miércoles, 14 de abril de 2021

LA CARTITA DE CLEMENTE

 

Frente a lo que los historiadores eclesiásticos se empeñan en sostener, el cristianismo paulino, católico, que a la postre terminaría triunfando, no se impuso a los otros cristianismos con los que coexistió  -marcionitas, gnósticos, maniqueos, etc.- mediante la dialéctica o el ejemplo, sino mediante la fuerza. Pero es que incluso en el seno del propio catolicismo se produjeron cruentas batallas para, por ejemplo, lograr la hegemonía de Roma sobre el resto de las comunidades, para conseguir la tiara papal y hasta para definir dogmas, como si el Hijo de Dios, Cristo, era o no de la misma substancia que el Padre.
Aunque los mencionados historiadores se empeñan en presentar una lista continua de los papas desde San Pedro, hasta el actual, Francisco, lo cierto es que en el siglo IV todavía no se había logrado ni la primacía de Roma ni la jefatura de la Iglesia por parte de su obispo, quien para la Iglesia oriental, con centro en Constantinopla, no era más que el obispo de la ciudad eterna.
El evangelio de Mateo (16, 18-19) cuenta cómo Jesús le dice a Pedro: "Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia." Sin entrar a valorar la certidumbre o la falsedad de estos versículos (no pocos eruditos sostienen que se trata de una interpolación), lo cierto es que en ellos no se indica en modo alguno que Pedro hubiera de tener un sucesor absoluto y, tampoco, en consecuencia, cuándo y cómo se haría la transmisión de tal poder y quién podría ser elegido. ¿Por qué tenía que ser un sólo individuo el que ostentara la primacía de Pedro? ¿Y por qué, de ser una sola persona, el principal dirigente tenía que ser el obispo de Roma? Al parecer, Pedro había sufrido martirio y muerto en Roma, circunstancia que el obispo romano esgrimía para probar su superioridad sobre los obispos del resto de la sedes eclesiásticas. ¿Pero era suficiente este hecho para que Roma ostentase la hegemenía económica, política y dogmática?
En el siglo IV tal pretensión romana continuaba en discusión, sin que se hubiera alcanzado, ni mucho menos, consenso alguno. Entonces, ¡oh providencial milagro!, a las manos de Rufino de Aquilea, traductor al latín de la famosa Historia eclesiástica, de Eusebio de Cesarea, un documento escrito originalmente en griego. Tal documento, que Rufino se apresuró a traducir,  era una carta que el obispo de Roma Clemente I, al que historiadores como Juan Decio sitúan como cuarto papa, había dirigido a Jaime, hermano de Cristo, en Jerusalén. En ella Clemente afirmaba que Pedro, cuyo martirio había presenciado, le había transmitido el poder recibido de Cristo y lo había hecho ante la comunidad romana, cuyos miembros figuraban como testigos.
El documento era falso, pero eso qué importaba: falsas eran también varias de las epístolas de San Pablo y falsos, más que posiblemente, al menos en parte, eran también los evangelios, cuyos originales se habían perdido y a aquellas alturas sólo quedaban copias de copias. Tampoco es el único documento falso que ha esgrimido la Iglesia para afirmar y reafirmar la superioridad y el poder de Roma tanto sobre el resto de las sedes episcopales como sobre la sociedad en general. Así es que, a pesar de su falsedad, la cartita clementina hizo su efecto, de tal manera que, con posterioridad, sería esgrimida en numerosas ocasiones a lo largo de la primera Edad Media, cada vez que alguien -rey, emperador, obispo o patriarca- manifestaba alguna duda acerca de la primacía romana.

Fuentes:
Diccionario de los papa.- Juan Decio
Historia de la Iglesia Católica, Tomo I.- B. Llorca y García Villoslada.
Historia de los papas.- Juan Laboa
Los círculos del poder.- Juan Castro Zafra.
Historia del pensamiento político en la Edad Media.- Walter Ullman.

Imágenes: Internet.


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