domingo, 18 de julio de 2021

EN LOS TIEMPOS DE EROS

De la manera más natural, mediante las historias que hemos leído o a través de la magnífica cerámica de la época, tenemos el convencimiento, de que Eros, el más travieso, juguetón e inefable de los dioses griegos, campaba a sus anchas en la Grecia clásica, allá por el siglo V antes de nuestra Era.
En aquella Grecia, cuna de nuestra civilización, que, entre otras muchas cosas, nos legó el concepto fundamental de democracia, los atletas competían en los juegos olímpicos  desnudos; la homosexualidad no sólo estaba tolerada, sino que era el camino por el que los jóvenes accedían a los secretos del amor y del sexo, mediante su acogida como amante por parte de un adulto. Así puede leerse no sólo en los libros de historia, sino en textos del mismísimo Platón, el monumental idealista para el que el mundo carecía de verdadera realidad.
Tal convencimiento responde a hechos ciertos, pero siempre que hagamos referencia al mundo masculino en exclusiva. La mujer y todo lo femenino ocupaban un segundo plano muy inferior al del varón, un plano que rayaba en el desprecio y hasta, en determinadas capas de varones, en el asco. En la relevante Grecia de Pericles y de los grandes filósofos y científicos, estos desprecio y asco no sólo aparecen claramente en el territorio del mito, como muestra el caso de la célebre cajita de Pandora, que no fue Pandora la que la abrió haciendo que se extendieran por la tierra todos los males que hoy conocemos, sino en la vida cotidiana.
La mujer no participaba en la vida pública, no tenía lugar en las disquisiciones de los peripatéticos, tenia vetada su participación en los juegos olímpicos y prohibido el acceso al gimnasio y a la palestra, que era un centro en el que se practicaban determinados deportes, como el boxeo o la lucha, pero también cultural y social.
Es muy curiosa la contradicción que existe entre el mundo del mito y el de la realidad diaria. En el mito, los dioses, especialmente Zeus, bajaban una y otra vez a la tierra y una y otra vez hacían el amor con las mujeres más bellas, muchas veces mediante el engaño, otras mediante el rapto y otras, en fin, de las formas más inverosímiles, como en el caso mil veces reproducido por la pintura de Leda y el Cisne. Pero para los griegos de carne y hueso el mero olor de la mujer, sus flujos, sus humores, les parecen tan intensos que llegan a resultarles repulsivos.
En la tan alabada Atenas, los hombres se casaban exclusivamente porque procrear era una obligación cívica, pero le repugnaba la mujer que amanecía a su lado sin maquillaje "fea como una mona", afirma Pseudo-Luciano. Pero a la vez rechazaba el maquillaje que embellecía el rostro femenino por considerarlo un engaño. Nada más grato que el olor del joven amante que el hombre encuentra en la palestra. "El sudor de los muchachos", sigue diciendo Pseudo-Luciano, "sabe mejor que todo el cajón de ungüentos de la mujer."
La mujer en general quedaba así relegada a la categoría de persona mestruante y gestante, curiosamente, un  concepto que nada menos que veinticinco siglos largos después pretende resucitar la, más que filosofía, doctrina Queer, palabreja que en inglés significa raro, pero también estrambótico y falso. La misión de la mujer consistía, además de en gestar y parir, en administrar el hogar y educar a los hijos, aunque Platón, siempre Platón, consideraba que era una muy mala solución dejar la educación de los niños en manos de un ser tan intelectualmente débil, en comparación con el hombre.
La posesión de una mujer como esposa podía dar lugar incluso a una guerra, como la famosa de Troya, originada cuando el troyano Paris, un bellezón de la época, según afirman los textos, conoce a Helena, la mujer de Menelao, rey de Esparta, se enamoran los dos y huyen a Troya. Pero, por mucho que Homero embellezca la historia, Menelao no llama a la guerra por una cuestión de amor, sino porque siente que le han robado su propiedad. 
Por otra parte, mientras en la Odisea, Penélope teje y desteje la mortaja de su suegro Laertes, recordando y esperando continuamente a Ulises, su esposo, que marchó igualmente a la guerra de Troya, en su accidentado viaje de regreso, no aspira a reencontrarse con su esposa, sino a recuperar su casa y su reino.
Una de las cosas que más indignaba al ciudadano griego y de las que dan cuenta los textos es la pasividad de la mujer en las relaciones eróticas. Aunque la pasividad en este terreno le repugna igualmente al hombre cuando el pasivo es su amante varón. La relación homosexual se produce siempre entre un adulto y un joven, pero el joven no puede limitarse a recibir el afecto de su amado, eso es algo que queda reservado a los prostitutos, sino que debe colmarlo de atenciones, debe responder con su actividad a la actividad del amado.
Sin embargo, en una nueva y no menos importante contradicción, existían las prostitutas o pornai, que trabajaban en burdeles o en la calle, y existían, sobre todo, las hetairas, mujeres libres, que, a diferencia de las esposas, habían recibido una esmerada educación y que, además de sexo, ofrecían a sus selectos y casi exclusivos amantes, música, danza, conversación, en una palabra, compañía. Hubo algunas famosas, como Aspasia de Mileto, Thais, Glyecer o Arqueanasa, a la que frecuenta Platón ya en su madurez.
El lesbianismo existía, como lo demuestra la poeta Safo, en su isla de Lesbos, de donde procede el término, alabada como poeta incluso por Platón, que la llama la décima musa. Sin embargo, nada mencionan los textos acerca del mismo. Hay teorías acerca de este silencio. Una de las más convincentes,  quizás, es la de la envidia disfrazada de horror que los griegos debían sentir al sospechar que seres tan pasivos con ellos y a los que tenían sólo para la procreación, pudieran colmar sus apetencias eróticas sin necesidad alguna de su participación, una realidad a la que apuntan los ritos y misterios que celebraban las mujeres solas, con exclusión de los hombres.
Precisamente la revelación del secreto que constituía el placer femenino le costó la vista al adivino Tiresias. Cierto día, discutían Zeus y Hera, su esposa, acerca de quien gozaba más en el sexo entre los mortales, el hombre o la mujer.  Como no se ponían de acuerdo, llamaron a Tiresias, quien les dio la siguiente respuesta: "Si el amor consta de diez partes, nueve pertenecen a la mujer y sólo una al hombre."
Y cosa por demás admirable: en lugar de vanagloriarse de la superioridad femenina que la respuesta de Tiresias expresaba, Hera se enfureció y lo dejó ciego. ¿Pero por qué, a qué se debía semejante reacción por parte de la diosa? A que el secreto no debió de ser revelado, entre otras cosas, porque ponía de manifiesto que, aun relegada a un segundo plano, aun relegada casi a la categoría de ilota, la mujer conocía al hombre mejor de lo que éste se conocía a sí mismo.
¿Pero no es esto exactamente lo que sigue ocurriendo hoy?

Fuente:
Historia de las mujeres.- Tomo I. Círculo de Lectores. Edición dirigida por Pauline Schitt Pantel
Platón.- El Banquete
El Gran Libro de la Mitología Griega.- Robin Hard
Prontuario de mitología griega.- León Daudí.
La Iliada y La Odisea.- Homero

Imágenes: Internet

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