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miércoles, 9 de abril de 2025

LORENZO Y MIGUEL ANGEL

Florencia
Florencia, una de las más importantes y más bellas ciudades de Italia, vivió un extraordinaria pujanza bajo el gobierno de los Médici durante el Renacimiento que, como se sabe, tuvo su eclosión y su mayor desarrollo en Italia. Una época en que el país estaba dividido en ciudades-Estado, al modo de la antigua Grecia, cuyos conocimientos en los campos del saber y del arte se estaban recuperando pr aquel entonces.
El fundador de la dinastía fue Cosme de Médici (1389-1464), apodado Cosme el Viejo. Nacido en el seno de una familia plebeya y sin ninguna perspectiva de promoción social, consiguió elevarse hasta lo más alto de la sociedad de su tiempo gracias a sus extraordinarias dotes políticas, económicas y humanísticas. Cuando comenzó su vida pública, Florencia estaba sometida a la tiranía de los Visconti, quienes lo hostigaron de tal modo que en 1433, temiendo por su vida, tomó el camino del exilio. No obstante, regresó al cabo de un año, gracias a la rebelión de la gente del pueblo.
Cosme de Médici
La situación había cambiado en la ciudad. Los Visconti habían caído, ahora dos familias de banqueros ejercían el control económico, los Pazzi y los Strozzi. En aquel tiempo, la Iglesia tenía aún prohibida la usura, por lo que ambas familias prestaban su dinero, muchas veces en grandes cantidades, a las monarquías, condes y señores de Europa. Cosme de Médici, que, aun en el exilio, conocía la situación, se había propuesta cambiarla, de manera que a su regreso se saltó la prohibición de que los judíos vivieran en la ciudad y se llevó con él a un grupo dedicado prioritariamente al negocio del préstamo. Tal decisión le produjo a Cosme una extraordinaria popularidad entre las capas medias y bajas de la ciudad, pues a partir de aquel momento tuvieron la posibilidad de conseguir préstamos con los que financiar sus actividades económicas, muchas veces en dificultades por falta de liquidez.
Marsilio Ficino
Gracias a aquella popularidad, que en muchos casos alcanzó el grado de fervor, Cosme consiguió acabar con la tiranía y convertirse en Gobernador de la ciudad. El primero de los Médicis era un hombre de talante liberal que, aparte de gobernar con sabia mano, fue un gran patrocinador de las artes y de las letras, circunstancia que convirtió a Florencia en un polo de atracción tanto para pintores, escultores y literatos, como hombres de ciencia. Entre otros, descubrió y protegió a Donatello y a Botticelli. Se hizo con las obras de Platón y con el Hermes Trismegisto, salvados ambos del brutal ataque a Constantinopla por parte del ejército de la Cuarta Cruzada, organizada por Inocencio IV, y le encargó su traducción a Marsilio Ficino, un hombre del Renacimiento, que era sacerdote, médico, filólogo y filósofo, traducción de la que se aprovecharon tanto los católicos florentinos como los judíos. Estos, además, eran muy apreciados como tutores y como participantes en reuniones de intelectuales y debates públicos sobre distintos asuntos. Tales hechos enfurecían a los dominicos, que tenían un convento en la ciudad, pero también al Vaticano, perfectamente informado.
Lorenzo de Médici
A Cosme le sucedió su hijo Pedro, apodado el Gotoso (1416-1469), quien pasó su vida dilapidando en fiestas de todo tipo la fortuna reunida por su padre y abandonando el cuidado de las finanzas, hasta el punto de que, aprovechando el vacío, reaparecieron los Strozzi y los Pazzi. Por suerte, Pedro tuvo dos hijos que salieron en todo a su abuelo, Lorenzo (1449-1492) y Giuliano (1453-1478). Lorenzo se hizo cargo de las finanzas con sólo veinte años, logrando recuperarlas y extenderlas. Más aún que su abuelo, Lorenzo, al que llamaron el Magnífico, no tanto por su brillantez como por su munificencia, fue el gran mecenas de las artes, las letras y las ciencias, en la Florencia del siglo XV. 
En 1471, Lorenzo viajó a Roma para asistir a la coronación del papa Sixto IV, el creador de la Capilla Sixtina. Al florentino le impresionó, sobre todo la colección de esculturas griegas y romanas que se conservaban en el Vaticano. Le impresionó de tal modo que a su regreso fundó un taller y estudio-residencia de artistas en el Jardín de San Marcos, nada menos que al lado del convento de los dominicos, cuya ojeriza contra los Médici creció exponencialmente con semejante proyecto.
Sixto IV
El Jardín de San Marcos se convirtió enseguida en un lugar de encuentro de artistas, poetas, filósofos y científicos, los más grandes del país y de fuera de él, que mantenían una actividad cultural frenética, en la que se incluían, nada secretamente, el estudio y la discusión de obras prohibidas. Tal actividad llenó el vaso de la ira de los dominicos, pero también de Sixto IV. Éste se propuso  poner fin radicalmente al dominio de los Médici. A tal objeto, además de medidas económicas, organizó un complot para asesinar a Lorenzo. Tal complot, al que la mayoría de los historiadores, incluida la Wikipedia, denominan falsamente "La conspiración de los Pazzi" se llevó a cabo el 26 de abril de 1478 en la catedral de Florencia a cargo de un grupo de sicarios, en el que murió Giuliano, el hermano pequeño de Lorenzo, quien logró huir, aunque malherido. Por parte de los atacantes murieron Francesco de Pazzi y Francesco Salviati, arzobispo de Pisa, enviado personalmente por el papa para controlar la operación. Que el atentado había sido planificado y ordenado por el papa, más allá de la participación de los Pazzi, lo prueba la excomunión que dictó contra Lorenzo para vengar la muerte del arzobispo.
Lorenzo, Miguel Ángel y la cabeza del fauno
Entre los artistas que el Magnífico protegió se encuentran Leonardo da Vinci (1452-1519) y Miguel Ángel (1475-1564) A éste lo descubrió en el taller de Ghirlandaio, cuando era solamente un aprendiz. Enseguida advirtió el potencial del adolescente y se lo llevó consigo al Jardín de San Marcos. Aquí, Miguel Ángel esculpió la cabeza de un fauno anciano y sonriente. Aunque su factura era espléndida, cuando Lorenzo la vio le comentó que cómo siendo tan viejo conservaba todos sus dientes en perfecto estado. Entonces, tan pronto como su protector abandonó el taller, Miguel Ángel le quitó un diente al fauno, pero además le retocó la encía para que pareciese más viejo aún. Aquella corrección realizada tan rápida y tan perfectamente, maravilló al Magnífico, tanto que sacó al muchachuelo del taller y lo alojó en su palacio, donde vivió y se educó junto con sus hijos, prácticamente como un hijo más.
Miguel Ángel Buonarroti
Miguel Ángel no había cumplido aún catorce años y, aparte  la artística, recibió una formidable formación intelectual con los mejores tutores de Europa. En aquella Florencia, de ambiente liberal, en la que descollaron figuras tan contrapuestas como Pico de la Mirandola (1463-1494), con sus famosas 900 tesis de religión, filosofía y magia, y Girolamo Savonarola, el gran flagelador de la Iglesia, de sus riquezas y de sus vicios, Miguel Ángel se empapó de lo más relevante de la cultura europea del momento, tanto ortodoxa como heterodoxa. Allí también descubrió el amor entre hombres, una práctica normalizada en la Florencia de el Magnífico, que marcaría su vida y que escandalizaba al país y de manera especial al Vaticano y a los dominicos.

Imágenes: Internet



lunes, 24 de marzo de 2025

UN PAPA PARA UN CADÁVER

Edicto de Milán
Durante los primeros tiempos del cristianismo, digamos los tres primeros siglos, la Iglesia naciente y creciente pedía antes que nada libertad. Luego, cuando, a partir del siglo IV, con el famoso Edicto de Milán, emitido por Constantino en 313, el cristianismo dejó de estar prohibido y perseguido, es decir, una vez libre, la Iglesia ejerció está libertad acosando a las por ella llamadas religiones paganas, que contaban con una antigüedad de bastantes siglos y más de una hasta de milenios, abogando ante los emperadores por la prohibición de todas ellas. Tal prohibición, con graves consecuencias para quien se atreviera a continuar practicándolas, la consiguió la Iglesia de Teodosio I, llamado el Grande (347-395)

Teodosio I
Desde entonces y hasta el Renacimiento, es decir, durante mil años (se dice pronto), más o menos, el dominio eclesiástico sobre la totalidad de la sociedad llegó a ser tan abrumador que tales mil años constituyen un freno o, mejor, un tremendo retraso en el progreso técnico, pero también en el progreso moral. Eso sí, una moral para el ser humano en este mundo, en el que se desarrolla nuestra vida y único de cuya existencia tenemos constancia real, una moral cuyo eje no sería otro que el de la libertad del individuo para hacer con su vida, pues sólo suya es, lo que le pareciera, siempre que no constriñera o dañara la vida de los demás o, lo que viene a ser lo mismo, con sujeción a normas exclusivamente terrenas.
Donación de Constantino
Mi reino no es de este mundo,  cuenta el evangelista que afirmaba Jesús. Bien, pero por si acaso, tras la caída del imperio romano de Occidente, con la abdicación ante los bárbaros de Rómulo, el último emperador, ocurrida en 476, la Iglesia no sólo terminó adueñándose de Roma, sino que se hizo con un amplio trozo de Italia, el conocido Patrimonio de San Pedro, utilizando para ello un documento falso, la llamada Donación de Constantino, territorio que más tarde sería confirmado y ampliado por el franco Pipino el Breve (714-768), padre de Carlomagno y primer rey carolingio de los francos, después de usurpar el trono de los merovingios, con el apoyo del papa Zacarías (741-752)
El conocimiento al que habían llegado los griegos desapareció, asediado, repudiado y perseguido por la Iglesia. Los griegos, conocían la existencia del átomo (Demócrito), el movimiento constante de éste (Leucipo), el mecanismo de la visión (Empédocles), la eternidad de la materia (Anaxágoras). Sabían que la tierra es una esfera que gira alrededor del sol, incluso llegaron a calcular su circunferencia (Eratóstenes), con una diferencia de sólo unos metros con la medida actual, conseguida con nuestros medios muchísimo más sofisticados. Conocían las reglas de la perspectiva, no hay más que ver las esculturas que se han ido localizando en distintas excavaciones por media Europa. Habían llegado bastante lejos en matemáticas (Pitágoras) y en geometría (Euclides), hasta el punto de que el teorema del primero y los principios del segundo siguen siendo válidos en la actualidad.
Para empezar, la Iglesia, tomando literalmente el cuento bíblico de que el sol se paró para que Josué pudiera derrotar a los amorreos antes de que llegara la noche, estableció que la tierra era plana y que era el sol el que giraba a su alrededor. Esta afirmación, absolutamente arbitraria, se convirtió en un dogma tan importante que no sólo supuso, por ejemplo, la condena de Galileo, por afirmar lo que ya conocían los griegos, cuya certeza él había podido comprobar, sino que al día de hoy, influidos por motivaciones religiosas, no son pocos los que siguen creyendo y defendiendo tan desquiciada superchería.
Rembrand
Entre las muchas prohibiciones que durante este periodo estableció la Iglesia, una de las más importantes fue la de la disección de cadáveres. El fundamento de esta prohibición era doble, por una parte, los jerarcas eclesiásticos, con el papa a la cabeza, creían que el cuerpo humano formaba parte del misterio divino, por lo que, una vez muerto, adquiría un carácter casi sagrado. Pero, por otro lado, temía que una representación perfecta del cuerpo, bien en pinturas, bien en esculturas, como las que se venían descubriendo al construir nuevos edificios, propiciara el regreso de la idolatría pagana.
En el Renacimiento, científicos, médicos, pintores y escultores pretendían realizar dicha práctica los primeros para recuperar el saber anterior al cristianismo, del que cada vez se obtenían nuevas y más precisas noticias y aplicarlo en sus respectivos campos de actuación. Y los segundos con el propósito de conocer a fondo nuestro cuerpo para perfeccionar sus obras. Unos y otros sólo practicarían la disección con los cuerpos de los malhechores.
La prohibición eclesiástica era de gran dureza, con fuertes penas para quien la violase. No obstante, la curiosidad humana, el ansia de conocimiento, son más fuertes que todas las prohibiciones y tanto científicos como artistas, olvidando el riesgo que corrían, burlaban la prohibición contratando ladrones que al caer la noche robaban de los cementerios cadáveres recién enterrados, cadáveres que, una vez utilizados, eran devueltos antes de amanecer, así de rápidos tenían que actuar los infractores para no ser descubiertos.
León X
En este tiempo, pintores y escultores no gozaban de la independencia que pueden llegar a tener hoy, sino que trabajaban siempre por encargo, de manera que se veían obligados a asumir que quien pagaba era quien disponía qué pintar o qué esculpir. Carecían igualmente de la consideración de artistas, para los mecenas de la época no pasaban de ser meros artesanos, incluso figuras de la importancia y la grandeza de Rafael de Urbino, Botticelli, Leonardo da Vinci o Miguel Ángel. Por otra parte, quien más dinero tenía en aquella época era la Iglesia, por lo que era ella la que más encargos hacia a los artista, a los que contrataba poco más que como asalariados.
En 1513, con el nombre de León X, alcanzó el trono papal Juan de Médicis, segundo hijo del florentino Lorenzo de Médicis, conocido como Lorenzo el Magnífico. Juanito había tenido una carrera precoz: con sólo siete años era ya protonotario apostólico; a los doce, cardenal; a los catorce, diácono; y a los 38 papa, cargo para el que, una vez elegido, tuvo que ser ordenado sacerdote. Con una brillante educación, propia de la Florencia de su tiempo, su pontificado se caracterizó ante todo por extender el poder de su ya poderosa familia, pero durante él tuvo que lidiar con las andanzas de Lutero y sus noventa y cinco tesis clavadas en la puerta de la Iglesia de Todos los Santos, de Wittenberg, en 1517.
Leonardo da Vinci
El mismo año de su coronación, León X llamó a Roma a Leonardo da Vinci, lo alojó en el propio Vaticano y le encargó diversos trabajos relacionados con su pontificado y con su familia. Pero pasaba y pasaba el tiempo y Leonardo no producía nada de lo que el papa le había encargado. Al cabo de tres años, sólo le había mostrado algunos elementales bocetos de los que apenas podía deducirse nada. Cierto día, el papa, bastante amoscado, decidió hacerle al artista una visita sorpresiva, con objeto de recriminarle su dejadez. Para ello, aguardó a la noche y, una vez avanzada ésta, se dirigió a su estancia, acompañado de algunos de sus guardias. Entró en tromba, esperando cogerlo dormido para que su sorpresa fuera mayor, pero lo que vio lo dejó paralizado: Leonardo estaba allí, inclinado sobre un cadáver al que le practicaba la disección. "¡Fuera!", gritó el papa recuperándose. "¡Fuera!" Aquel tremendo delito en su propia casa. "¡Ponedlo en la calle! ¡Ya!" A sus soldados. "¡Ya!"
Nunca se supo como es que León X no ordenó el encarcelamiento de Leonardo. Pero, por si el papa se arrepentía, Leonardo huyó de Roma y de Italia y se refugio en Francia, donde vivió hasta su muerte.

Fuente:
Los secretos de la Capilla Sixtina.- Benjamín Blech y Roy Doliner
Historia de los papas.- Juan María Laboa
Historia de Italia.- Christopher Duggan
 

viernes, 25 de octubre de 2024

EL CRISTIANISMO Y LA ESCLAVITUD

Se escucha a menudo que el Jesús del evangelio abogaba por la igualdad entre los hombres. Es posible que así sea, en los evangelios puede encontrarse casi de todo. Pero más allá de esta opinión, la aparición del cristianismo en la escena histórica no supuso oposición alguna a la esclavitud practicada por el Imperio romano y por los pueblos de la época. Es cierto que San Pablo, cuyos son los primeros escritos cristianos, afirmaba en su epístola a los gálatas, (3-28) que "ya no hay judío ni griego, ni esclavo, ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo."
Pero el llamado Apóstol de los gentiles no se refería a esta vida, sino a la que esperaba después de la muerte a los gálatas y a él mismo. Porque no mucho tiempo después, desde la cárcel en Roma, Pablo escribe una carta a un tal Filemón, comunicándole cómo Onésimo, un esclavo que había huido de su casa se encontraba con él. Con la carta le devuelve su esclavo a Filemón, pidiéndole que no lo castigue, pero participándole al mismo tiempo que le gustaría tenerlo a su servicio. En todo el asunto, la opinión de Onésimo no cuenta para nada, no es una persona, es un esclavo.  
Esta carta, que figura en la Biblia, como una más de las epístolas de Pablo, es para Diarmaid MacCulloch, autor de una monumental Historia de la Cristiandad, "el documento cristiano fundacional de la justificación de la esclavitud". Después de ella, figuran en la Biblia dos misivas de un tal Pedro, casi con toda seguridad no el apóstol, sino más bien un discípulo. En la segunda de estas cartas, Pedro afirma que los esclavos debían comparar su sufrimiento con los injustos padecimientos de Cristo, con el fin de que soportaran la injusticia como la había soportado Cristo. "Sed sumisos... a toda institución humana", decía el tipo.
Pérfido como fue casi desde el principio, el cristianismo procuraba por todos los medios no aparecer como un movimiento social y político, mucho menos un movimiento subversivo. Es decir, dejarlo todo exactamente como estaba, aunque hubiera sido un romano el que ordenara la crucifixión del que tenían por su fundador. 
Son numerosas las declaraciones de los Padres de la Iglesia a favor de la esclavitud, algunas verdaderamente denigrantes. Así, Ignacio, obispo de Antioquia (35-108-110), en carta enviada a Policarpo, obispo de Esmirna, no se cortaba un pelo para afirmar que: "los esclavos no deberían beneficiarse de pertenecer a la comunidad cristiana, sino vivir como esclavos distinguidos, ahora para gloria de Dios." Y añadía que no debían utilizarse fondos de la Iglesia para ayudar a los esclavos a conseguir su libertad. Dos figuras de enorme relevancia entre los católicos, Agustín de Hipona (354-430) y Ambrosio de Milán (340-397) defendían sin ambages la esclavitud. Agustín la explicaba con el manido recurso, ya en su época, del estado de caída de la humanidad debido al pecado original (hay que tener cara para sostener esto, cuando se trata de una parte desgraciada de la humanidad al servicio absoluto de la parte privilegiada, hay que tener cara). Por su parte, Ambrosio de Milán sostenía que: "cuanto más baja es la condición en la vida, más se exalta la virtud.", pero la vida del bravo y bravío arzobispo de Milán no se encontraba precisamente en esa franja baja.
Tras el emperador Constantino, los dirigentes eclesiásticos, que ya tocan poder del bueno, no afrontan en ningún momento la abolición de la esclavitud, sino que vuelcan sus exhortaciones en la caridad, conminando a los esclavos a la buena conducta. Así, el Concilio de Gangra (360) condenaba a los cristianos que animaban a los esclavos a desobedecer a sus amos. Entre la vorágine de voces que defienden o justifican la esclavitud, sólo poco más de media docena se oponen a ella. Quizás, el más contrario, fuese Gregorio de Nyssa (334-394) para el que tener esclavos era un gran pecado. De cualquier forma, en la antigüedad, los únicos que se oponían decididamente a la esclavitud eran los esenios.
En la Edad Media, papas, órdenes religiosas y monasterios siguen teniendo esclavos. Tras el descubrimiento de América y el comienzo del tráfico de esclavos negros, la Iglesia no condena ni la esclavitud ni su comercio, sólo lo prohíben si el esclavo es cristiano. En 1452, el papa Nicolás V (1447-1455), con la bula Dum diversos, autoriza expresamente al rey de Portugal a someter como esclavos a mahometanos, paganos y otros infieles. En 1462, Pío II (1456-1464) amenaza a los que esclavizan a cristianos, pero no condena el comercio de esclavos. En 1548, Paulo III (1534-1549), confirma el derecho, incluso de eclesiásticos, a tener esclavos, aunque sostiene que los indios americanos no lo eran y, por tanto, tenían derecho a ser libres.
En el comercio de esclavos, que duró casi cuatro siglos, estuvieron involucrados nobles, grandes familias y casas reales, pero también obispos y órdenes religiosas. La Iglesia Católica fue la principal poseedora de esclavos de toda Sudamérica. Obispados, parroquias, colegios y órdenes religiosas contaban con esclavos negros en México, Paraguay, Chile, Argentina, Perú, Colombia, Ecuador o Brasil. De las órdenes, la que dispuso del mayor número de esclavos fue la de los jesuitas. Éstos los utilizaban, tanto en sus haciendas e ingenios, donde producían cereales, caña de azúcar y azúcar, sobre todo, y en sus colegios. Compraban esclavos bozales, nombre que se les daba a los recién llegados de África, que, por tanto, no conocían aún el idioma de Castilla. Procedían principalmente de Angola y del Congo. Pero también compraron esclavos criollos, esto es, nacidos en Sudamérica. En México, llegaron a comprar incluso esclavos chinos, así llamados, aunque su origen era, en realidad, el sudeste asiático. En más de una de sus estancias, los jesuitas llegaron a contar con hasta 200 esclavos negros.
En 1646, el católico José de los Ríos, Procurador General de Lima, sostenía textualmente que: "la falta de negros amenaza con total ruina al entero reino, porque el esclavo negro es la base de la hacienda y la fuente de toda riqueza que este reino produce." Un informe encargado por el rey español y católico Carlos II en 1686 aseguraba que: "La introducción de negros es no sólo deseable, sino absolutamente necesaria, pues cultivan las haciendas y no hay otros que podrían hacerlo, por falta de indios. Sin el tráfico, América se abocaría a una absoluta ruina."
No obstante, entre los católicos, aunque muy minoritarias, hubo también voces que condenaban la esclavitud y su indigno comercio. Entre los más relevantes, Pedro Claver (158-1654), misionero jesuita; Francisco José de Jaca (1645-1690), misionero capuchino; los dominicos Bartolomé de las Casas (1484-1566), Domingo de Soto (1494-1560) y Tomás de Mercado (1523-1575); y el francés Epifanio de Moirans (1644-1689), misionero capuchino.
A finales del siglo XVIII se inició, al fin, la abolición de tan inhumana practica. En 1791, Haití fue el primer país que la prohibió en su territorio, a éste le siguieron: Francia, en 1794; Dinamarca, en 1803; Chile, en 1823; México, en 1829; Reino Unido, en 1833 España, en 1837; Colombia, en 1851; Perú, en 1854, el mismo año que Venezuela; Estados Unidos, en 1868; Portugal en 1869, y Brasil, en 1888. Aunque hoy el papa Francisco muestra una actitud de condena hacia los "esclavos" que, tras distintas veladuras siguen existiendo, lo cierto es que, oficialmente, el Vaticano no ha condenado nunca la esclavitud. Habrá que esperar a 1838, para que un papa, Gregorio XVI (1831-1846) prohíba únicamente el tráfico a los cristianos, bajo pena de excomunión. 

Fuente:
Historia de la Cristiandad.- Diarmaid MacCulloch
Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales Universidad de Barcelona, Volumen XII, número 785
Relatosdelahistoria.mx
Historia de los papas.- Juan María Laboa

Imágenes: bloger.googleusercotent.com

lunes, 19 de agosto de 2024

PASIÓN POR LA GUERRA

Batalla de Verdún
Entre muertos y heridos de variada gravedad, muchos de ellos irreversibles de por vida, la primera guerra mundial produjo cuarenta (40) millones de víctimas. Sólo en la batalla de Verdún que se prolongó del 21 de febrero al 16 de diciembre de 1916, se produjeron 750.000 entre los dos bandos. Tal número de víctimas marcó el conflicto como uno de los más terribles de la historia.
Con estos datos y tras repasar las guerras en las que se han enfrentado los grupos humanos a lo largo de la historia, uno no dudaría en afirmar que la guerra es un forma de dirimir los conflictos a la que no se abona prácticamente nadie. Sin embargo, en el caso de la primera guerra mundial nos equivocaríamos por completo. Filósofos, escritores, artistas e intelectuales en general y buena parte de la gente de a pie anhelaba que estallara un conflicto que se venía barruntando desde algunos años antes y que estalló pr fin tras el asesinato del heredero de la corona austro-húngara, Francisco Fernando de Austria y de su esposa por el nacionalista serbio Gavrilo Princip, el 28 de junio de 1914.
Thomas Hardy
Una buena parte de dichos intelectuales consideraban los escritos de Nietzsche justificantes de la contienda que se avecinaba, estaban a favor de ésta precisamente porque estaban en contra del pensamiento Nietzscheano y aun en contra del propio filósofo. Así, H.L. Stewart, filósofo canadiense, proclamaba que estaban ante el enfrentamiento entre "el inmoralismo nietzscheano, falto de escrúpulos, y los muy apreciados principios de moderación cristiana." El famoso novelista inglés Thomas Hardy (1840-1928) afirmaba: "No creo que exista ningún otro caso, desde el inicio de la historia, en el que un país haya quedado tan desmoralizado a causa de las manifestaciones de un solo autor." Para el francés Romain Roland (1866-1944) Nietzsche era "el azote de Dios." No fueron pocos los que afirmaron que la proclamación de la muerte de Dios había abierto las puertas del infierno, provocando el apocalipsis. Theodor Kappstein (1870-1960), por ejemplo, teólogo alemán, en lo que no se sabe bien si se trata de una censura o de una alabanza, sostenía que Nietzsche era el filósofo de la guerra mundial porque había educado a toda una generación "en una peligrosa honestidad, en el desprecio a la muerte y en una existencia sacrificada en el altar del todo, en el heroísmo y en una callada y jubilosa grandeza."
Desde luego, muchos soldados alemanes y algunos del bando aliado, se llevaban al frente el Así habló Zaratustra, sin duda, el libro más famoso del filósofo alemán, acompañado del Fausto de Goethe y del Nuevo Testamento. Se dice que Gavrilo Princip, el asesino del archiduque Francisco Fernando, recitaba muy bien el poema de Nietzsche Ecce Homo, en el que sobresalen los versos: "Insaciable cual llama/quemo, abraso y me consumo."
Max Scheler
Sin dejar de estar en contra de Nietzsche, muchos otros intelectuales hicieron hincapié sobre todo en la necesidad de la guerra, basándose en la posibilidad de que ésta pusiera fin a lo que ellos consideraban decadencia moral de la sociedad. Así, el alemán Max Scheler (1874-1928), filósofo preferido de Juan Pablo II, estudioso de la fenomenología, la ética, la antropología y la filosofía de la religión, con numerosos libros publicados, definía la guerra como un elemento de la evolución humana, afirmando que la que estaba a punto de originarse ofrecía una ocasión para el renacimiento del ser humano, un principio dinámico que era el que producía de manera principal los movimientos de la historia.
El poeta Stefan George (1868-1933), también alemán, afirmaba sin el menor pudor que la guerra podía purificar espiritualmente una sociedad, a su juicio, moribunda. Otro alemán, el dramaturgo Edwin Piscator (1893-1966), pensaba lo mismo, añadiendo que la generación de la guerra se hallaba sumida en la "bancarrota espiritual" (No sé yo que diría si levantara la cabeza y se diera hoy un paseo meramente por las redes sociales). El gran escritor Stefan Sweig (1881-1942) que acabaría huyendo de los nazis y suicidándose junto a su mujer, en Brasil, veía en la guerra de 1914 algo así como una válvula de escape espiritual, apoyándose en el argumento freudiano de que la sola razón es incapaz de refrenar la fuerza de los instintos.
Gabriele d'Anunzio
En 1910, el novelista escocés Jon Buchan (1875-1940) publicó la novela Preste John, ambientada en Sudáfrica. En ella se llega a afirmar la necesidad de borrar del mapa la civilización occidental. Por su parte, el italiano Gabriele d'Anunzio (1863-1938) afirmaba que "la última esperanza de salvación que le queda a Francia es el estallido de una guerra nacional." Si no estallaba esa guerra, el escritor y poeta veía a Francia abocada a la "degeneración democrática, a la inmolación de la alta cultura francesa por la marea de la plebe." d'Anunzio, que para los italianos se convirtió en un héroe en la primera guerra mundial, era ultranacionalista y fue el inspirador del fascismo.
Henry Bergson
El gran filósofo francés Henry Bergson (1859-1941), premio nobel de literatura en 1927, por su obra La evolución creadora, premio que rechazó porque no quería que su libro se apreciase sólo como literatura, tras abandonar el positivismo, que había seguido en sus primeros momentos, se abonó a una crítica de la visón mecanicista y determinista que la ciencia tenía sobre el mundo. Para Bergson, la realidad, específicamente la realidad del ser humano, no puede ser reducida a leyes científicas, sino que es mucho más compleja, al incluir el libre albedrío, así como la conciencia del tiempo. Pues, poco antes de su comienzo, manifestaba que "la guerra había de traer consigo la regeneración moral de Europa." Más o menos lo mismo venía a decir el poeta francés Charles Peguy (1873-1914), al declarar en 1913 que "el estallido de la guerra produciría un movimiento regenerador." Él, desde luego, no vería tal regeneración, pues murió en combate. 
Marcel Proust
Músicos como Alban Berg(1885-1935), Alexander Scriabin (1872-1915) o Igor Stravinsky(1882-1971), defendían que la guerra habría de "sacudir el alma de la gente preparándola para logros espirituales." Nada menos que en 1916, en plena batalla de Verdún, el compositor danés Carl Nielsen (1965-1931) rendía su homenaje a lo que entendía como "fuerza vital" con su Sinfonía inextinguible, en la que se asiste a una formidable batalla entre las baterías de timbales. Para él, la fuerza vital, puesta de manifiesto en la guerra, se renovaba de continuo, principalmente merced a la violencia del enfrentamiento bélico. Hasta intelectuales tan singulares como Freud, Henry James o Marcel Proust, estuvieron formalmente a favor de la guerra, asegurando que "la violencia podía permitir que el individuo se descubriera a sí mismo."
Bien, pues a pesar de las rotundas afirmaciones de todos estos intelectuales, traídos sólo a título de ejemplo, puesto que hubo muchísimos más, la regeneración moral que produjo la guerra fue la que se puso de manifiesto en los locos años veinte, preludio y, en parte, preparación de la segunda guerra mundial, que estallaría veinticinco años más tarde de la primera. Tal circunstancia vendría a demostrar, en efecto, como se insinúa más arriba, que ninguna guerra produce regeneración moral alguna, sino que es fruto de la parte más animal y bestia del ser humano, incapaz en esos casos de resolver los problemas, en general de convivencia, mediante el diálogo y la negociación

Fuente:
La edad de la nada.- Peter Watson

Imágenes: Internet

jueves, 25 de julio de 2024

JUSTIFICANDO LA INQUISICIÓN

"La Iglesia tiene el deber de conservar intacto el depósito de la fe cristiana, de ser la maestra de la verdad, de no permitir que la revelación divina se oscurezca o se falsee en las mentes de los fieles."
Se juntaron nada menos que cuatro jesuitas, Bernardino Llorca, Ricardo García Villoslada, Pedro de Leturia y Francisco Javier Montalbán, para escribir una Historia de la Iglesia Católica ad mayorem Dei Gloriam, a mayor gloria de Dios, el lema de la Compañía de Jesús, es decir, no para dar cuenta de los hechos protagonizados o relacionados con la Iglesia, sino para su exaltación y glorificación
La frase, incluida en el tomo II de dicha Historia, se las trae, la Iglesia, según este cuarteto, no se limita a valorar los hechos de los fieles, sino que pretende controlar hasta sus mentes. Y si tenemos en cuenta que en la quinta década del siglo pasado, cuando se publicó esta Historia,  en España eran católicos todos sus habitantes, puesto que todos habían sido bautizados a los pocos días de nacer, queda claro hasta qué punto controlaba la iglesia tanto la vida pública como la privada de los españoles, colaborando estrechamente con la sangrienta dictadura que atenazaba el país
Pero la cosa no se queda ahí, sino que en el epígrafe siguiente, el cuarteto sostiene que: "la Iglesia tiene también poder coercitivo para aplicar penas temporales a sus súbditos (ya no son ni fieles, son súbditos), lo afirma Pío IX en el Syllabus y lo confirma el Código de Derecho Canónico en el canon 2214 (que dice) 'la Iglesia tiene derecho connatural y propio independiente de toda autoridad humana (aquí se ve por qué encubren la pederastia) a castigar a todos los delincuentes súbditos suyos con penas tanto espirituales como también temporales.' O sea, la propia Iglesia se da a sí misma el poder de castigar con penas temporales a sus fieles y de este otorgamiento, estos cuatro deducen que la Iglesia tiene derecho a ejercer un poder coercitivo. Si esto no es una pescadilla mordiéndose la cola, entonces yo soy arzobispo de Baviera.
Ciudad cátara de Cordes-sur-Ciel
Todo esto viene a cuento de la defensa o justificación por parte del cuarteto de la primera Inquisición creada por Lucio III en 1184 para perseguir a los cátaros, así como, posteriormente, la cruzada decretada por Inocencio III contra esos mismos "herejes". Al respecto y antes de entrar en el tema, el cuarteto se explaya detallando la magnanimidad de la Iglesia con los herejes hasta el siglo XII, en que los papas advierten que no se puede acabar con ellos sin actuar enérgicamente y más allá de la excomunión, que se aplicaba hasta entonces. "Vista la perversidad de los albigenses (así llamaban también a los cátaros), afirma el gran cuarteto mintiendo con todo descaro, pues la única perversidad de aquéllos consistía en criticar a la Iglesia con el ejemplo de manera casi única, el "concilio de Tours (1163) permite a los príncipes católicos que los cojan presos, si pueden, y los priven de sus bienes" (los bienes, eso es lo que de verdad le interesa a la Iglesia). "Lo mismo viene a decir el concilio Lateranense III (1179), concediendo además indulgencias a los que tomen las armas para oponerse virilmente a tantas ruinas y calamidades con que los cátaros, patarinos y otros perturbadores del orden público oprimen al pueblo cristiano." (Aquí la falacia es del concilio, pues las únicas calamidades y ruinas consistían en que la Iglesia se estaba quedando sin fieles, ante la honradez y honestidad de los cátaros, reconocidas hoy por la totalidad de los historiadores no directamente eclesiásticos.)
Diocleciano
Pero lo mejor llega en el epígrafe titulado: La legislación civil contra la herejía, en el que, con toda la desvergüenza de la que hace gala esta tropa, el cuarteto afirma: "Vamos a ver cómo la represión sangrienta de la herejía no arranca de los pontífices, sino de los príncipes seculares." Y saltándose los tiempos y tergiversando el significado de las palabras, añaden: "es precisamente un emperador pagano el primero que debe figurar en la historia de la Inquisición contra los herejes. Diocleciano, así como persiguió sañudamente a los discípulos de Cristo, del mismo modo trató de exterminar a los maniqueos con un decreto del año 287... según el cual 'los jefes serán quemados con sus libros; los discípulos serán condenados a muerte o a trabajos forzados en las minas." Añaden que "Constantino el Grande les confiscó los bienes a los donatistas y los condenó al destierro, etc. Estos cuatro eminentes sinvergüenzas, por no emplear un apelativo más fuerte, se ciscan en la Historia callando que Diocleciano persiguió a los maniqueos en tanto que cristianos, pues también lo eran, y que contra los donatistas, igualmente cristinos, era san Agustín el que pedía la intervención militar del emperador.
Mani. Fundador maniqueísmo
Pero aparte de eso, cuando se escribe mintiendo es muy fácil que se escapen expresiones y aún frases enteras en las que se sostiene aquello que tratamos de negar. Así, cuando estos cuatro afirman que la represión sangrienta de la herejía no arranca de los pontífices, sino de los príncipes seculares, están reconociendo que, arranque de quien arranque, los pontífices practicaron la represión sangrienta, es decir, para que quede completamente claro, la Iglesia practicaba la represión sangrienta. 
Y aquí hay algo que a estos tipos y a otros muchos de su cuerda se les olvida cuando tratan de largarles al poder civil la responsabilidad de tanta muerte como la Iglesia ha producido o cuando relativizan, por ejemplo, la tortura afirmando que también la practicaban las autoridades civiles, se les olvida que el cristianismo es, según su propia predicación, la religión del amor y se les olvida, sobre todo, y esto sí que es un olvido serio, cómo su fundador fue sometido a tortura y finalmente condenado a morir en una cruz.

Imágenes: Internet

domingo, 21 de julio de 2024

LA MATANZA DE BEZIERS

Beziers
Las palabras herejía y hereje proceden del griego clásico haireté y hairetikós. En este idioma significaban tener una opinión distinta y particular de la existente en un grupo social, ciudad o Estado  y tomar decisiones de acuerdo con ella. No tenían nada de peyorativo o de ilegal y, por tanto, no eran perseguibles en modo alguno. En el mundo romano la interpretación siguió siendo la misma, hasta la aparición del cristianismo. Fueron los cristianos y, más en concreto, los cristianos católicos (había unos cuantos de cristianismos más) los que la convirtieron en un delito ideológico perseguible y punible. Fue en los concilios de Nicomedia (317) y de Nicea (325) en los que se determinó que herejía era toda creencia que se alejara o contradijera los dogmas de fe del canon católico prescrito por la Iglesia.
Desde este punto de vista y sólo desde él, los cátaros eran herejes. Uno de los problemas que la teología católica no ha sido hasta la fecha capaz de explicar es la existencia del mal. Los teólogos católicos han sostenido diferentes conclusiones, desde que el mal no existe, sino que se trata de ausencia de bien, hasta que estaríamos ante el sacrificio a que debe someterse un elemento de un orden determinado para la obtención o el provecho de un elemento de orden superior, como cuando, por ejemplo, te cortan una pierna gangrenada para salvarte la vida. Paparruchas. Cuando el león salta sobre la gacela, cuando es necesario matar para vivir, está más que clara la objetividad y la autonomía del mal.
Teólogos debatiendo sobre el mal
Los cátaros trataron de resolver este problema de una forma mucho más lógica. Sintetizando mucho, en su teología, existe un Dios que es bueno y está sentado en su trono en la cumbre de su paraíso, y el mundo, donde vivimos los seres humanos y en el que se encuentra el mal, no fue creado por Él, sino por un ser intermedio y maligno. O lo que viene a ser lo mismo: el mal está en la materia; el alma, que es espiritual, es, por ello, buena y está convocada a su unión con Dios, una vez que abandone la cárcel del cuerpo.
De ello deducían la necesidad de vivir modestamente, alejándose de una iglesia ostentosa, descomunalmente rica, egoísta y carcomida por el apego a este mundo, con todos sus vicios y sus obscenidades. Eran, desde luego, cristianos, seguían, según su versión, al Cristo de la sencillez, de la pobreza, del desprecio de este mundo y de la esperanza, lo que les parecía que era el contenido real y verdadero del evangelio. Aunque llegaron a tener obispos, su organización no era jerárquica y centralizada, como el catolicismo, sino que se constituían en iglesias locales mancomunadas. Sus sacerdotes, los buenos hombres -también admitían sacerdotisas, Esclarmonde la Grande lo fue- recorrían los caminos de ciudad en ciudad únicamente con la Biblia cátara, compuesta por los cuatro evangelios, los hechos de los apóstoles y las epístolas.
Con estas simples armas y una absoluta honradez, libre de la hipocresía católica, se extendieron por el sur de Francia, Occitania y la Provenza, por Alemania y por Italia, comiéndole el terreno al catolicismo, cosa que, con su afán universalista y exclusivista, la Iglesia no podía tolerar. Así es que, después de algún intento fallido de conversión mediante la predicación y el debate, en 1208, el papa Inocencio III convocó una cruzada, al frente de la cual puso a Arnaut Amalric, abad del monasterio cisterciense de Citaux. Éste reunió un ejército formado por un tropel de mercenarios en el que no faltaban campesinos y obispos.
Matadlos a todos
En el verano del año1209, este ejército cercó la ciudad de Beziers, donde se habían refugiado bastantes hombres buenos y algún obispo cátaro. Los ciudadanos se negaron a entregarlos y el ejército, con el abad Amalric al frente, consiguió entrar en la ciudad. En ella organizaron una auténtica carnicería, en la cayeron igual hombres, mujeres, niños y ancianos. "Matadlos a todos, Dios distinguirá a los suyos", había respondido Amalric a la pregunta de cómo distinguirían a los cátaros de los que no lo eran. Y no dejaron ni un solo superviviente. Derribaron las puertas de la Iglesia, en la que se habían refugiado varias centenares y los degollaron a todos.
Aquella noche Amalric le escribía al papa, regodeándose de su acción: Hoy, su Santidad, veinte mil ciudadanos fueron pasados por la espada sin importar el sexo ni la edad." En sólo un día, bajo el pontificado de Inocencio III, la Iglesia católica, mató a veinte mil  cristianos, porque cristianos eran todos, muchos más, pero muchos, que todos los que a lo largo de varias centurias habían matado los emperadores romanos.

Fuentes:
Cruzada contra el Grial.- Otto Rahn
Los cátaros.- Jesús Mestre
Historia de la Iglesia Católica. Tomo II.-Llorca, Villoslada, Leturia y Montalbán
La puta de Babilona.- Fernando Vallejo

viernes, 28 de junio de 2024

LOS SABIOS DE QURTUBA

El pasado día tres del actual mes de junio se presentó en la Biblioteca Pública Grupo Cántico de Córdoba el libro Los sabios de Qurtuba, de la historiadora y gestora cultural cordobesa Virginia Luque  Gallegos, gran experta en la historia, la cultura y, en general, la época andalusí.
Causa pena y no poco estupor comprobar como la inmensa mayoría de los cordobeses desconocen la historia de la ciudad en la que nacieron y en la que viven, un desconocimiento que, paradójicamente, es mayor, precisamente, de la época más brillante de su historia, la que la convirtió en un ciudad mítica, como Jerusalén, Atenas, Roma o Constantinopla, la época en que fue conocida como La perla de Occidente. La pena y el estupor se acrecientan cuando descubres que hay cordobeses y no cordobeses, pero vecinos de la ciudad, que, en los últimos tiempos, tratan, con toda clase argucias, de ningunear dicha época. Me refiero a la época islámica, a la gran época de los Omeyas, cuando la ciudad fue uno de los más luminosos faros del mundo.
Virginia Luque
Por eso este libro es tan oportuno como necesario. Es un libro intenso y profundo, de muy fácil lectura, primero porque está muy bien escrito y, seguidamente, porque, sin renunciar a la erudición, al rigor histórico, Virginia le ha dado un tono divulgativo que atrapa desde las primeras líneas. Por sus páginas circula la corriente cultural y científica que desde Oriente llega a la ciudad con muchas de las obras de la Grecia clásica que se habían perdido en Occidente. Desde Córdoba, revisadas y comentadas, pasan de nuevo a Europa,  creándose así las bases para la aparición del Renacimiento.
Escritores, poetas, músicos, historiadores científicos, médicos, inventores, juristas, teólogos y hasta gastrónomos, se suceden, protegidos y alentados por los emires y califas omeyas. El lector o lectora descubrirá que Ibn Firnás no era sólo el hombre que voló, sino un hombre renacentista, antes de que el Renacimiento existiera; descubrirá al poeta Abd al-Rahmán I, fundador de la dinastía,  y al melómano Abd al-Rahmán II; comprobará la existencia en las cortes de los emires, primero, y de los califas, más tarde, de judíos y cristianos como funcionarios, algunos de muy alto nivel, y como médicos; asistirá al sorprendente progreso de la medicina; conocerá cómo se crearon la moaxaja y el zejel y descubrirá, entre otros muchos, al poeta judío Ibn Labrat y a Ibn 'Abd al-Rabbihi, autor de una obra poco conocida hoy, El Collar Único. Un paseo, en fin, por un tiempo que la autora recrea magistralmente y en el que resulta un verdadero placer sumergirse.
Cuenta además el libro con un amplio glosario de términos empleados en el texto, muchos de ellos nacidos en la Córdoba andalusí. Igualmente, una extensa bibliografía convoca al lector a seguir profundizando en una época sin duda alguna fascinante.
 


miércoles, 5 de junio de 2024

LA TÁCTICA DE VALDÉS

Carlos I
Un país, un Estado, una religión, tal fue el lema que habían implantado sus abuelos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, y ese mismo lema fue el que Carlos I de España y V de Alemania pretendió imponer en la totalidad de su imperio, que se extendía principalmente por Europa, pero que se iba expandiendo también por las nuevas regiones recientemente descubiertas de América del Sur.
Ahora, Carlos se iba muriendo lentamente en Yuste, a donde se había retirado después de una vida de continuo guerrear, cuando por parte de la Inquisición se iniciaban las detenciones de los primeros luteranos descubiertos en Valladolid. Moribundo y todo, el emperador reaccionó con sorprendente energía, tan pronto como recibió las primeras noticias de este hecho.
Inmediatamente, dictó una carta para enviar a la princesa Juana de Austria, en aquel momento gobernadora del país en calidad de regente, al encontrarse su hermano, Felipe II, fuera de España. En esta carta, durísima, Carlos, que llamaba a los luteranos "esos piojosos", pedía, exigía, que se actuara de forma inmediata y con la mayor dureza contra los detenidos, sin distinción de personas ni de cargos, fueran éstos cuales fuesen. "Creed, hija (escribe) que este negocio me ha puesto y tiene en gran cuidado y dado tanta pena que no os lo podría significar... (ya que) ahora que he venido a retirarme... suceda tan gran desvergüenza y bellaquería, y incurrido en ello semejantes personas, sabiendo que sobre ello he sufrido y padecido tantos trabajos y gastos y perdida tanta parte de mi salud... que, ciertamente, si no fuese por la certidumbre que tengo de que vos y el Concejo que ahí están remediarán de raíz esta desventura... castigando a los culpables muy de veras para atajar que no pase adelante... Creed hija que si en este principio no se castiga y remedia para que se ataje tan gran mal, sin exención de persona alguna no me prometo que adelante será el rey ni nadie parte para hacerlo.
Fernando Valdés
Luis de Quijada, uno de los servidores más fieles del emperador, partió con esta carta para Valladolid, donde se encontraban la princesa, el Concejo Real y el inquisidor general Fernando Valdés (1483-1568) El inquisidor, que era el que llevaba la persecución de los luteranos, mantenía una actitud mucho más cauta que la de Carlos I, también más astuta y más aviesa, de modo que cuando la princesa Juana le pasó la carta de su padre no mostró ningún entusiasmo.
Valdés tenía otra táctica, la expresa Menéndez Pelayo al interpretar la respuesta del inquisidor a la princesa, escribiendo en su monumental Historia de los heterodoxos españoles: "que muchas personas le habían dicho lo mismo, y aunque el pueblo lo decía públicamente, y de ello estaba muy contento (el pueblo español en general, trabajado por los sermones de los clérigos y por el temor a la Inquisición, se mostraba ferozmente en contra de los luteranos), porque parecía no estar dañado y desear que de ellos (los detenidos hasta aquel momento) se hiciese justicia, pero no convenía, porque a hacerse con tanta brevedad no se podía averiguar ni acabar de saber de raíz este negocio, el cual se había de entender de las cabezas; mas que hasta le parecía que no convenía guiarlo ni apretarlo más de lo que se hacía, sino ir con ello de manera que averiguase la verdad y que para saberlo era necesario proceder conforme a la orden que en ello tenían, porque no confesando un día (los detenidos), lo harían otro, con persuasiones y protestaciones; y, cuando no bastase esto, con malos tratamientos y tormentos y que así pensaba se sabría la verdad."
Averiguando la verdad
Como se ve, una táctica que no puede ser más siniestra y que consistía en tirar del hilo a partir de unas primeras detenciones, llegando incluso a la tortura, situación que se producía con la práctica totalidad de los detenidos. De este modo se obtenía la confesión del acusado, pero, sobre todo, una relación exhaustiva de las personas con las que había tenido algún contacto, relación que así arrancada incluía en muchos casos personas que nada tenían que ver con el acusado. Esta táctica es la que, después han venido aplicando todos los regímenes políticos autoritarios y dictatoriales.
El torturador sabía y sabe que la confesión así arrancada carece de fiabilidad, pero esto es algo que no le importaba nada, lo que quería eran nombres, muchos nombres, cuantos más mejor, que ya discriminaría él quien era culpable y quien inocente. De este modo, en el caso de los luteranos de Valladolid, Valdés consiguió detener y condenar a un número de personas como para organizar dos autos de fe en 1559, uno en mayo y el otro en octubre. Entre los personajes más importantes que acabaron en la hoguera están Carlos de Seso, corregidor de Toro, fray Domingo de Rojas, dominico, hijo del marqués de Poza, Agustín Cazalla, que había sido capellán de Carlos V y predicador de la Corte, los hermanos de éste, Francisco, Beatriz y Pedro, además, entre otros, Catalina Román, Juan Sánchez, Antón Dominguez e Isabel Estudo, que se reunían en casa de los Cazalla, considerada el centro, naturalmente clandestino, del luteranismo en Valladolid.
La placa
Un caso singular, que muestra hasta donde llegaba la vesania de la Inquisición, fue el de la madre de los Cazalla, Leonor Vivero. Esta señora había muerto unos años antes como católica y como tal había sido enterrada. Sin embargo, al destaparse la herejía de sus hijos, Fernando Valdés, que, además de inquisidor general, era arzobispo de Sevilla, ordenó que fuesen sacados sus restos de la tumba y, seguidamente, quemados en el auto de mayo. Al mismo tiempo, las casas de los Cazalla, dos, contiguas, fueron derribadas y el terreno cubierto de sal. En el lugar de la fachada se alzó un muro en el que se instaló una placa con la siguiente leyenda: "El Santo Oficio de la Inquisición condenó a derogar y asolar estas casas que eran del Doctor Cazalla y de doña Leonor Vivero, su mujer (error), porque los herejes luteranos se juntaban en ellas a hacer conventículos contra Nra. Stª fe católica, en 21 de mayo de 1559."
Carlos V no tuvo la satisfacción de conocer estos hechos, ya que había muerto un año antes.

Fuente: El arzobispo Carranza y su tiempo.- José Ignacio Telechea
Imágenes.- La tercera de: protestantes.net
                 La cuarta de: valladolidweb.es
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