jueves, 6 de mayo de 2021

EL EDICTO DE FE

 Siempre hubo historiadores, no sólo eclesiásticos, que han tratado de minimizar el peso y las actividades de la Santa Inquisición, pero desde hace algunas décadas tal forma de endulzar, cuando no de falsear la historia, se ha convertido en una verdadera plaga. En las facultades de historia de nuestras universidades la Santa Inquisición (no es broma, este es su nombre) ha perdido el más mínimo atisbo de virulencia que hubiera podido tener; con no sé qué miserable ánimo los profesores, salvo honrosas excepciones, inculcan en sus alumnos que si hubo víctimas éstas no fueron tantas, que la tortura no era tan corriente ni, mucho menos, tan exhaustiva y exagerada como algunos "hipercríticos" habían sostenido hasta ahora y que, en todo caso, se practicaba con mayor virulencia por parte del Estado. Incluso cuando Juan Pablo II pidió perdón por la existencia de esta institución, que sigue existiendo, invocó como excusa el espíritu de aquel tiempo.
Tal actitud tanto por parte de los historiadores como por parte del papa no deja de ser una falacia y una hipocresía, que si son entendibles en el papa, no hay manera de entenderlas en los historiadores. Y es que tanto éstos como el pontífice, como no pocos aficionados que salen hoy con sus burdas opiniones en las redes sociales olvida, en primer lugar, que el cristianismo, tal y como hoy mismo jerarquía y clero en general se encargan de pregonar, es, por encima de cualquier otra cosa, la religión del amor, que Cristo exigía amar incluso a los enemigos.
No obstante, obviando esta observación fundamental, no se trata sólo de discutir acerca del número más o menos exagerado de víctimas; incluso, en principio, tampoco de la tortura; de lo que se trata es de la organización completa y exacta de la institución, de sus procedimientos y de su penetración en la sociedad de su tiempo, un conjunto de hechos que convirtieron al país entero en una enorme cloaca en la que convivían el secretismo, las delaciones anónimas, la sospecha, el temor incluso del vecino, debido a que se había institucionalizado el espionaje entre unos y otros. Lo que propició este lamentable estado, cuyas secuelas llegan hasta la actualidad (¿ustedes han observado lo que nos cuesta a los españoles dar nuestro nombre y presentarnos ante los demás? Podemos vivir veinte o treinta años en un bloque de viviendas y no conocemos a nuestros vecinos, a veces, ni su nombre.)Lo que propició este lamentable estado no fue ni mucho menos la tortura, tampoco las hogueras, sino actividades como la del llamado EDICTO DE FE, un procedimiento que jamás practicó el Estado y que sólo podía ocurrírsele a una institución verdaderamente sádica y aún criminal, regida por verdaderos criminales.
¿Pero en qué consistía este Edicto de Fe? En una de las bellaquerías más ignominiosas de la Santa Inquisición, que la mayoría de los historiadores ignora: en la obsesiva persecución de herejes que la dominaba, delegados de la institución, generalmente dominicos, iban de pueblo en pueblo. Por delante, con tres o cuatro días de antelación, enviaban a un propio con el citado Edicto que, junto con el anuncio de la llegada de los inquisidores, hacía público en el pueblo; en él se exigía a los vecinos la obligación de denunciar a aquel o aquellos de sus paisanos de los que tuvieran aunque sólo fuese una mínima sospecha de que pudieran ser hereje. Como era práctica habitual en la Institución, el denunciante mantendría en todo caso el anonimato. El Edicto detallaba igualmente las consecuencias que recaerían para todo el que conociendo a un hereje reusara denunciarlo.
No es difícil imaginar el ambiente que se creaba en los pueblos, a veces simples aldeas con no más de una docena de casas, con la lectura pública del documento. El terror, más que el temor, se apoderaba del vecindario, de modo que cuando llegaban los inquisidores las denuncias llenaban su mesa de trabajo, muchas, si no la mayoría, falsas o atendiendo sólo a indicios carentes del más mínimo fundamento; otras por envidia o con el propósito de vengar una ofensa, real o imaginaria; otra para dejar fuera de combate a un competidor en alguna profesión o negocio; no pocas también con la intención de apoderarse de alguna propiedad del denunciado, ignorando el denunciante que los bienes de los condenados eran incautados en su totalidad por los Inquisidores.
Porque esta es otra por la que los historiadores pasan de puntillas: desde muy pronto la Inquisición no tuvo otros ingresos que los obtenidos con la incautación de los bienes de los condenados; sólo con ellos mantenía su maquinaria la cristiana organización, de manera que ya podemos imaginar la clase de causas que se montaban y comprender por qué eran tan pocos encausados los que quedaban libres y exonerados de toda culpa. Los presos, además, debían correr con los gastos de su manutención en las cárceles inquisitoriales, ¡hasta pagaban la leña de la hoguera en la que eran quemados! ¡Ahora que sigan los historiadores contando su milonga de que la existencia de la Inquisición no fue tan grave como se ha contado o que, en el colmo del cinismo, se trata de una exageración incluida en la "Leyenda negra" inventada contra España.
Bien, pronto hablaremos de esa "Leyenda negra", pero volviendo al Edicto de Fe, lo primero que hacían los inquisidores era analizar las denuncias, desechando las más groseras, las que clarísimamente se veía que carecían de fundamento. Inmediatamente, comenzaban los arrestos y los interrogatorios, con sus sesiones de tortura si el acusado no confesaba a la primera. De todos modos, los inquisidores no se conformaban con la mera confesión, sino que, una vez obtenida ésta, se le exigía al para entonces reo una relación de sus cómplices y, bajo tortura, el detenido acababa dando unos cuantos de nombres de sus paisanos, tuvieran o no que ver con su caso. De este modo, pocos eran los que en el pueblo se libraban de, como mínimo, pasar por el interrogatorio inquisitorial.
Pero esto forma parte ya del proceso, actividad que trataremos de forma expresa en una próxima entrada.

Fuentes principales:
Historia secreta de la Iglesia Católica en España.- César Vidal
Historia de la Iglesia, tomo II.- Llorca y Villoslada
La edad de la penumbra.- Nixley
La España de las herejes, fanáticos y exaltados.- Fernández-Mayoralas
La Inquisición española.- Kamen

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