domingo, 16 de mayo de 2021

DE COMO CONOCI LA AUCTORITAS CRISTIANA

Durante algún tiempo fui monaguillo en la parroquia de san Pedro, tres o cuatro años. Por aquel entonces la parroquia estaba regida por don Julián Caballero Peñas, cuyo nombre figuró durante bastante tiempo en la relación de sacerdotes asesinados durante la guerra civil inscritos en unas lápidas colocadas en el trascoro de la catedral. Don Julián era un cura grandón. En su cara, de robustos mofletes encendidos y labios como la grana, destacaban sus gafas de miope, redondas, tipo culo de vaso, tras cuyas cristales brillaban sus ojillos siempre vigilantes. Lucía una hermosísima panza, cultivada, sin duda, a lo largo de muchos años de buena mesa, que le daba un aire bonachón, de no ser porque sus gestos eran siempre bruscos y hasta en muchas ocasiones desabridos. No obstante, su aspecto general era imponente en cualquier época del año, pero en invierno, cuando aparecía por las calles del barrio con su abrigo talar y su sombrero de teja, la cabeza siempre erguida y su mayestática zancada, parecía un señor feudal visitando a sus siervos. Los chiquillos corrían a besarle la mano y los adultos, mujeres y hombres, se apresuraban a cederle el paso, no fuera que se le ocurriese alzar la mano derecha, extender el dedo índice y enviarlos directamente al infierno.
Don Julián, no obstante, más que por su aspecto, fue famoso por las interminables pausas con que, durante la misa dominical, iniciaba sus homilías. "Queridos hermanos...", decía y guardaba casi un minuto de silencio, mirando fijamente a los concurrentes que, dicho sea de paso, abarrotaban el templo. "En el día...", y por los menos cuarenta y cinco segundos callado, "de hoy...", y otro pedazo de pausa. "El evangelio nos dice..." Y ya la pausa era más breve; hasta que se embalaba y continuaba quince o veinte minutos sin nuevas interrupciones y con una entonación y una cadencia, de ley es reconocerlo, mucho más que aceptable. Por supuesto, sin leer ni tener siquiera nota alguna delante.
En aquellos tiempos, sin duda con buen criterio, la gente acostumbraba a morir en su casa. Cuando la situación era ya irreversible y la agonía se aproximaba, algún familiar corría a la parroquia a avisar al párroco para que le llevara los últimos auxilios de la religión, el viático y también la extremaunción.
Al contrario que hoy que con las iglesias todo el día cerradas no se sabe dónde están los curas, entonces los templos estaban siempre abiertos y los párrocos no se alejaban de la parroquia, de mo que tan pronto como le llegaba el aviso se disponían de inmediato a atenderlo. Para los que lo hayan olvidado o por su juventud lo desconozcan, el viático era la comunión, y la extremaunción, la unción con óleos benditos en distintas partes del cuerpo del moribundo. Ambos se llevaban en procesión.
Yo no sé de dónde salían, pero cada vez que en la parroquia se recibía el aviso, en un momento había en la sacristía media docena de hombres dispuestos a cargar con grandes faroles para acompañar al sacerdote. Éste se revestía con los correspondientes ornamentos, cogía el copón con las hostias consagradas y la procesión se ponían en marcha. Yo, con mi sotana roja de monaguillo y mi roquete blanco, iba delante tocando la campanilla con aquel toque tan característico: tin/ tin-tin-lin-tin/tin/tin-tin-lin-tin.
Aquel día el aviso llegó poco antes de la misa de  ocho. Era invierno y había estado lloviendo durante toda la noche. Ya había amainado, pero había grandes charcos de agua en el pavimento. Teníamos que ir a la calle Carreteras, lo recuerdo muy bien. Aquella procesión era cosa seria y la gente que con ella se encontraba debía mostrar su respeto arrodillándose y los hombres, además, descubriéndose, si llevaban sombrero o boina. La suerte del que no lo hacía así dependía en muchos casos de dónde y cómo había vivido la guerra. Salimos de la iglesia por la puerta principal, entramos por la calle del Poyo y alcanzamos la plaza de la Almagra. Entonces se madrugaba y a aquella hora ya estaba funcionando el puesto de jeringos que se montaba frente a la farmacia de Villegas; el jeringuero, con su portentosa nariz de avaro y su abundante chepa empezaba a montarlo a las cinco de la mañana. Varios clientes formaban corro para aprovisionarse de las suculentas ruedas. Al lado del puesto había un charco enorme y ante él un hombre de unos sesenta y cinco años. En el puesto todos se arrodillaron al llegar la procesión, pero el hombre ante el charco se limitó a quitarse la boina y a inclinarse respetuosamente. Cuando don Julián llegó a su altura se detuvo, se giró y se quedó frente a él. "¡Arrodíllese!", gritó con su imponente vozarrón de tenor. "¡Arrodíllese ante el Hijo de Dios!" El hombre vaciló, retorció la boina entre las manos y, trabajosamente, pues no debía andar muy bien de las articulaciones, se dejó caer hasta que sus rodillas se sumergieron por completo en el agua. 


1 comentario:

  1. Que bien está emperejilado literariamente el relato y dejas el final al albedrio de cada lector/a. Acaba como los episodios de las series, con el suspende de que vendrá después o la posibilidad de crear nuevos capítulos. Bien es verdad que el corolario es la "Auctoritas cristiana", que yo diría más bien fascistoide, que eran quienes le permitían ciertas veleidades abusos. A nosotros nos casó y bautizo a nuestro hijo mayor y lo conocí desde luego, además de haber leído su nombre en las lápidas fascistas y conocer la historieta de porqué figuraba como "sacerdote católico asesinado por las hordas marxistas en la revolución comunista de 1936", no se podían decir más mentiras en menos espacio. En fin. Un abrazo.

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