Un día mi padre desapareció. Desapareció. Sin más. Salió por la mañana a su trabajo y no regresó. Ni aquel día ni al siguiente ni al otro ni al otro. Yo tenía tres años y mi hermana uno y todo lo que recuerdo de aquella desaparición es una especie de vacío repentino, como, si cayera en un pozo abierto bruscamente bajo mis pies. Y todo lo que sé procede en exclusiva de las vagas explicaciones que bastantes años más tarde conseguí arrancarle a mi madre, a la que no le gustaba nada hablar del asunto. No sé, por ejemplo, si mi madre había albergado alguna sospecha de la intención de mi padre, si es que había desaparecido voluntariamente, ni si se despidió de ella, aunque fuera tácitamente. Tampoco sé, porque mi madre, cuando lo hacía, contestaba sólo con evasivas, debido, sin duda, a que seguía siendo un asunto doloroso para ella, si hizo alguna gestión ante las autoridades, si denunció o no su desaparición. Eran tiempos oscuros, muy oscuros, en los que, en su jactancia, los vencedores de la guerra continuaban cebándose con los que, simplemente, habían estado de parte de la República y, seguramente, no era lo más prudente ir no preguntando, sino denunciando desapariciones.
De todas formas, mi padre había hecho la guerra en la legión, de modo que, en principio, mi madre podía estar tranquila de que no lo habían detenido para aplicarle alguna de las represalias de las que el Régimen tenía en su cartera de venganza. ¿Pero, entonces, qué había pasado? Esta era una incógnita que tardaría un año en descifrarse. Fue un año malo. Yo tengo de él sólo recuerdos brumosos, muchos, quizás, fruto de mi imaginación, surgidos posteriormente a partir de lo poco que me contaba mi madre, pero entre las brumas sobresale un recuerdo de una nitidez sorprendente: el hambre. Con una madre sin trabajo y con dos hijos pequeños, la situación a la que tuvo que enfrentarse mi madre no debió ser nada agradable. Si sobrevivimos fue gracias a la ayuda de la familia materna, que tampoco nadaba en la abundancia; por parte de la paterna no hubo más que recriminaciones (algún día contaré cómo fue la boda de mi madre y de mi padre).
Es lástima que mi madre no conservara aquella carta, porque de todas mis numerosas lecturas a lo largo de los años esta habría sido, sin duda, una de las que más me hubieran interesado. ¿Qué pensó mi madre cuando se enteró de su contenido? ¿Consultó con su hermana y con su cuñado la decisión que debía tomar? ¿Lo consultó con alguien, al margen o además de estos dos? Tampoco lo sé. Sin duda porque se trataba de un asunto delicado que se negaba a rememorar, lo más probable; pero también porque no debía estar demasiado conforme con la decisión que tomó, que no fue otra que la de reunirse con su marido.
Años después, con la petulancia propia de la adolescencia y ante la evolución de los acontecimientos posteriores, yo hube de reprocharle a mi madre muchas veces aquella decisión. Pero esta es otra parte de la historia que contaré en su momento. Entonces, poco días después de recibir la carta, cogimos el tren en la antigua estación de Córdoba rumbo a Sevilla. Aquí había que coger un autobús que llevaba a Huelva y desde ésta otro que por fin te dejaba en el pueblo. Una odisea entonces, para una mujer analfabeta y con hijos pequeños. Yo no sé por qué mi padre no vino a recogernos (si poco hablaba mi madre, mi padre era exactamente igual que un mudo. Ya iréis viendo que durante mi infancia y aún mucho después, en mi casa lo que predominaba era el silencio.) Tal vez temiera que mi madre se hubiera abierto camino durante aquel año y se negara a acompañarlo.
Imágenes:
Plaza Aguayos e iglesia de San Pedro.- Blog Historia y Genalogía.
Carta.- Antigua.Me
Tren.- Internet