lunes, 25 de diciembre de 2023

VEINTICINCO DE DICIEMBRE

Veinticinco de diciembre. Navidad. Un niño ha nacido en una cueva que a veces ha servido de establo. Su madre era virgen antes de concebir al niño; siguió siendo virgen tras la concepción y no dejó de ser virgen durante y después del parto. Pastores que guardaban sus rebaños en las proximidades de la cueva corrieron a adorar al niño, alertados por un ángel. Unos magos de oriente, reyes según algunos, acudieron a adorarle también, precedidos por una estrella que los guiaba.
Este niño crecerá atendido amorosamente por su madre. Será un joven fuerte, valeroso y puro. Cuando adquiera la condición de adulto saldrá a los caminos y predicará una moral novedosa, fundamentalmente austera que atraerá a los débiles y enfurecerá a los poderosos. Hará milagros, muchos, sanará enfermos de variadas dolencias, resucitará muertos. Por todo ello, será perseguido, sufrirá martirio, lo matarán y será enterrado, pero tres días más tarde, resucitará. Después de su resurrección ascenderá a los cielos, en donde se sentará a la diestra del Padre, en compañía del Espíritu, constituyendo la que era, es y será, la Trinidad. Sus discípulos y seguidores practicarán un rito que será llamado Eucaristía, durante el cual comerán su cuerpo y beberán su sangre bajo las formas del pan y del vino, un rito salvífico que, realizado con fe y limpieza de corazón les abrirá, tras la muerte, las puertas del cielo.
La mayor parte de los que hayan leído hasta aquí pensarán que, aunque muy resumida, esta es la historia del Niño Jesús, cuyo nacimiento celebran los cristianos en el día de hoy; la historia de Jesucristo, como en articulo firmado de su puño y letra, publica en El Día de Córdoba, el obispo Demetrio Fernández, con un lenguaje de firmeza y de seguridad que casi raya en la soberbia. 
Sin embargo, tanto el obispo de Córdoba, que no cordobés, como quien tenga la amabilidad de leer esta entrada, se equivocan. Esta historia no tiene nada que ver con Jesús, quien sería llamado Cristo, hijo de Dios y Dios al mismo tiempo y cuya figura dio origen al cristianismo. Esta es tal cual la historia de Mitra, un Dios también, de origen iranio, del que se tiene constancia de su existencia nada menos que desde el siglo XV antes de Jesucristo, e igualmente hijo de Dios y Dios al mismo tiempo, un Dios solar, ampliamente adorado en el imperio romano, a partir de la conquista por Roma del Asia Menor y cuyo culto, de tipo mistérico, pervivió hasta el siglo IV de nuestra Era.
No es el único Dios que nace, sufre persecución, lo matan y resucita. A título de ejemplo, pueden citarse al egipcio Osiris, a los hindúes Shiva y Krishna, al sirio Tammuz, al etrusco Atune, a los griegos Adonis y Dionisos, al romano Baco y a una larga serie que se extiende por la práctica totalidad de los pueblos indo-mediterráneos. Aunque el cristianismo no guarda con las historias concretas de estos dioses las asombrosas semejanzas que guarda con la de Mitra.
El señor obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, puede decir lo que quiera, lo mismo que todos los obispos de España y del mundo, pero la semejanza es de tal calibre que, sin ninguna duda, una de las dos religiones copió sus fundamentos de la otra y, dado que Mitra es mucho más antiguo que Cristo, no hay que ser un lince para saber quién copio de quien. De hecho, muchos intelectuales romanos acusaron a los cristianos precisamente de copiones, al no ver en la nueva religión más que una copia de la mitraica, con una simple mano de barniz judío. Lo más gracioso del caso, si así puede considerarse, es la defensa que de su religión hacían los cristianos. Como muestra, véase a continuación lo que escribía San Justino (100-165) uno de los más reputados teólogos cristianos, el cual en su Apología y refiriéndose concretamente a la eucaristía afirmaba:
"Este alimento se llama entre nosotros Eucaristía, en la que a nadie le es lícito participar, salvo al que cree... porque se nos ha enseñado que es la carne y la sangre del mismo Jesus encarnado... Por cierto, que también esto, por remedo, enseñaron los perversos demonios para que se hiciera en los misterios de Mitra, pues vosotros sabéis o podéis saber que ellos toman también pan y una copa de vino en los sacrificios de aquellos que están iniciados y pronuncias ciertas palabras sobre ellos."
Como se ve, una justificación incuestionable, pues de más es conocida la extraordinaria astucia del demonio, capaz de hacer aparecer la eucaristía cristiana en un culto pagano miles de años antes no ya de que existiera el cristianismo, sino  de que siquiera pudiese ser imaginado.
Entonces, preguntará alguien, si el cristianismo es una mera copia del mitraísmo, ¿cómo es que la copia triunfó sobre el original? La explicación es sencilla: la religión mitraica era, como se ha dicho, de tipo mistérico, de modo que se necesitaba una iniciación para formar parte de ella y en su eucaristía sólo tomaban parte los iniciados, mientras que en el cristianismo bastaba con creer y bautizarse para ya ser cristiano de pleno derecho, con la participación en la eucaristía incluida.

Las negritas son de quien escribe.

Imágenes: Internet.

sábado, 23 de diciembre de 2023

DE CÓMO APRENDÍ A VIAJAR EN TREN

Rolando Rivi
Es marzo, tiempo de Cuaresma, a punto de empezar la primavera. A través de la ventana entra la luz como agrietada de un sol pálido, medio cegado por nubes azulinas, que se derrama sobre el campo de fútbol y, más allá, sobre el huerto, en el que han surgido ya desde hace un par de semanas las matas de berenjenas, de patatas, de tomates y de pimientos. Desde la banca se divisan los eucaliptos gigantescos que bordean la tapia y, entre sus troncos, la copa de los naranjos.
En la tarima, de espaldas al encerado, un sacerdote habla. Tiene la voz melosa y sus manos se mueven en el aire con cautela. Tiene la tez blanca, como la sal, los labios rojos, las orejas algo despegadas y el pelo cortado al cepillo. Ha venido expresamente desde Ronda, o desde Roma, no lo sabemos y no nos atrevemos a preguntárselo. Está contando un cuento.
"Imaginad", dice, "un tren que cada día realiza un recorrido de ida y vuelta entre dos estaciones, Córdoba y Málaga, por ejemplo. Todos los días sale por la mañana muy temprano y regresa al anochecer. Imaginad", y ahora, mientras habla, va representando la narración en la pizarra. "Imaginad que hacia la mitad del camino, poco más o menos, hay un precipicio muy, muy profundo, tan profundo que no se le ve el fondo, salvado por un puente por el que discurre la vía del ferrocarril. El tren, controlado por el maquinista, pasa por este puente dos veces cada día. Por las mañanas, especialmente en verano, ve el inmenso panorama que se ofrece a sus ojos. Por la noche, en el regreso, la oscuridad lo envuelve todo y el maquinista debe conformarse con el ruido especial que hace el tren al pasar por el puente. El maquinista sabe que tanto de día como de noche no corre riesgo alguno de precipitarse en el vacío, gracias al puente que une los dos lados del abismo. Está tan convencido que cada día, cuando pone el tren en marcha y luego durante el recorrido, ni siquiera se le ocurre pensar ni en el abismo ni en el puente.
"Bien, imaginad que un día ha sufrido un fallo en uno de sus pilares y el puente se ha derrumbado. El derrumbamiento se ha producido durante la tarde, bastantes horas después del paso del tren de la mañana, de manera que aquel anochecer, cuando pone en marcha el convoy y éste sale de la estación, el maquinista cree con absoluto convencimiento que el puente sigue en pie, ¡cómo que lo ha atravesado aquella mañana en el recorrido de ida! Pero yo os digo y quiero que os fijéis bien en este detalle, ¿qué importa lo que crea o deje de creer el maquinista?" Y aquí el sacerdote alza la voz, la atipla ligeramente y se mece con suavidad a un lado y a otro. "¿Qué importa, repito, lo que crea el maquinista? Crea lo que crea, y esto debéis metéroslo bien en la cabeza, crea lo que crea, si no frena y detiene el convoy antes de llegar al puente, el tren se precipitará inexorablemente en el abismo, ¡ine-xo-ra-ble-men-te!
¡Pues exactamente lo mismo que con el puente, exactamente lo mismo, ocurre con el infierno! Vosotros sois libres de creer lo que queráis, que existe o que no existe, pero si existe y yo os garantizo que existe, creáis lo que creáis, si no dejáis de pecar y hacéis penitencia, no solo en estos días de Cuaresma, sino a lo largo de todo el año, os condenaréis, os con-de-na-réis para todo la eternidad, ¡para toda la eternidad!"
Cuántas noches, tras aquella plática, el niño soñó que, lo mismo que el tren en el abismo, él se precipitaba en las profundidades del infierno, cuyas horrendas características ya nos las había detallado el sacerdote el día anterior con todo lujo de detalles. Era la Cuaresma, teníamos ocho, nueve, diez años, las clases se suspendían durante una semana y, en su lugar, hacíamos ejercicios espirituales.

sábado, 16 de diciembre de 2023

EL CULTO AL DOLOR

No me pidan que comprenda el dolor. Aborrezco de todo corazón esa tan extendida creencia, apoyada incluso por cierta filosofía, de que sin la existencia del dolor no nos sería posible valorar la salud. Al parecer, ni los creyentes ni los filósofos son capaces de entender que si el dolor no existiera, no tendríamos la más mínima necesidad de valorar la salud. Más aún, la salud no está para valorarla, sino para vivirla. Esa creencia, a mi juicio, sumamente absurda, no tiene otro sentido que el de justificar la existencia del dolor y con ello conseguir un consuelo que no puede ser más elemental ni más evanescente.
Pero si hay una entidad entregada no sólo al dolor, sino a su culto, esta no es otra que la Iglesia Católica. Más de dos mil años lleva entregada enteramente a él. No es la única, desde luego, las tres religiones monoteístas, denominadas del Libro, son manifiestamente masoquistas, pero el refinamiento de la teología católica alcanza cotas a las que ni de lejos alcanzan las otras dos, no hay más que ver la fruición y aún el regodeo con que celebran cada año el sufrimiento de un Hombre muerto en una cruz.
No, no me pidan que comprenda el dolor. La Iglesia lleva más de dos mil años demandándoselo a sus fieles y a los que no lo son. Durante más de dos mil años no ha cesado de exigir mortificación y penitencia, con el pretexto de expiar una extraña culpa cometida por los que Ella llama nuestros primeros padres, primigenios antepasados cuya existencia la ciencia se encargó ha tiempo de desmentir.
La Iglesia, buena parte de sus miembros y sus jerarcas, son tan aficionados al dolor que a lo largo de la historia no han dudado en aplicárselo con severa contundencia a todo aquel que ha osado disentir de sus doctrinas. No sólo perturban continuamente nuestra vida con tan peregrina afición, sino que en los últimos tiempos se empeñan también en ordenarnos cómo debemos morir.
Cristo no tuvo remedio paliativos, tronaba un indignadísimo obispo español oponiéndose radicalmente a la aprobación de la ley de eutanasia. Y es verdad, Cristo no tuvo esos remedio. Dando por válida la historia tal y como nos la cuentan -hecho con el que no todo el mundo está de acuerdo-, el sufrimiento de Cristo fue, sin duda, descomunal. Pero se trató de un sufrimiento crítico, es decir, puntual, un sufrimiento concentrado en el curso de unas pocas horas. El Hombre que murió en la cruz no fue durante más de media vida un leproso, enfermedad muy común en su tiempo y en su tierra que, junto al dolor físico, llevaba aparejado el temible dolor del rechazo social: no sufrió un cáncer de útero, con dolores espeluznantes y sin apenas tregua durante nueve meses de interminable agonía; no sufrió un cáncer de pulmón ni conoció, en consecuencia, al lado del dolor corporal, el dolor psíquico de ver cómo te vas convirtiendo lenta e inexorablemente en una ruina de ti mismo; no sufrió el encadenamiento de por vida en una cama o en una silla de ruedas, ni, en fin, cualquiera de tantos y tantos padecimientos horribles que aquejan a diario a tantísimos seres humanos. En punto a sufrimiento hay montañas de mujeres y de hombres que le dan sopas con honda al mismísimo Cristo.
No comprendo el dolor, no. Cuando me sitúo en la órbita de la teología católica el dolor me parece sencillamente una soberbia maldad. ¿Un Dios bondadoso y justiciero capaz de permitir semejantes aberraciones? No, ni comprendo el dolor ni, mucho menos, estoy dispuesto a aceptarlo mansamente. Por el contrario, creo que, dentro o fuera de la Iglesia, el ser humano no debe conformarse y sufrir resignadamente lo que sea necesario, sino enfrentarse al dolor, tratar de doblegarlo con todas las armas, principalmente médicas, de que podamos disponer hasta lograr si no suprimirlo, reducirlo, al menos, a su mínima expresión. Y, cuando esto ya no sea posible o, simplemente, cuando ya no tengamos fuerzas para seguir luchando, escapar de él por la única puerta por donde es posible hacerlo. Por eso, aplaudí y continúo aplaudiendo la aprobación en nuestro país de la ley de eutanasia, que incluye el suicidio asistido, ley que, más o menos idéntica, se encuentra en vigor también en Holanda, Luxemburgo, Bélgica, Nueva Zelanda, Canadá y Colombia, así como en varios Estados norteamericanos.

jueves, 7 de diciembre de 2023

TREINTA Y DOS

Durante los ya lejanos días de mi infancia y de mi adolescencia, la Iglesia católica nos ofrecía y nos obligaba a aprender una versión monolítica del cristianismo, mediante la narración de una historia lineal, dirigida por el Espíritu Santo y de la cual ella era la única y exclusiva protagonista. En tan maravillosa historia no aparecían desgajamientos ni ramas que se separaran del tronco principal. Sólo, de tarde en tarde, surgía algún disidente que junto con sus seguidores era enviado de inmediato al reino de las tinieblas. Esta versión que yo recibí casi como un dogma es rigurosamente falsa.
No voy a andarme con elucubraciones. Porque creo que es suficientemente significativo, me limitaré, a exponer un sólo ejemplo de tal falsedad, transcribiendo casi literalmente los datos que aporta el escritor José María Gironella (1917-2003) en su libro El escándalo de Tierra Santa. Aunque crítico, el autor de esta importante obra fue un ferviente católico. Durante varios meses vivió en Israel, anotando todo lo que veía con sus propios ojos, de manera que difícilmente puede ser tachado de exagerado o de tendencioso.
Gironella es un escritor de estilo más bien ramplón, plano, con escaso juego de figuras literarias, pero escribe con mucho convencimiento y gran sinceridad, de manera que los datos que aporta en sus diferentes obras suelen ser exactos, fruto de una minuciosa investigación. 
Pues según nuestros autor, en 1973, vivían en Israel casi tres millones de judíos, un millón de musulmanes y alrededor de cien mil cristianos (100.000), una exigua minoría. A pesar de su escaso número y de encontrarse en territorio potencialmente hostil, dichos cristianos no constituían ni mucho menos una unidad, sino que se repartían nada menos que en treinta y dos confesiones. Así, había veinticuatro mil católicos romanos, muchos de ellos musulmanes conversos, cuyo jefe era el Patriarca Latino de Jerusalén. Otros veinticuatro mil eran católicos griegos, que, aunque obedientes en parte a Roma, seguían el rito bizantino y estaban comandados por un Patriarca de la Iglesia Católica Griega. Cuarenta mil eran griegos ortodoxos, con matriz en la separación de las iglesias oriental y romana en el siglo XI. Había también cristianos ortodoxos dependientes del Patriarcado Ruso de Moscú, así como cristianos armenios, coptos, sirios y etíopes, sumando en conjunto unos cuatro mil miembros. Los ocho mil cristianos restantes, hasta los cien mil, se repartían entre veintidós grupos protestantes, con predominio de las confesiones anglicana, presbiteriana, luterana y baptista. Como al autor no le interesa, no nos cuenta si en el territorio había también o no ateos y, en su caso, el número de los existentes.
Lo que si cuenta Gironella es que la convivencia entre los distintos grupos de cristianos distaba mucho de ser pacífica. Nuestro autor no es remiso en detallar las continuas disputas entre los distintos grupos de cristianos no por cuestiones teológicas, sino por las muchos más terrenales de la posesión de un trocito de tal o cual templo o terreno, disputas con disparos y puñaladas entre unos y otros, incluidos los católicos, que acababan con la intervención de la policía del Estado israelí, tal era la virulencia que llegaban a alcanzar.
Desde entonces casi hasta el día de hoy no ha cambiado más que el ligero aumento del número de afiliados a las distintas confesiones cristianas, cada una de ellas reclamándose como la auténtica iglesia de Jesucristo. Sólo el templo del Santo Sepulcro se lo reparten seis grupos: católicos, armenios, griegos ortodoxos, sirios, coptos y etíopes, todos ellos disputándose la recepción de los turistas (peregrinos los llaman) que llegan a visitar los denominados Santos Lugares. Una de las peleas más monumentales se produjo el diez de noviembre de 2008, a puñetazos, en el interior del templo del Santo Sepulcro entre ortodoxos griegos y armenios, pelea que concluyó con la intervención de la policía judía, obligada a entrar en un templo cristiano para que la pelea no degenerara en batalla a sangre y fuego, como recogía la prensa internacional.
Actualmente, los citados enfrentamientos están calmados, pero porque el genocidio que Israel están llevando acabo en Gaza ha hecho desaparecer casi por completo la llegada de nuevos turistas. Pero la situación volverá, sin duda, a la normalidad, cuando Israel, con el vergonzoso silencio o la más vergonzosa aún aceptación internacional, culmine el genocidio.


miércoles, 22 de noviembre de 2023

AGUA AMARGA

En mi niñez y mi adolescencia se estudiaban en los colegios las historietas de Adán, Eva y el paraíso, de Abraham, Noé y su maravillosa arca, de Moisés, de David y Goliat, de Josué y la milagrosísima caída de Jericó, etc. Todo aquel conglomerado recibía el nombre de Historia Sagrada, que era una asignatura más en el curriculum. 
Desconozco si en los colegios se siguen estudiando estas maravillas. Sin embargo, se estudien o no, creo que la lectura cotidiana de la Biblia debería ser obligatoria no sólo en las escuelas, sino también en los institutos, en los centros de formación profesional, en la universidad y, por supuesto, en las iglesias y aun en los centros de trabajo. Pero no sólo aquellas historietas que obligaban a estudiar a los colegiales de mi generación, sino toda la Biblia, libro a libro y capítulo a capítulo. Es este, sin duda, el mejor camino para conocer de verdad la raíz, el sustrato y el basamento que sostiene a la religión cristiana. No otro es el motivo por el que la Iglesia mantuvo prohibida dicha lectura hasta la aparición de Lutero y, al día de hoy no se puede decir que sea un plato de su gusto.
Un buen comienzo de esa lectura podría ser Números, cuarto libro del Pentateuco, porque, en general, es un libro poco conocido, incluido el título. Y de este libro los versículos once a treinta y uno del capítulo cinco, versículos, junto con otros muchos, que jamás tuvimos que leer o nos leyeron en los diversos centros educativos por los que pasé. Resumiendo en parte con el fin de no alargar demasiado la entrada, en tales versículos se dice lo que sigue: Cualquier hombre cuya mujer se haya desviado y le haya engañado: ha dormido un hombre con ella con relación carnal a ocultas del marido; ella se ha manchado en secreto, no hay ningún testigo, no ha sido sorprendida, si el marido es atacado de celos y recela de su mujer que, efectivamente, se ha manchado; o bien le atacan los celos y se siente celoso de su mujer, aunque ella no se haya manchado, ese hombre llevará a su mujer ante el sacerdote y presentará por ella la ofrenda correspondiente... El sacerdote presentará a la mujer y la pondrá delante de Yahvé... tendrá en sus manos las aguas amargas y funestas... conjurará a la mujer y le dirá: "si no ha dormido un hombre contigo, si no te has desviado ni manchado... se inmune a estas aguas amargas y funestas. Pero... si te has desviado y te has manchado, durmiendo con un hombre distinto de tu marido... que Yahvé te ponga como maldición y execración en medio de tu pueblo... Que entren estas aguas amargas en tus entrañas, para que inflen tu vientre y hagan languidecer tus caderas" Cuando le haga beber las aguas, si la mujer... ha engañado a su marido... se inflará su vientre, languidecerán sus caderas y será mujer maldita en medio de su pueblo. Pero si la mujer no se ha manchado... estará exenta de toda culpa y tendrá hijos."
La prueba a la que era sometida la mujer recibe el nombre de ordalía y se trata de lo que se conoce como juicio de Dios, ritual verdaderamente salvaje que aparece por primera vez en el código de Hamurabi, del que, en síntesis, lo tomaron los hebreos a través de los babilonios y de los hititas y que, más tarde, reaparecería con fuerza en la Europa cristiana de la Edad Media. 
Como se sabe y esto es lo que sostiene la Iglesia, la Biblia, al menos en los textos por ella aceptados, está inspirada, cuando no dictada directamente por Dios. Si esto es así, el rito es suficientemente duro e inhumano como para poner fin de una vez al mito del Dios bondadoso, sostenido reiterativamente por la teología cristiana.
No obstante y, a pesar de su dureza, el texto bíblico no describe más que someramente el rito. La práctica real era mucho más dura. Para empezar, si la mujer se declaraba culpable se la obligaba a firmar su renuncia a la dote que aportó al matrimonio, materializándose seguidamente el divorcio. Tal circunstancia obligaba a la mujer al abandono del hogar conyugal y de sus hijos, si los tenía; se encontraba además con el rechazo de su familia paterna y materna, así como la del lugar del que procediese. Su destino era entonces la miseria más absoluta, peor aún que la de los leprosos, a los que, aunque tenían que vivir apartados, se les llevaba el sustento diario.
Ahora bien, si la mujer se declaraba inocente, las consecuencias eran aún peores. En efecto, el sacerdote, ayudado por un par de esbirros (no he encontrado un término más exacto), la obligaba a beber las citadas aguas amargas, un brebaje compuesto de azulete, que le daba color; bicarbonato potásico, que produce un fuerte calor y, dependiendo de la cantidad, se utiliza en cocina y en repostería, pero también en la fabricación de jabón; cal y, lo más dañino, anhidrido arsenioso, un compuesto altamente tóxico y cancerígeno.
La ingestión de este brebaje producía indefectiblemente una muerte horrenda, con desgarradura de las mucosas del aparato digestivo, violentos calambres, vómitos y deposiciones, terminando todo el proceso con la asfixia de la víctima. El anhidrido arsenioso podía ser sustituido por el veneno de la víbora Gariba, muy abundante en el desierto del Sinaí, cuyos efectos eran semejantes.
En realidad,  el rito religioso no era más que una excusa, todo el asunto tenía una raíz y hasta una razón económica. En el mundo bíblico, el mundo hebreo, judío, la mujer, la esposa,  es propiedad del esposo, forma parte de sus bienes, como muy bien detalla el último de los mandamientos escritos por el mismo Dios en las célebres tablas de piedra, incluidos en el Levítico, y que dice así: "No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo"
A la hora de contraer matrimonio, las mujeres judías aportaban una dote que podía ser importante. Igualmente, en el judaísmo bíblico existía el repudio de la mujer por parte del marido. En la Ketubach o contrato matrimonial quedaba especificado que en caso de repudio el marido se obligaba a devolverle a la mujer su dote más una cantidad que, en ocasiones, alcanzaba hasta el cien por cien de dicha dote. Se daba también la circunstancia de que muchos judíos buscaban casarse con mujeres importantes, cuya dote era cuantiosa, con el único propósito de quedarse con ésta. Tanto para evitar devolver la dote, como para apoderarse de ésta, pasado un tiempo prudencial, acusaban a su esposa de adulterio, con el resultado infalible de bien la muerte de la mujer, si se declaraba inocente, o su ostracismo, que venía a ser una muerte en vida, si se declaraba culpable, con lo que el esposo siempre conseguía su objetivo.
Claro es que para que la ordalía mantuviera su prestigio como juicio de Dios resultaba necesario que de tanto en tanto la mujer condenada a beber el agua amarga no sólo no muriera, sino que no sufriera daño alguno. Tal condición la conseguían los sacerdotes sustituyendo el anhidrido arsenioso o el veneno de la víbora por una sustancia inocua, cambio que pasaba desapercibido para la multitud que solía asistir a este rito, ya que el brebaje seguía manteniendo el habitual color azul que le daba el añil.
Ni que decir tiene que el derecho del hombre a repudiar a su mujer no era simétrico: la mujer carecía de este derecho. Del mismo modo, los hombres podían ponerles a sus mujeres tantos cuernos como les pareciera, en la seguridad de que no serían sometidos a esta ordalía, porque únicamente se aplicaba a las mujeres. A diferencia, además, de sus pueblos vecinos, que la aplicaban en distintas circunstancias, los judíos sólo la aplicaban en caso de adulterio de la mujer, real o supuesto.
Un ejemplo, sin duda, de crueldad y de hipocresía y también del descarnado machismo que a cada paso aparece en los distintos libros de la Biblia con sorprendente naturalidad.
Por otra parte, Números, que junto con el Génesis, Éxodo, Levítico y Deuteronomio, forma parte del Pentateuco, es para la Iglesia Católica un libro canónico, aceptado, por tanto, en su totalidad todavía hoy, en el pontificado de Francisco I.

Fuentes: Biblia de Jerusalén
Caballo de Troya 1.- J.J. Benítez
La Biblia y el legado del antiguo Oriente.- García Cordero.

Las negritas son de un servidor

Imágenes: La primera de Natalia Eveling, el resto de Pinterest




domingo, 5 de noviembre de 2023

EL NOMBRE DE LOS PAPAS

Cuando yo era un adolescente y buena parte de mi vida se desarrollaba aún en el seno de la Iglesia, una de las cosas que más despertaba mi curiosidad era el nombre de los papas, por qué los papas cambiaban de nombre cuando ascendían al pontificado. Ninguno de los sacerdotes a los que les hice la pregunta me dio la misma respuesta. 
Para unos, se trataba de un acto de humildad, el hombre elegido cambiaba de nombre para mostrar a la totalidad del género humano que su nombramiento no se debía propiamente a sus cualidades, sino a la libre designación del Espíritu Santo. Según otros, con aquel cambio se ponía de manifiesto que, a partir del momento de ser nombrado, el papa dejaba de ser una persona normal para convertirse en Vicario de Cristo. Otros, en fin, aseguraban que de aquel modo la Iglesia ponía de relieve que la autoridad del papa, jefe supremo y omnímodo de todos los católicos, no sólo no podía equipararse a la de los reyes y altos mandatarios de las distintas naciones, sino que era muy superior, por ser de orden espiritual.
Ninguna de estas respuestas respondía a la verdad. O se trataba de desconocimiento de la historia, cosa en apariencia rara, pero no tanto cuando se conocen las Historias de la Iglesia con las que estos santos varones se formaban, o, más probablemente, se trataba de una más de las mentiras más o menos piadosas con las que pretendían endulzarme la realidad, al tiempo que, en este caso, conferían al papa un carisma aún mayor del que ya poseía.
La verdad es mucho más prosaica. También más terrenal y, desde luego, más grosera. Hasta la mitad del siglo X los papas y antipapas  que se sucedieron en Roma conservaban su nombre de pila cuando accedían al pontificado, desde el mismo San Pedro, dando por buena la relación que contiene el Liber Pontificalis, hasta Agapito II (946-955)
El X es un siglo sobre el que la Iglesia prefiere pasar de puntillas. Nada menos que nueve papas murieron asesinados, de los veintisiete que se sucedieron a lo largo de la centuria. Por entonces, la elección de un papa era un galimatías. Como obispo de Roma que era, teóricamente lo elegía el clero romano, pero en realidad la elección quedaba en manos de las grandes familias y en ella intervenía hasta el emperador germano. 
Una de aquellas familias, la de los Túsculos, patronímico  que tiene su origen en la ciudad etrusca de Tusculum, situada a unos veinticinco kilómetros de Roma y cuyas ruinas pueden visitarse en la actualidad, controlaban el poder político y espiritual de la Ciudad Eterna. Tres mujeres de esta familia eran las verdaderas detentadoras del poder, Teodora, esposa de Teofilato, el primero de los Túsculos, senador romano, y sus dos hijas: Teodora (mismo nombre que la madre) y, especialmente Marozia. Liutprando de Cremona, cronista de la época, trata a estas tres mujeres de prostitutas. Es posible, y así lo sostienen algunos eruditos, que Liutprando exagerara, pero lo que nadie discute es que estas tres damas hicieron un uso amplio de su cuerpo para alcanzar el poder y para mantenerlo.
Centrándonos en Marozia, que fue la más avispada de las tres, siendo todavía una adolescente, de excepcional belleza, por cierto, fue amante del papa Sergio III (904-911), con el que llegó a tener un hijo al que puso por nombre Juan, el cual, andando el tiempo, alcanzaría el solio pontificio con el nombre de Juan XI (931-935). Tras la muerte de Sergio III, Marozia contrajo matrimonio con Guido de Toscana, con el que tuvo otro hijo, Alberico. Siendo ya papa su hijo Juan, Marozia enviudó. Entonces ofreció su mano a Hugo de Provenza, rey de este territorio, con la idea de que el papa lo coronara como emperador, así ella se convertiría en emperatriz. Contra esta trama se alzó Alberico, el hijo de Marozia y, por tanto, hermanastro de Juan XI. Al frente de la nobleza y del pueblo romanos alejo a Hugo y encarceló a su madre y a su hermanastro (932). Marozia y Juan no salieron de la prisión. En ella fueron asesinados por orden de Alberico en 935.
Alberico logró hacerse con todo el poder y entre el 932 y el 946 reinó como príncipe y senador de los romanos. En su lecho de muerte logró arrancar de los nobles y del clero de Roma la promesa de que tras la desaparición del papa Agapito II, a la sazón reinante, sería designado papa su hijo Ottaviano, conde de Tusculum. 
Así sucedió: en 955, tras la muerte de Agapito II, Ottaviano accedió al trono papal. Sólo tenía dieciocho años, pero ya era también, por herencia paterna, Prefecto de Roma, reuniéndose así en su persona el poder temporal y el espiritual. Ottaviano era también un buen elemento. Más que el ejercicio de sus cargos, a él lo que le interesaba era la caza, la buena comida y, sobre todo, las mujeres, de las que gozó en abundancia y variedad. Memorables fueron sus relaciones con el emperador Germano Otón I, llenas de zalamerías, súplicas y traiciones por parte del pontífice. Pero lo que en este momento más interesa de esta historia es que para diferenciar sus cargos de Prefecto y de papa, cuando firmaba documentos civiles lo hacía como Ottaviano, su nombre de pila, mientras que para los documentos eclesiásticos adoptó el nombre de Juan. Con este nombre, Juan, el duodécimo de la sucesión, Juan XII, pasó a la historia. Y así, de un modo nada trascendente o espiritual, se inició la costumbre del  cambio de nombre por parte del elegido como papa.

Fuentes:
Los círculos del poder.- Antonio Castro Zafra
Historia de los papas.- Juan María Laboa
Diccionario de los papas.- Juan Dacio
Historia política de los papas.- Pierre Lanfrey
Historia de la Iglesia II.- Llorca, Villoslada y Montalbán.

domingo, 29 de octubre de 2023

EL SITIO DE DIOS

¿Dónde estaba Dios? Se preguntaba el dimisionario Benedicto XVI, hace algunos años, durante su visita, siendo papa efectivo aún, a uno de los campos de concentración, Auschwitz, creo recordar, en el que lo nazis asesinaron impunemente a cientos de miles de judíos. Quizás, si aún viviera, se lo estaría preguntando de nuevo con ocasión de las muertes que se producen cada día en el Mediterráneo en el naufragio de las frágiles embarcaciones en las que pretenden llegar al paraíso europeo inmigrantes africanos que huyen del hambre, la guerra y la persecución política en sus países. Quizás, en este momento, se lo preguntaría también a propósito del genocidio que Israel está perpetrando en Palestina, igualmente impune, gracias al apoyo o al silencio internacional.
La pregunta de Benedicto XVI, Joseph Ratzinger antes de alcanzar el trono papal, era, obviamente, una pregunta retórica. Pero era, más aún, una pregunta estúpida, no por la pregunta en sí, que mucha gente se hace, sino por la altura de su vida en que el entonces papa la planteaba.
Joseph Ratzinger era un hombre ilustrado, un poderoso teólogo, distinguido en los debates del concilio Vaticano II, al que acudió como consultor del cardenal Joseph Frings, es decir, sabía perfectamente que la respuesta a su pregunta se encuentra en el evangelio y él no tenía más remedio que conocerla, al menos, desde su primera juventud, cuando, tras la derrota del ejército nazi, en cuyas filas había servido, se inclinó por el sacerdocio. En realidad, todos los cristianos deben conocerla.
Lo cuenta Mateo, en el capítulo segundo de su evangelio, versículos dieciséis a dieciocho: "Entonces, Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había averiguado de los magos.
¿Dónde estaba Dios entonces? Cada vez que, de niño y de adolescente, leía estos versículos en un viejo librito que rodaba por mi casa me sentía horrorizado. Qué clase de Dios era aquel que permitía el asesinato a sangre fría de decenas, tal vez cientos de niños inocentes que no arrastraban culpa alguna, pues no habían tenido tiempo de empezar a vivir. Los sacerdotes nos explicaban con toda clase de detalles que la cualidad principal de Dios era su bondad. ¿Pero cómo podía un Dios bondadoso permitir semejante infamia? Para mí, existía una flagrante contradicción entre la predicada bondad de Dios y el hecho preciso de estas muertes horrendas que para nada servían en el proyecto del Redentor. Antes de consentir aquella matanza, un Dios bondadoso ¿no pudo haber tocado el corazón de Herodes para aplacar su ira? ¿No pudo haber tocado su memoria para hacerle olvidar la visita de los magos? En lugar de pedirles a éstos que no volvieran a ver a Herodes, ¿no pudo pedirles que le mintieran diciéndole, por ejemplo, que se habían equivocado, que el tal Niño no existía? ¿No valía más la vida de todos aquellos inocentes que el pecado de una leve mentira?
Cierto día, le hice en privado estas preguntas a don Antonio, un padre salesiano, joven y dicharachero, que me parecía el más cercano de cuantos sacerdotes conocía. ¿Su respuesta? Hela aquí: Los designios de Dios son inescrutable, ¿no querrás conocerlos tú, precisamente? ¿No pretenderás dirigir sus acciones? Ten por seguro que lo que Dios hace o deja de hacer es bueno para nosotros, aunque en muchas ocasiones no sepamos por qué. Esta respuesta, más o menos con las mismas palabras, incluida la afirmación final, la había escuchado ya muchas veces y seguiría escuchándola durante bastante tiempo, no dirigida exclusivamente a mí, sino a los fieles en general, desde los púlpitos y desde los presbiterios, durante las homilías y fuera de ellas. Los cristianos, incluidos su sesudos teólogos, no ofrecen otra respuesta. A ninguno parece preocuparles mucho el asesinato de aquellos niños, sencillamente, porque se trata de la voluntad de Dios y la voluntad de Dios no admite discusión, se acata y punto.
En la actualidad, cada día mueren en el mundo diecisiete mil (17.000) niños de HAMBRE, niños pequeños, muchos con sólo unas semanas de vida. Se trata de una muerte lenta que conlleva un sufrimiento extraordinariamente cruel. ¿Se deberán estas muertes también a la voluntad de Dios? Quizás Herodes degollando a aquellos niños fuera menos cruel que estas sociedades cristianas nuestras, que defienden con uñas y dientes al nasciturus para dejarlo morir después, una vez que ha nacido, una vez que desde un par de insignificantes células se convierte en un verdadero ser humano.
Pero la pregunta sigue en el aire: ¿Dónde estaba Dios en el aciago momento en que los soldados de Herodes arrancaban a los niños de los brazos de su madre y los degollaban? La respuesta está ahí: en el mismo evangelio de Mateo, en los versículos trece y quince del mismo capítulo segundo. Es imposible que en más de dos mil años de historia no la hayan visto los cristianos y no la hubiera visto el eminente Joseph Ratzinger. La han visto y la conocen, como la conocemos todos los que hemos leído el evangelio, pero la respuesta es tan aterradora que no se atreven a aceptarla: Dios estaba en Egipto, había huido cobardemente en brazos de la que ahora era su madre, acompañado por el que pasaba por su padre. Es decir, Dios estaba lejos del lugar del crimen y, por omisión, al lado del asesino. Dios estaba donde seguía estando en tiempos de los nazis y donde está ahora, durante los naufragios en el Mediterráneo, en la muerte de esos diecisiete mil niños diarios, o en los bombardeos y la invasión de Gaza por parte de Israel: lejos de los débiles y junto a los poderosos, que son a los que les interesa tenerlo a su lado.

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martes, 17 de octubre de 2023

A LA CAZA DE LA BRUJA

El libro Exorcistas contra Satanás, del periodista italiano  Fabio Machese, contiene una entrevista concedida por el papa Francisco en la que éste afirma que Satanás existe, que no es un cosa difusa, sino una persona. La afirmación del papa no es un asunto baladí, porque fue precisamente la creencia en la existencia del demonio la que dio lugar a la aparición de las brujas y su consiguiente persecución.
En las últimas dos o tres décadas hay numerosos historiadores que tratan con toda clase de argumentos de revisar para mejor las épocas más negras de la Historia. Pero, digan lo que digan, la Edad Media fue una época oscura, de penumbra, como recoge con numerosas pruebas la autora británica Catherine Nixey en su libro titulado precisamente así: La edad de la penumbra.
Fue en esta tenebrosa época cuando hizo su aparición la brujería. Desde los tiempos más remotos el ser humano ha pretendido, de una parte, anticiparse al futuro, descubriendo con antelación los avatares que éste habría de depararle; y, de otra, orientar a su favor tanto las acciones de otros seres humanos como los fenómenos de la naturaleza. Ambas cosas trataban de conseguirlas magos, adivinos y hechiceros. Para ello, los tres, utilizaban medios enmarcados estrictamente en el ámbito humano y natural: distintas ceremonias, ungüentos, elementos considerados con poder mágico, como talismanes y amuletos, incluso drogas, con el objetivo de conseguir un estado de alteración de la conciencia gracias al cual, según se cuenta, les permitía ver y vaticinar acontecimientos y fenómenos imposibles de captar en el estado de normalidad. 
De acuerdo con los eruditos de la época y con los numerosos tratados que sobre ella se escribieron, la brujería era otra cosa. Perseguía los mismos objetivos que la magia y la hechicería, eso sí, pero se diferenciaba de ambas en que para alcanzarlos no se valía sólo de medios humanos y naturales, sino que acudía a la relación y aun al pacto con el demonio, con ese Satanás del que el papa habla. Y en este, precisamente, en el pacto con el diablo era en lo que consistía el pecado y el delito, pues la brujería fue perseguida ante todo por la Iglesia, como una herejía sumamente nociva, pero también por las autoridades civiles, porque, según se afirmaba con absoluta seguridad, alteraba gravemente las relaciones sociales de un pueblo, de una ciudad, de un país.
Las brujas, pues en una abrumadora mayoría se trató de mujeres, debutan en la historia hacia el siglo XII. En esta época surgen los primeros rumores, los primeros cotilleos de comadres acerca de su existencia. Igualmente, la Iglesia tenía ya perfectamente definida lo que era una herejía, de tal modo que, en 1184, el papa Lucio III (1181-1185) creó la primera Inquisición, una inquisición episcopal para perseguir las herejías de los cátaros, los valdenses, los patarinos, los pobres de Lyón y otras más que pululaban principalmente por el sur de Francia. Esta disposición papal constituiría a la larga el sustrato para la persecución de la brujería.

¿Que diría usted, amable lector o lectora, si en la actualidad el sistema judicial español, por ejemplo, obtuviera sus ingresos exclusivamente de los bienes que se le incautaran a los condenados por determinados delitos? Que nadie estaría a salvo de ser acusado de alguno de ellos y, seguidamente, juzgado y condenado, ¿no es cierto? Pues esto es lo que, quince años después de la disposición de Lucio III, decretó Inocencio III (1198-1216) respecto a la Inquisición. Como no podía ser de otro modo, el número de herejes condenados aumentó de forma exponencial, tanto que un siglo más tarde prácticamente no quedaba ninguno. Fue entonces cuando, en 1320, el papa Juan XXII (1316-1334) autorizó a los inquisidores de Carcasonne para que persiguiesen como herejes a quienes adorasen a demonios o aceptaran un pacto con ellos. Este fue el momento en que se inició la persecución contras los brujos y las brujas. Da la impresión de que el papa dictamina tal persecución para que la fuente de los ingresos inquisitoriales no deje de manar.
La definición de lo que era exactamente un brujo la daría el eminente abogado francés Jean Bodin (1529-1596): "Aquel que, conociendo la ley de Dios, intenta realizar ciertos actos mediante un pacto con el diablo." Y, aunque en su definición, ha dicho "aquel", es decir, en masculino, el señor abogado añadía poco después que "cualquier castigo que impongamos a las brujas, aun asarlas y cocerlas a fuego lento, no es excesivo." 
Bastante antes, el papa Inocencio VIII (1484-1492), en la encíclica Summis Desideratis hace una exposición detallada de los crímenes de brujas y brujos:  "Se abandonaron a demonios, íncubos y súcubos", afirma, "y con sus encantamientos, hechizos, conjuraciones y otros execrables embrujos y artificios... han matado niños que estaban aún en el útero materno, lo cual también hicieron con las crías de ganado; arruinaron los productos de la tierra, las uvas de la vid, los frutos de los árboles; más aún, a hombres, mujeres, animales de carga, rebaños y animales de otras clases, viñedos, huertos, praderas, campos de pastoreo, trigo, cebada y todo otro cereal... acosan y atormentan a hombres y mujeres, animales de carga, rebaños y animales de otras clases con terribles dolores y penosas enfermedades, tanto internas como exteriores; impiden a los hombres realizar el acto sexual y a las mujeres concebir, por lo cual los esposos no pueden conocer a sus mujeres, ni éstas recibir a aquéllos; por añadidura, en forma blasfema, renuncian a la Fe que les pertenece por el sacramento del Bautismo y a instigación del Enemigo de la Humanidad no se resguardan de cometer y perpetrar las más espantosas abominaciones y los más asquerosos excesos con peligro moral para su alma, con lo cual ultrajan a la Divina Majestad y son causa de escándalo y de peligro para muchos."
Como se ve, un poder extraordinario el de estas mujeres, en su mayoría analfabetas y muchas de ellas ancianas. Y lo dice, además, con todo desparpajo uno de los papas más indecentes y escandalosos de la historia. Con esta bula, el papa nombraba a los dominicos Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, dos auténticos perros no de Dios, sino de presa, inquisidores en Alemania con carta blanca para perseguir y castigar a las brujas con todos los medios que les parecieran oportunos y sin reparar en rangos.
¿Pero cómo se identificaba a una bruja o a un brujo? Principalmente por los siguientes signos:
-Tener un animal de compañía, gato, perro o pájaros, especialmente, mirlos (se afirmaba que eran demonios disfrazados)
-Tener un quiste, bulto o verruga (se consideraba que era un pezón para alimentar al animal-demonio) Por esta razón, al sospechoso se le afeitaba el pelo y todo el vello, incluido el de los genitales, siendo sumamente difícil que no mostrara alguna de tales marcas.
Una vez detenida la sospechosa, se le sometía a un primer interrogatorio semejante al siguiente:
-¿Desde cuándo eres bruja?
-¿Por qué te hiciste bruja?
-¿Cómo te hiciste bruja?
-¿A quién elegiste como íncubo? (demonio que se posaba encima de la durmiente)
-¿Cómo se llama tu demonio?
-¿Que pacto estableciste con él?
-¿Quienes son tus cómplices?
-¿De qué está hecho el ungüento con que frotas la escoba? (para volar)
Como era imposible que la detenida contestara con otra cosa que no fuera la negativa, se la sometía a tortura y entonces sí, confesaba incluso que había viajado en el tiempo y que en el siglo XX se había convertido en el toro que mató a Manolete.
Y tras la confesión así arrancada, la hoguera. Hasta cuatrocientas mil personas, según los cálculos más sensatos, la inmensa mayoría mujeres, pudieron se quemadas en Europa entre 1450 y 1750, tres largos siglos en los que se produjo el grueso de la persecución y cacería de las brujas. Alemania fue el país en el que más víctimas hubo. Sólo como muestra de lo que fue una persecución sin tasa ni pausa en todo el país: En el obispado de Nurzburg mandaron a la hoguera a novecientas (900) personas en un solo año; en el de Bamberg, a seiscientas (600); en Nuremberg hubo hasta 200 ejecuciones anuales durante bastantes años. En España, quizás porque la Inquisición trabajaba a tope persiguiendo conversos que judaizaban, apenas hubo casos de brujería, siendo el más importante el famoso de Zugarramurdi.

Bien, ¿pero sabe usted, lector o lectora, que es lo más indignante, lo más sangrante y aun lo más repugnante de toda esta cacería?: Que la brujería, como la definía el señor abogado francés y los numerosos tratados que se escribieron al respecto ¡jamás existió, jamás! No hubo pactos con diablo alguno, no hubo íncubos ni súcubos, no hubo conjuros ni maleficios, no hubo vuelos en escoba ni en nada, no hubo shabats, ni aquelarres, ni, por supuesto, demonios enormes a los que las brujas les besaran el ano y luego fueran penetradas con un descomunal y helado pene. Todo, absolutamente todo, definiciones, informes y tratados, salieron exclusivamente de las confesiones arrancadas bajo tortura a las víctimas y se fraguaron en las mentes retorcidas de los perseguidores. Y no tenían nada que ver con la realidad de unas mujeres que, en la mayoría de los casos, eran simplemente curanderas, cuyos remedios consistían en infusiones y ungüentos de las hierbas silvestres que conocían a la perfección.
Así es que el papa Francisco, que no puede ignorar nada de esto, debería tentarse la ropa con cuidado antes de asegurar la existencia real de Satanás, no sea que volvamos a inventarnos una realidad tan absolutamente irreal y dolorosa para tantos como aquella. Mucho mejor haría siguiendo al Prepósito General de la Compañía de Jesús, a la que el papa pertenece, el venezolano padre Arturo Sosa, que niega que Satanás sea un ser real.

Fuentes:
Enciclopedia de la brujería.- Rossel Hope Robbins
Historia de los papas.- Juan María Laboa
Traidores a Cristo. La historia maldita de los papas.- Renè Chandelle
Historia de la Iglesia I. La Iglesia antigua y medieval.- José Orlandis
Las grandes herejías de la Europa Cristiana.- Emilio Mitre/Cristina Granda
Historia de la Brujería.- Frank Donovan
Las Brujas y su mundo.- Julio Caro Baroja

Imágenes:
La primera, dibujo de Félicien Rops
El resto de Internet





viernes, 13 de octubre de 2023

EL HOMBRE INFALIBLE

Movido por el discurso clerical, durante bastante tiempo, mi niñez y mi adolescencia, creí sinceramente que a santos o a beatos llegaban sólo muy buenas personas, tan buenas que en el ejercicio de su bondad se enfrentaban incluso al riesgo de perder la vida. Esta creencia mía era y es completamente falsa: en la inmensa mayoría de los casos, a santos llegan aquellos y aquellas que han ejercido una defensa clara de la Iglesia o que a ésta le pueden servir de propaganda. Cuando lo descubrí no me llevé ninguna decepción: ya había aprendido a conocer el paño.
Podríamos tomar como ejemplo de cuanto va dicho a casi cualquiera de los hombres o las mujeres cuyas imágenes nos miran desde la altura dorada de los altares, pero vamos a centrarnos en el hombre que consiguió nada menos que la infalibilidad o, dicho de otro modo, el hombre que se convirtió en semidios. Este hombre es el papa Pío IX (1846-1878). Su nombre real era Juan María Ferreti. Había nacido en 1792 en la ciudad de Sinaglia, que se asoma al Adriático en la actual provincia de Ancona. Nació en el seno de una familia noble, como la mayoría de los pontífices a lo largo de la historia, circunstancia que prueba, sin duda alguna, la preferencia del Espíritu Santo por la gente de bien, esa buena gente que, a parte de explotar a todo el que pillan, no hacen nada malo.
Desde los diez años el infante Ferreti padeció epilepsia, una enfermedad que se manifiesta mediante ataques compulsivos, durante los cuales el paciente puede llegar a tener alucinaciones y que no tiene cura, si bien en el caso de Juan María, los ataques disminuyeron drásticamente o desaparecieron por completo, como afirman algunos historiadores, tras cumplir los treinta años. La enfermedad le impidió realizar regularmente sus estudios, de manera que no pudo ordenarse sacerdote hasta los veintisiete años. No obstante, en 1827, con sólo treinta y cinco años, era obispo de Spoleto y cinco años más tarde, arzobispo de Imola. En 1840, con cuarenta y ocho años, alcanzó el cardenalato.
Le desapareciera por completo o no, la enfermedad le dejó un carácter voluble, con fuertes altibajos emocionales, de modo que tan pronto se encontraba al borde de la depresión como ascendía a las cumbres de la euforia. En principio, el obispo Ferreti, era amable y sumamente devoto, tanto que rayaba casi en la beatería. Su preferencia por la labor pastoral lo mantuvo alejado de la curia vaticana, incluso tras su nombramiento como cardenal. Aún así, en 1846, con cincuenta y cuatro años, fue elegido papa, tras la muerte de su antecesor Gregorio XVI, escogiendo el nombre de Pío IX. Su pontificado ha sido hasta hoy el más largo de la historia: treintaiún años y ocho meses.
Annos Petri non videbis (no superarás el tiempo de Pedro). Dos simples anécdotas revelan el carácter de este pontífice. La primera, en línea con la egolatría, tiene que ver con este dicho que se tenía casi por una orden antes de él, al creer todo el mundo que el papado de Pedro, dando por hecho que Pedro fue el primer papa, había durando exactamente veinticinco años. Pues cuando Pío IX superó esta cifra mandó colocar un mosaico señalando esta circunstancia al lado de la estatua del apóstol. El rasgo pudoroso y beatón de su carácter se pone de manifiesto con la segunda anécdota: enterado de que una de las estatuas que adornaban el mausoleo de Pablo III había tenido como modelo a Giulia Farnese, amante de Alejandro VI, ordenó cubrirla por completo con una túnica de metal y pintarla como si fuera mármol.
La revolución industrial que se había iniciado en Inglaterra en el último tercio del siglo XVIII había dado origen a dos corrientes ideológicas y políticas contradictorias: el liberalismo y el socialismo. El primero promocionado y exigido por los grandes fabricantes para dar salida a sus productos y el segundo como defensa de la enorme masa de campesinos y pequeños artesanos que se habían visto obligados a trabajar en las fábricas, donde eran explotados con la mayor fiereza. Consecuencia de ambos pensamientos fue la lucha continua entre sus respectivos promotores y seguidores, pero lo que preocupaba especialmente al Vaticano era la creciente descristianización y laicidad de Europa.
En este marco, el acceso al trono papal de Pío IX fue muy bien recibido por el pueblo romano. A pesar de que la Iglesia, con los últimos papas a la cabeza, se había opuesto a cualquier progreso político, social e incluso técnico, como, por ejemplo, el alumbrado de las calles. Su alejamiento de la curia y, por tanto, de la política, le otorgaba una vitola de hombre liberal que, sin duda, se opondría con todo su carisma e incluso con su ejército a los austriacos, que se consideraban con derecho a intervenir en Italia para reprimir cualquier movimiento progresista. 
Esta apreciación popular era pura ilusión, que se esfumó tan pronto como el nueve de noviembre de 1846 Pío IX publicó su primera encíclica, Qui Pluribus, en la que condenaba enérgicamente la indiferencia religiosa y la descristianización. Al papa le afectó profundamente la aparición de dos libros: El origen de las especies, de Charles Darwin y El capital, de Karl Marx, le afectó de tal modo, sobre todo el segundo, que el ocho de diciembre de 1849 publicó la encíclica Nostis Nobiscum, en la que condenaba más duramente aún los, a su juicio, errores del comunismo y del socialismo. En la mentalidad de Pío IX no cabía, no podía caber que, a través de un dilatado proceso evolutivo o de lo que fuese, el hombre procediese del mono. Menos aún admitía la idea de que la clase social históricamente dominada, abandonara la resignación y se rebelara contra el perpetuo sufrimiento, convencida de obtener una mejora en sus condiciones de vida aquí, en la tierra, y no en el supuesto paraíso que la religión, con el pontífice a la cabeza, predicaba.
El conservadurismo del papa se fue acentuando a medida que pasaban los años de su pontificado, culminando con la auto declaración de su infalibilidad en el concilio Vaticano I, con las tropas del rey Victor Manuel, comandadas por el general Cardona, a las puertas de Roma. La tropas entraron en la ciudad el veinte de septiembre de 1870, sin apenas encontrar resistencia por parte de la guardia del papa. Aquel mismo día Roma fue declarada capital de la Italia unificada. Y aquel mismo día Pío IX se encerró en el Vaticano, proclamándose prisionero y clamando por el robo que, según él, le había hecho Victor Manuel de Saboya y su ejército. El pontífice se sentía despojado del Estado Pontificio, un amplio territorio que él consideraba de propiedad exclusiva de los papas, aunque no podía ignorar, primero, que el gobierno de tal Estado convertía al pontífice en un dirigente político como cualquier otro y, segundo y más importante, tampoco podía ignorar que dicho Estado había nacido como fruto de un documento falso: La donación de Constantino.
Profundamente antisemita, con el fin del Estado Pontificio, que nunca debió formar parte de las propiedades de la Iglesia, salió a la luz el trato que Pío IX había dado a los judíos bajo su jurisdicción: prohibición de abandonar Roma sin un permiso expreso del inquisidor de turno; prohibición, bajo la amenaza de fuertes multas, de la compra por parte de los judíos de artículos sagrados católicos, como cálices, crucifijos, patenas, etc.; prohibición de dormir fuera del gheto; mantenimiento de la ley que condenaba a un judío, incluso a muerte, con la denuncia de dos católicos que declararan haber oído que el judío había ofendido de obra o de palabra a un sacerdote.
Pío IX murió el siete de febrero de mil ochocientos setenta y ocho, a los ochenta y seis años de edad. Cerca de ocho mil condenados habían pasado por sus cárceles, cuatro de ellos habían sido decapitados por el verdugo con la imprescindible conformidad del pontífice, Gustavo Paolo Rombelli, Rómolo Salvatori, Ignacio Manchini y Gustavo Marloni. Todavía, cuando los patriotas italianos entraron en Roma, liberaron de su cárcel a cientos de presos, muchos de ellos ciegos y otros prácticamente inválidos por haber perdido la musculatura, debido, respectivamente, a la oscuridad y a la estrechez de las celdas en que habían permanecido cautivos durante largos años. Como se ve, un trato exquisitamente humano, qué digo humano, divino, por parte del representante  en la tierra del Hombre que murió en una cruz con el mismo equipaje y las mismas propiedades con los que había nacido, es decir, ningunos. Igualmente, en los sótanos de la cárcel se encontraron numerosos esqueletos y cadáveres en descomposición, así como grandes cantidades de ropas de hombre y de mujer, y juguetes de niños, muertos, sin duda, junto a sus padres.
Bien, pues a este hombre magnífico, a este papa todo bondad, hasta poner en riesgo su vida, lo declaró beato Juan Pablo II en el año 2000, junto a Juan XXIII.

Fuentes: 
Los círculos del poder.- Antonio Castro Zafra
Santos y pecadores. Una historia de los papas.- Eamon Duffy
Historia de las papas.- Juan María Laboa
Historia de Italia.- Christopher Duggan
Los papas y el sexo.- Eric Fratini.