jueves, 22 de junio de 2023

MARINGÁ

Hacia finales de los años cuarenta y primeros cincuenta del siglo pasado la mortalidad infantil en España era de ciento cuarenta (140) niños por cada mil, nada menos que treinta y cinco (35) veces más que la existente en 1931, al instaurarse la República. Mataban el sarampión, la viruela, la disentería, pero mataba, sobre todo, el hambre, que, entre otras cosas, debilitaba el sistema inmunitario, especialmente de los niños, facilitando el paso de las infecciones. El hambre era consecuencia de la escasez de alimentos que padecía la mayor parte del país, aun después de más de diez años del final de la guerra, y de la pobreza, que castigaba brutalmente a los vencidos. En las mesas españolas faltaban muchos alimentos, pero había uno que sobresalía sobre los demás, muy necesario para los niños: la leche, de la que sólo se conseguía un litro cada diez días.
Entonces intervinieron los norteamericanos. En 1947 el presidente Truman había declarado la llamada "guerra fría", contra la "dictadura comunista" y, desde entonces, andaban locos por montar bases militares en España, país considerado con una magnífica situación estratégica. No les fue difícil llegar a un acuerdo con el dictador español, dado el visceral anticomunismo de éste, y la situación de drama económico que vivía el país. Oficialmente, los acuerdos se firmaron en Madrid en 1953. En ellos España aprobaba la construcción de cuatro bases estadounidenses en su territorio, una naval, Rota, y tres aéreas: Morón, Torrejón de Ardoz y Zaragoza. La ayuda comenzó a llegar en 1954; fue principalmente militar, con la dotación de diverso material para el ejército, aparte de la construcción de las bases. Pero hubo también una importante ayuda alimentaria, consistente en leche en polvo y en queso. Ambos productos se destinaron, principalmente, a la infancia, aunque hubo también para muchos adultos. En general, se repartían en los colegios, pero asimismo en otros lugares, entre ellos en las parroquias.
A la de San Pedro, en la que yo era entonces monaguillo, llegaban sólo sacos de leche de gran tamaño, veinticinco kilos como mínimo, calculo en la distancia, aunque a los colegios llegaba también el queso, un queso amarillo, en grandes latas circulares.
La leche la preparábamos en una olla enorme llena de agua, a mano, con unos batidores de alambre de esos que se usan en la cocina. A las siete o siete y media de la mañana ya estábamos los monaguillos dale que te dale al batido, porque para las ocho ya se había formado una importante cola de personas con sus cacharros ante una puerta secundaria situada en la cara oriental del templo.
Para el reparto venía una muchachita de unos diecisiete años que era una preciosidad: de mediana estatura, morena, con una melena hasta algo más abajo de los hombros, ojos negros de mirada profunda y siempre con una sonrisa llena de encanto. En aquel tiempo estuvo de moda una canción: Maringá. No recuerdo quien la cantaba, pero ahora encuentro en internet que se trata de una canción brasileña, compuesta por un médico, Joubert de Carvahol, dedicada a una María de Ingá, de donde quedó Maringá, y que, entre otros, han cantado en castellano Leo Marini, Gloria Lasso y Chavela Vargas. No sé por qué, en lugar de Maringá, nosotros, los monaguillos, la llamábamos Maringal, y este fue el apelativo que le dimos a la muchachita que hacía el reparto de la leche. 
Ah, cómo, a mis once años, estuve yo de enamorado de Maringal. Hasta soñaba con ella. Por entonces quería ser cura y, al mismo tiempo, también quería ser novio y casarme con Maringal. Lo de cura lo había hecho público y mi madre andaba de un lado para otro tratando de conseguir el dinero necesario, porque estudiar para cura costaba un pastón. Lo de mi amor, en cambio, preferí mantenerlo en secreto, intuía que ambos proyectos no eran muy compatibles. Un año y poco más después, yo me fui al seminario y cuando en verano volví a la parroquia ella había desaparecido. Luego, a lo largo del tiempo, la he recordado muchas veces. No hace mucho, en una de esas noches en que no puedo dormir, le escribí esta carta-poema, que, naturalmente, no pude mandarle, porque ni siquiera sabía ni sé si sigue viva:

Lejana Maringal:
                        
Yo no era más que un niño
y tú ya una mocita,
pero en tu cara yo veía las frescura
de los helechos que mi madre regaba
cada noche en nuestra casa,
veía la luz del sol arrebolada y dulce
y veía el sueño que en mi imaginación
yo me creaba.

Ah, qué emoción cuando llegabas
como un río de colores:
el paso ondulante, la melena encendida
frente al viento, una rosa radiante
en la mirada, leve sonrisa de cristal
y lo zapatos de tacón
que siempre me asombraron.

Hay cielos que se desmoronan
cuando la tarde se viste de arreboles
y puentes que se ahogan bajo el agua
y fuentes que se secan de repente.
Así temblaba yo y me desmoronaba
cada vez que me encontraba con tus ojos,
así me disolvía como una lágrima
y así mi boca se quedaba sin palabras.

Qué larga la distancia
que va del corazón a la memoria.
No sé que fue de ti,
la vida es un continuo sube y baja,
pero yo te recuerdo muchas veces
exactamente como eras en aquellos días
y vuelvo a temblar como temblaba
y vuelvo a morir de amor como moría.

Imágenes: Internet
 

2 comentarios:

  1. Los amores infantiles primeros que nunca se olvidan del todo. Yo también decía Maringal, la pieza era música de descanso en los cines de verano. En el Goya había vivienda, y todos los veranos venía una niña que era la Beatriz de Diego Valor, a todos nos gustaba, yo creo que por el parecido con la heroina. Después un familiar me hablo de ella hace unos años, mejor no saber nada y quedarte con el guión que recuerdas, porque puede desvanecerse el encanto. Un abrazo Rafael.

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  2. Si, Paco, los amores infantiles no se olvida, pero tienes razón, es mejor no volver a saber nada de la niña o la muchachita que te los inspiró, aunque a veces te viene el recuerdo y no puedes evitar una cierta nostalgia.

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