Yo tenía trece años y cinco meses y estudiaba en los gratuitos del colegio salesiano. Era un buen estudiante, mes tras mes salía el número uno o el dos en el famoso cuadro de honor que tenía establecido el colegio con el objeto de incitarnos a la competencia y a la emulación. Era también un niño formal, más serio que gracioso y con un grado importante de timidez y otro, algo más suave, de fatalismo.
Cierto día apareció por el aula un curita joven, apuesto y jovial, que se dedicó a probarnos la voz a todos los alumnos. Al final de la prueba escogió a ocho o nueve, no puedo recordarlo, entre los que me encontraba yo. Una vez realizada la selección, nos informó que iban a forma un coro para le celebración de no recuerdo qué, dando por hecho, sin pedir nuestra opinión, que todos los seleccionados estábamos de acuerdo en formar parte de él. Idénticas prueba y selección fue realizando el curita en el resto de las nueve aulas que existían en el colegio, reuniendo al final un total de unos cincuenta o sesenta alumnos de distintas edades y, es de suponer, distintas voces.El caso es que unos días más tarde a media mañana estábamos todos reunidos en el salón del cine, hoy desaparecido como tal y reconvertido en el Teatro Avanti, desde algún tiempo después de que el memorable don Felipe González se sacara de la manga la estafa de los colegios concertados. Pero esta es otra historia. Y estamos hablando de música.
Allí estábamos, la mayoría un tanto desorientados y nerviosos, atentos a la explicación que nos daba el que iba a ser el director del coro, don Felix, un curazo enorme, de un metro y noventa centímetros por lo menos, seriote, y diz que con una dosis nada despreciable de mala leche. Don Felix nos organizó como le pareció, repartió la letra de lo que íbamos a cantar y empezaron los ensayos, él entonando la pieza y nosotros catándola bajo su batuta.
Así estuvimos sin novedad, ensayando diariamente durante una hora. Al cuarto día, el cura no paraba de estirar el pezcuezo adelantándolo hacia nosotros, así como de torcer el cuello como si le hubiera dado un aire o estuviera a punto de sufrir un ataque de epilepsia. Pero continuaba marcando el compas a mí, por lo menos, me parecía que como siempre.
Don Féliz se tiró con aquella especie de contorsionismo más de diez minutos al cabo de los cuales detuvo el ensayo y exclamó, alargando los labios, como para dar un beso, y aflautando la voz:
"A ver, Arjona, ven, ven aquí." Y señaló un punto junto a él.
Yo salí más bien titubeando y me sitúe más o menos donde él cura había señalado.
"Bien", dijo, ahora muy profesional y también muy en elefante frente a una hormiga. "Canta tú solo, anda, canta, que yo te oiga"
Si atento había estado durante el ensayo, entonces empecé a cantar poniendo mi mayor empeño, pero no había pronunciado más de dos palabras del texto cuando ¡zas!, recibí un bofetón con el cacho de mano que tenía el bichaco aquel, una mano como una pala de meter pan en el horno, que me estrelló contra el pavimento.
"Y no vengas más, no vengas más", remachó el curazo sin apenas alzar la voz, yo diría que hasta con un tono de alivio, como si se hubiera cargado un mosquito que llevara media noche impidiéndole dormir.
Desde entonces mi amor por la música no conoce límites.
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