Taberna Salinas
Recuerdo que tenía las sienes de caoba,
recuerdo más: sus labios de ceniza, sus mejillas
de cera y el brillo de los ojos
como una flor de pétalos ardientes.
Fueron sus manos grandes las que me conmovieron:
eran manos de hombre convencido de serlo,
manos para el consuelo y para la torpeza.
La luz de una bombilla naufragaba en las sombras
de la sala y el silencio –una aguja de vidrio–,
penetraba impasible hasta el fondo del pecho.
Luego, mientras cantaba,
con el codo levemente apoyado
en la vieja madera de la barra,
mientras cantaba digo –sus voz de espinas rojas,
el lamento desnudo que desgarraba el aire,
el quejido inasible– mientras cantaba,
yo descubrí que el tiempo no era el río que nos lleva
ni el ácido implacable que abrasa nuestras células,
sino una inmensa cúpula de mármol luminoso
bajo la cual giraban perpetuas las estrellas.
Hace ya… Yo era un muchacho entonces
y el mundo siguió andando.
El mundo, no hace falta decirlo,
no se detiene nunca.
El agua que ahora pasa sin fin bajo los puentes
ya no es la misma agua.
Todo se deshilacha, todo claudica y muere.
Pero sé que en el valle adonde van
las noches cuando las vence el día
hay una que cruzó la línea de lo eterno,
aquella que imborrable conservo en la memoria.
De: Mi patria
Propiedad del autor.
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