lunes, 29 de mayo de 2023

UNA MORAL COCHAMBROSA

Resultaría cómica, si no fuera hasta tenebrosa, la facilidad con la que tanta gente, tantas personas se sienten ofendidas en sus más íntimos y trascendentales sentimientos por causas generalmente triviales, como un desnudo; una pareja del mismo sexo besándose; una opinión religiosa distinta de la suya o de sus creencias; o un chascarrillo más o menos subido de tono, especialmente si está relacionado con la religión.
No cabría error su dijéramos que estas personas poseen sentimientos sumamente frágiles y, al mismo tiempo, curiosamente selectivos, pues mientras se ofenden y se escandalizan por causas como las señaladas, no muestran la más mínima preocupación, por las personas que se ahogan casi a diario en el Mediterráneo huyendo de la guerra o de la hambruna, por ejemplo; es más, suelen estar en contra de ellas, y más aún en contra de las que consiguen arribar a nuestro país. Igualmente, les importa un comino el sufrimiento de todos aquellos y aquellas que padecen el desahucio de sus viviendas por causas, en la mayoría de los casos, inhumanas, como que por ser viviendas de alquiler de carácter público son compradas casi fraudulentamente por uno de esos llamados fondos buitres, reunión de verdaderos criminales, que, a continuación suben brutalmente la renta; es más, los ofendidos, ofendiditos, sería una expresión mucho más correcta, desprecian con todas sus fuerzas a todas esas personas, ciertamente valerosas, que forman parte de grupos antidesahucios. Tampoco les preocupan los continuos asesinatos de mujeres a manos de sus parejas masculinas, ante los que no dan siquiera la menor muestra de inquietud; más aún suelen negar, en ocasiones, tajantemente, la violencia de género, aduciendo que se trata de violencia intrafamiliar, o, lo que es lo mismo, que no se trata de violencia machista, sino de la violencia general que, para ellos, forma parte de la naturaleza humana, sean hombres o sean mujeres. No les importa absolutamente nada el escándalo de un Consejo General del Poder Judicial que lleva casi cinco años ocupando su puesto no diré ilegalmente, pero sí al margen de la ley. Etc. etc. etc.
Recientemente, en TV3, la televisión pública catalana, ha ofrecido una parodia de la Virgen del Rocío, cuya famosa y espectacular romería, en la que la diversión alterna sin complejos con el fanatismo, se celebra precisamente en estas fechas. Pues fue emitirse el programa e, inmediatamente, ese grupo autodenominado Abogados Cristianos, al parecer, pseudo asociación formada únicamente por la vallisoletana Polonia Castellanos, a la que el Jesús evangélico correría a gorrazos, sin ninguna duda, si reapareciera hoy, ese grupo de un solo miembro, tremendamente ofendido en sus más puros sentimientos religiosos, corrieron a poner una denuncia, como han hecho en otras ocasiones más o menos parecidas, denuncia que en estos días ha sido admitida a trámite por una señora jueza. 
Esta señora, cuyo salario sale del bolsillo de todos los españoles que pagan impuestos, conviene no olvidarlo, seguramente no tiene nada de más enjundia que enjuiciar. Debe ser también de sentimientos frágiles y selectivos. Aunque es una temeridad pensar esto, pues, a la hora de juzgar, los jueces y las juezas, carecen de sentimientos, de religión, de moral y hasta de ideología política; se limitan a aplicar las leyes en vigor, no las de la Edad Media o incluso las del siglo XIX, ¿no es cierto?
Es difícil creer que tales cosas poco más que anecdóticas ofendan realmente a nadie y mucho menos que sean merecedoras de una denuncia y de un juicio; por el contrario, da la impresión de que quienes promueven denuncias de este tipo y quienes las aceptan actuaran movidos no por sentimientos puros, sino por puros intereses personales. Pero se trata sólo de una impresión o, si lo quieren ustedes, de una suposición, acaso hasta exagerada.
De cualquier manera, hechos como estos no son exclusivos de nuestra época, tan dada a exageraciones y mixtificaciones, con bulos de todos los colores. Un caso de sentimientos fragilísimos, famoso en todo el mundo, se produjo en Francia hace nada menos que ciento sesenta y seis años y tuvo por protagonista a un tal Ernest Pinard (1822-1909) (en la imagen de la cabecera), un auténtico trepa, de férrea formación católica, ese catolicismo absolutista, exclusivista y universalista, que odia cordialmente a todo el que no se encuentra encuadrado en él, hasta el punto de perseguir su exterminio físico, no meramente ideológico.
Este caballero, que había nacido en Autun, hijo de un abogado, siendo piadosísimo fiscal, de misa y comunión domingo tras domingo, fue nada menos que contra Gustave Flaubert (1821-1880),contra Charles Baudelaire (1821-1867) y contra Eugenio Sue (4804-1857). El primero por su novela Madame Bovary, el segundo por su poemario Las flores del Mal y el tercero por Los misterios de París
En líneas generales, las sociedades modernas son fundamentalmente hipócritas y en aquel tiempo Francia lo era en grado sumo. Madame Bovary es la historia de un doble adulterio por parte de una dama de provincias hastiada de su matrimonio, que, sin embargo, no puede romper, porque las leyes se lo impiden. Una historia que, sin duda alguna, se producía todos los días en la realidad, no en la ficción, pero eso sí, en la realidad críptica, esto es, secreta. Lo que de la novela de Flaubert irritaba a los bien pensantes y, especialmente, al señor fiscal era, en primer lugar, que el adulterio lo cometa una mujer, además por partida doble; y, en segundo lugar, que mostrara su alegría por haber encontrado un amante y no mostrara, sin embargo, el más mínimo remordimiento por engañar a su marido. Pero lo que sacaba por completo de sus casillas a Ernestito Pinard era que la adúltera no sufriera castigo alguno por su pecado, un castigo ejemplarizante que disuadiera a otras mujeres de seguir el mismo camino, y que, ya en el colmo de los colmos, terminara su vida cuando ella quiso, puesto que se suicida. 

De todo esto, naturalmente, el culpable era el autor Gustave Flaubert (en la imagen de arriba). Pero con dos cómplices. La novela se publicó originalmente por entregas en la Revista La Revue de París, entre octubre y diciembre de 1856, por consiguiente culpables eran también el director de la publicación Leon Laurent Pichat y el impresor del texto, Auguste-Alexis Pillet. Además de desvelar algunas de las escenas a su juicio más escandalosas, el señor fiscal se descolgó con declaraciones como esta: "El arte que no observa las reglas deja de ser arte, es como una mujer que se desnuda completamente. Imponer las reglas de la decencia pública en el arte no es subyugarlo, es honrarlo."
Tanto Flaubert como sus coacusados resultaron absueltos gracias al extraordinario alegato del abogado defensor Antoine Marie Jules Senard. En el juicio, lo único que consiguió don Pinard fue dar publicidad a la novela que, rápidamente, fue publicada en libro, llegando muy pronto a superar todos los records de ventas y, con ello, a hacer famoso a Flaubert.
Pues no contento con este chasco, el empecinado fiscal la tomó el mismo año con Baudelaire, y sus Les fleurs du mal. En esta ocasión, Pinard corrió mejor suerte, pues consiguió que se suprimieran seis poemas del libro y que el autor fuera multado con trescientos francos. Poco después emprendió el mismo camino contra Eugenio Sue por su obra Los misterios de París, una saga de proletarios desarrollada a lo largo de varios siglos. Aunque Sue murió durante el juicio, éste prosiguió, terminando con la condena del editor de la obra y del impresor del texto.
Partidario de Napoleón III, Pinard llegó a ser miembro del Consejo de Estado (1866) y Ministro del Interior (1867). Sin embargo, tras la caída del imperio todo fueron desgracias para tan piadoso como recto y rígido caballero, hasta que finiquitó su vida en la más oscura soledad, después de haber visto morir a su madre (su padre había muerto siendo él un niño), a su hermana, a su esposa, a su hijo, su hija y su yerno.
Antes, se había descubierto que el ejemplar comulgante dominical era autor de una colección de poemas priápicos, es decir, eróticos, en los que muestra su admiración y sus gustos por los penes, descubrimiento que permitió comprobar la hipocresía y la cochambrosa moral del individuo; dones éstos, por otra parte, que suelen adornar a todos los que heridos en sus sentimientos, emprenden denuncias semejantes a las de Pinard, como en España los mencionados Abogados Cristianos, a quienes, quién sabe, entra dentro de lo posible que algún día los cazaran entrando a un puticlub o a algún pub frecuentado por homosexuales. Cosas mucho más raras se han visto.

Fuentes:
La responsabilidad del escritor. Literatura, derecho y moral en Francia, siglos XIX y XX.- Gisele Sapiro
El loro de Flaubert.- Julian Barnes

Imágenes: Internet.

jueves, 16 de marzo de 2023

EL ALMA ES UNA HABICHUELA

Hace unos días, buscando algunos datos por internet, me encontré con el Catecismo de Trento, texto emanado de la contrarrevolución reaccionaria efectuada por la Iglesia católica en el famoso concilio celebrado entre 1545 y 1563, y reeditado en 1926. Me dispuse a leer con interés, a ver por dónde se descolgaban estos muchachos. Después de una extensa introducción, de una encíclica de Pio X, fechada en 1905, de otra introducción al capítulo primero, me encuentro al fin con la primera pregunta y su correspondiente respuesta:
"¿Qué es el Credo?"
"El Credo es la fórmula de fe cristiana compuesta por los apóstoles para que todos los cristianos piensen y confiesen la misma creencia."
Pues empezamos bien, me digo, porque semejante respuesta es rigurosamente falsa, lo saben hoy y lo sabían entonces. Los apóstoles no compusieron fórmula alguna de fe, sino que ésta fue elaborándose a lo largo de los años y de los siglos, no sin numerosas, sucesivas y agrias discusiones, hasta culminar en el Concilio de Nicea de 325, un Concilio, como se sabe, organizado y patrocinado por el emperador Constantino, con Osio, obispo de Córdoba, como su brazo derecho.
¿A qué seguir?, me dije, si en algo tan claro se miente, que no se mentirá más adelante. Pero seguí un poco más y unos párrafos más abajo me encuentro con esta perla:
"Creer no significa PENSAR, ni JUZGAR, ni OPINAR, sino dar un asentimiento certísimo por el que el entendimiento adhiere firme y constantemente a Dios y las verdades y misterios por Él manifestados."
Es decir, convertirnos en autómatas o en zombis, mientras los redactores del catecismo vivían y viven como sólo ellos saben hacerlo. Y en defensa de esta ideas que no pueden ser más antihumanas fue por lo que Carlos I y Felipe II se gastaban las riquezas que venían de América en guerras imbéciles contra, precisamente, quienes se habían atrevido a pensar y a opinar. Sangre y no poca ha costado poder pensar, juzgar y opinar, que es para lo que la evolución ha dotado al ser humano de razón.
Pero, en realidad, lo que yo andaba buscando era unos datos sobre el alma. Y en estas estaba cuando recordé que en mi librería tengo un magnífico libro sobre el tema: La búsqueda científica del alma, de Francis Crick (1916-2004). Inglés de nacimiento, a los doce años le dijo a su madre que no quería ir más a la iglesia, a la que los padres lo llevaban domingo tras domingo, porque prefería dedicar aquel tiempo a la investigación. Se licenció y se doctoró como físico, pero, tras la segunda guerra mundial, se pasó a la química y a la biología. En este campo, junto con James Watson, descubrió la estructura molecular del ADN, lo que le valió a los dos el premio nobel de medicina de 1962.
Su libro es divulgativo, pero con enjundia, trata de la consciencia, centrándose principalmente en el sentido de la vista. Aunque habrá que hablar de él con profundidad, en este momento, lo que realmente me interesa es decir que en él he descubierto lo que es el alma: ¡Una habichuela! Lo cuenta el propio Crick: a su esposa, Odile, de niña, le enseñaba el catecismo católico una señora irlandesa de bastante edad. "¿Qué es alma?" preguntaba la señora, y ella misma contestaba: "El alma es un ser vivo sin cuerpo que dispone de razón y libre voluntad." Durante mucho tiempo la niña no pudo quitarse aquella respuesta de la cabeza. ¿Pero por qué? La señora hablaba bastante mal el inglés y "vivo", que inglés es "being", pronunciado "bi-in", ella lo pronunciaba "be-in", pero además tal mal que la niña entendía "bean", "habichuela", es decir, que el alma, según el catecismo que manejaba aquella señora, era una habichuela viviente sin cuerpo, pero con razón y libre voluntad, una definición que dejó asombrada a la niña y completamente confusa. Con su confusión vivó Odile bastante tiempo, pues no le contó a nadie la explicación de la señora, hasta que mucho después, se la contó entre risas a su marido.
Francis Crick busca el alma, es una manera de hablar, en el cerebro, que es donde decía que estaba Eduardo Punset, aquel, entre otras cosas, magnífico divulgador científico con el que tantas risas nos hechamos gracias a sus entrevistas con la Blasa, el inolvidable personaje de José Mota. Pero esto, más o menos, ya lo dijo el griego Hipócrates, cuatro siglos antes de Cristo, al declarar que: "Los hombres deberían saber que del cerebro, y nada más que del  cerebro, vienen las alegrías, el placer, la risa y el ocio, las penas, el dolor, el abatimiento y las lamentaciones."
Es lástima que, con su absolutismo y su exclusivismo, el cristianismo barriera todo el saber que habían acumulado los pensadores y científicos griegos. La de sufrimiento que se hubiera evitado buena parte de la humanidad si no hubiera triunfado tan bárbaramente como lo hizo.

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martes, 7 de marzo de 2023

EL DECRETO DE BURCHARD

A medida que se extendía, se unificaba y tocaba los resortes del poder, la Iglesia se fue burocratizando, no sólo en lo que se refiere a la organización administrativa, económica y jurídica, sino también a la moral, a la fiscalización de la vida y las costumbres de los cristianos. En este último sentido, además de determinar las normas morales de obligado cumplimiento, se fueron estableciendo las penas, los castigos que habrían de cumplir los transgresores. Así surgieron los llamados penitenciales, colecciones de posibles pecados con las penitencias que les correspondían.
Tales penitenciales existieron, al menos, desde el siglo V. Hasta el IX fueron poco o nada ordenados, pero desde este siglo surgieron auténticos tratados en los que se clasificaban con todo detalle los diversos pecados, que, para entonces, eran también delitos, pues lo diferentes reinos de Europa había incorporado a su legislaciones las normas y prohibiciones cristianas.
En la actualidad, los penitenciales resultan un excelente medio para conocer el estado moral de las sociedad medieval europea en sus distintas etapas. Uno de estas tratados de mayor éxito en su tiempo fue el Decretum de Burchard, obispo de la ciudad alemana de Worms. Redactado entre 1007 y 1012, alcanzó rápidamente un amplia difusión, con copias que se extendieron no sólo por Alemania, sino por buena parte de Europa. El prelado lo creó como una herramienta para su propio ejercicio episcopal, pero en él se aprecia tanto un propósito moral como el de la conservación de las estructuras sociales que van mucho más allá del territorio de su diócesis. En efecto, Burchard pretende conocer y, en su caso, corregir los pecados que se cometen en las distintas parroquias de su jurisdicción, aprovechando para ello sus visitas pastorales. Con tal objeto, elaboró la primera parte de su penitencial como un cuestionario que encomendaba a siete hombres comprometidos bajo juramento a llevar a cabo la investigación.
La enumeración de los pecados sigue una gradación de mayor a menor gravedad y cada área pecaminosa se subdivide a su vez en subpecados, podríamos decir, clasificados bajo idéntico criterio. Los dos pecados que el obispo considera más graves son el homicidio y los relacionados con el matrimonio. El motivo principal es porque amenazan más que cualesquiera otros los cimientos del edificio social. El homicidio tiene distintos grados, pues no es lo mismo matar a un hombre de frente que matarlo a traición o de noche, o cortarle la lengua, la mano o sacarle los ojos. A él van destinadas catorce preguntas. Sin embargo, aunque los pecados relacionados con el matrimonio estén en un escalón inferior de gravedad, a ellos  Burchard le dedica nada menos que veintitrés preguntas, más de la cuarta parte del total de ochenta y ocho de que consta el cuestionario.
Entre los pecados de este campo, el más grave de todos es el adulterio, al que siguen el de los que tienen en su casa una concubina, el de los que repudian a su mujer y vuelven a casarse, el de los que sólo repudian. El pecado más leve lo constituyen los juegos de carácter erótico al que se entregaban los adolescentes y las sirvientes solteras.
Cabe decir aquí que, para el señor obispo en su cuestionario, el sujeto activo es el hombre y que, aunque no fuese esa su intención, donde el tratado tiene su mejor aplicación y casi única es las casas de los nobles y grandes señores. Igualmente, cabe señalar que ya en aquel tiempo la mujer no es una persona en sentido estricto, sino un instrumento, "el instrumento más eficaz que el demonio ha tenido y tiene para engañar a los hombres.", como seis siglos más tarde, en 1634, señalaría con toda nitidez fray Gerónimo Planes. A ella van dedicadas un buen número de preguntas, más que al hombre, porque, según el obispo, las mujeres son frívolas, ligeras de cascos, pérfidas, charlatanas en la iglesia, olvidadizas de los difuntos por los que debe rezar y, cosa realmente grave, responsable del infanticidio, ya que ella tiene a su cargo el cuidado de los hijos. Son lujuriosas y lúbricas y están dispuestas siempre, según el señor obispo en su Decreto, a vender su cuerpo o el de sus hijas, o el de sus nietas o el de otra mujer. 
Curiosamente, no hay en el cuestionario ninguna pregunta acerca del posible placer en el lecho conyugal, pero sí más de una para indagar en el placer que puede proporcionarse la mujer sola o con otras mujeres. Da la impresión de que Burchard sabe que en el lecho que comparte con su marido la mujer se queda bastante a menudo insatisfecha; conoce la respuesta de Tiresias a la diosa Hera acerca de este asunto y, corroído de lubricidad y de envidia, imagina un mundo de placer exclusivamente femenino al que el hombre tiene vedado el acceso, un mundo, por supuesto, altamente pecaminoso.
El tratado cuenta con veinte capítulos. El XIX, denominado Médicus, detalla la penitencia que los confesores deben aplicar a cada pecado. De menor a mayor, el primer castigo consiste en diez día a pan y agua así como la completa abstinencia sexual. Con esta penitencia se castiga, por ejemplo, la masturbación masculina en solitario, que se triplica si se practica a dúo. Es la misma sanción que se le aplica a un soltero que fornica con una soltera o con su sirvienta. Juan Pablo II aseveraba con rotundidad que el hombre que mira a su mujer con lascivia peca gravemente. Este pensamiento no era en absoluto nuevo, ya existía en tiempos de Burchard y el señor obispo incluye la misma pena de la masturbación para el hombre demasiado ardiente, que mira a su mujer con lascivia y la obliga a copular "contra natura", o con la menstruación, o embarazada, pena que se duplica si el feto ya se mueve y se cuadruplica si la cópula se produce en día prohibido, determinadas fiestas, la cuaresma y de jueves a domingo, en conmemoración de la pasión de Cristo Nuestro Señor. Sin embargo, la pena se reduce a sólo diez días de pan y agua y abstinencia sexual si el hombre conoce a la mujer estando borracho.
Con siete años de abstinencia y una cuaresma o cuarentena por año a pan y agua se castiga, en el campo del matrimonio, el adulterio, pero también la entrega de la esposa a otro hombre, el rapto de la esposa de otro hombre o de una monja (esposa de Cristo) y el bestialismo. Hay castigos exclusivos para los pecados de la mujer. El señor obispo considera que son pecados que se cometen principalmente en el hogar, espacio adjudicado de manera dominante a la mujer. Así, la condena es desde un año de abstinencia para la masturbación a solas (castigo mucho mayor que el del hombre por el mismo pecado), seis años por la prostitución y doce por el infanticidio, que incluye el aborto.
El Decretum revela de una parte el inmenso, abrumador, control que la Iglesia ejercía por aquella época no sólo sobre su grey, sino sobre toda Europa. De otra parte, es evidente que si algo se prohíbe en una sociedad es porque lo prohibido se está produciendo y no sólo esporádicamente, sino de forma continua. Así, no es ilógico concluir que tanto el adulterio, como el rapto, como el bestialismo y los demás pecados estaban a la orden del día. Circunstancias ambas que nos ofrecen el cuadro de una sociedad altamente controlada en materia de sexo y, al mismo tiempo, altamente transgresora.

Fuentes:
La Iglesia y la cultura en Occidente (siglos IX-XII).- Jacques Paul
El caballero, la mujer y el cura.- Georges Duby
Historia de las mujeres.- VV.AA.

Imágenes: Internet

lunes, 27 de febrero de 2023

HABEMUS PAPAM

"¿Estás muerto?" Desde hace siglos, el cardenal camarlengo (1), golpea con un martillo de plata la frente del pontífice que acaba de morir y le hace esta pregunta: "¿Estás muerto?" La operación se repite por tres veces, con intervalos de un minuto entre golpeo y golpeo. Sólo cuando a la tercera vez la respuesta es el silencio se da por oficialmente muerto al pontífice y el cardenal camarlengo se hacer cargo de las riendas del Estado Vaticano y de la Iglesia hasta la elección de un nuevo papa. Esta ceremonia, que evoca la magia, el chamanismo, sigue practicándose en la actualidad y, sin duda, ese golpeo en la frente será el que reciba cuando muera el papa Francisco.
A partir de este momento inicia su intervención el Espíritu Santo, un espíritu que, como se verá a continuación, tiene más apariencia de juguetón, de enredador, que de santo. Tras el fallecimiento oficial del papa se inician los trámites para el funeral, así como para la elección de su sucesor. Hoy vía telemática, el cardenal camarlengo convoca a todos los cardenales con derecho a voto, para iniciar el cónclave, término que procede del latín cum clavis, bajo llave, pues hasta la elección de Juan Pablo II se trataba de una reunión herméticamente cerrada; desde entonces, con la existencia de los teléfonos móviles, dicho encierro se ha relajado bastante, contándose únicamente con la promesa formal de los cardenales de mantener en todo momento el secreto de las deliberaciones y de las votaciones.
En la actualidad, el Espíritu Santo, al que una y otra vez invocan los cardenales y el papa, parece que ha culminado su denodada tarea y está todo minuciosamente ordenado y reglamentado, pero no siempre fue así. La Iglesia y la mayoría de los historiadores que forman parte de su grey presentan una relación ininterrumpida de papas que va desde San Pedro, de quien reciben su poder, que, a su vez, lo recibió de Jesús, hasta el actual pontífice Francisco. Sin embargo, la realidad es bien distinta. Y ellos lo saben. Para empezar no hay la menor seguridad, es decir, pruebas históricas, de que San Pedro estuviese realmente en Roma, fuera el jefe de su comunidad y allí recibiera el martirio por parte de Nerón. Desde luego, no constituye prueba alguna la tumba que se encuentra bajo el altar mayor de la basílica de San Pedro, en el Vaticano, porque lo único que existe, al respecto, en primer lugar es la declaración de Pablo VI, realizada el 26 de junio de 1968 con la que proclamaba que los huesos encontrados habían sido identificados convincentemente como los de San Pedro; y, en segundo lugar, la tradición, lo que, históricamente no significa nada, pues son numerosas las tradiciones basadas en leyendas inventadas o, lo que es lo mismo, falsas. Sin embargo, si alguien tiene las tragaderas suficientes como para creer a Pablo VI y la tradición, adelante, el Espíritu Santo sea con él.
Pero es que, aunque San Pedro estuviera realmente en Roma y allí fuera martirizado y la tumba encontrada fuera la suya, eso tampoco prueba que el apóstol fuera el primer papa, pues lo que se conoce de manera fehaciente es que las primeras comunidades cristianas que fueron surgiendo en el territorio del Imperio romano no estuvieron dirigidas por una sola persona, sino por un colegio de presbíteros, esto es, de ancianos. San Ireneo (140-202), declarado doctor de la Iglesia por el papa Francisco, ofrece la siguiente lista desde los orígenes hasta su tiempo: Pedro y Pablo (conjuntamente), Lino, Anacleto, Clemente, Evaristo, Alejandro, Sixto, Telesforo, Higinio, Pío, Aniceto, Sotero y Eleuterio. Pero hasta Pío, incluido, nadie, tampoco el papa Francisco, sabe quiénes están detrás de dicho nombres, a excepción, como es lógico, de Pedro y de Pablo; posiblemente se trata del presbítero de mayor prestigio, lo más probable, por su edad. 
No fue hasta finales del siglo II que los presbíteros fueron sustituidos por el gobierno de un sólo hombre: el obispo, el primero de los cuales en Roma fue Aniceto (155-166). Este obispo era elegido por los miembros de la comunidad. El apelativo de papa no aparece hasta finales del siglo III, recibiéndolo por primera vez el obispo Marcelino (296-304). Tras la caída del imperio romano, puede decirse que toda la ciudad de Roma era ya cristiana, de hecho la elección del obispo romano, ahora papa, la realizaba el pueblo romano. El cargo se había hecho muy apetecible, ya que para entonces el papa había conseguido imponerse a, prácticamente, la totalidad de la comunidades de cristianas, por lo que, una vez desaparecido el emperador, gozaba de un gran poder. A partir de entonces, el cargo se lo disputarían las familias romanas, incluso con enfrentamientos armados. Fue un tiempo en que el Espíritu Santo debería estar de vacaciones, o disfrutando con el espectáculo como un jubilado ante el bufet de un hotel. Tiempo después, hasta el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico intervenía en la elección papal; incluso, a despecho del Espíritu Santo o, a lo mejor, con su connivencia, vaya usted a saber, se permitía el lujo de poner y deponer papas a su capricho.
Esta intromisión molestaba no poco al pontífice, de modo que algunos intentaron sustraerse a ella, así Zacarías (741-752) y Sergio II (844-847). Pero el cambio no se produciría hasta el 13 de abril de 1059, día en que el papa Nicolás II (1059-1061), auspiciado por el Espíritu Santo en la larga carrera del papado hacia la dictadura sacra, firmó el decreto "In nomine Domini", en el que se establecía que, en lo sucesivo, el papa sería elegido únicamente por lo cardenales. 
No obstante, esta norma no fue respetada, entre otras cosas, porque no concretaba ni el lugar, ni el cómo, ni siquiera el número de votos que serían necesarios para ser elegido. Tal indefinición dio lugar incluso a la aparición de varios antipapas. Sería el papa Alejandro III (1159-1181) el que, en la constitución "Licet de vitanda discordia", estableciera claramente que serían electores todos los cardenales y que para ser elegido se necesitarían los dos tercios de los votos. Sin embargo, tampoco esta media solucionó por completo el problema, pues surgían constantes disputas entre los cardenales, todos ellos inspirados por el Espíritu Santo, principalmente por el modo de votar, dónde, cuándo, sucediendo de este modo que el trono papal estuviera tiempo y tiempo vacío, en alguna ocasión hasta tres años. La solución definitiva se la inspiró el Espíritu Santo a Gregorio X (1271-1276). Él fue el que estableció el cónclave, mediante la constitución "Ubi periculum", del siete de julio de 1274. Finalmente, Juan Pablo II, en 1996, con la constitución "Universi Domini Gregis", fijó que sólo serían electores los cardenales menores de ochenta años.

(1) Camarlengo.- Esta palabreja procede del alemán Kamarling, de donde pasó al latín medieval como camarlingus y de éste el camarlengo italiano y también castellano. Significa: Oficial de cámara, pero también camarero.

Fuentes:
Cónclave.- Rafael Ortega
Historia de los papas.- Juan María Laboa
Los círculos del poder.- Antonio Castro Zafra
Historia de la Iglesia.- Llorca, Villoslada, Montalbán
La Iglesia y la cultura en Occidente.- Jacques Paul

Imágenes: Internet.


sábado, 11 de febrero de 2023

CARNE DE GALLiNA

Los Borbones son gente extraordinaria, lo digo de corazón, sin asomo alguno de ironía y mucho menos de mordacidad. Desde el primero, que murió loco, desgarrado entre la obsesión religiosa y la obsesión sexual, hasta el último que hasta el momento reina en España, al que, lo mismo que a su padre, tardaremos en conocer en la intimidad. Todos tienen empaque, gallardía, donosura, larga y noble prosapia y un encanto propio sólo de los seres tocados por la varita mágica del destino. Pero si en esta espectacular dinastía hubo un miembro simpático, dicharachero, campechano, temerario y, no podía faltar, gran aficionado al sexo, promotor de cine porno, ese fue Alfonso XIII (1886-1941)
Este caballero, cuyo único mérito para alcanzar tan alto puesto en el Estado español, fue el de formarse en el vientre adecuado, el mismo mérito que el de sus antecesores y el de sus sucesores, constituyó un problema para España, desde el mismo momento de su concepción.
En efecto, cuando, con sólo veintiocho años, murió Alfonso XII, víctima de la tuberculosis, la heredera del trono era su hija  María Teresa, tenida con su segunda esposa, María Cristina de Habsburgo. Pero hete aquí que, tras el entierro del monarca, la reina viuda se descuelga con que está embarazada (o sea, que, como buen Borbón, Alfonso XII estuvo empotrando a su señora hasta dos días antes de su muerte, a pesar de que la tuberculosis te va dejando cada vez más débil, y sin importarle que se tratara de una enfermedad altamente contagiosa. Por cierto, como no podía ser menos, Alfonso XII, además de tres hijos legítimos, tuvo otros dos ilegítimos con la cantante Elena Sanz. Todo un machote el hombre.) 
El anuncio de la reina paraliza de inmediato la sucesión al trono, pues si, cumplido el tiempo, nacía un varón éste sería el nuevo rey, toda vez que para ocupar el trono los varones tenían y tienen primacía. Y, ¡coño!, que nació un varón. ¡La puntería que tuvo el monarca agonizante! Cronistas solventes de la época cuentan que el chiquito apareció con la corona en la cabeza y haciéndole la trompetilla a su hermana María Teresa. Su mamá le puso de nombre Alfonso, en memoria de su fallecido marido, sin percatarse de que, como rey, iba a ser el XIII del mismo nombre, número acreditado como de mal fario por la siempre sabia tradición, aunque estuviera expresado en romanos.
Y mal fario tuvo el tío. Su reinado fue un desastre, cuyas secuelas no han desaparecido todavía. Entre otras cosas, le llamaron El Africano, por su insistencia en ocupar ipso facto el territorio marroquí del Rif, cuyo protectorado le había correspondido a España en el reparto de África que hicieron las potencias europeas. Era esta una región dura, seca, bravía, habitada por tribus bereberes que aceptaron de muy mal talante la presencia de los españoles. España inició oficialmente la administración del territorio en 1911, momento a partir del cual se dedica a su ocupación paulatina, operación que, dada la resistencia de los rifeños, se fue prolongado a lo largo de los años en una guerra crónica que obligó a España a mantener allí un ejército de unos 50.000 soldados. Con motivo de la Segunda Guerra Mundial, los combates, y, por tanto, la ocupación, se ralentizan y hasta se detienen por completo. Las operaciones se reiniciaron en 1920, fecha en que seguía sin ser dominada la mayor parte del territorio.
Llegado a este punto, uno siempre se pregunta qué se le había perdido a España para meterse en semejante berenjenal. Hay, al menos, un par de respuestas: El interés de la Compañía Española de Minas del Rif,  fundada en 1908, cuyo consejo de administración estaba formado por Miguel Villanueva (Ministro de Marina), el conde de Romanones, el conde Güell y Gerardo Ruiz de la Parra y de la Pedraja, los cuatro muy cercanos al rey, quien alguna sabrosa tajada debía llevarse (no olvidemos que, según Valle Inclán, los españoles no echaron a Alfonso XIII por mal rey, sino por ladrón). La segunda razón es el interés de ciertos grupos de militares que, en primer lugar, cobraban sueldo doble, y, en segundo y más importante, veían en el conflicto un medio ideal para el ascenso rápido en sus carreras. Así ascendieron prácticamente todos los que años más tarde darían el golpe de Estado contra la República.
En 1920 se encontraban en el territorio dos generales de división, Dámaso Berenguer, con el cargo de Alto Comisario de Marruecos, y Manuel Fernández Silvestre, comandante militar de Melilla y de Ceuta. Silvestre era muy amigo del rey, quien lo había nombrado Ayudante de Campo. Fue precisamente el propio monarca el que animó a Silvestre a conseguir el dominio del territorio, saltándose a Berenguer, cuyo cargo era superior al del comandante militar de Melilla.  Como respuesta, mediado diciembre, Silvestre le envió al rey un telegrama en el que decía: "El día de Santiago (25-7) llegaré a la Bahía" (se refiere a la Bahía de Alhucemas, al norte del territorio.) La respuesta del monarca fue: "¡Ole tus cojones!" (¿Era o no era campechano el tío?)
Las tropas las formaban soldados de reemplazo, que se veían obligados a prestar un servicio militar de tres años, servicio del que se libraban los hijos de los ricos mediante el pago de una cuota. Eran pues jóvenes pobres, campesinos en su mayoría, que nunca habían salido de sus pueblos y aldeas y que no habían cogido un fusil en su vida. Las kábilas o tribus que ocupaban el territorio, muy celosas cada una de su independencia, habían sido unificadas para la lucha contra los españoles por un antiguo empleado de la Oficina de Asuntos Indígenas de la Comandancia Militar de Melilla, Mohamed ben Abd El-Krim.
A pesar de la bisoñez de los soldados, el avance fue rápido, tanto que el 15 de enero de 1921 se ocupa Annual, a unos cien kilómetros de Melilla tierra adentro, y para el mes de junio, prácticamente sin encontrar resistencia, se alcanzan, primero, Albarrán y, enseguida, Eguiriben. Dos son como mínimo las circunstancias que resultan extrañas en este avance: Primera, que ni a los mandos, ni a Silvestre, que, de momento, permanecía en Melilla, les extrañara que los rifeños hubieran casi desaparecido del territorio y no les ofrecieran resistencia. Segunda: no se procede a la consolidación del terreno que se domina; sólo se construyen unos blocaos con sacos terreros y se deja en ellos una pequeña guarnición, a la que resultaba bastante complicado abastecer de agua y de alimentos.
Por lo demás, el rápido avance había sido permitido por Abd El-Krim con el doble propósito de cebar la ambición de los españoles y lograr que, en un exceso de confianza, descuidaran su seguridad. Ambos objetivos los consiguió plenamente. La posición más arriesgada y dificultosa para abastecerla de suministros era Iriguiben. También era la que contaba con una guarnición mayor, toda vez que se pretendía seguir el avance hasta la aludida Bahía de Alhucemas. Vigilantes, los rifeños, que no perdían detalle del avance, aparecieron súbitamente por cientos, cercando Iriguiben y disparando sin cesar sus relucientes rifles.
Cuando la noticia llegó a Melilla, el propio general Silvestre salió al frente de un convoy de soldados tan bisoños como lo anteriores. Consigue llegar a Annual el 20 de julio y desde allí envía un mensaje al mando de Iriguiben con la orden de que se retiren o parlamenten con el enemigo, es decir, se rindan. Pero el jefe de la guarnición, comandante Benítez contesta taxativo: "Los de Iriguiben mueren, pero no se rinden." Poco después, ese mismo día, no ya cientos, miles de rifeños aparecen sobre los altos de Annual. Tan perdida ve la situación Silvestre que ordena la evacuación. Ésta comenzó en la madrugada del día 21 de julio, pero los primeros soldados que salen del campamento reciben tal lluvia de balas rifeñas que se vuelven no en desorden, sino en desbandada. Se producen peleas entre los propios reclutas para conseguir un sitio en los pocos vehículos de que se dispone. 
El desastre terminó siendo de proporciones increíbles. Cayó Iriguiben, cayó Annual y cayeron uno detrás de otro los blocaos levantados por los españoles. Las tropas de Abd El-Krim mataban sin misericordia, profanaban bárbaramente los cuerpos, saqueaban todo lo que de aparente valor encontraban. Nunca se sabrá el número de soldados y de militares de carrera que encontraron una muerte sin sentido en aquellos pedregales. Los historiadores no se ponen de acuerdo, pero una cifra de unos trece mil muertos se acercaría mucho a la realidad. Abd El-Krim sólo dejó con vida a los militares de mayor graduación, para tenerlos como rehenes. El general Silvestre desapareció. Se especuló durante mucho tiempo con su muerte por las balas enemigas y, alternativamente, con su suicidio, pero como nunca se encontró su cuerpo, creció la leyenda de que, prisionero, había sido trasladado a un lugar lejano, del que, en cualquier caso, nunca regresaría.
Mientras tanto en Madrid, el de "¡Olé tus cojones!" continuaba con sus gracietas, ignorando la indignación que se extendía por España a medida que se conocían los hechos. Como consecuencia del malestar generalizado de la población se creó una comisión de investigación para el esclarecimiento de lo sucedido. Al frente de la misma se destinó al veterano general Juan Picasso, un militar ciertamente honrado. En 1923. el informe de la comisión, que acababa reconociendo la responsabilidad última del monarca, iba a discutirse en las Cortes, pero unos días antes, ¡zas!, el general Primo de Rivera dio un golpe de Estado promovido y patrocinado por el propio Alfonso XIII. De este modo, se echó tierra al asunto, quedando como único responsable de la tragedia el desaparecido general Silvestre.
Los rehenes que mantenía Abd El-Krim fueron liberados ese mismo año de 1923. Su liberación costó cuatro millones de pesetas en duros de plata, que fueron satisfechos por el industrial vasco y republicano Horacio Echevarrieta. Cuando la noticia llegó a conocimiento del rey su comentario fue: "está cara la carne de gallina." Sólo por esta frase, indecente,  canallesca, ya merecía el tipo que los españoles lo hubieran echado de España a patadas, con la recomendación incluida de que ni un solo Borbón volviera a aparecer por el país.

Imágenes internet.
Fuentes: La guerra de los mil días.- Guillermo Cabanellas
La España del siglo XX.- Tuñón de Lara
La epopeya del soldado.- Alfredo Cabanillas.

viernes, 27 de enero de 2023

EL MÉRITO DE MATAR

 

"Quien dice: 'si no piensas como yo te excomulgaré', acabará diciendo: 'piensa como yo o te mataré.'
                                              Voltaire

El quinto mandamiento de la ley de Dios, que la Iglesia Católica hizo suyos, dice: No matarás. Son únicamente dos palabras, que encierran una prohibición taxativa, sin distingos ni excepciones más o menos justificadas: No matarás. Punto. Ni siquiera señala a los seres humanos como únicas víctimas del posible incumplimiento de la prohibición, sino que, ateniéndonos a esas dos escuetas palabras, la prohibición de matar se extendería a todo ser viviente. No obstante, como quiera que en el mundo natural, al que el ser humano no deja de pertenecer, hay animales que imperiosamente necesitan matar para vivir y tales animales, según la creencia religiosa, han sido creados por el mismo Dios que instituyó los mandamientos y no es lógico ni esperable que Dios se contradiga, se entiende que la prohibición se refiere a matar unos seres humanos a otros seres también humanos. 
En cumplimiento de este mandamiento, al que el Jesús evangélico añadió aquello de poner la otra mejilla, los primeros cristianos fueron esencialmente pacifistas, de tal modo que tenían prohibido hasta formar parte del ejército, incluso en servicios auxiliares. Pero de qué valen prohibiciones y pacifismos cuando pasa el tiempo y lo que empezó casi miserablemente enarbolando una cruz con un hombre clavado en ella, crece, se desarrolla y decide emprender la subida hacia la cumbre del poder. Aquel primer pacifismo fue virando y virando hacia posiciones cada vez más alejadas de él, hasta terminar en el más puro belicismo. Tal viraje se inició aceptando el ingreso de los cristianos en el ejército, aunque sólo en servicios auxiliares, elección que era posible entonces; avanza cuando Constantino se hace con el poder imperial y no sólo legaliza, sino que apoya con fervor la religión cristiana y concluye cuando Teodosio prohíbe las diversas creencias paganas e instituye como única la religión de los seguidores de Cristo y de Pablo de Tarso, es decir, la religión católica, que es la que supo imponerse sobre el resto de los variados cristianismo que por entonces coexistían.
Ya a partir de Constantino no sólo se admitió la posibilidad de la guerra, o lo que es lo mismo, la posibilidad de matar organizadamente unos seres humanos a otros, con la participación de cristianos en dicha matanza, sino que incluso se llegó a exigirla, siendo Agustín de Hipona, el célebre San Agustín, su principal valedor. Este gran filósofo, teólogo y místico, según la ortodoxia católica, conocedor como nadie de los designios divinos, llega a decir textualmente que "hay guerras que se hacen por mandato divino, como las dirigidas contra herejes." El mismo Agustín pedía al emperador la intervención militar para poner fin al donatismo, herejía que afectaba, especialmente, al norte de África, donde el santo filósofo tenía su sede episcopal.
Naturalmente, el camino no fue en ningún momento recto, ¿qué camino lo es? Sin alejarse de la ortodoxia se siguieron sosteniendo posiciones pacifistas, de manera especial entre los cristianos orientales. Así, por ejemplo, San Basilio (329-379), denominado el Grande, doctor de la Iglesia, sostenía que "todo el que sea culpable de matar en guerra debe abstenerse de recibir la comunión durante tres años como prueba de arrepentimiento." No obstante, el belicismo entre los cristianos no dejó de acentuarse, de modo que tras la caída del Imperio romano y a medida que avanzaba la Edad Media el mundo cristiano se convirtió en un gran campo de batalla en el que señores feudales, reyes y hasta papas dirimían sus discrepancias casi exclusivamente con las armas. El pacifismo siguió existiendo, pero era cada vez más débil y minoritario. En el año mil, por ejemplo, un sínodo celebrado en Poitiers proclamaba la Paz Pública por Amor a Dios, estableciendo que en adelante las disputas se dirimirían por la justicia y no por la fuerza de las armas. Pero el cristianismo tenía ya la guerra tan introyectada que un acuerdo tan ambicioso como aquel ni siquiera se intentó cumplir en ningún sitio. Alguna mejor suerte tuvo la llamada Tregua de Dios acordada en el sínodo celebrado en Toulouse en 1041, que establecía la prohibición del uso de las armas de jueves a domingo y en determinadas épocas del año. Pero el belicismo siguió su marcha triunfal, hasta culminar poco después del sínodo de Toulouse citado en las Cruzadas, declaradas guerra santa por los papas, con tan importantes indulgencias otorgadas a los guerreros que quienes morían en el combate contra los musulmanes iban derechamente al cielo, así hubieran sido con anterioridad los golfos más golfos de su tiempo.
Para entonces, no sólo se había olvidado el quinto mandamiento, sino que, como se ve, matar se había convertido en un mérito, eso sí, siempre que se matara en defensa del catolicismo y de la Iglesia. Y ya no sólo en la guerra, sino también en la paz. Así, cualquiera que mostrara sus discrepancias con la Iglesia, es decir, porque esta es la realidad, contra la política y las directrices pontificias, era calificado rápidamente de hereje y, como tal, excomulgado. Y matar a un excomulgado, antes que pecado y antes de ir contra la ley civil, para la Iglesia era un acto de gran mérito ante los ojos de Dios. El papa Urbano II (1088-1099) pone de relieve el valor religioso y aun sacramental de quien mata a un hereje, "porque ese cristiano ejemplar", afirma, "le corta la cabeza a su hermano con las entrañas abrasadas de amor a la Santa Madre Iglesia"
Este ideario se extendió de tal modo que hasta en las universidades se enseñaba que "para los herejes obstinados es un beneficio que se les prive de la vida, porque cuanto más vivan más errores cometen y más se pervierten, con lo que su condena eterna es más grave todavía." Y no eran meras palabras. Cuando el obispo Godofredo Lucano le escribe al mismo Urbano II preguntándole qué penitencia debía imponer a quien mataba a un excomulgado, el papa le contesta: "no creo que eso sea homicidio", es decir, que según el papa, no es que no fuera pecado, es que tampoco era delito.
Nada menos que cinco siglos después, en el tiempo de la Contrarreforma, la doctrina católica sobre los herejes, antes de ablandarse, se había endurecido. Basta un solo ejemplo personal para comprobarlo, el del cardenal Roberto Belarmino (1542-1621) Nacido en la Toscana, Belarmino profesó como jesuita, fue catedrático en la entonces prestigiosa Universidad Católica de Lovaina, donde dio clases de filosofía, teología, matemáticas y astronomía. Fue inquisidor y, como tal, formó parte del tribunal que juzgó y condenó a la hoguera a Giordano Bruno. Escribió numerosos libros de apologética, un catecismo abreviado y otro explicado, así como diversos devocionarios.
Famoso fue su Controversias, en cuatro tomos, texto fundamentalmente teológico y jurídico. En el tomo tercero redacta una doctrina para laicos en la que el señor cardenal sostiene que las autoridades civiles no pueden permitir que cada uno piense y viva como quiera con tal de que se guarde el orden público. Eso es lo que sostenían los paganos, viene a decir. Por el contrario, según el cardenal Belarmino, y cito textualmente: "está fuera de discusión que el Estado no puede permitir jamás la libertad de creer", y más adelante: "los herejes, como reconocen todos, pueden ser excomulgados y, por tanto, también pueden ser matados. La experiencia nos enseña que no hay otra solución que la muerte del hereje. Porque la Iglesia ha ido avanzando paso a paso hasta llegar a esa conclusión inevitable... Y esto porque los herejes desafían la excomunión y dicen que es un rayo frío, cómo van a tener una multa cuando carecen del temor a Dios y del respeto a los hombres, y confían encontrar infieles que les crean para engañarlos: si los envían a la cárcel, o al destierro, contaminarán a cuantos tengan cerca con sus palabras y sus libros. Entonces sólo un remedio queda, enviarlos rápidamente al lugar adecuado. Esto es, la hoguera. Y don Belarmino concluye que la hoguera es un acto de caridad para el hereje, un alivio que se lo lleven de esta vida.
Qué lejos, pero qué lejos ha quedado por entonces aquel que murió crucificado, cuya cruz seguía el señor cardenal y sus colegas esgrimiendo como símbolo de amor. 
Pues a este caballero, que, en realidad, sostiene que el hereje no sólo es un disidente religioso, sino también un delincuente político, exactamente lo que fue el Jesús de los evangelios, fue canonizado por el papa Pío XI en 1930 y nombrado doctor de la Iglesia en 1931, fecha en la que la doctrina belicista y de exterminio del que no pensara lo que ordenaba la Iglesia seguía completamente en vigor. Y no es una elucubración: pudo verse cinco años después en España, con el apoyo de la jerarquía eclesiástica al golpe de Estado contra la República y a la guerra que se produjo como consecuencia del fracaso de éste. 
El milagro, como ya he dicho alguna vez en este blog, no es que la Iglesia perviva después de más de dos mil años, el milagro es que hayamos podido sacudirnos el firmísimo yugo al que ha tenido sometida a la humanidad occidental, aunque todavía tengamos que seguir soportando su inmenso poder económico y, como consecuencia del mismo, su influencia política.
Lo que me pregunto ahora es si se hablará de estas cosas, siquiera de pasada, en el ciclo de conferencias que el cabildo catedralicio de Córdoba ha organizado paralelamente a la exposición Cambio de Era. Córdoba en el Mediterráneo cristiano, que se está celebrando en la ciudad.

Fuentes:
El reino de Dios.- Manuel García Pelayo
Los círculos del poder.- Antonio Castro Zafra
Historia de las Cruzadas.- Stevens Runciman
La Iglesia y la cultura en Occidente.- Jacques Paul
Historia de los papas.- Juan María Laboa

Imágenes: Pinterest
Las negritas son de un servidor.

miércoles, 18 de enero de 2023

EL CASO PLATÓN

A la hora de establecer su pensamiento, los filósofos olvidan dos cuestiones previas que, quiéranlo o no, lo acepten o lo nieguen, condicionan toda su filosofía:
1.- Olvidan que un día fueron niños, incluso bebés, y que, por tanto, la base de todos sus conocimientos los fueron adquiriendo a través de los sentidos. De haber nacido sordos, ciegos, mudos y sin tacto no sólo no hubieran sido nunca filósofos, sino que hubieran vivido poco más que como vegetales.
2.- Olvidan el medio social en el que han crecido y se han desarrollado. Es muy difícil llegar a ser filósofo (me refiero a lo que se entiende convencionalmente por este término), habiendo nacido y crecido bajo el umbral de la pobreza.
Por el contrario, prácticamente la totalidad de los filósofos construyen sus sistemas o elaboran sus pensamientos como si siempre hubieran sido adultos y fuesen, además, observadores neutrales y, digamos, alejados o fuera y por encima del mundo del que tratan y de sus habitantes, seres etéreos y sin contaminar por el medio en el que crecieron.
La filosofía, que en los últimos tiempos viene sufriendo graves ataques por parte de las autoridades educativas, debería recuperar la importancia que indudablemente tiene, no sólo porque nos enseña a pensar, sino porque a través del pensamiento de los filósofos podemos conocer mejor y, en su caso, cuestionar el estado de nuestras sociedades. Pero debería enseñarse partiendo de la biografía de los distintos filósofos y destacando, porque es posible, la motivación real que tuvieron a la hora de desarrollar su pensamiento. Nadie, ni siquiera los eremitas, ni, por supuesto, yo, que estoy escribiendo esto, podemos vivir al margen de la influencia del mundo en el que nos ha tocado vivir, la familia, el grupo social, la ciudad, el clima, etc. 
Dicho esto que aunque suene a sermón, es esencial, al menos en mi opinión, vayamos con el caso Platón, cuya es la intención primera de esta entrada:
Fue Heráclito (544-484 a.C.) el primero en advertir y afirmar que todo cuanto existe vive en un perpetuo e irrefrenable movimiento, cambio o fluir. Tal descubrimiento, que, al menos desde entonces, cualquier observador medianamente atento puede corroborar, horrorizaba al propio Heráclito y ha venido horrorizando a un buen número de filósofos posteriores, pues según ellos, incluido Heráclito, si todo fluye, incluso nosotros mismos, es imposible obtener un conocimiento cierto de los objetos; todo lo más que logramos son vaguedades o meras opiniones que, necesariamente, serán distintas según cada observador.
Acuciado por este sentimiento de inestabilidad, Heráclito se esforzó en encontrar un sustrato, una base que sirviera de apoyo a ese cambio y le diera, por así decirlo, la estabilidad que le faltaba. En último término, creyó encontrarla en el logos, que para Heráclito no era otra cosa que Zeus, Dios, aunque su idea de Dios viene a ser la del todo en su continuo, eterno devenir.
Platón (404-347), considerado uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos, también tenía horror al cambio. Él sí da cuenta de su vida. Incluso explica cómo salió asqueado de la política, tras un corto periodo de dedicarse a ella, pero sin advertir de qué forma este hecho y no sólo él influyeron en la elaboración de lo más importante de su filosofía. Fue discípulo de Sócrates, el primero de los filósofos que sólo trató del hombre, porque, según dicen que decía, es el único de todos los seres con capacidad de ser sujetos de verdades y de valores. Sócrates fue un tipo raro, un parlanchín, dicho sin menosprecio alguno, porque no dejó nada escrito, sólo se dedicaba a hablar con otros hombres. En realidad, aparte de lo poco que contaron Aristóteles y Jenofonte, todo lo que sabemos de Sócrates es lo que de él escribió Platón, que, para colmo, pone en boca del maestro muchas de las ideas del discípulo. Es decir, que, como de Cristo, lo que es saber, saber, de Sócrates no sabemos nada, que es, según se cuenta, lo que él mismo decía que sabía: nada.
Platón tocó muchos palillos, desde los del amor a los de la política, pero en su búsqueda de un sustrato que diera unidad, sentido y base al fluir constante de las cosas fue mucho más allá que Heráclito, tanto que dejó bien asentado el edificio del idealismo. Resumiendo enormemente su pensamiento, podemos decir que Platón sostenía que todos los objetos que vemos en la realidad diaria no tienen existencia propia, o vida real, sino que son copias de modelos o Ideas, a las que también llamó Formas. Pero no las ideas que podemos tener en nuestra mente cuando se nos ocurre, por ejemplo, construir una mesa, volar en globo o escribir una novela, sino entidades, aunque invisibles, vivas, corpóreas y, al mismo tiempo, eternas e inmutables. En una palabra, que lo que nosotros vemos no son más que sombras proyectadas por la realidad verdadera, accesible no a través de los sentidos, sino del pensamiento. Esto suena descabellado, ¿verdad? Pero es así. Platón lo prueba con razones que han resultado y resultan convincentes para toda una legión de filósofos que han ido sucediéndose después de él.
Pero, y esto es lo importante: ¿De dónde viene ese horror al cambio? ¿Es cierto que ese fluir eterno impide el conocimiento de los objetos o existen otras razones para ese horror? Existen, ya lo creo que existen, aunque no suelen explicarse en las clases de filosofía ni siquiera en la Universidad. Heráclito nació y creció en el momento en que la organización tribal, comandada por poderosas aristocracias cuyo gobierno, aunque despótico, daba una gran estabilidad social, estaba siendo sustituida por la democracia que exigían los plebeyos, sobre todo, comerciantes enriquecidos. Heráclito era el heredero del rey que gobernaba Éfeso y, si bien renunció a su puesto en favor de su hermano, siempre defendió a la aristocracia. "El populacho", afirma, se llena el vientre como las bestias. Escogen por guías a los vates y las creencias populares, sin saber que los malos constituyen mayorías y sólo la minoría es buena."
¿Va quedando claro? Lo que Heráclito teme realmente no es que con el cambio constante, que es cierto, los objetos no puedan ser conocidos, sino perder su posición social y encontrarse de la noche a la mañana al mismo nivel que la plebe. Ni más ni menos. Y es ese temor, mamado desde su nacimiento, el que lo impulsa a buscar desesperadamente la fórmula para convencer a sus coetáneos de la bondad y la necesidad de la estabilidad. Aunque estuvo en el camino, la que encontró no fue tan potente como él mismo hubiera deseado.
Esta razón, este basamento, lo encontró, como se ha visto más arriba, Platón, o eso creyó él y, con él, todos los que con posterioridad han seguido sus pasos. La infancia de Platón transcurrió en un periodo aún más convulso que la de Heráclito. Cuando nació, en Atenas había caído el sistema tribal, se había instalado la democracia y la ciudad se encontraba en guerra contra Esparta, ciudad que seguía conservando prácticamente intacto el gobierno tribal. La guerra concluyó con la derrota de Atenas y el establecimiento del gobierno de las Treinta Tiranos. Para entonces, Platón tenía veinticuatro años. Era también de familia aristocrática. Su padre descendía de Cedrus, el último rey tribal de la ciudad, su madre estaba emparentada con el famoso legislador Solón y dos de sus tíos, Carmides y Critias, formaban parte de las Treinta Tiranos. El filósofo sufrió en carne propia todos aquellos cambios, que afectaron sus estatus de tal modo que tuvo que huir de Atenas. De ahí que no tardara en llegar a la conclusión de que todo cambio social significa decadencia, degeneración, corrupción, una conclusión a la que no había llegado Heráclito.
Toda la filosofía de Platón está encaminada a superar el cambio. Sin embargo, y esto es harto significativo, él, que lo ha perdido todo, no está completamente en contra de ese cambio, sino que, especialmente en el mundo de la política, está a su favor, siempre que dicho cambio sea para mejor. ¿Y qué cambio puede ser para mejor? Él que a él le viene bien, naturalmente, o, lo que es lo mismo, el que propugna, por ejemplo, en La República, cambio que una vez realizado se mantendrá estable por los siglos de los siglos. Su sistema de las Ideas o Formas invisibles, pero inmutables, tan profundamente conservadora, satisface plenamente esta exigencia de estabilidad y satisface, claro es, a todos aquellos que ocupan una posición social de privilegio, posición en la que se encuentran (véanse sus biografías) la mayoría de los filósofos que siguen al ateniense. Desde luego, satisfaría a todo el mundo si se pudiera probar de verdad la existencia de tales Ideas o Formas.
Platón, no hace falta decirlo, está con contra del materialismo, para él, como se ha visto, la materia carece de verdadera realidad. Pero está, sobre todo, en contra de la democracia, sistema político al que considera nefasto porque constituye la expresión más profunda del cambio en el mundo social y, además, continuo y, además, con participación activa de la plebe, pero, en realidad, porque ella fue la causante de la pérdida de su estatus, como puede leerse entre líneas en el texto en el que da cuenta de su vida.
De otro lado, en su sistema, sitúa al hombre aparte y en un escalón superior al resto de los seres vivientes. El modelo, la Idea o la Forma del que es copia el hombre (y cuando habla del hombre se refiere exclusivamente al hombre, al varón, los griegos, en general, despreciaban a las mujeres), está, por tanto, por encima del resto de las Ideas o Formas; es, digamos, la Idea de las Ideas; la Idea que engendra la totalidad de las Ideas que existen. Y ello por dos motivos, primero, porque el hombre es el único ser pensante de la creación y, segundo, porque tiene un alma inmortal, como explica con todo detalle en el FedónPrecisamente, es gracias al alma que, según Platón, tenemos ciertos conceptos espirituales o mentales que no preceden de la experiencia, sino que son innatos. Así, por ejemplo, el concepto de igualdad, al que dedica una buena parrafada en el mismo Fedón, o los de identidad, diferencia, oposición, unidad, número, par e impar, de los que da cuenta en el Teeteto, conceptos que para él constituyen la base a partir de la cual aprehendemos todos los demás conceptos que podemos desarrollar. 
¿Pura majadería? A ver, que levanten la mano aquellos o aquellas a los que desde su más tierna infancia su papá o su mamá no les haya enseñado cómo dos cosas son iguales o diferentes, cómo esto es una manzana y esto son dos peras, etc. etc. Pero los filósofos, empezando por Platón, le dan  a esto una prosopopeya que resulta difícilmente superable.
Aun así, el éxito de su filosofía es indudable, como prueba, no sólo la legión de seguidores, sino el hecho de que se conserven perfectamente sus textos, mientras se perdían los de la práctica totalidad de los filósofos griegos. A juicio del que esto escribe se debe fundamentalmente no a la potencia de su pensamiento, que de ella no cabe tener duda, sino a que le ofrece al poderoso una doble arma: la de la bondad de la estabilidad y, con ella, la defensa de su estatus, y, derivada de ésta, la de la resignación de los de abajo, quienes perderán todo anhelo de cambio confiando en que esta vida "irreal" dará paso a la vida verdadera, de paz, de estabilidad y de felicidad. No es extraño pues que para el cristianismo, especialmente el católico, sea el favorito de todos los filósofos paganos.
El que esto escribe es consciente de que del amplísimo campo y la variedad de temas que Platón abarcó el presente texto es sólo un resumen de lo principal de su filosofía, la teoría de las Ideas. Ahora bien, cuando  esta teoría se explica llanamente, haciendo aflorar su causas, sus contradicciones e insuficiencias, los seguidores del ateniense te dicen: No has entendido a Platón. El que esto escribe ni afirma ni niega, simplemente dice: Léanlo. Es fácil bajar de internet gratuitamente la totalidad de sus libros.

P.S.- Las negritas son de un servidor.
Las imágenes son de internet.