lunes, 1 de septiembre de 2025

MI PADRE ESTUVO ALLÍ

Ochenta y tantos años después, aun son numerorísimas las fosas comunes a las que fueron arrojados los cuerpos de los asesinados durante el franquismo. Cada vez que, con una lentitud exasperante, se consigue abrir una de ellas, con el propósito de, una vez identificados, entregar los restos a sus familiares que, ya en tercera generación en más de un caso, no han cesado de reclarmarlos para ofrecerles un entierro digno, la noticia aparece en la prensa y de aquí salta a las redes sociales, a facebook, por ejemplo, donde predominan ampliamente los comentarios de signo contrario, con el argumento, falaz argumento, de que lo mejor que se puede hacer con los muertos es dejarlos descansar, ya que, en caso contrario, lo que se consigue es reabrir heridas.
Por mi parte, cuando leo alguna de estas noticias siempre se me viene a la memoria la imagen de la escena vivida con mi padre, una tarde de otoño, cuando se encontraba cerca ya del final de su vida. Vaya por delante que yo no tengo ningún familiar entre los muertos reunidos en esas fosas. Tampoco he tenido ningún familiar represaliado de alguna manera durante la dictadura. Es decir, no tengo el más mínimo interés personal en que se abran esas fosas o en que se cumplan los demás requisitos de la Ley de Memoria Democrática. 
Mi padre murió en el año 2000, un par de semanas antes de cumplir ochenta y nueve años. Hizo la guerra en la legión, un cuerpo de choque conocido por su arrojo tanto como por su brutalidad. Cuando se produjo el golpe militar que, como se sabe, en Córdoba triunfó rápidamente, mi padre era un ebanista autónomo, con un taller en la calle Lucano, tenía veinticinco años y carecía de adscripción política. Rápidamente fue movilizado y enviado a Sevilla, donde, como acababa de realizar el servicio militar, fue enrolado sin instrucción alguna en un tabor de regulares. Él no hablaba nunca de la guerra. Sólo, después de que yo, ya adolescente, descubriera una fotografía suya conservada por mi madre, contó vagamente que había desertado de su destino pasándose a la legión, porque los legionarios iban mejor equipados que los regulares, siendo así que éstos estaban en la misma línea de combate que aquéllos y, por tanto, expuestos al mismo riesgo. De ser cierta esta historia y no tengo por qué ponerla en duda, el cambio de cuerpo debió producirse en pleno avance de los golpistas sobre Extremadura.
En la legión, mi padre llegó a sargento por méritos de guerra, o sea, que no debió de ser un pusilánime, sino todo lo contrario. Detestaba a los falangista. El siguiente hecho me lo contó mi abuelo: mi padre, que escribía con decoro y con una letra preciosa, tenía unas cuantas madrinas de guerra, cinco o séis, que le mandaban numerosos paquetes, principalmente de comida. Mi padre les había dado la dirección de su casa en Córdoba, que era también la de mi abuelo, a la que llegaban numerosos paquetes con pasmosa regularidad. Tanto paquete llamó la atención de los falangistas, que, como también se sabe, actuaban sobre todo en retaguardia, lejos de los disparos y de los asaltos cuerpo a cuerpo, de modo que un día se presentaron en casa de mi abuelo exigiendo groseramente conocer el contenido de los paquetes. Poco después llegó mi padre de permiso y al enterarse de lo ocurrido no tuvo más que presentarse en el centro de mando de los falangistas y pistola en mano armar la de Dios, hasta el punto de que mi abuelo no volvió a ser molestado por nadie. Puede que mi abuelo pusiera algo de exageración en su relato, pero la verdad es que en la fotografía antes mencionada, que sigo conservando, con el uniforme de la legión, el capote sobre los hombros, un machete en un costado de la cintura y el pistolón en el otro, la imagen de mi padre resulta imponente.
Con el misma fervor que a los falangistas, detestaba a Franco, no sabía yo por qué. En mi adolescencia, recuerdo muchos intentos de discusión con él en los que, paradójicamente, yo defendía frenéticamente al dictador. Mi padre no me dejaba continuar, me miraba fijamente, con un extraño brillo en la mirada y me decía "tú qué sabes", fría expresión con la que, mucho tiempo después lo reconocería yo, me señalaba no sólo mi ignorancia, sino el deseo de que, fuera lo que fuese, no tuviera que saberlo nunca.
Desde que yo puedo recordarlo, mi padre bebía. No era el borracho que llega a su casa dando tumbos y se va derecho a la cama.Él se limitaba a colocarse, lo que resultaba peor, porque el alcohol le cambiaba el carácter transformándolo en un imbécil de cuya boca sólo salían imbecilidades, que muchas veces desembocaban en tremendas broncas con mi madre. Esta circunstancia me hizo sufrir mucho durante mi niñez, pero con quince, con dieciséis, con diecisiete años, las broncas se las montaba yo a él, consiguiendo que durante un tiempo, incluso meses, se olvidara de la bebida. Un día, a poco de jubilarse, brusca e inesperadamente, dejó de beber. Se convirtió entonces en un hombre entrañable, cariñoso, desprendido, el hombre que realmente era. Sin embargo, ya era tarde para mí, porque habían sido demasiados los desencuentros que había tenido con él, además, ya me había casado, no vivía en su casa, tenía mi propia familia, y no sentía necesidad alguna de acercarme a él.
Muchos años antes, yo había empezado a leer y a enterarme de la realidad del país, que no me habían permitido conocer ni en el colegio ni, luego, en la Universidad Laboral. Cierto día, descubrí en una caja de zapatos que mi madre guardaba en el altillo del armario papeles de mi padre de la época de la guerra. Había allí cartas dirigidas a sus padres; copias, sin duda, o borradores, de las que dirigía a sus madrinas de guerra y, lo más sorprendente para mí, algunos poemas con no mala factura dedicados a la unidad con la que había combatido, la cuarta bandera de la legión. Aquel descubrimiento, que mantuve secreto, me llenó a un tiempo de asombro y de ansias de saber.
Investigando por mi cuenta, puesto que él se aferraba al silencio, puede decirse que logré establecer, creo que con bastante exactitud, el intinirario militar que mi padre había hecho durante la contienda. No fue fácil y me llevó su tiempo, de modo que no logré completarlo hasta bastante después de la muerte del dictador. Así supe que, entre otras acciones, aquella cuarta bandera había protagonizado la toma de Badajoz e imaginé, lleno de horror, que había participado en la matanza posterior.
Pasó y pasó el tiempo y, poco a poco, el rencor que yo había acumulado contra mi padre se fue suavizando. Ya, cuando iba a visitarlo, charlábamos con cierta naturalidad, aunque siempre de temas más o menos intranscendentes, de mi trabajo, de alguna anécdota del suyo, cuando aún trabajaba, de la muerte de algún conocido, cosas así.
Recuerdo muy bien cómo sucedió. En realidad, no podré olvidarlo nunca, aunque a veces parezca que se esconde o se difumina en mi memoria: Un día en que fui a su casa, mi madre salió a comprar no sé qué y nos quedamos solos él y yo, él sentado en su sillón de orejas, junto a la ventana, y yo en una silla, ligeramente a su derecha, a más de metro y medio de distancia. En un momento dado, mientras hablábamos, mi padre mencionó de pasada la guerra, lo dura que había sido la vida después de ésta, dijo, y cómo había tenido que empezar de cero porque, cuando regresó, del taller que un día tuvo no quedaba nada. 
Al oír de sus labios la palabra guerra, una vieja puerta se abrió dentro de mí y el recuerdo de los papeles que había descubierto hacía tanto tiempo en aquella caja de zapatos hizo su aparición en mi memoria. Entonces, sin pensármelo, movido por un extraño resorte, se lo pregunté, directa, brutalmente: "Tú estuviste allí, ¿verdad?, estuviste en Badajoz y participaste en la matanza. Por eso bebías, ¿no es cierto? Y es por eso que también odiabas a Franco.
Mi padre se envaró, desvió su mirada de la mía y la dejó extraviada en un rincón de la habitación, de sus ojos brotaron dos lágrimas que rodaron mansamente por sus mejillas. Era la primera vez en mi vida que lo veía llorar y no sabía qué hacer. El silencio era una bala de algodón que llenaba la habitación entera. Por un momento, pasó por mi mente recriminarle que no hubiera hablado nunca de aquello, que no hubiera descargado el peso que, a la vista de sus lágrimas, debía lastrar su conciencia, pero era tan honda mi emoción que no podia articular palabra. Por fin, después de un tiempo largo, largo, conseguí levantarme de mi asiento, me acerqué a él, puse mi mano en su hombro y lo besé en la frente. Mi padre tenía ya ochenta y cinco años y aquel era el primer beso que le daba desde mi lejanísima infancia.

P.S. Publiqué esta entrada por primera vez en el desaparecido El cuaderno escarlata. Vuelvo a publicarla hoy, con una liguera actualización temporal centrada, principalmente en los dos primeros párrafos, no sólo por esa serie de bochornosos y deshumanizados comentarios que leo en Facebook, sino por la marea revisionista de aquellos años que, desde hace tiempo, viene produciéndose en este país. Hace unos días, de manera azarosa, tropecé con un artículo de todo un profesor de historia, hoy jubilado, en el que negaba rotundamente que en Badajoz se hubiera producido nunca matanza alguna, que hubo algunos fusilamientos, sí, cosa lógica, pero de matanza nada. Decía más, que su conquista, la llevó a cabo una fuerza asaltante de sólo tres mil hombres, frente a los seis mil que defendían la población. Pero callaba, con la indecencia de todo revisionista, que los asaltantes contaban con cañones y con aviones, en tanto los defensores estaban mal equipados y en sus filas figuraban bastantes elementos -guardias civiles y militares- que estaban deseando pasarse al enemigo, cosa que hicieron a la primera oportunidad. No digo el nombre del historiador, ni el del sitio en el que publicaba su artículo porque no me da la gana de darle encima publicidad a quienes tienen por bandera la mentira y la invención de bulos. Pero creo que, aparte de las crónicas y de los estudios históricos que existen al respecto, las lágrimas de mi padre son prueba más que suficiente de la realidad de la matanza.

Imágenes.- Internet

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