viernes, 28 de julio de 2023

LOS LIBROS DE PLOMO

 Uno de los lugares más interesantes de Granada es la abadía del Sacromonte, situada extramuros de la ciudad, en el monte que se llamó de Valparaíso, a la que se llega por un camino que serpea más allá del Barranco Oscuro. A ella puede irse en automóvil, aunque es mucho más atractivo realizar el recorrido, de unos dos kilómetros, a pie. La abadía es un conjunto de sólidos edificios construidos a partir de 1609, que tienen su origen en una serie de cuevas subterráneas, catacumbas las llaman los granadinos, a las que se llega por una escalera situada bajo un altar en una capilla anexa a la iglesia. 
En estas cuevas, que forman un pequeño laberinto, se localizan varias capillas, siendo la más importante la de Santiago, en la que, según afirma la tradición y muchos granadinos creen a pie juntillas, dijo su primera misa en España el Apóstol Santiago. En otra de las capillas se afirma que fue quemado San Cecilio, patrón de Granada, en tiempos del emperador Nerón.
La historia de los libros que dan título a esta entrada se remonta a los últimos años del siglo XVI. Como se sabe, la ciudad fue conquistada por los Reyes Católicos en 1492. Con la conquista se firmaron una capitulaciones por las que se permitía la permanencia de los musulmanes que no quisieran exiliarse, pudiendo mantener la práctica de sus costumbres y su vestimenta. La casi totalidad de ellos recibieron el bautismo, siendo llamados desde entonces moriscos. Las capitulaciones quedaron muy pronto en papel mojado y los moriscos sufrían continuas vejaciones por parte de los cristianos, nuevos dueños de la ciudad, hasta el punto de que lo de mantener costumbres tan insignificantes como lavarse con asiduidad, cocinar con aceite de oliva o sentarse en el suelo con las piernas cruzadas, podía ser motivo de denuncia a la Inquisición, ya que los cristianos entendían que, a pesar de su bautismo, lo moriscos continuaban practicando su antigua religión. Hasta el cus cus estaba prohibido por los estamentos religiosos. En una palabra, el desprecio y aún el odio hacia esta población no dejaban de crecer.
En 1587, durante el derribo del alminar de la antigua mezquita aljama, sobre la que se estaba construyendo la catedral, se descubrió una caja de plomo con varias reliquias y un pergamino en el que, entre otras cosas, se afirmaba que San Cecilio había entregado aquellas reliquias a su discípulo San Patricio, para que las pusiese a salvo de su profanación por parte de los musulmanes. Este descubrimiento causó una enorme impresión en una ciudad anhelante de tener una historia cristiana anterior y más significativa que la musulmana. Pero la cosa no acabó aquí.
Todavía hoy, hay granadinos que siguen creyendo en tesoros ocultos, bien por los cristianos antes de la llegada de los musulmanes, bien por éstos antes de su partida. En el siglo XVI, esta creencia era general y eran legión los que se dedicaban a buscarlos en dos lugares principales: la Alhambra y el monte de Valparaíso. En 1595, con tal propósito, se encontraban excavando en este monte el granadino Francisco García y el jiennense Sebastián López cuando, el 21 de febrero, dieron con una plancha de plomo escrita en caracteres arábigos, en la que se narraba el martirio de un santo desconocido hasta la fecha, San Mesitón, durante el mandato de Nerón.
La noticia llenó de júbilo a la Granada cristiana, pues tal descubrimiento evidenciaba la profundidad de las raíces del cristianismo en la ciudad. A los moriscos, en cambio los acometía la incertidumbre. Entusiasmado, el arzobispo Pedro de Castro ordenó continuar las excavaciones de un modo sistemático. Y los descubrimientos se sucedieron sin tregua. Se encontraron cenizas, restos de huesos y hasta veintiún libros formados por planchas de plomo, en los que se narraban, en latín con caracteres árabes, la quema, durante el reinado del mismo Nerón, de diversos cristianos, entre ellos Hiscio, Turilo, Panuncio, Maronio, Centulio y Cecilio. De este último se afirmaba que era de raza árabe y que había sido el primer arzobispo de Granada. Los libros incluían también el que sería llamado V evangelio, revelado por la Virgen María para su divulgación en España. Este evangelio constituía una síntesis de las creencias islámicas y cristianas y en él se daba cuenta por primera vez en la historia de la virginidad de María antes, durante y después del parto de Jesús.
El entusiasmo entonces entre los cristianos fue memorable. Las aguas se desbordaron: A las pocas semanas del descubrimiento alguien plantó una cruz en lo más alto del monte y en unos meses había ya más de mil doscientas (1200), muchas de ellas grandiosas, incluso cuajadas de piedras preciosas. La proliferación de cruces fue tan desmedida que el arzobispo se vio obligado a prohibir que siguieran plantándose. Al mismo tiempo, se iniciaron los famosos Vía Crucis, que reunían a cofradías, autoridades, gremios y a toda clase de personas, muchas de ellas llegadas de localidades próximas a la capital.
Lo libros atrajeron la atención de muchas personalidades, entre ellas Felipe II, tan aficionado a las reliquias y al esoterismo. Muchos eruditos los examinaron detenidamente, entre ellos el célebre Arias Montano, secretario de Felipe II y hombre de enorme cultura, quien determinó su falsedad, al encontrar en ellos numerosas incongruencias filológicas e históricas, un dictamen con el que coincidían la mayoría de los estudiosos que los examinaron. A pesar de ello y sin justificación alguna, el arzobispo granadino decretó la autenticidad tanto de los libros como de las reliquias. Tras numerosas peripecias y viajes de acá para allá, los libros acabaron en el Vaticano, donde, después de nuevos estudios, el papa Clemente VIII, en un dictamen tan asombroso como incongruente, determinó que el contenido de los libros era falso, en tanto las reliquias eran auténticas, siendo así que el único testimonio de su autenticidad eran los libros.
Al día de hoy la práctica totalidad de los eruditos están de acuerdo en que los libros constituyen una falsificación llevada a cabo por el morisco Miguel de Luna, hombre de gran cultura, con experiencia en este tipo de actuaciones, pues había colaborado con el arzobispo de Toledo en la superchería de la Cruz de Caravaca. Miguel de Luna no lo hizo con mala intención, sino con la de conseguir el cese del hostigamiento de los moriscos, exponiendo que el islamismo y el cristianismo tenían idéntica raíz y que sólo los avatares de la historia los había separado en dos ramas.
Los libros permanecieron en el Vaticano hasta el año 2000, año en que fueron devueltos solemnemente a la abadía del Sacromonte, donde permanecen en la actualidad guardados bajo siete llaves. Muchos estudiosos han pretendido verlos desde entonces, con el objeto de estudiar su contenido con las técnicas actuales, pero la Iglesia se niega en redondo a mostrarlos. Tal negativa ha despertado la sospecha de que estos libros son no una copia de los originales, sino una nueva falsificación llevada a cabo en el Vaticano, donde permanecerían los auténticos.


Una de las curiosidades de la abadía, de visita muy aconsejable, es la proliferación, tanto en la construcción abacial como en las cuevas, de la estrella de David, un símbolo netamente hebreo, cuya aparición resulta más que sorprendente en un edificio cristiano.

Imágenes: Internet.



jueves, 13 de julio de 2023

LA MESA DE LA COCINA

¡Qué tiempo aquel! De serena armonía, dijo ese engreído vascongado de apellido Oreja. Menuda armonía y menuda serenidad. Tiempo de penuria, de hambre, de cortes de luz, de mortalidad infantil como no se había conocido hacía más de un siglo, de analfabetismo, de jactancia, de tinieblas, en fin, y de temor. 
Y en aquel tiempo, precisamente, me nacieron a mí, una noche de septiembre del año que daría el menor número de mozos para el servicio militar de todo el siglo. No tuve mejor momento para aterrizar en este mundo. Nací en el piso alto de una casa de la Plaza de San Pedro, con balcones que daban a la maciza torre de la iglesia, entonces simple, aunque importante templo parroquial y hoy nada menos que basílica.
Por aquel entonces las mujeres parían en sus casas y mi madre no fue una excepción. Lo hacían en la cama matrimonial en la que nueve meses antes había sido engendrado la o el que iba a nacer. Sin embargo, yo no nací en aquella cama, nací en la mesa de la cocina, alumbrada mi madre y quienes la atendían con un par de lámparas de carburo, porque aquella noche, como ocurría a diario, se había producido un corte de luz, que no se sabía cuanto iba a durar, y la casa estaba completamente a oscuras.
Era una mesa amplia, de pino, con las patas carcomidas por las uñas de algún gato que habría convivido con ella, fuera Dios a saber cuándo, ya que nosotros no tuvimos gato nunca. Tal vez la mesa estaba ya en la casa cuando mis padres llegaron, porque vivían de alquiler, o la compraron de segunda mano en alguna almoneda, algo que entonces era muy corriente. No lo sé. Y nunca pude averiguarlo. En mi casa, preguntas tan tontas como ¿por qué estaba allí aquella mesa? o no tenían respuesta o la respuesta era una evasiva, posiblemente, por el afán de olvidar.
La guerra, la maldita guerra provocada por el golpe de Estado fallido a cargo de militares perjuros, había causado casi un millón de muertos, doscientos cincuenta mil exiliados, de lo mejor del país, y alrededor de ciento cincuenta mil desparecidos cuyos restos permanecen aún en su mayoría, tanto tiempo después, en fosas comunes y en las cunetas de los caminos. Había provocado también la interrupción de los noviazgos o que éstos, incluso, no tuvieran lugar y que las parejas no se casaran a lo largo de la segunda década de la vida, como venían haciéndolo con anterioridad, de manera que la noche en que yo nací mi madre tenía treinta y cuatro años y mi padre once días menos.
Todo lo que viene a continuación lo sé no porque me lo contara la protagonista principal del suceso, sino por conversaciones, generalmente, con familiares que tuve la oportunidad de escucharle. El tema del sexo, incluido el de su resultado, era en mi casa, como en la mayoría, un tabú sobre el que se mantenía el más férreo hermetismo. Mi madre era una mujer de caderas más bien estrechas, en consecuencia, la pelvis también lo sería y la dilatación del cuello uterino y del canal del parto no sería lo suficientemente amplia. El parto, además, de las primerizas suele ser algo más difícil que el de la mujer que ha parido más de una vez. Es posible también que, instintivamente, yo me negara a abandonar el lugar más cálido, seguro y confortable que un individuo, hombre o mujer, encontrará nunca en su vida. 
Ninguna explicación es incongruente en un hecho que, aunque natural, tiene no poco de milagroso. En cualquier caso lo que yo sé es que las horas pasaban, que el carburo se iba consumiendo y que, por más que pujaba, gemía y sudaba, mi madre no conseguía darme a luz. Así, llegó el momento en que la comadrona que la atendía, cansada también, pidió la presencia de un médico.
Mi madre contaría después que la comadrona estaba confabulada con el médico, no sólo en su caso, para sacarles los cuartos a las parturientas que atendía. Y aquí conviene hacer un inciso para explicar que por aquellos días la Seguridad Social, cuyo origen era anterior a la guerra, prácticamente no existía y para recibir la atención médica había que pagar o acudir a un centro de beneficencia, como la Casa de Socorro. Era una situación lamentable que, curiosamente, ochenta años después, más o menos, lleva camino de repetirse, con la privatización que, ante la pasividad general, están llevando a cabo nuestros gobernantes en las Comunidades, que son actualmente las responsables de la sanidad. Cuando dicha privatización culmine, y culminará, si seguimos tan tranquilitos, van a saber los que aún ni se lo imaginan, lo que cuesta padecer la más mínima enfermedad, no digamos ya si es importante.
Bien, ¿pero qué hace un médico en semejantes circunstancias? En aquellos tiempos no se andaban con papitos. Hacían lo que hizo el que atendió a mi madre: comprobar las constantes vitales de la parturienta, ver que la posición que yo tenía era la correcta, pero que no iba a salir por más que mi madre pujara y pujara, echar mano de su maletín y utilizar el temido fórceps, una especie de tenazas con las que extraían a los bebés que se resistían a abandonar el claustro materno. Y sí, extraerte te extraían, pero con el riesgo de causarte severas lesiones cerebrales y a la madre lesiones en la vagina.
Por tanto, como lo he dicho más arriba y lo repito ahora, yo no nací, sino que me nacieron. Creo, aunque no estoy muy seguro, que el fórceps no me causó ninguna lesión cerebral, pero todavía llevo en la frente las huellas de aquel temible instrumento




lunes, 10 de julio de 2023

MUJERES ASESINADAS

¿Por qué los hombres matamos a las mujeres? ¿Por qué esta lacra del asesinato machista de nuestra novia, nuestra mujer o nuestra compañera no sólo no disminuye, sino que más bien parece ir en aumento?
Hace sólo siete años, el reverendo don Pedro Ruiz, cura párroco de la Iglesia de la Inmaculada Concepción de Canena (Jaén) daba una explicación de tales asesinatos en la homilía de la misa de la primera comunión de las niñas y los niños del pueblo. Conviene recordar la homilía del señor párroco, ahora que de nuevo vuelve a negarse con fuerza la violencia machista, situándola en lo que llaman "violencia intrafamiliar", como si el número de mujeres asesinadas en España, cinco en la última semana, no pusiera suficientemente de relieve que quien mata es el hombre, es decir, el macho.
El sacerdote afirmaba en su homilía que en la actualidad "hay más crímenes, hay más violencia, hay más droga, hay más asesinatos, hay más violencia de género, hay más de todo y cosas así." Hechos estos, añadía, que "uno no se explica verdaderamente y dice, bueno, si es que hoy somos ya técnicamente más perfectos, tenemos más cultura, tenemos más educación, tenemos más medios sociales... Pues no, ahora cada vez más." Y continúa, ampliando la idea: "hace treinta años había mucha más incultura, a lo mejor. Y a lo mejor un hombre se emborrachaba y llegaba a su casa y le pegaba a su mujer, pero no la mataba, como hoy ¿eh? Hoy es que la mata, o él a ella o ella a él."
¿Pero por qué ocurría antes lo que ocurría y hoy ocurre lo que ocurre?, se preguntaba retóricamente don Pedro. Y, sin cortarse un pelo, daba su explicación: "Antes había un sentido moral y hoy no lo hay, antes había unos principios cristianos y antes había unos valores y antes existían los mandamientos, de modo que una persona tenía una formación cristiana y, aunque se emborrachaba, sabía que había un quinto mandamiento que decía no matarás.
Sin embargo y siempre manteniendo las palabras textuales del señor párroco, "hoy, como no se sabe nadie ni que son los mandamientos ni hay fronteras entre el bien y el mal, la moral está peor." Y todo ello se debe, según el reverendo don Pedro Ruiz a que "Cristo ha desaparecido de nuestra sociedad y si Jesús desaparece de nuestra sociedad esto será la selva."
Creo que con sus propias palabras e interpretaciones, con su verborrea, el señor párroco de Canena queda más que retratado, de manera que no voy a perder ni medio párrafo en replicarle. Sólo diré en primer lugar que sin don Pedro repasara la Historia, en la que demuestra estar absolutamente pegado, comprobaría cómo con Jesús muy presente y en muchas ocasiones esgrimiendo su nombre, los cristianos de Europa se han estado descuartizando durante siglos en bárbaras peleas, es decir, que Jesús no ha frenado absolutamente nada. Pero es que, en lo que se refiere a las borracheras y las palizas, antes, esto sí que no puede ignorarlo don Pedro, la mujer no tenía otra salida que soportar lo que fuera de su marido, entre otras cosas porque los del mismo oficio de don Pedro, incluido él mismo, se encargaban de imbuirles que el único camino para ellas era la resignación, la resignación y la resignación. Hoy, la mujer se ha sacudido en buena parte el dominio masculino, es mucho más libre, exige la igualdad, y eso es lo que muchos hombres, demasiados, no están dispuestos a consentir.
Posteriormente, en declaraciones a la prensa con el propósito de aclarar, que no rectificar, sus palabras, el señor cura suelta perlas como las siguientes: "Pelearse es menos malo que matarse." Hoy "hay un relativismo moral que ha hecho que el hombre sea la medida de todas las cosas." En los años 60 del siglo pasado, cuando él creció, "la juventud era mejor, más sana, ahora hay más degeneración." (esta es la cantilena de todas las generaciones respecto a la que le sigue.) "Antes se pegaba y no se mataba, lo que conduce a pensar que hay una pérdida de valores éticos y morales."
Es decir, que el cura añora de tal modo el pasado que desearía que volviera a hacerse presente, ¿o no es eso lo que se desprende de sus palabras? Pero lo peor del asunto es que tanto la homilía como las explicaciones posteriores del señor párroco tienen hoy mismo plena vigencia, que todas y cada una de sus palabras son las que vienen a sostener, aunque con inmensa hipocresía, el partido fascista y gente como la de esa asociación fantasma de Abogados Cristianos, quienes querrían seguir viendo a la mujer con la pata quebrada y en casa.

martes, 27 de junio de 2023

CONVIVENCIA MULTICULTURAL

El desconocimiento de la Historia por parte de la mayoría de los españoles y, en general, de los europeos está propiciando el regreso de la barbarie nazi y fascista, aunque ahora, para blanquearla, no la denominan así, sino extrema derecha. Y no me refiero sólo a la Historia reciente, de cuya ignorancia por los jóvenes somos, en un muy elevado porcentaje, culpables los mayores que hemos preferido guardar silencio de lo que fueron nuestras propias vivencias personales.
Frente a los que pretenden el absolutismo político, religioso, lingüístico y cultural de una sociedad, en concreto, de la sociedad española, cabe señalar los momentos históricos en que distintas creencias y distintas culturas convivieron en aceptable armonía. Uno de estos momentos más famoso fue el de la Córdoba de los Omeya, primero con el emirato y, más tarde, con el califato. Durante esa larga época, en la ciudad que fuera la más importante de Occidente convivieron musulmanes, judíos y cristianos, sin más problemas que los que, puntualmente y por muy corto tiempo, provocaron estos últimos, con su absolutismo y su exclusivismo.
Aunque la conquista de Jerusalén por parte de los Cruzados fue una auténtica carnicería en la que los cristianos eliminaron a, prácticamente, la totalidad de la población musulmana, posteriormente, cristianos, judíos y musulmanes lograron una convivencia más que aceptable en todo el territorio dominado por los cristianos, a los que los musulmanes llamaban francos. Ib Yubair vio personalmente y dejó constancia escrita de como los musulmanes vivían mejor en el territorio franco que en el territorio musulmán.
Pero el mejor ejemplo histórico de convivencia multicultural es, sin duda alguna, la isla de Sicilia durante los siglos XI, XII y XIII. La historia se remonta al siglo IX y tiene su origen en las correrías de los guerreros escandinavos por los territorios del imperio carolingio. Conocidos como vikingos o normandos (gente del norte) y magníficos navegantes, durante bastante tiempo se dedican al saqueo de los lugares a los que arriban. En sus veloces naves alcanzaron incluso las costas de Al-Andalus; hasta consiguieron penetrar por el Guadalquivir y apoderarse de Sevilla, a la que saquearon durante tres días, causando una terrible matanza. Abderramán II envió desde Córdoba un ejército que derrotó a los invasores, cuyas correrías por el territorio andalusí terminaron para siempre a partir de aquel momento.
Con el tiempo, los vikingos se establecen en el norte de Francia, en la región de Normandía, cuyo nombre recibe de ellos. Este asentamiento queda formalizado cuando Carlos el Simple, rey de los francos, firma con el vikingo Rollón el tratado de Saint-Clair-sur Epta. Pero el asentamiento no reduce la inquietud de los vikingos. En 1066 se apoderan de Inglaterra. Desde Normandía, costeando por el Atlántico y por el Mediterráneo alcanzan el sur de Italia. Aquí, Roberto Guiscardo (1015-1085) se apodera de la Campania, tras derrotar a las tropas del papa Nicolás II (1059-1061); expulsa a los bizantinos de  Reggio y Bari, los últimos enclaves que aquéllos dominaban; conquista Sicilia, entonces en poder de los musulmanes desde el 827, pero no los expulsa ni los obliga a convertirse al cristianismo, sino que les permite seguir en la isla, si ese es su deseo; por último, funda el que sería conocido como Reino de las Dos Sicilias, en el que convivirán sin mayores problemas normandos, sicilianos, bizantinos y musulmanes.
Un siglo más tarde de estos hechos visitaría la isla Muhammad Ibn Yubair (1145-1217), viajero musulmán, creador en el mundo islámico de los libros de viajes, con su Rihia (libro de viaje). Natural de Játiva (Valencia), Ibn Yubair estudió en Granada, donde fue secretario del gobernador y se dio a conocer como poeta. En 1182, inició un viaje de peregrinación a la Meca que se extendería por Egipto, visitando, entre otros lugares, El Cairo y Alejandría. Alaba la buena administración de Saladino (1137-1193), sultán entonces del país, y, al contrario que otros viajeros, que se limitan a la topografía y poco más de los lugares que visitan o por los que pasan, Ibn Yubair se entretiene dando cumplidas noticias de la vida política, social y cultural de las ciudades que visita.
En Sicilia, Ibn Yubair se maravillará de su capital, Palermo, y de su corte. Se maravillará igualmente de la armoniosa convivencia entre gente tan diversa. Y, ojo al dato para aquellos que no ven más que problemas en la existencia de diferentes lenguas en el territorio español, existen tres lenguas oficiales: latín, griego y árabe. La ciudad cuenta con un centro de traducción de unos idiomas a otros y se ha convertido en un lugar en el que, como en la Córdoba de unos siglos antes, se practican las ciencias, las artes y las letras como en ningún otro lugar de Europa, y al que llegan sabios y artistas de los más diversos puntos.

Fuentes:
La civilización del Occidente medieval.- Jacques Le Goff
A través del Oriente.- Ibn Yubair
Historia de los papas.- Juan María Laboa
Historia de la Iglesia II.- Llorca, Villoslada, Leturia, Montalbán
La Iglesia y la cultura en Occidente (siglos IX-XI).- Jacques Paul

Imágenes: Vistas de Palermo procedentes de Internet.

jueves, 22 de junio de 2023

MARINGÁ

Hacia finales de los años cuarenta y primeros cincuenta del siglo pasado la mortalidad infantil en España era de ciento cuarenta (140) niños por cada mil, nada menos que treinta y cinco (35) veces más que la existente en 1931, al instaurarse la República. Mataban el sarampión, la viruela, la disentería, pero mataba, sobre todo, el hambre, que, entre otras cosas, debilitaba el sistema inmunitario, especialmente de los niños, facilitando el paso de las infecciones. El hambre era consecuencia de la escasez de alimentos que padecía la mayor parte del país, aun después de más de diez años del final de la guerra, y de la pobreza, que castigaba brutalmente a los vencidos. En las mesas españolas faltaban muchos alimentos, pero había uno que sobresalía sobre los demás, muy necesario para los niños: la leche, de la que sólo se conseguía un litro cada diez días.
Entonces intervinieron los norteamericanos. En 1947 el presidente Truman había declarado la llamada "guerra fría", contra la "dictadura comunista" y, desde entonces, andaban locos por montar bases militares en España, país considerado con una magnífica situación estratégica. No les fue difícil llegar a un acuerdo con el dictador español, dado el visceral anticomunismo de éste, y la situación de drama económico que vivía el país. Oficialmente, los acuerdos se firmaron en Madrid en 1953. En ellos España aprobaba la construcción de cuatro bases estadounidenses en su territorio, una naval, Rota, y tres aéreas: Morón, Torrejón de Ardoz y Zaragoza. La ayuda comenzó a llegar en 1954; fue principalmente militar, con la dotación de diverso material para el ejército, aparte de la construcción de las bases. Pero hubo también una importante ayuda alimentaria, consistente en leche en polvo y en queso. Ambos productos se destinaron, principalmente, a la infancia, aunque hubo también para muchos adultos. En general, se repartían en los colegios, pero asimismo en otros lugares, entre ellos en las parroquias.
A la de San Pedro, en la que yo era entonces monaguillo, llegaban sólo sacos de leche de gran tamaño, veinticinco kilos como mínimo, calculo en la distancia, aunque a los colegios llegaba también el queso, un queso amarillo, en grandes latas circulares.
La leche la preparábamos en una olla enorme llena de agua, a mano, con unos batidores de alambre de esos que se usan en la cocina. A las siete o siete y media de la mañana ya estábamos los monaguillos dale que te dale al batido, porque para las ocho ya se había formado una importante cola de personas con sus cacharros ante una puerta secundaria situada en la cara oriental del templo.
Para el reparto venía una muchachita de unos diecisiete años que era una preciosidad: de mediana estatura, morena, con una melena hasta algo más abajo de los hombros, ojos negros de mirada profunda y siempre con una sonrisa llena de encanto. En aquel tiempo estuvo de moda una canción: Maringá. No recuerdo quien la cantaba, pero ahora encuentro en internet que se trata de una canción brasileña, compuesta por un médico, Joubert de Carvahol, dedicada a una María de Ingá, de donde quedó Maringá, y que, entre otros, han cantado en castellano Leo Marini, Gloria Lasso y Chavela Vargas. No sé por qué, en lugar de Maringá, nosotros, los monaguillos, la llamábamos Maringal, y este fue el apelativo que le dimos a la muchachita que hacía el reparto de la leche. 
Ah, cómo, a mis once años, estuve yo de enamorado de Maringal. Hasta soñaba con ella. Por entonces quería ser cura y, al mismo tiempo, también quería ser novio y casarme con Maringal. Lo de cura lo había hecho público y mi madre andaba de un lado para otro tratando de conseguir el dinero necesario, porque estudiar para cura costaba un pastón. Lo de mi amor, en cambio, preferí mantenerlo en secreto, intuía que ambos proyectos no eran muy compatibles. Un año y poco más después, yo me fui al seminario y cuando en verano volví a la parroquia ella había desaparecido. Luego, a lo largo del tiempo, la he recordado muchas veces. No hace mucho, en una de esas noches en que no puedo dormir, le escribí esta carta-poema, que, naturalmente, no pude mandarle, porque ni siquiera sabía ni sé si sigue viva:

Lejana Maringal:
                        
Yo no era más que un niño
y tú ya una mocita,
pero en tu cara yo veía las frescura
de los helechos que mi madre regaba
cada noche en nuestra casa,
veía la luz del sol arrebolada y dulce
y veía el sueño que en mi imaginación
yo me creaba.

Ah, qué emoción cuando llegabas
como un río de colores:
el paso ondulante, la melena encendida
frente al viento, una rosa radiante
en la mirada, leve sonrisa de cristal
y lo zapatos de tacón
que siempre me asombraron.

Hay cielos que se desmoronan
cuando la tarde se viste de arreboles
y puentes que se ahogan bajo el agua
y fuentes que se secan de repente.
Así temblaba yo y me desmoronaba
cada vez que me encontraba con tus ojos,
así me disolvía como una lágrima
y así mi boca se quedaba sin palabras.

Qué larga la distancia
que va del corazón a la memoria.
No sé que fue de ti,
la vida es un continuo sube y baja,
pero yo te recuerdo muchas veces
exactamente como eras en aquellos días
y vuelvo a temblar como temblaba
y vuelvo a morir de amor como moría.

Imágenes: Internet
 

lunes, 19 de junio de 2023

LA PROHIBICIÓN DE LAS CORRIDAS DE TOROS

El 1 de noviembre de 1567 el papa Pío V (1566-1572) promulgó la encíclica De Salute Gregis Dominici.
Tras las elecciones del pasado 28 de mayo el torero Vicente Barrera (en la fotografía), empresario en Viticultura y  Construcción y miembro de Vox, ha sido designado Vicepresidente del gobierno de la Comunidad Valenciana y nada menos que Consejero de Cultura. Ni este caballero ni los que lo han elegido deben tener noticia alguna de la citada encíclica. No es el único, la práctica totalidad de los españoles la desconocen y los que la conocen no tienen el menor interés en difundirla. Los que sí la conocen o deben conocerla son los obispos, que, además, están obligados a hacerla cumplir en el ámbito de sus diócesis. Pero, la conozcan o no unos y otros, cabe decir que uno de los fundamentos del Derecho sostiene que el desconocimiento de una norma no exime de su cumplimiento. Y esta bula atañe a todos los católicos, sean practicantes o no.
¿Pero a qué se refiere la dichosa bula? "De la Salvación de la Grey del Señor", que sería la traducción de su título al castellano, prohíbe las corridas de toros, que entonces se celebraban en Italia, Francia, Portugal, España y algunos países sudamericanos, como México y Colombia. Y las prohíbe de un modo categórico, absoluto. Así, en el epígrafe dos el papa sostiene y decreta: "Nos, considerando que estos espectáculos en los que se corren toros y fieras en el circo o en la plaza pública no tienen nada que ver con la piedad y la caridad cristiana y queriendo abolir estos espectáculos cruentos y vergonzosos, no de hombre, sino de demonio, y proveer a la salvación de las almas en la medida de nuestras posibilidades con la ayuda de Dios, prohibimos terminantemente por esta nuestra constitución, que estará vigente perpetuamente bajo pena de excomunión y de anatema en que se incurrirá por el hecho mismo ipso facto que todos y cada uno de los príncipes cristianos, cualquiera sea la dignidad de que estén revestidos, sea eclesiástica o civil, incluso imperial o real o de cualquier otra clase... que permitan la celebración de estos espectáculos en los que se corren toros y otras fieras en sus provincias, ciudades, territorios, plazas fuertes y lugares donde se lleven a cabo. Prohibimos asimismo que los soldados y cualesquiera otras personas osen enfrentarse con toros y otras fieras en los citados espectáculos, sea a pie o a caballo."
En el apéndice tres, el papa añade, textualmente: Y si alguno de ellos muriere allí, no se le dé sepultura eclesiástica.
Más adelante, en el apéndice siete, el papa ordena a patriarcas, arzobispos y obispos... (que) "apelando al juicio divino y a la amenaza eterna hagan publicar suficientemente nuestro escrito en las ciudades y diócesis propias y cuiden de que se cumpla, incluso bajo penas y censuras eclesiásticas, lo que arriba hemos ordenado."
Sin embargo, como los españoles somos más chulos que un ocho, la bula no se publicó en España. Lo impidió Felipe II. No es que el rey fuera aficionado a los toros, pero no quería enfrentarse a la nobleza, que si lo era y en grado sumo. Y no sólo lo impidió, sino que presionó al papa para que la derogase, aunque no lo consiguió.
A Pío V, fallecido en 1572, le sucedió Gregorio XIII (1572-1585). Felipe II insistió en sus presiones y, en este ocasión, obtuvo la promulgación de la bula Exponi Nobis. En ella el papa anula la prohibición de la asistencia de los laicos a las corridas, manteniéndola para los clérigos, siempre que se hubieran tomado las medidas pertinentes para evitar cualquier muerte y que "no se celebren en días de fiesta." No obstante, muchos clérigos se pasan la prohibición por donde ya se sabe. Incluso, en la Universidad de Salamanca, los profesores, interpretando la encíclica a su capricho, mantienen que la derogación papal afecta tanto a laicos como a clérigos. 
Cuando este hecho llega al Vaticano, Sixto V (1585-1590) sucesor de Gregorio XIII, envía un Breve al obispo salmantino instándole a aplicar todas las medidas necesarias para que los clérigos cumplan lo mandado. El obispo hace publico el Breve y los clérigos afectados, en lugar de cumplir la prohibición, ruegan a Felipe II su intervención ante el pontífice para que la derogue. El rey deja pasar el tiempo y no vuelve a las presiones hasta el ascenso al trono de Clemente VIII (1592-1605)
Este papa cede y promulga el Breve "Suscepti Moneris", en el que levanta las penas de excomunión y anatema para los que organizaban y/o permitían la celebración de corridas, sólo en los reinos de España, basándose en la antigüedad de la fiesta y (pásmate, Manolo) en que las medidas de la bula de Pío V no habían conseguido erradicar tales festejosNo obstante, mantiene la prohibición de asistencia a los clérigos y que las corridas se celebren en días de fiesta. Igualmente exige que se tomen las medidas oportunas para evitar en lo posible la muerte de persona alguna.
Los clérigos siguen sin obedecer, pero los papas siguientes no intervienen, hasta Inocencio XI (1676-1689). En el Breve "Non Sine Graui", tras lamentar que no se cumplan las medidas de sus predecesores, este papa encarga al nuncio Salvo Mellini que intervenga ante el rey Carlos II con la energía que fuese necesaria para que dichas medidas se cumplieran con todo rigor, al tiempo que le haga saber lo grato que sería para Dios la prohibición de las corridas de Toros. En su triste y aciaga nebulosa, Carlos II no mueve ni un dedo.
Desde entonces hasta hoy no ha habido nuevos cambios en relación con este asunto, salvo la inclusión en el Código de Derecho Canónico de la prohibición a los clérigos de su asistencia a las corridas de toros. Ahora bien, en 1920, el cardenal Gasparri, Secretario de Estado con el papa Benedicto XV (1914-1922) envía una carta a la presidenta de la Sociedad Protectora de Animales que se había dirigido al papa solicitándole su opinión sobre las corridas de toros. En dicha carta el cardenal escribe que las corridas de toros son Espectáculos sangrientos y vergonzosos. Su Santidad anima a todas las nobles almas que trabajan en borrar esta vergüenza y aprueba de todo corazón todas las obras establecidas con este objetivo y que dirigen sus esfuerzos en desarrollar en nuestros países civilizados el sentimiento de piedad hacia los animales." Esta carta fue publicada por L'Observatore Romano, órgano oficial de Vaticano, por lo que fue conocida en toda Europa, aunque en España no tuvo efecto alguno.
En 1988, Monseñor Canciani, Consultor de la Congregación para el Clero de la Santa Sede hizo unas declaraciones al periódico español Diario 16 en las que, además de confirmar la vigencia de la bula de Pío V en todo lo que no hubiera sido expresamente derogado, afirmaba "que todo el que muriese en una corrida de toros está condenado al fuego eterno." Poco después, el 14 de enero de 1990, el periódico El País recogía otras declaraciones del papa Juan Pablo II en las que afirmaba que "los animales poseen un soplo vital (alma) recibido por Dios... la existencia de las criaturas depende de la acción del soplo-espíritu de Dios."
Al que esto escribe le traen sin cuidado las bulas, los breves y las declaraciones de las autoridades religiosas acerca de este bárbaro espectáculo considerado nada menos que la Fiesta Nacional de España, sin embargo, sí que cree que los aficionados y defensores de un espectáculo cuya diversión consiste en la tortura de un animal, en su mayoría creyentes católicos, deberían, al menos, reflexionar sobre estos mandatos y prohibiciones.

Fuente: Articulo de Luis Gilpérez Fraile en asanda.org. En él pueden leerse todos los documentos citados en latín y en castellano.

Imágenes: La fotografía del torero, del periódico Las Provincias. El resto, de Internet.

Las negritas son de un servidor.

lunes, 29 de mayo de 2023

UNA MORAL COCHAMBROSA

Resultaría cómica, si no fuera hasta tenebrosa, la facilidad con la que tanta gente, tantas personas se sienten ofendidas en sus más íntimos y trascendentales sentimientos por causas generalmente triviales, como un desnudo; una pareja del mismo sexo besándose; una opinión religiosa distinta de la suya o de sus creencias; o un chascarrillo más o menos subido de tono, especialmente si está relacionado con la religión.
No cabría error su dijéramos que estas personas poseen sentimientos sumamente frágiles y, al mismo tiempo, curiosamente selectivos, pues mientras se ofenden y se escandalizan por causas como las señaladas, no muestran la más mínima preocupación, por las personas que se ahogan casi a diario en el Mediterráneo huyendo de la guerra o de la hambruna, por ejemplo; es más, suelen estar en contra de ellas, y más aún en contra de las que consiguen arribar a nuestro país. Igualmente, les importa un comino el sufrimiento de todos aquellos y aquellas que padecen el desahucio de sus viviendas por causas, en la mayoría de los casos, inhumanas, como que por ser viviendas de alquiler de carácter público son compradas casi fraudulentamente por uno de esos llamados fondos buitres, reunión de verdaderos criminales, que, a continuación suben brutalmente la renta; es más, los ofendidos, ofendiditos, sería una expresión mucho más correcta, desprecian con todas sus fuerzas a todas esas personas, ciertamente valerosas, que forman parte de grupos antidesahucios. Tampoco les preocupan los continuos asesinatos de mujeres a manos de sus parejas masculinas, ante los que no dan siquiera la menor muestra de inquietud; más aún suelen negar, en ocasiones, tajantemente, la violencia de género, aduciendo que se trata de violencia intrafamiliar, o, lo que es lo mismo, que no se trata de violencia machista, sino de la violencia general que, para ellos, forma parte de la naturaleza humana, sean hombres o sean mujeres. No les importa absolutamente nada el escándalo de un Consejo General del Poder Judicial que lleva casi cinco años ocupando su puesto no diré ilegalmente, pero sí al margen de la ley. Etc. etc. etc.
Recientemente, en TV3, la televisión pública catalana, ha ofrecido una parodia de la Virgen del Rocío, cuya famosa y espectacular romería, en la que la diversión alterna sin complejos con el fanatismo, se celebra precisamente en estas fechas. Pues fue emitirse el programa e, inmediatamente, ese grupo autodenominado Abogados Cristianos, al parecer, pseudo asociación formada únicamente por la vallisoletana Polonia Castellanos, a la que el Jesús evangélico correría a gorrazos, sin ninguna duda, si reapareciera hoy, ese grupo de un solo miembro, tremendamente ofendido en sus más puros sentimientos religiosos, corrieron a poner una denuncia, como han hecho en otras ocasiones más o menos parecidas, denuncia que en estos días ha sido admitida a trámite por una señora jueza. 
Esta señora, cuyo salario sale del bolsillo de todos los españoles que pagan impuestos, conviene no olvidarlo, seguramente no tiene nada de más enjundia que enjuiciar. Debe ser también de sentimientos frágiles y selectivos. Aunque es una temeridad pensar esto, pues, a la hora de juzgar, los jueces y las juezas, carecen de sentimientos, de religión, de moral y hasta de ideología política; se limitan a aplicar las leyes en vigor, no las de la Edad Media o incluso las del siglo XIX, ¿no es cierto?
Es difícil creer que tales cosas poco más que anecdóticas ofendan realmente a nadie y mucho menos que sean merecedoras de una denuncia y de un juicio; por el contrario, da la impresión de que quienes promueven denuncias de este tipo y quienes las aceptan actuaran movidos no por sentimientos puros, sino por puros intereses personales. Pero se trata sólo de una impresión o, si lo quieren ustedes, de una suposición, acaso hasta exagerada.
De cualquier manera, hechos como estos no son exclusivos de nuestra época, tan dada a exageraciones y mixtificaciones, con bulos de todos los colores. Un caso de sentimientos fragilísimos, famoso en todo el mundo, se produjo en Francia hace nada menos que ciento sesenta y seis años y tuvo por protagonista a un tal Ernest Pinard (1822-1909) (en la imagen de la cabecera), un auténtico trepa, de férrea formación católica, ese catolicismo absolutista, exclusivista y universalista, que odia cordialmente a todo el que no se encuentra encuadrado en él, hasta el punto de perseguir su exterminio físico, no meramente ideológico.
Este caballero, que había nacido en Autun, hijo de un abogado, siendo piadosísimo fiscal, de misa y comunión domingo tras domingo, fue nada menos que contra Gustave Flaubert (1821-1880),contra Charles Baudelaire (1821-1867) y contra Eugenio Sue (4804-1857). El primero por su novela Madame Bovary, el segundo por su poemario Las flores del Mal y el tercero por Los misterios de París
En líneas generales, las sociedades modernas son fundamentalmente hipócritas y en aquel tiempo Francia lo era en grado sumo. Madame Bovary es la historia de un doble adulterio por parte de una dama de provincias hastiada de su matrimonio, que, sin embargo, no puede romper, porque las leyes se lo impiden. Una historia que, sin duda alguna, se producía todos los días en la realidad, no en la ficción, pero eso sí, en la realidad críptica, esto es, secreta. Lo que de la novela de Flaubert irritaba a los bien pensantes y, especialmente, al señor fiscal era, en primer lugar, que el adulterio lo cometa una mujer, además por partida doble; y, en segundo lugar, que mostrara su alegría por haber encontrado un amante y no mostrara, sin embargo, el más mínimo remordimiento por engañar a su marido. Pero lo que sacaba por completo de sus casillas a Ernestito Pinard era que la adúltera no sufriera castigo alguno por su pecado, un castigo ejemplarizante que disuadiera a otras mujeres de seguir el mismo camino, y que, ya en el colmo de los colmos, terminara su vida cuando ella quiso, puesto que se suicida. 

De todo esto, naturalmente, el culpable era el autor Gustave Flaubert (en la imagen de arriba). Pero con dos cómplices. La novela se publicó originalmente por entregas en la Revista La Revue de París, entre octubre y diciembre de 1856, por consiguiente culpables eran también el director de la publicación Leon Laurent Pichat y el impresor del texto, Auguste-Alexis Pillet. Además de desvelar algunas de las escenas a su juicio más escandalosas, el señor fiscal se descolgó con declaraciones como esta: "El arte que no observa las reglas deja de ser arte, es como una mujer que se desnuda completamente. Imponer las reglas de la decencia pública en el arte no es subyugarlo, es honrarlo."
Tanto Flaubert como sus coacusados resultaron absueltos gracias al extraordinario alegato del abogado defensor Antoine Marie Jules Senard. En el juicio, lo único que consiguió don Pinard fue dar publicidad a la novela que, rápidamente, fue publicada en libro, llegando muy pronto a superar todos los records de ventas y, con ello, a hacer famoso a Flaubert.
Pues no contento con este chasco, el empecinado fiscal la tomó el mismo año con Baudelaire, y sus Les fleurs du mal. En esta ocasión, Pinard corrió mejor suerte, pues consiguió que se suprimieran seis poemas del libro y que el autor fuera multado con trescientos francos. Poco después emprendió el mismo camino contra Eugenio Sue por su obra Los misterios de París, una saga de proletarios desarrollada a lo largo de varios siglos. Aunque Sue murió durante el juicio, éste prosiguió, terminando con la condena del editor de la obra y del impresor del texto.
Partidario de Napoleón III, Pinard llegó a ser miembro del Consejo de Estado (1866) y Ministro del Interior (1867). Sin embargo, tras la caída del imperio todo fueron desgracias para tan piadoso como recto y rígido caballero, hasta que finiquitó su vida en la más oscura soledad, después de haber visto morir a su madre (su padre había muerto siendo él un niño), a su hermana, a su esposa, a su hijo, su hija y su yerno.
Antes, se había descubierto que el ejemplar comulgante dominical era autor de una colección de poemas priápicos, es decir, eróticos, en los que muestra su admiración y sus gustos por los penes, descubrimiento que permitió comprobar la hipocresía y la cochambrosa moral del individuo; dones éstos, por otra parte, que suelen adornar a todos los que heridos en sus sentimientos, emprenden denuncias semejantes a las de Pinard, como en España los mencionados Abogados Cristianos, a quienes, quién sabe, entra dentro de lo posible que algún día los cazaran entrando a un puticlub o a algún pub frecuentado por homosexuales. Cosas mucho más raras se han visto.

Fuentes:
La responsabilidad del escritor. Literatura, derecho y moral en Francia, siglos XIX y XX.- Gisele Sapiro
El loro de Flaubert.- Julian Barnes

Imágenes: Internet.

jueves, 16 de marzo de 2023

EL ALMA ES UNA HABICHUELA

Hace unos días, buscando algunos datos por internet, me encontré con el Catecismo de Trento, texto emanado de la contrarrevolución reaccionaria efectuada por la Iglesia católica en el famoso concilio celebrado entre 1545 y 1563, y reeditado en 1926. Me dispuse a leer con interés, a ver por dónde se descolgaban estos muchachos. Después de una extensa introducción, de una encíclica de Pio X, fechada en 1905, de otra introducción al capítulo primero, me encuentro al fin con la primera pregunta y su correspondiente respuesta:
"¿Qué es el Credo?"
"El Credo es la fórmula de fe cristiana compuesta por los apóstoles para que todos los cristianos piensen y confiesen la misma creencia."
Pues empezamos bien, me digo, porque semejante respuesta es rigurosamente falsa, lo saben hoy y lo sabían entonces. Los apóstoles no compusieron fórmula alguna de fe, sino que ésta fue elaborándose a lo largo de los años y de los siglos, no sin numerosas, sucesivas y agrias discusiones, hasta culminar en el Concilio de Nicea de 325, un Concilio, como se sabe, organizado y patrocinado por el emperador Constantino, con Osio, obispo de Córdoba, como su brazo derecho.
¿A qué seguir?, me dije, si en algo tan claro se miente, que no se mentirá más adelante. Pero seguí un poco más y unos párrafos más abajo me encuentro con esta perla:
"Creer no significa PENSAR, ni JUZGAR, ni OPINAR, sino dar un asentimiento certísimo por el que el entendimiento adhiere firme y constantemente a Dios y las verdades y misterios por Él manifestados."
Es decir, convertirnos en autómatas o en zombis, mientras los redactores del catecismo vivían y viven como sólo ellos saben hacerlo. Y en defensa de esta ideas que no pueden ser más antihumanas fue por lo que Carlos I y Felipe II se gastaban las riquezas que venían de América en guerras imbéciles contra, precisamente, quienes se habían atrevido a pensar y a opinar. Sangre y no poca ha costado poder pensar, juzgar y opinar, que es para lo que la evolución ha dotado al ser humano de razón.
Pero, en realidad, lo que yo andaba buscando era unos datos sobre el alma. Y en estas estaba cuando recordé que en mi librería tengo un magnífico libro sobre el tema: La búsqueda científica del alma, de Francis Crick (1916-2004). Inglés de nacimiento, a los doce años le dijo a su madre que no quería ir más a la iglesia, a la que los padres lo llevaban domingo tras domingo, porque prefería dedicar aquel tiempo a la investigación. Se licenció y se doctoró como físico, pero, tras la segunda guerra mundial, se pasó a la química y a la biología. En este campo, junto con James Watson, descubrió la estructura molecular del ADN, lo que le valió a los dos el premio nobel de medicina de 1962.
Su libro es divulgativo, pero con enjundia, trata de la consciencia, centrándose principalmente en el sentido de la vista. Aunque habrá que hablar de él con profundidad, en este momento, lo que realmente me interesa es decir que en él he descubierto lo que es el alma: ¡Una habichuela! Lo cuenta el propio Crick: a su esposa, Odile, de niña, le enseñaba el catecismo católico una señora irlandesa de bastante edad. "¿Qué es alma?" preguntaba la señora, y ella misma contestaba: "El alma es un ser vivo sin cuerpo que dispone de razón y libre voluntad." Durante mucho tiempo la niña no pudo quitarse aquella respuesta de la cabeza. ¿Pero por qué? La señora hablaba bastante mal el inglés y "vivo", que inglés es "being", pronunciado "bi-in", ella lo pronunciaba "be-in", pero además tal mal que la niña entendía "bean", "habichuela", es decir, que el alma, según el catecismo que manejaba aquella señora, era una habichuela viviente sin cuerpo, pero con razón y libre voluntad, una definición que dejó asombrada a la niña y completamente confusa. Con su confusión vivó Odile bastante tiempo, pues no le contó a nadie la explicación de la señora, hasta que mucho después, se la contó entre risas a su marido.
Francis Crick busca el alma, es una manera de hablar, en el cerebro, que es donde decía que estaba Eduardo Punset, aquel, entre otras cosas, magnífico divulgador científico con el que tantas risas nos hechamos gracias a sus entrevistas con la Blasa, el inolvidable personaje de José Mota. Pero esto, más o menos, ya lo dijo el griego Hipócrates, cuatro siglos antes de Cristo, al declarar que: "Los hombres deberían saber que del cerebro, y nada más que del  cerebro, vienen las alegrías, el placer, la risa y el ocio, las penas, el dolor, el abatimiento y las lamentaciones."
Es lástima que, con su absolutismo y su exclusivismo, el cristianismo barriera todo el saber que habían acumulado los pensadores y científicos griegos. La de sufrimiento que se hubiera evitado buena parte de la humanidad si no hubiera triunfado tan bárbaramente como lo hizo.

Imágenes: Internet

martes, 7 de marzo de 2023

EL DECRETO DE BURCHARD

A medida que se extendía, se unificaba y tocaba los resortes del poder, la Iglesia se fue burocratizando, no sólo en lo que se refiere a la organización administrativa, económica y jurídica, sino también a la moral, a la fiscalización de la vida y las costumbres de los cristianos. En este último sentido, además de determinar las normas morales de obligado cumplimiento, se fueron estableciendo las penas, los castigos que habrían de cumplir los transgresores. Así surgieron los llamados penitenciales, colecciones de posibles pecados con las penitencias que les correspondían.
Tales penitenciales existieron, al menos, desde el siglo V. Hasta el IX fueron poco o nada ordenados, pero desde este siglo surgieron auténticos tratados en los que se clasificaban con todo detalle los diversos pecados, que, para entonces, eran también delitos, pues lo diferentes reinos de Europa había incorporado a su legislaciones las normas y prohibiciones cristianas.
En la actualidad, los penitenciales resultan un excelente medio para conocer el estado moral de las sociedad medieval europea en sus distintas etapas. Uno de estas tratados de mayor éxito en su tiempo fue el Decretum de Burchard, obispo de la ciudad alemana de Worms. Redactado entre 1007 y 1012, alcanzó rápidamente un amplia difusión, con copias que se extendieron no sólo por Alemania, sino por buena parte de Europa. El prelado lo creó como una herramienta para su propio ejercicio episcopal, pero en él se aprecia tanto un propósito moral como el de la conservación de las estructuras sociales que van mucho más allá del territorio de su diócesis. En efecto, Burchard pretende conocer y, en su caso, corregir los pecados que se cometen en las distintas parroquias de su jurisdicción, aprovechando para ello sus visitas pastorales. Con tal objeto, elaboró la primera parte de su penitencial como un cuestionario que encomendaba a siete hombres comprometidos bajo juramento a llevar a cabo la investigación.
La enumeración de los pecados sigue una gradación de mayor a menor gravedad y cada área pecaminosa se subdivide a su vez en subpecados, podríamos decir, clasificados bajo idéntico criterio. Los dos pecados que el obispo considera más graves son el homicidio y los relacionados con el matrimonio. El motivo principal es porque amenazan más que cualesquiera otros los cimientos del edificio social. El homicidio tiene distintos grados, pues no es lo mismo matar a un hombre de frente que matarlo a traición o de noche, o cortarle la lengua, la mano o sacarle los ojos. A él van destinadas catorce preguntas. Sin embargo, aunque los pecados relacionados con el matrimonio estén en un escalón inferior de gravedad, a ellos  Burchard le dedica nada menos que veintitrés preguntas, más de la cuarta parte del total de ochenta y ocho de que consta el cuestionario.
Entre los pecados de este campo, el más grave de todos es el adulterio, al que siguen el de los que tienen en su casa una concubina, el de los que repudian a su mujer y vuelven a casarse, el de los que sólo repudian. El pecado más leve lo constituyen los juegos de carácter erótico al que se entregaban los adolescentes y las sirvientes solteras.
Cabe decir aquí que, para el señor obispo en su cuestionario, el sujeto activo es el hombre y que, aunque no fuese esa su intención, donde el tratado tiene su mejor aplicación y casi única es las casas de los nobles y grandes señores. Igualmente, cabe señalar que ya en aquel tiempo la mujer no es una persona en sentido estricto, sino un instrumento, "el instrumento más eficaz que el demonio ha tenido y tiene para engañar a los hombres.", como seis siglos más tarde, en 1634, señalaría con toda nitidez fray Gerónimo Planes. A ella van dedicadas un buen número de preguntas, más que al hombre, porque, según el obispo, las mujeres son frívolas, ligeras de cascos, pérfidas, charlatanas en la iglesia, olvidadizas de los difuntos por los que debe rezar y, cosa realmente grave, responsable del infanticidio, ya que ella tiene a su cargo el cuidado de los hijos. Son lujuriosas y lúbricas y están dispuestas siempre, según el señor obispo en su Decreto, a vender su cuerpo o el de sus hijas, o el de sus nietas o el de otra mujer. 
Curiosamente, no hay en el cuestionario ninguna pregunta acerca del posible placer en el lecho conyugal, pero sí más de una para indagar en el placer que puede proporcionarse la mujer sola o con otras mujeres. Da la impresión de que Burchard sabe que en el lecho que comparte con su marido la mujer se queda bastante a menudo insatisfecha; conoce la respuesta de Tiresias a la diosa Hera acerca de este asunto y, corroído de lubricidad y de envidia, imagina un mundo de placer exclusivamente femenino al que el hombre tiene vedado el acceso, un mundo, por supuesto, altamente pecaminoso.
El tratado cuenta con veinte capítulos. El XIX, denominado Médicus, detalla la penitencia que los confesores deben aplicar a cada pecado. De menor a mayor, el primer castigo consiste en diez día a pan y agua así como la completa abstinencia sexual. Con esta penitencia se castiga, por ejemplo, la masturbación masculina en solitario, que se triplica si se practica a dúo. Es la misma sanción que se le aplica a un soltero que fornica con una soltera o con su sirvienta. Juan Pablo II aseveraba con rotundidad que el hombre que mira a su mujer con lascivia peca gravemente. Este pensamiento no era en absoluto nuevo, ya existía en tiempos de Burchard y el señor obispo incluye la misma pena de la masturbación para el hombre demasiado ardiente, que mira a su mujer con lascivia y la obliga a copular "contra natura", o con la menstruación, o embarazada, pena que se duplica si el feto ya se mueve y se cuadruplica si la cópula se produce en día prohibido, determinadas fiestas, la cuaresma y de jueves a domingo, en conmemoración de la pasión de Cristo Nuestro Señor. Sin embargo, la pena se reduce a sólo diez días de pan y agua y abstinencia sexual si el hombre conoce a la mujer estando borracho.
Con siete años de abstinencia y una cuaresma o cuarentena por año a pan y agua se castiga, en el campo del matrimonio, el adulterio, pero también la entrega de la esposa a otro hombre, el rapto de la esposa de otro hombre o de una monja (esposa de Cristo) y el bestialismo. Hay castigos exclusivos para los pecados de la mujer. El señor obispo considera que son pecados que se cometen principalmente en el hogar, espacio adjudicado de manera dominante a la mujer. Así, la condena es desde un año de abstinencia para la masturbación a solas (castigo mucho mayor que el del hombre por el mismo pecado), seis años por la prostitución y doce por el infanticidio, que incluye el aborto.
El Decretum revela de una parte el inmenso, abrumador, control que la Iglesia ejercía por aquella época no sólo sobre su grey, sino sobre toda Europa. De otra parte, es evidente que si algo se prohíbe en una sociedad es porque lo prohibido se está produciendo y no sólo esporádicamente, sino de forma continua. Así, no es ilógico concluir que tanto el adulterio, como el rapto, como el bestialismo y los demás pecados estaban a la orden del día. Circunstancias ambas que nos ofrecen el cuadro de una sociedad altamente controlada en materia de sexo y, al mismo tiempo, altamente transgresora.

Fuentes:
La Iglesia y la cultura en Occidente (siglos IX-XII).- Jacques Paul
El caballero, la mujer y el cura.- Georges Duby
Historia de las mujeres.- VV.AA.

Imágenes: Internet