sábado, 3 de abril de 2021

IDOLATRÍA

 

Si visitando un museo arqueológico ustedes ven una escultura de algún dios o diosa mitológicos con la nariz rota, no les quepa duda, esa fractura no es por causa de un accidente o del mal trato que haya podido recibir a lo largo del tiempo, sino que fue hecha deliberadamente por los cristianos de los primeros tiempos, quienes, azuzados por los padres y escritores de la todavía incipiente Iglesia, consideraban que tales imágenes era ídolos poseídos por los demonios, los cuales penetraban en ellos precisamente por las fosas nasales. No pocas de estás esculturas, además de la nariz rota, presentan una cruz grabada en la frente. Se trata de la firma que le dejaba el autor del daño para constancia de su actuación.
Con la excepción del breve conflicto creado en Egipto por Akenaton, con su pretensión de sustituir a los distintos dioses por el dios solar Ra, hasta la aparición del cristianismo las sociedades de la antigüedad desconocían las disputas por motivos religiosos. Los romanos, que dominaban la práctica totalidad del mundo conocido cuando el cristianismo hizo su aparición, aceptaban sin problema la religión que practicaba cada uno de los pueblos que conquistaban, de tal modo que en el seno del imperio convivían pacíficamente y sin competencia entre ellas numerosas y muy variadas religiones.
Pero el cristianismo no se conformaba ni con ser meramente aceptado ni con la coexistencia pacífica con las demás religiones. El cristianismo era, y es, una religión exclusivista, absolutista, totalitaria y casi ferozmente proselitista y exigía no sólo su preeminencia sobre las demás religiones, sino la desaparición de todas ellas.
Desde muy pronto, los dirigentes eclesiales adoptaron una táctica que a lo largo de la historia no les ha dado malos resultados: cuando están en minoría frente a otras creencias reclaman libertad de pensamiento y, por tanto, de religión, pero tan pronto como, sea cual sea el método, consiguen imponerse lo que llevan a cabo sin contemplaciones es el aplastamiento del más mínimo atisbo de disidencia. Así, durante los primeros tres siglos, mientras se infiltraban en todos los estratos sociales del imperio, apenas alzaron la voz más que contra los judíos, de los que veían imprescindible alejarse para no ser considerados una secta más de las que por aquel entonces surgían en la sociedad judía, reservando para el paganismo únicamente críticas suaves.
Las tornas cambiaron tras el edicto de Milán del 313, con el que Constantino daba carta de libertad a la nueva religión. Entonces la contención y el disimulo dieron paso a la condena furibunda y a escritores como Arnobio de Sica, Arístides, Clemente de Alejandría, Hermiades, Atanasio de Alejandría o Teófilo de Antioquía, sucedieron otros como Julio Firmino Materno, Tertuliano, Agustín de Hipona o Lactancio.
Firmino no se corta un pelo para dirigirse al emperador Constante en los siguientes términos: "Vos también, emperador santísimo, tenéis el deber de sujetar y el de castigar y es vuestra obligación en virtud del primero de los mandamientos del Altísimo el perseguir con vuestra severidad y por todas las maneras posibles la abominación de la idolatría."
San Agustín reclama la intervención del Estado para defender con las armas el cristianismo frente a los ataques de sus enemigos.
Lactancio, por su parte, en su conocida obra Sobre la muerte de los perseguidores procede a la furibunda condena de los dioses paganos, entre otras cosas porque tienen sexo "como los perros y los cerdos", así como a la inclusión de toda una sarta de exageraciones y de falsedades acerca de los emperadores anteriores a Constantino.
En general, los padres e intelectuales cristianos critican duramente que los artistas tomen como modelos a hombres y mujeres, como, por ejemplo, hizo Praxiteles con Cortina, su amante,  para su Afrodita de Cnido; que los paganos se arrodillaran ante una obra hecha con sus manos; también que la besaran; condenaban las procesiones que realizaban los romanos con sus dioses; afirmaban que las apariciones de los dioses no constituían prueba alguna de su existencia. Tertuliano llegó a afirmar incluso que si horrendo era adorarlos, más horrendo aún era fabricarlos, un pecado equiparable al adulterio y a la prostitución.
Cada vez más agresivamente, los padres de la Iglesia no dudaron en inventar bulos como que los paganos comían carne de cristianos para que estos no pudieran resucitar el día del juicio, bulos inverosímiles, pero que los fieles creían sin una duda. Tan ciegamente lo creían que, fanatizados con tales arengas, no tardaron en aparecer bandos de fanáticos que procedían a la destrucción sistemática de los templos y al asesinato de sus sacerdotes. 
A lo largo de los siglos IV y V, además, las críticas y condenas ya no se limitaron a los ídolos, sino que se extendieron a toda la cultura pagana, con especial hincapié en las obras griegas, con lo que la destrucción acabó extendiéndose a la totalidad del complejo mundo pagano, de modo que junto con los templos y los ídolos desapareció por completo la cultura clásica, destrucción de la que constituye un ejemplo el incendio de la biblioteca de Alejandría y el asesinato de Hipatia y que culminó con el cierre de la prestigiosa Academia de Atenas, fundada por Platón mil años antes.
Lo más pavoroso de toda la historia consiste en que, muy poco después, los cristianos estaban haciendo exactamente lo mismo que durante más de un milenio habían hecho los paganos: tallaron imágenes, tomando como modelos a hombres y mujeres de carne y hueso, las adoraron, se arrodillaron ante ellas, las besaron, las sacaron en procesión y, en fin, hasta el día de hoy no han cesado de pedirles favores. La Iglesia afirma que no se trata de ídolos, porque tales imágenes no encarnan a Cristo, a la Virgen María o a los distintos santos, sino que meramente los representan, y como a tal representación se les ofrece culto. Precisamente, referidas al culto, la Iglesia inventó tres palabrejas preciosas: el que se le da a Dios y, por tanto, a Cristo es el de latría, el que se le da a los santos es el de dulía y el que se le da a la Virgen es el de hiperdulía. Pero por más precisiones que realice la Iglesia, ¿qué diferencia a tales imágenes de los más que condenados ídolos paganos? ¿Acaso no es de ellas, y no los seres que la Iglesia dice que representan, de quienes los fieles esperan obtener el favor que les piden? ¿Y acaso para los fieles no son ellas las milagrosas?


Fuentes: 
Historia de la Iglesia, tomo II.- Llorca y García Villoslada
La edad de la penumbra.- Catherine Nixey
Sobre la muerte de los perseguidores.- Lactancio
Historia criminal del cristianismo, Tomo I, Karlheinz Deschner

Fotografías: internet


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