Los niños de mi generación no teníamos ninguno de los artilugios con que cuentan los de ahora, no había ordenadores, ni tablets, ni televisión, ni móviles, la radio iba entrando en los hogares con tanta lentitud como dificultad y el tocadiscos, que hoy está reviviendo en determinados estratos, se encontraba sólo en algunas casas privilegiadas. No había por tanto ni youtube, ni twiter, ni instagram, ni ninguna de las redes sociales que existen hoy y que te permiten conectarte con cualquiera situado incluso en las antípodas. No teníamos nada de todo esto, pero, aunque toda generalización es exagerada y, por tanto, imprecisa, a mí me parece que, con tantas cosas tan fácilmente a su alcance, los niños de hoy han perdido parte de la imaginación que siempre ha derrochado la infancia. Nosotros convertíamos en juguete cualquier cosa e inventábamos juegos colectivos o individuales que nos mantenían permanentemente activos.
Había en mi casa una galería rectangular de unos cinco metros de largo por tres de ancho con solería hidráulica de veinticinco por veinticinco centímetros, con una cenefa perimetral de losas del mismo tipo, pero de color rojo. No recuerdo cómo llegaron a mi poder cuatro ciclistas pequeñitos en bicicleta de carreras, supongo que de silicona o de un material similar, porque el plástico no había llegado todavía.
¡Ah, menudas carreras me organizaba yo solito con aquellos ciclistas en la galería! El recorrido era la cenefa perimetral. Ponía a los cuatro ciclistas en la loseta de salida y, a continuación, hacía avanzar a cada uno tantas losetas como el número que salía tirando un dado. Cada ciclista tenía su nombre. Mi favorito era, cómo no, Bahamontes, que, entre otros triunfos, ganó seis veces el título de rey de la montaña en el tour y fue el primer español que lo ganó, en 1959.
Pero el juego que por aquel tiempo me apasionaba era el de los botones. Lo practicaba en la misma galería, pero utilizando sólo la mitad. Mi madre, que era modista, aunque ya no cosía más que para nosotros, tenía una caja de considerables dimensiones llena de botones. El juego consistía en un partido de fútbol entre dos equipos formados por veintidós de aquellos botones y en el que el balón era también un botón, de camisa, y las porterías dos cajas de cartón con uno de los lados recortado. Otro botón, de aquellos rectangulares que se usaban sobre todo en los abrigos de señora, hacía las veces de cuña o de lanzadera, si así puede decirse, presionaba uno de los botones jugadores, este salía hacia adelante golpeando el balón y acercándolo a la portería contraria o alejándolo de la propia. Se hacía una tirada por equipo alternativamente y, aunque no era nada fácil, con un poco de práctica y eligiendo los botones adecuados el juego resultaba al alcance de la mayoría y también muy entretenido.
La mayor parte de las veces jugaba solo, pero muchas veces también con mi vecino del piso de arriba, y en ambos casos me pasaba la tarde entera jugando. Cada uno teníamos un equipo. El mío era el Atletic de Bilbao. Cuando jugaba solo tenía establecida una liga en la que mi equipo se iba enfrentando a todos los demás de primera división en partidos de treinta minutos. Entonces el juego ganaba mucho en emoción. No recuerdo cómo lo aprendí, porque desde luego no lo inventé yo; seguramente me lo contaría algún compañero del colegio, aunque, aparte de mi vecino y yo, no conocía a nadie que lo practicara.
Un año, dejé a un lado los botones y me pasé a los tapones de cerveza, botellines, que era lo único que había entonces, aunque ya empezaban a llegar a los bares distintas marcas, nada de tercios, ni litronas, ni latas, botellines de veinticinco centímetros cúbicos y se acabó. Con aquellos tapones, a los que llamábamos sansones, sí que éramos muchos ya los que jugábamos. Despegábamos el corcho interior que traían y que servía para hermetizar la botella, los forrábamos de tela con los colores de nuestro equipo de fútbol y volvíamos a pegar el corcho, que de este modo sujetaba perfectamente el forro. Y además pegábamos la cara recortada de los cromos de futbolistas que venían en los sobres de Los Polluelos o El Aeroplano, no recuerdo exactamente en cuales, dos colorantes de uso común en una cocina que entonces tenía su principal fundamento en los potajes o en guisos como las patatas en ajopollo, que es posible que llevaran ajo, pero desde luego de pollo nada de nada, o patatas viudas, que yo diría que eran más bien solteras, porque si habían conocido algo era un simple sofrito. Como tantas cosas en aquel tiempo de hambruna y de facundia, salía a relucir casi continuamente el clásico, aparatoso, farsante, ridículo y hambriento hidalgo español, de modo que aquellos simples colorantes recibían el pomposo nombre de azafrán.
Con estos sansones se hacían distintos juegos, pero sobre todo se jugaba al fútbol, igual que con los botones, golpeando el balón con uno de los tapones, sólo que ahora, en lugar de cuña o lanzadera se le daba al sansón una chirigota. El juego ganó así en facilidad y en espectacularidad, pero perdió la habilidad, el arte que se necesitaba para hacer que un botón se moviera y golpeara el balón en la dirección correcta.
Imágenes:
La de los sansones, de Juegos del Quince
Las demás de internet.
No hay comentarios:
Publicar un comentario