Siempre que filósofos, escritores, pensadores e intelectuales en general tratan el problema del mal se centran exclusivamente en el ser humano, bien como individuo particular, bien como miembro más o menos insignificante de la humanidad.
Leyéndolos, da la impresión de que concibieran al ser humano como un espécimen corpóreo y, al mismo tiempo, etéreo, fuera o muy por encima del mundo que se ve obligado a habitar. Ninguno, en general, parece advertir que en este mundo existen otros habitantes además de los seres humanos, otras vidas además de la de éstos. Del mismo modo, tampoco parecen advertir que tanto el Bien como el Mal constituyen el sustrato, la raíz y la base de este mundo, situados ambos a la misma altura y dotados de idéntico dinamismo. Así, la vida, considerada como un bien, necesita inevitablemente de la muerte para mantenerse, que no hay vida sin muerte y que todo lo sintiente está sometido a este hecho brutal, que se produce bien lejos de la voluntad de los individuos.
¿Puede escapar el ser humano de este marco que, de haber sido creado por un dios, es imposible que se trate de un dios bueno? Evidentemente, no puede. En los últimos tiempos vivimos tan alejados de la Naturaleza que la mayoría ha llegado a creer que estamos fuera de ella. Sin embargo, por más que la idea repudie a muchos y se nieguen a aceptarla, el ser humano es también un animal, forma parte del reino animal y como cualquiera de ellos, se ve obligado a matar para vivir. Sí, también los vegetarianos, pues, aunque no animales, ellos no comen piedras, sino que se alimentan de vida vegetal.
Todos los afanes y todas las desdichas del ser humano nacen aquí, aquí tienen su raíz y su fundamento, de aquí parten como flechas envenenadas que resulta imposible evitar. El empeño de la filosofía y, por extensión de la cultura, consiste no tanto en la misión imposible de superar este hecho, sino de disfrazarlo, de envolverlo en velos más o menos sutiles, de manera que nos pase lo más desapercibido posible. Y esto es lo que se consigue centrando el problema del mal exclusivamente en el ser humano, de tal modo que sólo se contempla desde el punto de vista moral, es decir, de las relaciones de los seres humanos entre sí y, sobre todo, para la mayoría de los filósofos, que no dudan de su existencia, de la relación de los seres humanos con Dios.
Uno de esos velos, utilizado por buena parte de los filósofos, es el que sitúa el origen del mal en el deseo. Si nos detenemos un momento, veremos que este es un velo, como mínimo, sorprendente, pues la vida humana es inimaginable sin la existencia del deseo, casi todo en nuestra vida es fruto de él, un deseo que no tiene por que ser, y casi nunca lo es, consciente. Había por ahí un cuento, cuyos título y autor he olvidado, en el que a un caballero se le aparece un genio y le dice que está enteramente a su servicio para concederle absolutamente todos sus deseos. Como no podía ser de otro modo, el caballero se ilusiona y pide tres cosas que de lo más previsibles: un palacio para vivir, dinero en abundancia y una mujer bonita y amorosa. ¡Zas!, dicho y hecho, en una fracción de segundo el caballero recibe los tres deseos.
El problema, sin embargo, no ha hecho más que empezar, porque a partir de ese momento, lo mismo que en un bombardeo, el caballero va recibiendo casi todo lo que va pasando por su mente. Piensa en comer, porque tiene hambre, y, ¡zas!, una mesa llena de viandas; piensa que debería cambiar de caballo y, ¡toma ya!, una cuadra llena; piensa en pasar un rato leyendo y, ¡allá va!, una librería entera para él. Al final, el caballero se vuelve medio loco porque pretende algo, si no imposible, sumamente difícil: dejar de pensar. Y es que la mayor parte de nuestros pensamientos, conscientes o inconscientes, conllevan en realidad un deseo.
"La conciencia de sí mismo es el estado de deseo en general", afirma Hegel. Y añade más contundente aún: "la conciencia de sí mismo es Deseo." Es imposible, pues, dejar de desear. Eso es lo que pretende el budismo: dejar la mente en blanco mediante la meditación, entrar en un estado semi cataléptico al que llaman nirvana y que, sin duda, solamente algún privilegiado logrará alcanzar.
Estas no comen
Pero no, a despecho de Buda en Oriente y de la concepción filosófica occidental, no es el deseo el que general el mal y, por tanto, la ruina de ser humano, ni siquiera el deseo erótico, que es cierto que produce no pocas calamidades. El mal se encuentra en la conformación de un mundo en el que los seres animados, y en concreto los seres humanos, tienen la necesidad de comer para mantenerse con vida, una pulsión bastante más fuerte que la del deseo sexual. De manera que, si este mundo lo ha hecho Dios, no ha podido hacerlo peor.
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