jueves, 13 de julio de 2023

LA MESA DE LA COCINA

¡Qué tiempo aquel! De serena armonía, dijo ese engreído vascongado de apellido Oreja. Menuda armonía y menuda serenidad. Tiempo de penuria, de hambre, de cortes de luz, de mortalidad infantil como no se había conocido hacía más de un siglo, de analfabetismo, de jactancia, de tinieblas, en fin, y de temor. 
Y en aquel tiempo, precisamente, me nacieron a mí, una noche de septiembre del año que daría el menor número de mozos para el servicio militar de todo el siglo. No tuve mejor momento para aterrizar en este mundo. Nací en el piso alto de una casa de la Plaza de San Pedro, con balcones que daban a la maciza torre de la iglesia, entonces simple, aunque importante templo parroquial y hoy nada menos que basílica.
Por aquel entonces las mujeres parían en sus casas y mi madre no fue una excepción. Lo hacían en la cama matrimonial en la que nueve meses antes había sido engendrado la o el que iba a nacer. Sin embargo, yo no nací en aquella cama, nací en la mesa de la cocina, alumbrada mi madre y quienes la atendían con un par de lámparas de carburo, porque aquella noche, como ocurría a diario, se había producido un corte de luz, que no se sabía cuanto iba a durar, y la casa estaba completamente a oscuras.
Era una mesa amplia, de pino, con las patas carcomidas por las uñas de algún gato que habría convivido con ella, fuera Dios a saber cuándo, ya que nosotros no tuvimos gato nunca. Tal vez la mesa estaba ya en la casa cuando mis padres llegaron, porque vivían de alquiler, o la compraron de segunda mano en alguna almoneda, algo que entonces era muy corriente. No lo sé. Y nunca pude averiguarlo. En mi casa, preguntas tan tontas como ¿por qué estaba allí aquella mesa? o no tenían respuesta o la respuesta era una evasiva, posiblemente, por el afán de olvidar.
La guerra, la maldita guerra provocada por el golpe de Estado fallido a cargo de militares perjuros, había causado casi un millón de muertos, doscientos cincuenta mil exiliados, de lo mejor del país, y alrededor de ciento cincuenta mil desparecidos cuyos restos permanecen aún en su mayoría, tanto tiempo después, en fosas comunes y en las cunetas de los caminos. Había provocado también la interrupción de los noviazgos o que éstos, incluso, no tuvieran lugar y que las parejas no se casaran a lo largo de la segunda década de la vida, como venían haciéndolo con anterioridad, de manera que la noche en que yo nací mi madre tenía treinta y cuatro años y mi padre once días menos.
Todo lo que viene a continuación lo sé no porque me lo contara la protagonista principal del suceso, sino por conversaciones, generalmente, con familiares que tuve la oportunidad de escucharle. El tema del sexo, incluido el de su resultado, era en mi casa, como en la mayoría, un tabú sobre el que se mantenía el más férreo hermetismo. Mi madre era una mujer de caderas más bien estrechas, en consecuencia, la pelvis también lo sería y la dilatación del cuello uterino y del canal del parto no sería lo suficientemente amplia. El parto, además, de las primerizas suele ser algo más difícil que el de la mujer que ha parido más de una vez. Es posible también que, instintivamente, yo me negara a abandonar el lugar más cálido, seguro y confortable que un individuo, hombre o mujer, encontrará nunca en su vida. 
Ninguna explicación es incongruente en un hecho que, aunque natural, tiene no poco de milagroso. En cualquier caso lo que yo sé es que las horas pasaban, que el carburo se iba consumiendo y que, por más que pujaba, gemía y sudaba, mi madre no conseguía darme a luz. Así, llegó el momento en que la comadrona que la atendía, cansada también, pidió la presencia de un médico.
Mi madre contaría después que la comadrona estaba confabulada con el médico, no sólo en su caso, para sacarles los cuartos a las parturientas que atendía. Y aquí conviene hacer un inciso para explicar que por aquellos días la Seguridad Social, cuyo origen era anterior a la guerra, prácticamente no existía y para recibir la atención médica había que pagar o acudir a un centro de beneficencia, como la Casa de Socorro. Era una situación lamentable que, curiosamente, ochenta años después, más o menos, lleva camino de repetirse, con la privatización que, ante la pasividad general, están llevando a cabo nuestros gobernantes en las Comunidades, que son actualmente las responsables de la sanidad. Cuando dicha privatización culmine, y culminará, si seguimos tan tranquilitos, van a saber los que aún ni se lo imaginan, lo que cuesta padecer la más mínima enfermedad, no digamos ya si es importante.
Bien, ¿pero qué hace un médico en semejantes circunstancias? En aquellos tiempos no se andaban con papitos. Hacían lo que hizo el que atendió a mi madre: comprobar las constantes vitales de la parturienta, ver que la posición que yo tenía era la correcta, pero que no iba a salir por más que mi madre pujara y pujara, echar mano de su maletín y utilizar el temido fórceps, una especie de tenazas con las que extraían a los bebés que se resistían a abandonar el claustro materno. Y sí, extraerte te extraían, pero con el riesgo de causarte severas lesiones cerebrales y a la madre lesiones en la vagina.
Por tanto, como lo he dicho más arriba y lo repito ahora, yo no nací, sino que me nacieron. Creo, aunque no estoy muy seguro, que el fórceps no me causó ninguna lesión cerebral, pero todavía llevo en la frente las huellas de aquel temible instrumento




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