jueves, 22 de abril de 2021

LUCERO

Cuando un estado totalitario, llámese España franquista o Vaticano, crean una institución policíaca cuyas actuaciones son secretas y cuentan además con autorización incluso para torturar, como la policía político social del franquismo o la Inquisición del Vaticano, a tales instituciones acaba accediendo lo más canalla, sádico y criminal de la sociedad, tipos que encuentran en ellas la oportunidad de dar rienda suelta a sus miserables instintos, a sabiendas de contar con absoluta impunidad. El repugnantemente famoso Billy el Niño, que, para escarnio de sus numerosas víctimas, mantuvo su impunidad hasta su muerte, a pesar del fin de la dictadura, es un ejemplo de lo que ocurría en la policía política de Franco, como Diego Rodríguez Lucero lo es de la Inquisición española.
El tal Rodríguez Lucero fue nombrado inquisidor en Córdoba el 7 de septiembre de 1499. La antigua capital del califato andalusí había tenido una importante judería que fue destruida y muchos de sus residentes asesinados durante los motines provocados por los sermones del sacerdote y arcediano de Écija Ferrán Martínez. Parte de los judíos sobrevivientes huyeron de la ciudad, pero otros muchos accedieron al bautizo, pensando escapar así a nuevas y más que posibles persecuciones. Sin duda, nunca pudieron imaginar lo que les esperaba: todavía hoy no son pocos los jerarcas católicos que siguen creyendo que ni cien mil bautizos convierten verdaderamente a un judío, así, un siglo después de la conversión, sus descendientes seguían siendo cristianos nuevos, clasificación establecida por los cristianos viejos, cuya
pertenencia a la Iglesia se perdía en el curso de las generaciones, les decían marranos y los acusaban de judaizantes, esto es, de seguir practicando en secreto la religión de sus antepasados. Por la ciudad volvían a correr peligrosamente historias de hostias profanadas, crucifijos ultrajados, niños asesinados en horrendos rituales y, en fin, todos los bulos que de tanto en tanto y en función muchas veces de la marcha de la economía reciben los grupos sociales minoritarios o considerados como tales.
Lucero, que era un fanático criminal, de carácter bilioso, no pudo encontrar mejor caldo de cultivo para ganar méritos y proseguir su ascendente carrera religiosa. Para empezar, detuvo a  Martín Fernández Membreque, descendiente de aquellos judíos conversos, y a su esposa Juana Fernández. Membreque era sobrino del jurado Juan de Córdoba, del que, sin duda por envidia de su cargo, se decía que había montado una sinagoga en su casa, situada en el entorno de la calle Cabezas.
Pero este no fue más que el aperitivo, enseguida fue deteniendo a una serie de personas, muchas de ellas principales, sobre las que recaían sospechas de judaizar, la mayoría infundadas practicando con ellas seguidamente toda clase de vejaciones y de torturas, con los instrumentos que pueden verse hoy en el Museo de la Inquisición de la ciudad, hasta arrancarles la confesión de su culpabilidad y una relación de sus cómplices, ambas cosas declaradas por el detenido para escapar de  suplicio. Ninguno de ellos imaginaba que su calvario no había hecho más que empezar y que el Tenebroso, como se le conoció muy pronto en la ciudad, no estaba dispuesto a dejar escapar a sus presas. Al final, 107 personas fueron enviadas a la hoguera, en el auto más cruento de la Inquisición en Córdoba, celebrado el 22 de diciembre de 1504. Como establecía la norma, a los 107 condenados les expropió Lucero la totalidad de sus bienes, dejando a las familias en la más infamante ruina.
Y el caso es que, como Billy el Niño, el infamante inquisidor acabó saliendo de rositas. La ciudad acabó rebelándose contra él. Se presentó una queja formal al inquisidor general Diego de Deza, quien, amigo de Lucero, no hizo el menor caso. Se apeló entonces al rey Felipe el Hermoso. Su inoportuna muerte impidió que cesara a Deza. Pero al contrario de lo que ocurre hoy, que el obispado puede apoderarse de la Mezquita sin que, prácticamente, se levante una voz de protesta, viendo que Lucero proseguía con su feroz actuación, un grupo de nobles asaltó la cárcel de la Inquisición, situada en el Alcázar de los Reyes Cristianos, y pusieron en libertad a los nuevos presos que había en ese momento . Todos estos canallas son en el fondo unos cobardes y Lucero, que no lo era menos, se apresuró a huir de la ciudad, refugiándose en Granada.
El asunto no terminó aquí. Una delegación cordobesa presentó una queja formal a Fernando el Católico, que tras la muerte de su yerno y aduciendo la locura de su hija, había vuelto a ocupar el trono. Se cambió al inquisidor general, un tribunal especial comprobó la culpabilidad de Lucero. Ahora bien, para llevar a cabo sus fechorías el Tenebroso había contado con el apoyo de no pocos personajes influyentes, con los que al rey no le convenía ponerse a mal, de modo que el inquisidor se libró de la condena que ya pendía sobre él.




 

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