipcia de Sais existía un santuario dedicado a la diosa Neith. En sus cortinajes se encontraba la siguiente leyenda: "Soy todo lo que ha sido es y será. Ningún mortal ha sido capaz de alzar el velo que me cubre."
En el panteón egipcio la diosa Neith ocupa un lugar de privilegio. Se tiene constancia de su existencia desde la época predinástica, alrededor de unos 4.000 años a.C. y pervivió a lo largo de todas las dinastías, hasta la última, la Ptolomeica, en el siglo I de nuestra Era.
Para los egipcios, Neith fue la creadora del universo, de la tierra y de todo lo existente, la diosa madre generativa y germinativa.
Con el paso del tiempo se le fueron añadiendo invocaciones. Así, fue señora de la guerra, lo que le daba un carácter oscuro, amenazador; pero fue también propiciadora de la fertilidad humana, motivo por el que la veneraban las mujeres. Era la protectora de las almas de los muertos, habiendo sido ella la que creó los tejidos que se usaban como vendajes en la momificación de los cadáveres. Como creadora del mundo era madre de todos los dioses y fue especialmente protectora de Osiris, el dios que murió y resucitó, lo mismo que Cristo, pero bastantes siglos antes.
Situada al oeste del delta del Nilo, Sais fue una importante ciudad egipcia, sede de las primeras dinastías. Herodoto, que viajó por Egipto y tuvo importantes contactos con los sacerdotes, cuenta que los habitantes de Sais eran grandes devotos de Neith, a la que tenían por patrona de la ciudad (lo mismo que hoy muchas vírgenes son patronas de nuestros pueblos y ciudades, no hay nada nuevo bajo el sol). En su honor habían levantado un fastuoso santuario, detrás del cual, según Herodoto, se encontraba la tumba de Osiris. Anualmente se celebraba una gran fiesta en honor de la diosa, durante la que los habitantes de Sais iban en procesión al templo portando antorchas en llamas. Era la Fiesta de las Candelas, la Candelaria, fiesta que celebraba hacia el  final del invierno y que servía también para impetrar la fertilidad de las mujeres.
Esta fiesta pasó al calendario romano bifurcada en otras dos que tenían lugar en el mes de febrero, último mes del año romano, después de la sustitución por parte de Julio César del viejo calendario lunar por el solar de 365 días y 6 horas por año, mucho más exacto. El mes, dedicado a Februus, dios de los muertos y de la purificación, estaba destinado a la expiación de las culpas, pero también a la salida de la oscuridad del invierno y la proximidad de la primavera. El día dos tenía lugar la Fiesta de las Candelas: mujeres en procesión portando antorchas conmemoraban la bajada de Démeter al Hades para rescatar a su hija Perséfone, condenada a vivir seis meses en el Hades y seis meses en tierra, es decir, el otoño y el invierno seguidos de la primavera y el verano. Toda la ciudad se iluminaba con lámparas y antorchas.
El día 15 se celebraban las Lupercales, fiesta de la fecundidad. Tenía su justificación en el reinado de Remo, el que, junto con su hermano Rómulo, fue amamantado por una loba. En esta época, las mujeres sufrieron una persistente esterilidad, para la superación de la cual se pidió consejo a la diosa Juno. "Mujeres del Lacio, que os fecunde un macho cabrío dotado de vello.", fue la respuesta de la diosa que no dejaba muy bien parados a los hombres. Lupercal viene precisamente de lupus, que significa lobo, y de hurco, macho cabrío. Este día se sacrificaba una cabra y los lupérculos, jóvenes agraciados, salían en procesión desnudos y con tiras de la piel del animal, con ellas golpeaban a las mujeres que se sumaban a la fiesta, para conseguir la fertilidad. La fiesta, que empezaba con bastante seriedad, se iba convirtiendo en una juerga carnavalera a medida que la procesión avanzaba, terminando en cantos y obscenidades de todo tipo.
Esta fiesta se siguió celebrando tal cual en los primeros siglos del cristianismo y por cristianos. Así se celebraba todavía en el siglo V. A finales de este siglo, el papa Gelasio I (494-496), reaccionó tomando dos medidas, por la primera prohibió la celebración de las lupercales y, por la segunda, le dio un giro cristiano a la Fiesta de las Candelas, motivándola en la presentación de Jesús en el templo y en la purificación de la Virgen tras el parto. 
Las fiestas que tienen su origen en las más remota antigüedad y están referidas a los tiempos agrícolas son prácticamente imposibles de suprimir. Lo que ha hecho la Iglesia es cristianizarlas. La Fiesta de las Candelas siguió celebrándose más o menos como se hacía en el antiguo Egipto; la de las Lupercales se transformó en nuestro carnaval, corto periodo de tiempo en que la Iglesia toleraba el jolgorio y aún cierto libertinaje, porque a continuación tenía preparada la Cuaresma, tiempo de penitencia y de expiación.
Con todo, la fiesta de la Candelaria no adquirió su carácter totalmente cristiano hasta que hacia el año 1400 (ni siquiera hay una fecha exacta), ¡cataclás!, dos guanches, habitantes autóctonos de las Canarias, encontraron en la playa una imagen de la Virgen que respondía a la idea que se tenía de María en la presentación del Niño en el templo. A partir de entonces la celebración lleva el nombre de Fiesta de la Virgen de la Candelaria. Aún así, en algunos sitios, especialmente en Sudamérica y, más en concreto, en  Pruno (Perú) y en México, esta fiesta es una mezcla de las Lupercales y la Candelaria.
La inmensa mayoría de las celebraciones cristianas tienen un origen y un recorrido semejantes, desde la de la Cruz, en el mes de mayo, en que lo que realmente se celebra, o se celebraba, porque hoy es un mero negocio hostelero, era el Mayo, traslado y adorno de un árbol del bosque a la aldea; hasta la Navidad, en que lo que se celebra no es el nacimiento de Cristo, que no se sabe cuándo fue, sino el triunfo del Sol Invicto, después de la noche más larga del año.

Fuentes: 
Herodoto.- Los nueve libros de Historia
Revista Tiempo
Platón.- Timeo
Tácito.- Anales
Horacio.- Himno al Fauno. Poema 18, III Libro de Odas
Revista Acrópolis.

Imágenes: Internet.

viernes, 22 de septiembre de 2023

EL ASUNTO DEL MAL

Fue el filósofo David Hume (1711-1776) el primero que situó el problema del mal en el lugar en el que debía situarse: Si todo lo existente es obra de Dios, vino a decir, y teniendo en cuenta que el mal existe, tiene una textura tan real y tan amplia como el bien, o Dios no es bueno o no es todopoderoso.
Parece mentira que hasta entonces a nadie se le hubiese ocurrido una formulación tan simple y tan exacta. En tiempos antiguos, Epicuro, o al menos a él se le atribuye, planteó su famosa paradoja o trilema, pero la fórmula de Hume es mucho más simple.
Aparte de Epicuro, hasta Hume, la filosofía y, por supuesto, la teología y, en general, la religión, habían seguido como burros de noria a San Agustín (354-430), que, siguiendo a su vez a filósofos orientales, como el confuciano chino Mencio (372-289 a.C.), negaba la existencia del mal.
Para el obispo de Hipona, todo era bueno y el mal era sólo carencia de bien. Con una poca de observación, a este argumento se le podía haber dado la vuelta fácilmente, diciendo que todo es malo y que el bien es sólo ausencia de mal. No sería ni más obtuso ni más inexacto que el del señor obispo. Pero nadie tuvo agallas para plantearlo, porque, para el creacionista, situar al mal por encima del bien sería convertir el mundo en un infierno y a Dios en un monstruoso tirano que nos priva de la más mínima esperanza de una vida si no feliz, al menos exenta de sufrimiento.
Sin embargo, lo de Hume, tan sencillo y tan veraz, es igualmente rechazado por los filósofos teístas o creacionistas, porque quieras que no también se lleva una buena tajada de la esperanza que mueve a estos filósofos. Así es que se dieron a elucubrar y a elucubrar hasta que encontraron una salida: Dios es omnipotente e infinitamente bueno, sostenían y siguen sosteniendo al día de hoy, todo lo hizo bien, tan bien que en tanto creó a los animales sujetos a su instinto, al hombre, su mejor obra, lo dotó de libertad, de modo que está en su mano hacer el bien o hacer el mal, escoger el bien o escoger el mal.
¿Son graciosos estos filósofos? Lo son, en primer lugar porque ya no rechazan el mal, sino que lo dejan al libre albedrío del ser humano. Pero son graciosos, sobre todo, porque su argumento no puede ser ni más soberbio ni, al mismo tiempo, más cutre. Son lo que se llama homocentristas, para ellos la creación que defienden está hecha por y a la medida del hombre, situando al hombre (estos filósofos nunca hablan de la mujer) en el centro de la creación.
Pero qué ocurre si hacemos abstracción del ser humano, si imaginamos el mundo sin ese hombre y también sin la mujer, ¿desaparece el mal? ¿Ya no hay mal alguno en el mundo? Pregúntele, amable lector o lectora a la gacela a cuyo cuello acaba de saltar el leopardo, o pregúntele a los millones de bacterias que tiene usted en su cuerpo tratando de devorarse unas a otras para sobrevivir.
El hecho de que para vivir sea imprescindible matar, el hecho de que la vida de unos se sostenga sobre la muerte de otros, es, se pongan como se pongan los filósofos teístas, un mal absoluto del que, de ser el creador, Dios es el único responsable o por impotencia o por maldad.