miércoles, 28 de julio de 2021

EL SILENCIO DE MI TÍO

¿Cómo aprenden los niños a hablar? ¿Entienden las primeras palabras que salen de su boca, como mamá o papá, o ambas  constituyen el sonido más fácil que puede emitirse con sólo abrir  y cerrar la boca?
En su libro Fundamentos de Filosofía, Bertrand Russell (1872-1970) estudia las posibilidades del conocimiento humano, dedicando uno de sus capítulos precisamente al leguaje. Magnífico escritor, obtuvo el premio Nobel de Literatura en 1950 "en reconocimiento de sus variados y significativos escritos en los que defiende ideales humanitarios", Russell era un aristócrata, el tercer conde de Russell, pero eso no le impidió ser ante todo un ser humano libre, inclinado al socialismo y pacifista. Precisamente, su activo pacifismo con ocasión de la primera guerra mundial le hizo pasar una temporada en la cárcel, circunstancia que se repetiría cuando, ya con noventa años, emprendió una campaña política contra el rearme nuclear, que podía dar lugar a una guerra atómica.
Fue ante todo un matemático. Fascinado con la geometría euclidiana que le explicaba su hermano mayor, sufrió, sin embargo, una decepción cuando aquél le hizo ver que las brillantes deducciones de Euclides partían de axiomas indemostrables que era necesario aceptar. Esta decepción hizo de el un analítico, pero sus intereses intelectuales fueron amplísimos, con una extensa y variada gama de obras que ejercieron una enorme influencia a lo largo del siglo XX,  en matemáticas, por supuesto, pero también en la teoría de conjuntos, lógica, epistemología, filosofía, inteligencia artificial, informática y quizás lo más interesante desde el punto de vista humano, en ética y en política. 
En filosofía se rebeló contra el idealismo inglés, que, como el idealismo en general, cuya primera cabeza de serie es Platón, rechaza la realidad en la que vivimos y sufrimos, para inventarse otra, pura, evanescente y, sobre todo, a gusto del consumidor. Russell defendió una filosofía con los pies en la tierra, científica, basada en la lógica y en el análisis minucioso de los hechos antes de llegar a una conclusión.
Con un lenguaje brillante y, sobre todo, claro, prueba de la claridad de sus ideas, en Fundamentos de Filosofía Bertrand Russell estudia minuciosamente cada aspecto del conocimiento humano, probando cómo en la mayoría de las ocasiones el sentido común no basta para aceptar como válido un hecho, una definición o un nuevo aserto.
A mí, que sin ser filósofo ni pretenderlo en ningún momento, tiendo al análisis y a sacarle punta a todo antes de darlo por bueno, me ha interesado especialmente el capítulo dedicado al lenguaje, a su adquisición y desarrollo, no por el lenguaje en sí, que también, sino por unos ejemplos que Russell utiliza para acentuar su teoría, basada en todo momento en la observación pura de los hechos.
Russell sostiene que "la gran mayoría de las palabras se adquieren por imitación, combinada con la asociación entre la cosa y la palabra que los padres, deliberadamente, establecen en las etapas de la vida que siguen inmediatamente a la primera." Pero, aunque al pronunciarla, se pueda obtener un resultado, pronunciar una palabra no significa que se entienda. Cuando un niño está empezando a hablar y dice, por ejemplo, pan, no tiene por qué entender el significado de esa palabra, lo que entiende es que al emitir ese sonido su madre o su padre le dan un trozo de algo que le gusta.
El entendimiento de lo que se pronuncia va llegando más tarde. ¿Pero cómo? ¿Entendiendo palabra a palabra o entendiendo primero frases completas, sin que se entienda cada palabra suelta de la misma? Esto último es lo que afirmaban en su época algunos filósofos idealistas, a los que Russell critica por sus prejuicios contra el análisis. Según Russell, dichos filósofos aludían siempre al lenguaje de los patagones, los cuales, al parecer, entendían perfectamente una frase como: "Voy a pescar al lago del otro lado de la colina occidental", pero no comprendían la palabra pescar por sí sola. Russell, que no puede estar de acuerdo con esta afirmación, concluye irónicamente: "Ahora bien, puede ser que los patagones sean muy particulares; desde luego que lo son, o si no, no se les ocurriría vivir en la Patagonia."
Y ahora llega la parte que a mí me causó más gracia, porque, en este aspecto, tengo algo personal que añadir. Russell afirma, y yo creo que no es difícil estar de acuerdo con él, que los niños de los países civilizados no se comportan como los patagones, es decir, que el entendimiento y por tanto el uso de las palabras anteceden en estos niños al de las frases, 
salvo, afirma nuestro filósofo, en dos de ellos: Thomas Carlyle, cuya es la imagen de más arriba, y Lord Macaulay, al que vemos más abajo. 
Ninguno de los dos dijo una sola palabra, ni siquiera mamá, el primero hasta los tres años, cuando al ver llorar a su hermano, exclamó: "¿Qué le pasa al pequeño?", y el segundo más tarde aún, a los cinco años, cuando una visita le derramó encima una taza de té hirviendo; el niño cerró los ojos, contrajo la boca y, tras unos momentos en que la visita se excusaba, dijo: "Gracias, señora, el dolor empieza a mitigarse." Tales locuciones como primera expresión de su lenguaje podrían significar que estos dos niños habían entendido frases completas antes que palabras sueltas
, motivo por el que no habían hablado hasta entonces.
Y aquí es donde yo tengo que añadirle a Russell un caso más: el de mi tío político Rufino, de que algo conté en el desaparecido Cuaderno Escarlata. Mi tío tuvo seis hermanos, él era el cuarto que llegó a la familia. Fue un niño muy especial, muy raro: a la edad en que los bebés suelen empezar a decir "mamá" y "papá", él no decía ni mu. A los dos años andaba y corría perfectamente, pero no había abierto la boca. La madre le hablaba, el padre le hablada y él abría mucho los ojos, pero su boca se mantenía sellada. Sus hermanos mayores jugaban con él, pero a sus palabras no respondía ni con gestos. Y el caso es que sordo no era, porque volvía rápidamente la cabeza cuando escuchaba algún ruido raro a sus espaldas y lo mismo cuando le hablaban, pero, aunque parecía que entendía lo que le decían, él seguía sin abrir la boca. Ya casi con cuatro años, los padres, bastante confusos, empezaron a llevarlo al médico. Visitaron unos cuantos, pero ninguno encontraba causa alguna para su mudez. Algunos le tendieron trampas, otros le ofrecieron regalos, pero el niño respondía a todo con un silencio demoledor
Pasaban los años y el niño seguía sin hablar. Seis, siete, ocho años, pero de la boca del niño no salía una palabra. Ni siquiera había ido todavía al colegio, porque los padres no se atrevían a llevarlo. La verdad es que los padres no sabían qué hacer con aquel rarísimo hijo.
Cierto día, cuando apenas faltaban un par de meses, para que Rufino cumpliera los nueve años, sentada la familia a la mesa para comer, menos el último miembro llegado, una niña, que dormía tranquilamente en su cuna, la madre fue sirviendo los platos, empezando por el padre, como se hacía entonces, y, de repente, cuando cogiendo la cuchara cada comensal se disponía a meterle mano a la comida, se escuchó una voz ligeramente aflautada que dejó atónitos tanto a los padres como a los hermanos: "A Manolo to, a mí na." Fueron las primeras palabras de mi tío Rufino, que a partir de aquel momento ya no calló ni debajo del agua.
 

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