martes, 7 de marzo de 2023

EL DECRETO DE BURCHARD

A medida que se extendía, se unificaba y tocaba los resortes del poder, la Iglesia se fue burocratizando, no sólo en lo que se refiere a la organización administrativa, económica y jurídica, sino también a la moral, a la fiscalización de la vida y las costumbres de los cristianos. En este último sentido, además de determinar las normas morales de obligado cumplimiento, se fueron estableciendo las penas, los castigos que habrían de cumplir los transgresores. Así surgieron los llamados penitenciales, colecciones de posibles pecados con las penitencias que les correspondían.
Tales penitenciales existieron, al menos, desde el siglo V. Hasta el IX fueron poco o nada ordenados, pero desde este siglo surgieron auténticos tratados en los que se clasificaban con todo detalle los diversos pecados, que, para entonces, eran también delitos, pues lo diferentes reinos de Europa había incorporado a su legislaciones las normas y prohibiciones cristianas.
En la actualidad, los penitenciales resultan un excelente medio para conocer el estado moral de las sociedad medieval europea en sus distintas etapas. Uno de estas tratados de mayor éxito en su tiempo fue el Decretum de Burchard, obispo de la ciudad alemana de Worms. Redactado entre 1007 y 1012, alcanzó rápidamente un amplia difusión, con copias que se extendieron no sólo por Alemania, sino por buena parte de Europa. El prelado lo creó como una herramienta para su propio ejercicio episcopal, pero en él se aprecia tanto un propósito moral como el de la conservación de las estructuras sociales que van mucho más allá del territorio de su diócesis. En efecto, Burchard pretende conocer y, en su caso, corregir los pecados que se cometen en las distintas parroquias de su jurisdicción, aprovechando para ello sus visitas pastorales. Con tal objeto, elaboró la primera parte de su penitencial como un cuestionario que encomendaba a siete hombres comprometidos bajo juramento a llevar a cabo la investigación.
La enumeración de los pecados sigue una gradación de mayor a menor gravedad y cada área pecaminosa se subdivide a su vez en subpecados, podríamos decir, clasificados bajo idéntico criterio. Los dos pecados que el obispo considera más graves son el homicidio y los relacionados con el matrimonio. El motivo principal es porque amenazan más que cualesquiera otros los cimientos del edificio social. El homicidio tiene distintos grados, pues no es lo mismo matar a un hombre de frente que matarlo a traición o de noche, o cortarle la lengua, la mano o sacarle los ojos. A él van destinadas catorce preguntas. Sin embargo, aunque los pecados relacionados con el matrimonio estén en un escalón inferior de gravedad, a ellos  Burchard le dedica nada menos que veintitrés preguntas, más de la cuarta parte del total de ochenta y ocho de que consta el cuestionario.
Entre los pecados de este campo, el más grave de todos es el adulterio, al que siguen el de los que tienen en su casa una concubina, el de los que repudian a su mujer y vuelven a casarse, el de los que sólo repudian. El pecado más leve lo constituyen los juegos de carácter erótico al que se entregaban los adolescentes y las sirvientes solteras.
Cabe decir aquí que, para el señor obispo en su cuestionario, el sujeto activo es el hombre y que, aunque no fuese esa su intención, donde el tratado tiene su mejor aplicación y casi única es las casas de los nobles y grandes señores. Igualmente, cabe señalar que ya en aquel tiempo la mujer no es una persona en sentido estricto, sino un instrumento, "el instrumento más eficaz que el demonio ha tenido y tiene para engañar a los hombres.", como seis siglos más tarde, en 1634, señalaría con toda nitidez fray Gerónimo Planes. A ella van dedicadas un buen número de preguntas, más que al hombre, porque, según el obispo, las mujeres son frívolas, ligeras de cascos, pérfidas, charlatanas en la iglesia, olvidadizas de los difuntos por los que debe rezar y, cosa realmente grave, responsable del infanticidio, ya que ella tiene a su cargo el cuidado de los hijos. Son lujuriosas y lúbricas y están dispuestas siempre, según el señor obispo en su Decreto, a vender su cuerpo o el de sus hijas, o el de sus nietas o el de otra mujer. 
Curiosamente, no hay en el cuestionario ninguna pregunta acerca del posible placer en el lecho conyugal, pero sí más de una para indagar en el placer que puede proporcionarse la mujer sola o con otras mujeres. Da la impresión de que Burchard sabe que en el lecho que comparte con su marido la mujer se queda bastante a menudo insatisfecha; conoce la respuesta de Tiresias a la diosa Hera acerca de este asunto y, corroído de lubricidad y de envidia, imagina un mundo de placer exclusivamente femenino al que el hombre tiene vedado el acceso, un mundo, por supuesto, altamente pecaminoso.
El tratado cuenta con veinte capítulos. El XIX, denominado Médicus, detalla la penitencia que los confesores deben aplicar a cada pecado. De menor a mayor, el primer castigo consiste en diez día a pan y agua así como la completa abstinencia sexual. Con esta penitencia se castiga, por ejemplo, la masturbación masculina en solitario, que se triplica si se practica a dúo. Es la misma sanción que se le aplica a un soltero que fornica con una soltera o con su sirvienta. Juan Pablo II aseveraba con rotundidad que el hombre que mira a su mujer con lascivia peca gravemente. Este pensamiento no era en absoluto nuevo, ya existía en tiempos de Burchard y el señor obispo incluye la misma pena de la masturbación para el hombre demasiado ardiente, que mira a su mujer con lascivia y la obliga a copular "contra natura", o con la menstruación, o embarazada, pena que se duplica si el feto ya se mueve y se cuadruplica si la cópula se produce en día prohibido, determinadas fiestas, la cuaresma y de jueves a domingo, en conmemoración de la pasión de Cristo Nuestro Señor. Sin embargo, la pena se reduce a sólo diez días de pan y agua y abstinencia sexual si el hombre conoce a la mujer estando borracho.
Con siete años de abstinencia y una cuaresma o cuarentena por año a pan y agua se castiga, en el campo del matrimonio, el adulterio, pero también la entrega de la esposa a otro hombre, el rapto de la esposa de otro hombre o de una monja (esposa de Cristo) y el bestialismo. Hay castigos exclusivos para los pecados de la mujer. El señor obispo considera que son pecados que se cometen principalmente en el hogar, espacio adjudicado de manera dominante a la mujer. Así, la condena es desde un año de abstinencia para la masturbación a solas (castigo mucho mayor que el del hombre por el mismo pecado), seis años por la prostitución y doce por el infanticidio, que incluye el aborto.
El Decretum revela de una parte el inmenso, abrumador, control que la Iglesia ejercía por aquella época no sólo sobre su grey, sino sobre toda Europa. De otra parte, es evidente que si algo se prohíbe en una sociedad es porque lo prohibido se está produciendo y no sólo esporádicamente, sino de forma continua. Así, no es ilógico concluir que tanto el adulterio, como el rapto, como el bestialismo y los demás pecados estaban a la orden del día. Circunstancias ambas que nos ofrecen el cuadro de una sociedad altamente controlada en materia de sexo y, al mismo tiempo, altamente transgresora.

Fuentes:
La Iglesia y la cultura en Occidente (siglos IX-XII).- Jacques Paul
El caballero, la mujer y el cura.- Georges Duby
Historia de las mujeres.- VV.AA.

Imágenes: Internet

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