domingo, 25 de abril de 2021

EL PRIMER BORBÓN

 

El testamento del último de los Austria, Carlos II, muerto el 1 de noviembre de 1700, nombraba como su heredero a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia. Esta elección, en detrimento del archiduque Carlos de Austria, dio lugar a la guerra de Sucesión, que se prolongó de 1700 a 1713 y concluyó con el triunfo de Felipe y su consolidación definitiva en el trono español. Eso sí, a cambio de perder las posesiones españolas en Europa, principalmente las de Italia,  además de Menorca y de Gibraltar
Felipe, con el que se inicia en España la dinastía de los Borbones (algunos la llaman la peste borbónica) había nacido en el palacio de Versalles el 19 de diciembre de 1683, de modo que cuando en 1701 hizo su entrada en Madrid aún no había cumplido los dieciocho años. Era hijo del Delfín de Francia, Luis de Borbón, un tipo cochambroso, hipocondríaco, obeso, sin más ideología que la comida y la caza e incapaz de ligar con sentido media docena de palabras. Su madre fue Ana de Baviera, una mujer torpe y fea, características que la empujaban al alejamiento de la gente y a la soledad.
Con tales progenitores, que además se despreocuparon por completo de él, Felipe tuvo una infancia triste y carente de afecto. En su formación intervinieron principalmente tres personas: su tía abuela, la duquesa de Orleans, una señora fofa y sin gracia que, no obstante llenaba al niño de mimos; Helvetius, médico de familia, quien le inoculó una preocupación más que excesiva por la salud y François de Salignac de la Mothe, más conocido como Fenelón, teólogo y obispo católico, cercano al fervor quietista, que le contagió una obsesiva preocupación religiosa, un enorme sentimiento de culpa, especialmente en relación con el sexo, al que, como buen Borbón, era muy inclinado, y la necesidad de penitencia y expiación.
 De este modo, cuando llegó a España, Felipe era un muchacho tímido, escaso de voluntad, carente de confianza en sí mismo y de capacidad de decisión. Dependía casi por completo de su abuelo, Luis XIV, quien le impuso al cardenal Portocarrero como hombre de confianza y quien le buscó esposa:María Luisa Gabriela de Saboya, una niña de trece años, junto a la que colocó como camarera mayor a Marie Anne de la Tremoille, princesa de los Ursinos. Se casaron por poderes y cuando se encontraron tardaron tres noches en consumar el matrimonio. Mas, a partir de aquel momento no había modo de sacar al rey de su alcoba: había encontrado la fórmula legalizada y bendecida de dar salida a su desmesurado afán erótico y con ella la única causa por la que merecía la pena vivir. 
Mucho tuvo que ver María Luisa Gabriela en el arrobamiento del rey. A pesar de su corta edad y muy bien aconsejada por la princesa de los Ursinos, que andaba ya por los sesenta años y había corrido lo suyo, la muchachita supo colmar en la cama todas las desmesuradas lascivias que se le ocurrían al casi imberbe monarca. Fiel a su estirpe, el libidinoso Borbón se estuvo metiendo en la cama de su esposa inclusive cuando esta enfermó, aquejada de fiebres y de fuertes dolores de cabeza, y lo hizo hasta unos días antes de su fallecimiento, en febrero de 1714, con sólo veinticuatro años. El monarca, movido por un pudor pecaminoso, se negaba a tomar una amante, como le aconsejaban la princesa de los Ursinos y sus ministros,  y a dejar en paz a su esposa. 
La muerte de la reina sumió en la desesperación al caballerito. Se pasaba el día llorando, sin querer ver a nadie, cayó en la depresión y en la esquizofrenia, de las que ya había apuntado alguna muestra con anterioridad. Pero su apetito sexual sólo era comparable a su sentimiento de culpa, por ello, tras la muerte de la reina hubo que buscarle urgentemente una nueva esposa, porque seguía negándose a tener una amante. La elegida fue Isabel de Farnesio, hija de los duques de Parma, una potente y aguerrida mujer que enseguida se apoderó por completo de la voluntad de Felipe con el arma del sexo. Se casaron por poderes también, pero cuando Isabel llegó a palacio, el monarca la cogió de la mano y se la llevó a su alcoba. Eran las seis de la tarde y no salieron de la cama hasta bien pasada la media noche. 
En lugar de aplacarse con los años y el abuso, el apetito sexual del rey no hacía más que crecer y crecer. Nada quería saber de los asuntos del Estado ni del país, sólo de los diversos orificios y recovecos de la reina, pues todos los rellenaba consecutivamente en la misma sesión. La reina jugaba con él como quería. A veces cedía fácilmente a sus requerimientos, pero en otras ocasiones se negaba, lo que provocaba en el caballero verdaderos ataques de impotencia, corría de un lado a otro gritando desesperado, lloraba, rogaba, amenazaba, pero la reina se mantenía en sus trece y no cedía. En este tira y afloja las dolencias psíquicas de don Felipe no hicieron más que consolidarse y aumentar. Y así, cuando la reina cedía, el rey se entregaba al sexo con el ímpetu y la fogosidad de un adolescente, no cediendo en la faena hasta que caía rendido, hecho un guiñapo al lado de su esposa. Entonces empezaban sus cuitas por efecto de la culpabilidad. Estaba seguro de que tanto sexo era terriblemente pecaminoso, el temor a las penas del infierno se posesionaba de él y su mente se despeñaba por un barranco cada día más profundo y oscuro. Hizo construir un palacio versallesco en la Granja de San Ildefonso y allí se retiraba cada vez con más frecuencia y en estancias más largas, oyendo al castrado Farinelli, que su esposa había hecho traer de Italia, cuya mágica voz calmaba por un rato su angustia y sus desquiciados temores.
Pero la depresión avanzaba inexorable. Un día el rey empezó a ponerse una camisa usada de la reina, porque temía que lo envenenaran, precisamente con su camisa. Poco después empezó a exhibirse desnudo delante de la gente. Luego dejó de asearse, pasando la mayor parte del tiempo en su cama en medio de una suciedad nauseabunda y exhalando los repugnantes olores que se pueden imaginar. En este estado mental de verdadero orate siguió siendo rey y, en consecuencia, jefe del Estado, hasta el mismo día de su muerte ocurrida el nueve de julio de mil setecientos cuarenta y seis, de un derrame cerebral. De esta triste prenda descienden todos los borbones que han reinado en España con posterioridad, aunque también es verdad que en esta sucesión han entrado en más de una ocasión sangres ajenas y más de uno de estos borbones ha sido en realidad un bastardo.


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